[852]
Lamento mucho no poder comunicarle este año ninguna noticia alegre sobre mis negros; porque, exceptuados Miguel Ladoh y el pequeño Antonio, todos los demás contrajeron una mala enfermedad africana, que a pesar de todos los cuidados que la caridad cristiana nos hizo prodigarles, cobró una forma maligna en los pobres africanos y para bastantes de ellos terminó en una muerte impresionante. Aunque estamos abatidos por estas desgracias, que nos quitan la esperanza de poder educar en Europa a mis negros en beneficio de la Misión de Africa Central, sin embargo la vida angelical de estos queridos niños que nos fueron confiados y su conmovedora muerte nos llena de inefable consuelo, el cual también debe alcanzarle a Ud. por los sacrificios que ha hecho en favor de los negros de Verona.
[853]
Esta vez le quiero hablar de nuestro Pedro Bullo que, después de una vida ejemplar, tuvo una muerte de ángel. Pero antes debo decir cómo obtuve este chico e informarle finalmente del viaje que hice al mar Rojo a fin de reunir un número considerable de alumnos para nuestro Instituto africano.
[854]
En septiembre de 1860 recibí carta desde la India del Rmo Señor Celestino Spelta, Vicario Apostólico de Yu-pe y visitador general de China (yo había conocido a este señor el año anterior a mi viaje de El Cairo a Roma y lo había puesto al corriente de la finalidad de mi Instituto), en la que me comunicaba que en Adén había un gran número de niños negros, los cuales eran precisamente adecuados para nuestro Instituto de Verona. Se lo dije a mi Superior D. Nicolás Mazza, el cual ante todo quiso asegurarse de modo todavía más preciso de la verdad de este informe y sólo después adoptar una resolución. Pero cómo obtener datos más precisos, eso aún no lo sabía. Ni tampoco la divina Providencia nos mostró muy pronto su adorabilísima voluntad. El 10 de octubre de ese mismo año un misionero carmelita nos trajo a Verona dos negros que el Rev. P. Juvenal de Tortosa, prefecto de Adén, le había confiado cuando su barco, procedente de Malabar, recaló en Adén. El prefecto había rogado a este misionero de la India que se llevara consigo bastantes otros de esos niños; pero, como tenía poco dinero, no pudo llevarse más que dos. Nosotros examinamos a los dos chicos y los encontramos muy adecuados y dispuestos para nuestros fines. Entonces, sin pensarlo más tiempo, mi Superior me mandó marchar a Oriente.
[855]
Todavía recuerdo que D. Mazza me encargó un presupuesto de los gastos del viaje y de la compra de los negros, y pensando yo encontrar de 40 a 50 chicos, calculé que bien necesitaría 25.000 francos. Mi Superior echó un vistazo a su bolsa y me dijo: «No tengo más que 13 florines». «Entonces tendré que quedarme en Verona», le contesté. «Nada de eso –replicó él–, dentro de tres días saldrás para Oriente».
[856]
Para mí fue una suerte no haberme obstinado en mi idea. Fui a Venecia a buscar los pasaportes para los niños negros que yo tenía que llevar a Nápoles, y al tercer día D. Mazza bendijo mi partida, me dio 2.000 francos (que había recibido del conde José Giovanelli y de su devota esposa, la cual ofreció 900 fr.), y dijo: «Marcha igualmente. Toma 2.000 fr., pues ahora no te puedo dar más. Ruega a Dios que me haga encontrar más dinero, porque quiero ayudarte. Pero tú vete de todos modos».
Dos horas después dejaba yo Verona, y me dirigía al Instituto de La Palma para entregar al P. Ludovico de Casoria cuatro chicos que no podían soportar el clima veronés.
[857]
Conversando con el P. Ludovico vine a saber que la obra del P. Olivieri era objeto de una terrible hostilidad, tanto por parte de los turcos como de bastantes cónsules europeos.
[858]
El año anterior, regresando a Egipto desde el centro de Africa, yo mismo fui testigo de las aflicciones de D. Blas Verri, con quien fueron encarceladas cinco negras, a las cuales, tras el informe de unos señores del consulado inglés que se habían mostrado siempre contrarios a los progresos del catolicismo, el gobierno egipcio consideró como esclavas.
Después de la guerra de Oriente, en las estipulaciones del Tratado de París había quedado prohibida la esclavitud y la trata de negros, y esta ley justa, que había sido promovida por la sociedad europea y por el Evangelio, fue manipulada, malinterpretada y cambiada por los turcos. De este modo, consideraron a D. Olivieri y a su compañero D. Blas Verri como esclavistas, porque éstos adquirían con dinero a las pobres negras de manos de los chilabas (mercaderes de esclavos). Por otra parte, yo ya me había enterado de que los más implacables enemigos del P. Olivieri eran los señores del consultado inglés de Alejandría, los cuales habían asegurado al bajá que los sacerdotes católicos practicaban el comercio de esclavos, y que había que poner fin a este desorden. Esos falsos informes de los ingleses y la errónea interpretación que el gobierno egipcio hacía del rescate de esclavos causaron a D. Verri grandes disgustos e innumerables dificultades. En conocimiento de todo esto, y habiendo oído que la lucha contra la obra del P. Olivieri continuaba, decidí ir a Roma, donde esperaba conseguir buenas recomendaciones para el consulado inglés de Egipto.
[859]
Dios realizó mi deseo. Mons Nardi, amigo y bienhechor de mi Instituto, me condujo hasta lord Hennesy Pope, miembro de la Cámara de los Comunes de Londres, el cual, sabido el objeto de mi viaje, me proporcionó una carta de recomendación de Odo Russel, embajador británico en Roma, mediante la que solicitaba al cónsul general de Su Majestad británica en Egipto que me otorgara plena protección y me obtuviera del bajá de Egipto autorización para llevar de Alejandría a Europa todos los negros que yo le presentara, los cuales a partir de entonces no serían ya esclavos, sino individuos totalmente libres. Al enviarme esta carta, lord Hennesy Pope me escribió también que, en caso de encontrar en Egipto dificultades por parte del consultado inglés o del gobierno egipcio, me podía dirigir a Londres, a la Cámara de los Comunes, donde él se complacería en concederme protección para que yo pudiera llevar a cabo mi empresa.
[860]
Recibida la bendición del Santo Padre, con esta carta de recomendación y con bastantes otras que me podían ser de utilidad en muchos consulados de Egipto, dejé la Ciudad Eterna, y en Civitavecchia monté en el Carmel, barco francés que me llevó hasta Malta. Este viaje en el Carmel resultó más feliz que el que había realizado a bordo del Stella d'Italia de Génova a Nápoles, en el cual mis cuatro negros lo pasaron muy mal. Pero todavía más peligroso fue el viaje de Malta a Alejandría en el vapor francés Euphrat, que parecía naufragar a causa de una terrible tormenta, la cual nos sumió en un gran miedo. Con la ayuda de Dios llegamos a la costa africana, ante Alejandría.
[861]
En El Cairo tuve la suerte de hablar con el P. Anastasio, polaco, que acababa de llegar de la India. Se había enterado de que tanto en Bombay como en las costas de Malabar había un gran número de negros, que yo podría adquirir con gran facilidad. También a él le habían ofrecido bastantes de esos negros, pero no había podido aceptarlos porque no sabía qué hacer con ellos. No queriendo detenerme más en Egipto, salí en tren para Suez, donde me embarqué en el Nepual, un vapor de la compañía inglesa de navegación peninsular-oriental. Por un pasaje de segunda tuve que pagar 450 fr.
Tras siete días de peligroso viaje por todo el mar Rojo, llegué a Adén.
[862]
Me abstengo de hablar de mi breve visita a Bombay y a las costas de Zanguebar, porque estas escapadas no tuvieron éxito, ya que todos los negros que encontré, o estaban trabajando para los indios o con los católicos portugueses, o no me fueron entregados. Voy a detenerme tan sólo en lo que me ocurrió de interesante en Adén.
[863]
Creo necesario explicar el fenómeno de que se encontrasen tantos negros en la costa de Arabia. Al comienzo de 1860 muchos chilabas (traficantes de esclavos abisinios) recorrieron su país y las extensas regiones de los Gallas, Tigré, Ankober, Gudru, Omara, de los Aschalla, de Damo, Nagaramo, Dobbi, Ammaya, Sodo, Nono, Sima, etc. y capturaron más de cuatrocientos esclavos, varones y hembras. Es horrible la manera como estos ladrones se apoderan de los pobres negros. Se sirvieron de la hospitalidad encontrada en algunas familias gallas para conocer con precisión las futuras presas, y de noche robaron a los niños, los montaron sobre sus caballos y dromedarios y huyeron hacia el sur. Muchos padres que comprendieron el peligro en que se hallaban sus hijos fueron asesinados al oponerse al monstruoso robo.
[864]
Nuestro pobre Pedro Bullo había sido robado de manera similar. Se había alejado un poco del tukul donde vivía con sus padres, para jugar con los otros niños, cuando recibió de un chilaba, Haymin Badassi, unos frutos del bosque, y fue conducido cada vez más lejos de la casa junto con la mayoría de sus compañeros de juegos. Pero de repente los chilabas se apoderaron de él y de los otros chicos y los montaron en sus caballos. Para impedir que gritase, lo amordazaron sólidamente, y además le envolvieron la cabeza con vendas de algodón, quitándole así toda posibilidad de ver y de gritar. Pero esto no evitó los gritos de los otros niños que habían sido raptados, y cuando la madre de Pedro corrió en aquella dirección y entre lamentos reclamó a su hijo, cayó al suelo muerta de un lanzazo.
[865]
Durante tres meses, los chilabas viajaron siempre hacia el sur. Luego se reunieron todos en las costas de Zanzíbar, donde cargaron cuatrocientos negros, que en su mayor parte eran niños, en tres barcos de vela, y zarparon hacia el golfo Pérsico y Mascate, en cuyos mercados, como también en los del interior de Arabia, pensaban vender a los niños. Hay que decir que las potencias europeas no vigilan en estos países la trata de esclavos, por lo cual puede ser practicada en ellos sin miedo al castigo. No puedo expresar cuánto sufrieron las pobres criaturas en el viaje de Zanzíbar al cabo Guardafui. En Adén me enteré por muchos que habían ido en esos barcos árabes, que los niños habían recibido de comer una vez cada tres días, y que algunos que sucumbieron al hambre, o murieron a consecuencia de malos tratos o de otros sufrimientos, habían sido arrojados al mar. Bastantes de ellos murieron también el el viaje entre el país de los Gallas y las costas de Zanzíbar.
[866]
Además, cuando los tres barcos doblaban el cabo Guardafui, fueron asaltados por los somalíes. Estos habitantes de aquellas costas, aunque también negros, habían recibido del gobierno inglés el encargo de vigilar la trata de negros y denunciar al gobernador de Adén todos los que fueran encontrados en posesión de negros y resultaran sospechosos de ejercer la trata en las costas de su vasto país. Se apoderaron de los niños y de los practicantes de este infame tráfico, los cuales, sin lograr su intento, previamente habían tratado de instigar contra ellos a los negros, sobre todo a los más fuertes, que había en los barcos, diciéndoles que los somalíes los iban a matar a todos. Entonces los somalíes abordaron las embarcaciones, ataron a los esclavistas y a los chicos más peligrosos y se dieron a la vela hacia la costa de Adén. Acercándose a esta ciudad, les salió al encuentro un grupo de soldados ingleses. Los traficantes y los dueños de los barcos, que temiendo haber incurrido en pena de muerte temblaban de miedo, hicieron los últimos esfuerzos por incitar a los chicos a la rebelión contra sus captores, asegurándoles nuevamente que éstos los matarían a fuerza de sufrimientos y palizas, y que antes los alimentarían abundantemente para, una vez muertos de la manera antedicha, prepararlos a modo de comida.
Y los chicos, en efecto, se rebelaron y arrojaron a algunos somalíes al mar, pero al mismo tiempo hubieron de lamentar la muerte y las heridas de bastantes de sus compañeros. Nuestro pequeño Pedro no había tenido que sufrir ninguno de los malos tratos a que habían sido sometidos. Finalmente llegaron a Adén, y desembarcaron. Allí fueron rodeados por los soldados ingleses y conducidos a una gran plaza, donde tuvieron que permanecer más de un día.
[867]
No digo nada de la disipación que en el viaje de Zanzíbar a Adén pudo reinar entre aquella masa de pobres chicos y chicas, que en los barcos iban fuertemente atados juntos como cabras, y que eran abandonados al arbitrio de hombres inmorales y bestiales, los cuales los custodiaron y acompañaron durante más de un mes. Qué suerte corrieron los esclavistas, esos instrumentos de la injusticia, no puedo decírselo, porque de esto no supe nada de cierto en Adén. Sé únicamente que los jóvenes, días después de su llegada a Adén fueron dispuestos en fila india en medio de una gran plaza, donde luego chicos y chicas fueron emparejados de manera definitiva según la estatura. De esos matrimonios se realizaron más de un centenar en un solo día. Luego, los ingleses pusieron a todos en libertad. Muchas de esas parejas negras, que eran fuertes y aptas para el trabajo, fueron embarcadas y llevadas a Bombay y a las costas de Malabar.
[868]
Cierto número de chicos que por su corta edad no eran aún aptos para el matrimonio se quedaron en Adén. Allí, catorce chicos y tres chicas fueron colocados con un comerciante español para limpiar el café en sus grandes almacenes. Este comerciante era el Sr. Buenaventura Mas, a quien tenían en grandísima estima tanto la Misión como el Superior de la misma, un capuchino español. Entretanto, a nadie se le había ocurrido ocuparse de los pobres negros. Nadie pensó en proporcionarles el mayor beneficio, la mejor bendición del cielo, la fe católica.
[869]
Pero la divina Providencia, siempre abundante en misericordia, les envió a Adén un ángel de paz en la persona de Mons. Spelta, obispo de Hu-pe, visitador apostólico de China, que a su paso por Adén se detuvo allí seis horas. Enterado de la historia de estos niños, indujo al Prefecto apostólico de Adén, el P. Juvenal de Tortosa, a interesarse por ellos, instruirlos, hacerlos participar en los trabajos de la estación misionera y enviarlos a Europa, donde bastantes Institutos se encargarían de su educación y sabrían meterlos por el buen camino. El P. Juvenal siguió el consejo del obispo y distribuyó a los niños por las casas de los católicos, quedándose él con tres para el servicio de su casa. Cada noche se reunían en la casa de la Misión. Allí, con extraordinario celo, un soldado irlandés les enseñaba mecánicamente el catecismo inglés, que los niños aprendían de memoria de modo no menos mecánico. Y como tenían gran talento, aprendieron también muy pronto la lengua hindí, hablada en Adén como el árabe.
[870]
A mi llegada a Adén encontré doce chicos y dos chicas (gallas) en las condiciones mencionadas. Mi primer pensamiento fue ocultar el objeto de mi viaje a todos, incluso al mismo P. Juvenal; luego, por mi propio interés, me ocupé sobre todo de no despertar sospechas en el gobierno ni en el clero inglés, ya que este último mira con ojos desconfiados la llegada de cualquier extranjero, y más si es sacerdote. Por eso el P. Juvenal creyendo que yo estaba de paso, me contó abiertamente toda la historia de los niños. Procuré estudiarlos bien, y a tal fin fui a verlos a sus habitaciones. Ya había tenido un primer contacto con ellos en la casa de la Misión una noche en que se habían reunido para aprender las oraciones y el catecismo católico. Finalmente puse los ojos en nueve niños, entre los que estaba también nuestro Pedro Bullo, quien, aunque era de los más pequeños, revelaba una inteligencia extraordinaria, y una rara docilidad, unida a una gran sumisión a la gracia de Jesucristo; se podía esperar de él que llegara a ser un católico ferviente y útil. Los otros chicos no me parecían adecuados al fin de mi Instituto, y las chicas se negaban a seguirme.
[871]
En este punto expuse mis planes al P. Juvenal, el cual me ayudó a conseguir mi intento. Fue a visitar a los amos de los chicos y les indujo a entregármelos. Naturalmente, yo traté por todos los medios ganarme el corazón de los niños. Y todos, excepto Antonio Dubale, se decidieron a seguirme a Europa.
Nuestro Pedro, que vivía en casa de un médico indio, era incapaz de estar lejos de mí más de dos horas. Declaró luego a su amo que ya no le pertenecía a él, sino a mí, y quiso además vivir conmigo en la casa de la Misión. En vano el médico indio pedía al pequeño que siguiera con él hasta el día de mi marcha, cuando él le daría permiso para seguirme: Pedro no quiso, y se vino conmigo. Y armó tal algazara por mi causa, que en su entusiasmo puso también a mi favor al hijo del médico; de modo que el indiecito, de doce años, venía frecuentemente a verme a la casa de la Misión y me pedía que le aceptara también a él para los colegios de Europa; y a pesar de que yo me negaba siempre, él no dejaba de suplicarme a cada instante que lo llevase conmigo a Europa. Un día en que había repetido su cantinela larga e insistentemente, le dije: «No te puedo llevar porque tú no eres negro, y mi Instituto está fundado sólo para negros». «Entonces –respondió– probaré a pintarme de negro con tinta, y podré venir a quedarme contigo; dejo con gusto a mi padre para seguirte a ti».
[872]
Tuve que sudar lo mío para conseguir a Juan y a Bautista; pero al final, con la ayuda del P. Juvenal, pude tener más de ocho chicos. Ahora me quedaban por superar las dificultades más graves, que tenía que temer por parte del gobierno inglés de la India, dado que es siempre contrario al catolicismo. El P. Juvenal no podía ayudarme en eso, porque estaba en malos términos con el gobernador, que le había obligado a pagar el 4% de impuesto por la iglesia y consideraba como cosa privada el mobiliario de la iglesia y los ornamentos sacerdotales.
[873]
Lleno de confianza en Dios, que murió también por Africa, me presenté al gobernador y le rogué que preguntase a los dos chicos que yo le llevaba si querían seguirme a Europa. Le supliqué, además, que si veía que ellos habían llegado de propia voluntad a tal decisión, los pusiese en libertad, les diese un pasaporte, e hiciese el favor de inscribirlos como súbditos anglo-indios. Aunque al principio puso algunas pegas, luego me concedió lo que deseaba. Eso me dio ánimos, y pensé traerle también los otros seis jóvenes gallas; pero él no quería saber nada de eso. Sin embargo, a base de acosarlo con mis súplicas, lo induje a pedir consejo a los miembros de la junta de gobierno, entre los que también estaba el pastor inglés. Discutieron el asunto, y salió a relucir la sospecha de que yo hubiese venido a hacer prosélitos; además declararon que yo actuaba contra la ley, que prohíbe el comercio de esclavos.
[874]
Decidieron, por tanto, no complacerme. Entonces yo declaré a la asamblea que me dirigiría al mismo gobierno central para obtener protección para esos pobres niños, que querían hacer uso pleno de su libertad y, siguiendo su deseo, venirse conmigo a Europa. Pero todo era inútil. Demostré entonces al gobernador que él estaba obligado a proteger la libertad de estos niños que quedaban en territorio británico, y que si él les daba permiso para seguirme no hacía sino proteger su libertad. Le expuse también otras razones y argumentos para obtener la protección inglesa, y al fin decidió ver a los niños. Así pues, presenté al gobernador, consejero municipal Playfair, los niños, a los que antes había aleccionado bien sobre el modo en que tenían que responder. El los examinó a todos, uno por uno, dio a todos la declaración de libertad junto con un pasaporte indio y los inscribió como súbditos británicos. Con esos tres documentos, yo estaba seguro de poder llevar conmigo a los ocho niños gallas.
[875]
Ahora me faltaba Antonio, que, aunque por su gusto me habría seguido, no se había decidido a hacerlo todavía, porque su amo, un inglés de nombre Greek, que lo trataba muy bien, no quería dejarlo. Este, en cuanto se dio cuenta de que me quería llevar al pequeño, lo cual él temía mucho por los excelentes servicios que le prestaba en casa, le prohibió frecuentar la casa de la Misión. Pero Antonio que, como inteligentísimo que era, comprendía que si se quedaba en casa de su amo no podría abrazar el catolicismo, se decidió a seguirme contra la voluntad de aquél. Cuando el Sr. Greek (empleado del gobierno) descubrió la intención de su negrito, ya no lo dejaba solo un momento, y lo llevaba siempre consigo a su oficina por temor a que yo, aprovechando su ausencia, convenciese al chico a seguirme. Y ciertamente tenía razón. Yo fui más de una vez a casa del Sr. Greek y le rogué que me cediera el muchacho, mas todas mis súplicas fueron inútiles. Entonces mandé al P. Juvenal a casa del funcionario inglés; pero éste le contestó que si el Sr. Comboni seguía insistiendo en llevarse al pequeño y en pedírselo al gobernador, podía llegar a ocurrir que perdiese también los otros chicos.
[876]
El P. Juvenal me trajo esta respuesta, que yo interpreté en un sentido favorable para mí. Dos días después fui a su oficina, que se encontraba en la casa del gobernador, y hablamos de política, de comercio, de la gloriosa historia de Inglaterra, de sus conquistas, del influjo que ejerció en la civilización de América y de Australia. Después de haber estado conversando así una hora, llegó gente a la oficina para resolver sus asuntos. El Sr. Greek parecía dispuesto a quererme despedir, pero yo hacía como que no me daba cuenta. Dejé entrar mucha gente y yo me retiré un poco atrás para observar los cuadros y las cartas geográficas en aquella parte de la sala donde estaba Antonio. Cuando observé que el Sr. Greek estaba muy ocupado con las personas que habían venido a verle, me fui acercando despacio a la puerta, hice a Antonio una seña para que me siguiera, y con él abandoné la oficina sin que se diera cuenta el inglés. Inmediatamente fui a ver al Sr. Playfair, le presenté a Antonio y le dije: «Este es otro chico que quiere seguirme; tenga la bondad de hablar con él, y si verdaderamente ve que desea ser alumno de mi Instituto de Verona, declárelo libre, expídale un pasaporte e inscríbalo en el registro de súbditos británicos». El gobernador accedió a todas mis peticiones.
[877]
En cuanto volví a la casa de la Misión, dije al Prefecto Apostólico: «Aquí está el chico deseado. Vaya a ver al Sr. Greek y dígale que he seguido su sugerencia. Dígale que por medio de Ud. me hizo comprender que si quería tener el chico, debía dirigirme al gobernador; ahora tengo al niño precisamente porque he ido a ver al gobernador, el cual me ha concedido todo, como, como Ud. puede ver pos estos papeles». El Prefecto fue a ver al Sr. Greek y le contó todo. El Sr. Greek estaba furiosísimo, y vino a la casa de la Misión, amenazándome con pegarme y hacer que quitasen todos lo niños.
[878]
Quería arrebatarme con la violencia al pequeño Antonio, pero yo le dije: «Señor, con su conducta se está comprometiendo, al actuar contra la voluntad del negro, que quiere venirse conmigo. Si se apodera del niño por la fuerza, se pone en contra de la ley, y se hace culpable del delito de los chilabas y acreedor del mismo castigo que ellos. El gobernador no puede mover un dedo contra mí ni contra el chico, porque tengo en poder la autorización legal escrita, que mostraré al gobierno de Londres, en caso de que se atreviese a pedirme los documentos. Entonces Ud., como el gobernador, recibirían el castigo a su injusticia». Estas palabras mías y los argumentos del Prefecto apostólico desarmaron al Sr. Greek, que bebió con nosotros un par de botellas de buen Porter (cerveza inglesa), y nos hicimos amigos.
[879]
En Adén podía contar sólo con nueve niños, y éste era un número demasiado pequeño para el objeto de mi viaje. En el Napaul supe por un misionero, quien iba a un congreso de misioneros que iba a tener lugar en la parte sudoriental de Madagascar, que en el canal de Mozambique había un gran número de esclavos negros, los cuales eran vendidos a 50 fr. cada uno. El Sr. Mas, de Adén, quien había estado muchas veces en Mozambique y tenía un intenso comercio con las islas adyacentes Mayotte, Nos-Beh y las Comores, me confirmó la verdad de ese informe. Me prometió su protección y el transporte gratuito de los negros desde Mayotte a Marsella, y precisamente en sus barcos, los cuales debían tomar la ruta del cabo de Buena Esperanza y subir por el océano Atlántico. Pero, ¿cómo poner en ejecución este plan, cuando no me quedaban más que 600 fr.? Antes de mi marcha, mi Superior, D. Mazza, me había dado 2000 fr., diciéndome: «Toma este dinero; es todo lo que tengo. Ruega al buen Dios que haga que me llegue más, y entonces te mandaré otra buena cantidad». Supliqué al Señor con insistencia y constancia; pero el Señor no oyó mi ruego, porque mi Superior en todo el viaje no me mandó ni un céntimo.
[880]
Entonces decidí aplazar la realización de todo mi plan, ir a Europa y tratar con el P. Olivieri de la compra de los negros de Mozambique. En efecto, propuse este asunto en El Cairo a D. Blas Verri, que me parecía muy dispuesto a seguirme a la costa sudoriental de Africa; pero cuando me aconsejé con el P. Olivieri, el santo anciano me contestó que no se sentía en condiciones de poner en práctica ese inmenso plan, ni de luchar contra las inmensas dificultades y peligros que eran de esperarse del viaje alrededor del Cabo y por el océano Atlántico.
Seguí, pues, en Adén con mis nueve chicos y con los 600 fr. que me quedaban, y con semejante cantidad no sabía cómo hacer para trasladarme a Europa. Pero la Providencia siempre acude en socorro cuando se trata de ejecutar obras que redundan en gloria de Dios. Y muy pronto llegó a Adén una fragata francesa, la Du Chayla, a cuyo mando estaba el capitán Tricault, el actual secretario general de la marina francesa en París. La fragata, que venía de China y se dirigía a Suez, llevaba a bordo a S. E. el barón Cross, embajador extraordinario en las cortes de Japón y de China. El barón Cross había acordado un tratado comercial entre Francia y el Celeste Imperio. Me presenté al comandante y al embajador y les hablé de Africa Central y del objeto de mi empresa; les dije también que yo podía hacer de capellán del barco, dado que éste había caído enfermo en Ceilán. El barón Cross y el señor Tricault tuvieron así la generosidad de concederme pasaje y alojamiento gratuito en la fragata desde Adén hasta Suez no sólo a mí, sino también a mis nueve negros.
[881]
El viaje por el mar Rojo fue realizado en once días; pero entre Moka y Suakin nos sorprendió una furiosa tormenta que culminó a la altura de Dieddah. Finalmente, el 25 de marzo arribábamos a Suez, y 19 cañonazos saludaban la presencia del embajador francés en suelo egipcio. El 26 llegamos a El Cairo junto con Said Bajá, virrey de Egipto, el cual volvía de una peregrinación a La Meca. Mis negros se encontraban estupendamente. Apenas llegado a El Cairo, fui a ver a S. E. Sir Colquehonn, agente y cónsul general de Su Majestad británica en Egipto, para entregarle la carta de recomendación del Sr. Odo Russel, embajador inglés en Roma. En esa carta se rogaba el gobierno inglés que dejase pasar de Alejandría a Europa a todos los chicos que llevaba conmigo.
El cónsul general me recibió con mucha cortesía, y fuimos juntos a ver al Bajá. Habiéndole mostrado los pasaportes y el documento en el que los niños eran declarados súbditos británicos de la India (porque Adén está bajo la jurisdicción del gobernador general de Bombay) se me extendió un firmán suscrito por el Bajá, en el cual se ordenaba al jefe de la aduana de Alejandría que dejase pasar a los pequeños indios que acompañaban a Daniel Comboni. Entonces, al haberme salido tan bien este asunto, el Sr. Kirchner, provicario apostólico de Africa Centra, me confió una jovencita llamada Catalina Zenab.
[882]
Catalina vivía con las Hermanas del Buen Pastor, y nos había ayudado a componer un vocabulario, tiempo atrás, cuando trabajábamos entre los Kich, que se hallan junto al Nilo Blanco, a 6° de latitud norte.
Luego partí para Alejandría con los nueve chicos, y rogué a las Hermanas del Buen Pastor que me llevaran dentro de dos días también a la negra Catalina Zenab. Encontrándome en graves apuros pecuniarios, lo primero que hice fue buscar un viaje gratis a Europa. La Providencia me ayudó de nuevo: en la oficina del vicealmirante francés se me concedió el viaje de Alejandría a Marsella, teniendo que pagar sólo 400 fr. por la comida. Entonces hice que suscribiera el firmán el gobernador de Alejandría, Rashid Bajá. Del cónsul general austríaco obtuve también, para Catalina Zenab, un documento mediante el cual era declarada súbdita austríaca, como proveniente de la casa de la Misión austríaca de Jartum. Cuatro horas antes de la partida del Marsey, me dirigía al puerto con los nueve chicos para embarcarnos, habiendo encargado previamente a dos monjas de la Caridad que un par de horas más tarde me trajesen al barco a la negra.
[883]
El año anterior habían detenido al P. Olivieri con sus cinco negros, y ahora se sospechó que yo podía ser un ayudante suyo y que hubiese comprado negros para llevarlos a Europa. Por eso se me obligó a entrar con los chicos en la oficina del jefe de la aduana a explicarme mejor sobre el asunto de los esclavos. A mis negros los creían abisinios (y de hecho los gallas tienen la misma tez e idéntica finosomía). Saqué del bolsillo el firmán del Bajá y el jefe, o mejor, el jeque, lo leyó, observó atentamente las caras de los niños y exclamó: «Estos chicos no son indios, sino que vienen de Abisinia. El Bajá –continuó– no los ha visto, porque de lo contrario ciertamente no hubiera extendido este firmán». Entonces yo saqué los papeles del gobernador de Adén, mientras le hacía observar que si los niños no hubieran sido indios, el gobernador de Adén no me habría expedido ningún pasaporte. Yo insistía en que los niños eran realmente súbditos del gobierno inglés. El jeque nos hizo rodear de guardias, a quienes ordenó que nos condujesen a una dependencia del edificio de la cárcel donde se custodiaba a los acusados antes de la condena.
[884]
Todas mis protestas de inocencia fueron vanas, e ineficaces cuantas razones arguí para inducirlos a que me dejasen ir con los chicos al barco francés. Incluso se ordenó nuestro ingreso en prisión. Me preocupé ante todo de hacer que me devolviera el jeque todos mis papeles, porque más tarde podían servirme para hacer valer mi inocencia, y además hice llegar a las buenas monjas de la Caridad una carta en la que les rogaba que tuvieran a la negra en el convento hasta nuevas noticias. Luego fuimos llevados a la cárcel. Allí estuvimos un par de horas, durante las cuales los oficiales turcos de guardia dirigieron a los niños mil preguntas. A mí me amenazaron con pegarme tres tiros en el pecho. Yo sonreía sin responder nada, mientras en hindí, que en Egipto no es comprendido, ordenaba a los chicos: «Tanda Makharo, chiprausap boito –estaos quietos y guardad silencio–, daiman chiprau daiman chiprau -guardad silencio y no contestéis».
[885]
Al cabo de un par de horas, dije a uno de los oficiales: «Llame al jefe de la aduana o lléveme hasta él». Repetí con energía esta petición, y entonces él decidió ir a buscar al jeque y traerlo. En cuanto entró, le dije: «Usted me está reteniendo aquí dentro, ¿no sabe que soy europeo? Su delito le costará caro. Y él me respondió: «Usted ha comprado abisinios en El Cairo o en Alejandría, y a fin de podérselos llevar desde Alejandría a Europa, lo que ya de por sí está prohibido, ha sobornado a algunos funcionarios del consulado inglés para conseguir los papeles con que los niños son declarados indios. Pero yo sé distinguir muy bien los indios de los abisinios, porque los negros llevan el pasaporte en sus caras. Estos son abisinios que usted ha comprado a pesar de la reciente prohibición de Said Bajá; por eso pagará cara su infracción»
[886]
Mis intentos de probarle que los niños eran indios y no abisinios y que venían de la India (en efecto, Adén, en cuanto a gobierno, depende de la India) no tuvieron éxito. Con igual resultado le probé que Egipto tendría que rendir cuentas a Inglaterra del abuso que uno de sus aduaneros cometía contra la libertad de un europeo y contra súbditos de la Corona británica, todos provistos de los necesarios pasaportes. Finalmente le dije con tono severo: ¿No sabe que soy europeo? No sabe que teniéndome en prisión a pesar de que todos mis papeles están en regla, comete un delito? Si dentro de tres horas no me ha puesto en libertad, le garantizo que usted no estará seguro de conservar su cabeza; sabré hacer de modo que sea castigado con la muerte, por haber metido en la cárcel a un europeo. Aunque yo fuese culpable de los más graves delitos, usted no es quién para tenerme preso; y entonces debería conducirme ante el representante de mi nación, del Cónsul, porque sólo él tendría derecho a juzgarme. Yo conozco las leyes de aquí mejor que usted. ¡Ay como no me ponga en libertad!».
[887]
Estuvimos hablando de modo animado seguramente otro cuarto de hora; mientras, el jeque se había dejado atrapar nuevamente por un gran temor. Se disponía a marcharse cuando se volvió atrás para ponerme en libertad. Antes de seguirle ordené en hindí a los niños que no hablasen en árabe, ni en abisinio, ni en galla, sino que guardasen el más riguroso silencio, porque de lo contrario corría peligro su cabeza. Al salir de la cárcel, dije en árabe al jeque: «Hoy me ha tocado a mí, mañana a ti», palabras que le hicieron presa de un gran miedo.
[888]
Enseguida me dirigí a ver al Sr. Sidney Smith Launders, cónsul comercial británico en Alejandría, a quien concernía mi problema, dado que en Egipto era considerado como un asunto de comercio. Le entregué una carta que le había escrito para mí desde El Cairo el cónsul general inglés Colquehonn, y le expliqué la situación en que me encontraba. El cónsul me trató muy amablemente, pero quedó sorprendido de mi súplica, y me negó su ayuda; pues ocurría que ya había tenido que mezclarse otras veces en estos asuntos de negros del P. Olivieri, lo cual le había creado muchas dificultades, porque, tratándose de negros, había encontrado al gobierno egipcio siempre hostil. Le supliqué con lágrimas en los ojos que aun así me prestase apoyo ante el Bajá de Alejandría, y que hiciera valer ante él el firmán del virrey Said, que contenía órdenes. Aun lamentándolo, me negó su asistencia. Entonces yo le dije con toda energía: «Usted está obligado a interesarse ante el Bajá por estos negros, que ya no son esclavos, sino súbditos británicos. El gobierno egipcio, habiéndolos metido en prisión y no dejándolos marchar de Alejandría, ha abusado de su poder, ha lesionado los derechos de unos hombres libres, y ha ofendido al gobierno inglés despreciando el sello y la firma de un gobernador británico. Usted en Alejandría representa a Inglaterra, así que debe vengar la afrenta cometida contra ella y sus autoridades».
Entonces el cónsul reconoció cuál era su deber y quiso prestarme su protección; pero le costaba mezclarse en este asunto. Muy contrariado por esto, le dije: «Si no se convence usted de que el nombre del gobierno inglés ha sido gravemente ofendido por el gobierno egipcio al negarse a dejar zarpar desde Alejandría para Europa a esos niños, súbditos de su Majestad la reina Victoria provistos de pasaportes británicos, me siento obligado a ir yo mismo a Londres y exponer el asunto al mismo gobierno inglés, un paso que no le reportará a usted ninguna alabanza. Comprenda que por su cargo está usted obligado a proteger a esos niños y a impedir que le nombre de Inglaterra sea despreciado».
[889]
Sir Sidney se dio cuenta por fin de lo que tenía que hacer, y cuando fui a ver a Rashid, el gobernador de Alejandría, me dio su intérprete. Mis amenazas habían producido en el jefe de la aduana tal impresión que inmediatamente después de mi liberación de la cárcel se había presentado ante el Bajá, contándole a su manera el asunto de los negros. Llegados al Diván ante el Bajá Rashid, tomé la palabra y dije al Bajá: «¿Por qué sus aduaneros no han permitido a mis pequeños indios pasar por el puerto de Alejandría hasta el barco francés, a pesar de llevar los pasaportes en regla y el firmán del Effendina (=nuestro señor) el virrey de Egipto?» «Mis funcionarios han cumplido con su deber –respondió el Bajá–, porque esos niños no son indios, como usted ha declarado ante el Effendina Said. Estoy convencido de que son esclavos abisinios que usted ha comprado en El Cairo o en Alejandría, y de que para poder llevarlos a Europa ha corrompido a algunos funcionarios del consulado inglés, los cuales luego han abusado del sello y del visado del cónsul, habiendo declarado que los niños no eran abisinios sino que procedían de la India. Los indios no son negros, y esos niños lo son. El virrey se dejó engañar por la declaración de los funcionarios ingleses, y les concedió un firmán sin haber visto a los niños. Y usted ha cometido un grave delito que le costará muy caro; se lo aseguro por el Dios misericordioso y bueno: bism Allah errahmán errahim».
A esta acusación era fácil contestar.
[890]
Respondí a Rashid Bajá: «Estos niños no son abisinios, sino indios, y el que le ha dicho que son esclavos que he comprado en El Cairo o en Alejandría es un embustero: son indios que vienen directamente de la India. Puede dirigirse para esto al cónsul francés, que ha oído hablar mucho de mí y de mis chicos, y al embajador francés en China, que pasó por Alejandría hace una semana. Esto se lo pueden confirmar tres señores que actualmente se encuentran en la ciudad. También pude mandar telegrafiar a Suez, donde se halla el Du Chayla, que me trajo a Egipto con los niños. Además debe dar valor al firmán del virrey y a los documentos y pasaportes que me fueron entregados en las Indias. Usted es un hombre justo, un hijo del Profeta, el cual tiene los ojos puros, que no se dejan ofuscar por las nubes de la impiedad. Ejerza, pues, la justicia y cumpla con su deber: bism Allah errahmán errahim».
[891]
Rashid Bajá parecía convencido. Pero sus dudas no lo dejaban del todo en paz, porque me dijo: «¿Quién puede garantizarme que esos niños no son abisinios? ¿Quién puede probarme, en el nombre de Dios, que son indios y que no los ha comprado en Egipto?» «Estos documentos –respondí yo, mostrándole los pasaportes firmados en Adén– le demostrarán que lo que le digo es verdad. Si no nos deja pasar a mis chicos, desprecia el sello de la nación inglesa, y le juro por Dios que Inglaterra le pedirá una satisfacción: bism Allah».
Discutimos así, con apasionamiento, durante media hora; el Bajá tenía una letanía de objeciones, y yo otros tantos argumentos para dejarle bien claro que los niños eran súbditos del gobierno anglo-indio. El jefe de los aduaneros, que estaba presente, susurró al oído del gobernador que la tez de los chicos era de color negro. Entonces el Bajá quiso verlos, prometiendo que si eran blancos los pondría en libertad, pero que en caso contrario los mantendría en prisión. Ahora las cosas se me ponían difíciles, porque los niños eran negros; circunstancia muy peligrosa para mí, si bastaba para inducir aún más al Bajá a seguir el consejo y la opinión del jeque. Repetidamente el Bajá mostró deseo de ver a los niños, diciendo: «Presénteme a esos niños. Si son blancos, los pongo en libertad; si no, los mantengo bajo arresto». «Para decidir eso, no es necesario ver a los niños: el firmán del virrey y los pasaportes ingleses deben bastarle».
[892]
«Pero yo quiero ver a los esclavos», insistía él. Cuatro veces me negué a llevar ante él a los niños, porque me parecía muy arriesgado. Pero al final tuve que ceder a las órdenes del Bajá, y acompañado de dos guardias fui a buscarlos. Ellos estaban llenos de miedo, y en el encarcelamiento habían sufrido mucho. Les dije que los iba a presentar al gran Bajá, ante el cual no debían hablar árabe ni abisinio, sino sólo hindí, pues en ello les iba la cabeza. Esto se lo repetí muchas veces en hindí, y les exhorté a confiar en Dios que los salvaría.
Luego fui con los niños y con los guardias ante Rashid Bajá. En cuanto entramos en el gran diván, en el que estaban reunidas más de veinticuatro personas, todos exclamaron: «Homma, Hhabbaih Kollohom (todos son abisinios)». Yo decía que no, porque, aunque la fisonomía de los gallas sea como la de los abisinios, los gallas no son abisinios. Pero, aun así, continuaban diciendo que eran abisinios, y yo solo sosteniendo que eran indios. Después de una larga discusión, me dirigí al Bajá y le dije: «Bien, puesto que se empeñan en que mis chicos son absolutamente abisinios, mande llamar a algunos de los abisinios que viven en gran número en Alejandría. Ordéneles que hagan preguntas a mis chicos, y se verá claramente: si ellos hablan o comprenden el abisinio, usted está en lo cierto y podrá mantenerlos en prisión; pero si no entienden el abisinio, debe ponerlos en libertad».
[893]
Mi propuesta fue aceptada por todos los miembros del gran Diván. Se mandó llamar enseguida a tres abisinios que, en cuanto vieron a los niños, se dijeron uno a otro: «Estos niños son de nuestra tierra». Y les preguntaron: «¿De dónde venís? ¿Quién os ha comprado? ¿Dónde visteis por primera vez a vuestro amo?» Todas estas preguntas eran muy insidiosas, pero los niños no decían nada. Por el contrario, a cada una de ellas, dirigían hacia mí sus miradas, y yo en hindí les ordenaba callar. Un abisinio dijo a los niños: «Vamos, contestad, oh hijos del Profeta; vuestro señor os manda que contestéis». Pero ellos guardaban silencio. Así, los abisinios declararon que mis chicos evidentemente no entendían el abisinio, por lo que no pertenecían a su nación. En resumen diré que el Bajá mandó venir a unos indios que estaban empleados en el consulado inglés. Dirigieron toda clase de preguntas a los niños, y éstos respondieron bastante bien. Los indios declararon que los niños hablaban apenas un poco el hindí; pero yo afirmé que lo sabían bien.
[894]
En el diálogo, por poco no me comprometió el pequeño Bullo, al contestar una vez que era galla. Mas por suerte la respuesta, pronunciada tímidamente, no fue percibida, y con ayuda de Dios pude reparar el daño que me podía venir, dirigiendo la palabra a Juan, que sabía muy bien el hindí. Entonces, por fin, los indios declararon al Bajá que los niños eran indios. «Ahora reconozco que son verdaderamente indios», dijo él, y ordenó que los niños fueran puestos a mi disposición y que nos dejasen marchar libremente a Europa. Apenas el Bajá dio esta orden, el jeque se puso pálido. Acordándose de la frase que yo le había dicho «si en tres horas no me pone en libertad a los niños, juro por las barbas del Profeta que no volverá a estar seguro de su cabeza», pensaba que había sonado la hora de mi venganza; y por eso quería llegar al punto de volverme inocuo. Totalmente fuera de sí por el miedo, se acercó al Bajá y le dijo con decisión: «Effendina (señor nuestro), le juro por el Profeta que estos niños no son indios, sino abisinios. Yo he estado muchas veces en la India y nunca he visto indios de este color. Los indios son casi blancos, mientras que estos chicos son negros». Y en realidad tenía razón, porque el color de los indios es distinto del de los abisinios. Entonces el Bajá me ordenó que justificara aquello.
[895]
Yo me encontraba en un serio aprieto. Nunca había invocado con tanto fervor a Dios y a la Santa Virgen, Reina de la Nigricia, como en esta coyuntura donde con tanta facilidad podían ir al garete mis esfuerzos. Recobrando ánimo, eché una mirada de fuego al jeque y le dije en presencia del Bajá: «Muy bien puede ser que usted haya visitado muchas veces la India, pero no creo que haya estado en toda la India, porque, de lo contrario, sin duda habría visto indígenas de este color. La India es muy grande y, como es verosímil, usted tendría como meta de sus viajes los puertos, como Madrás, Calcuta, Bombay, Mangalore, etc.; pero desde luego no ha visitado el interior de la India, donde hay muchos territorios y ciudades que usted sólo conoce de nombre. ¿Cómo puede, pues, sostener que conoce las poblaciones de la India y manifestar la convicción de que mis niños no son indios?»
[896]
Ante estas palabras, el pobre jeque cayó en la más grande consternación y se vio completamente perdido. «Sí, tiene razón usted –respondió abatido–; nunca he estado en el interior de la India ni de los territorios indios de que me habla. ¿Se encuentran acaso cerca del cabo de Gal?» «Oh, no –repliqué– esos territorios están mucho más distantes todavía que el cabo de Gal». Se puede Ud. imaginar lo contento que me puse al ver al jeque volverse tan humilde, y cómo di gracias de corazón al Señor por su pronta ayuda. Después de esta violenta discusión, el Bajá se levantó de su asiento, tomó mis manos en las suyas y me dijo: «Oquod esteriahh (siéntese, descanse). Veo claramente que usted tiene razón y que estos niños son indios; sus palabras concuerdan perfectamente con sus documentos; de modo que ni siquiera voy a examinar sus papeles, porque me basta su palabra. Usted es hombre de verdad y de justicia; su boca sólo tiene que abrirse para ordenar a la mía hacer que se cumpla su voluntad».
Después de decirme estas palabras, mandó traer chibbuk y café. Fumé y bebí a la salud del Bajá, el cual me hizo las más lisonjeras promesas de amistad. Mientras, yo traté de dar otro sesgo al discurso, y le dije que era un hombre justo y que toda Alejandría resonaba de alabanzas a él. Esto era verdad. Luego, despidiéndome con el salam alek, me fui con mis chicos. Apenas terminé de bajar las escaleras del palacio, se me acercó el jeque y me dijo: «Su Alteza ha encontrado la justicia que merecía; yo creía que los niños eran abisinios, pero ahora estoy convencido de que son indios. Ojalá resplandezca su cara y su boca sólo hable de paz: la Allah ila Allah ou Mahhommed rassielallah (no hay más Dios que Dios y Mahoma es su profeta)». Entonces lo miré con ojos de fuego, y le respondí: «Si yo fuese musulmán e hijo del Profeta, como lo es usted, me vengaría de usted y su maldad le costaría cara. Pero aborrezco al Profeta y su Corán, que ordena la venganza; yo sigo el Evangelio de Jesucristo, que quiere que se perdone al enemigo. Por eso yo le perdono de todo corazón y quiero olvidar todo el mal que me ha hecho. Mis miradas son de paz, y mi boca ha dicho las palabras del perdón».
[897]
Apenas hube pronunciado estas palabras, el jeque se me arrojó a los pies y me besó el borde de la capa, exclamando: «La felicidad habite siempre en usted; bendita sea la barba de su padre y los ojos de su madre; ojalá conozca a sus hijos y nietos hasta la tercera y cuarta generación; ojalá sea eternamente feliz en el chaallah», etc. Luego se levantó, e intercambiados los «salamaleks», me encaminé hacia la casa donde había alojado a mis chicos a nuestra llegada a Alejandría.
Las anteriores disputas habían durado hasta la puesta del sol; por eso, mientras, el barco francés que nos debía llevar a Marsella había zarpado. Pero dos días después tomé el vapor del Lloyd austríaco, habiendo decidido navegar hasta Trieste por Corfú. La Embajada francesa había tenido la bondad de prestarme el dinero. Me hice dar 60 guineas, y quise marcharme cuanto antes, porque temía que los enemigos del catolicismo denunciasen al gobierno que mis niños no eran indígenas de la India. Habiendo llegado a un acuerdo con el agente del Lloyd austríaco para dejar en 1.210 fr. el pasaje de Alejandría a Trieste, embarqué en el Neptuno con mis nueve negros y con la negra Catalina Zenab.
[898]
Antes, llegados al puerto de Alejandría, habíamos encontrado al jeque, el cual nos tenía preparada una cómoda barca que nos llevó gratis al vapor austríaco. La travesía duró no cinco, sino ocho días, al encontrarnos en medio de una tremenda borrasca, la más furiosa que el capitán había conocido en veinte años que llevaba navegando por el Mediterráneo. Los niños se quedaron atónitos al contemplar los montes de la isla de Candía todos blancos: nunca habían visto la nieve. El Neptuno, que estaba mandado por uno de los mejores capitanes del Lloyd austríaco, por la costa dálmata tuvo que regresar a Corfú. Sin embargo, esta borrasca no fue la más tremenda de las 8 (ocho) que soporté en los viajes que esta pequeña empresa me había obligado a hacer. Pero evidentemente Dios me protegió hasta nuestra llegada a Verona, que tuvo lugar el 14 de abril de 1861. También la Providencia me ayudó a pagar pronto las deudas contraídas en Alejandría. ¡Alabado sea Dios eternamente!
[899]
Durante la estancia de mis negros en Alejandría, los musulmanes les habían contado que los europeos comprábamos a los negros para engordarlos y luego comérnoslos. La cabeza de los niños ya no se liberó de esta patraña, tanto más cuanto que se la habían oído ya antes a los musulmanes en Zanzíbar y Adén; y el más asustado de todos era Pedro Bullo.
[900]
Una vez en Alejandría, por una ventana que daba a su habitación, un árabe les había asegurado que los europeos mataban a los negros, y que con sus cabezas, luego de haberles sacado el cerebro, preparaban un exquisito asado. Al oír semejante cosa, el pequeño Pedro huyó de la casa, y sólo después de largas búsquedas pude encontrarlo en un mercado de Alejandría. Ahora, cuando en el Neptuno él se vio ante una mesa provista de variados manjares, no hubo manera de hacerle comer. Me miró varias veces todo desencajado, y luego me dijo: «Sé muy bien por qué nos pone delante tantas cosas; usted quiere engordarnos para después comernos». Pero en el viaje de Trieste a Verona logré persuadirlo de lo contrario.
Habiéndoseme presentado la ocasión propicia, un día le dije: «Oye, Pedrito, ¿sabes cuánto me has costado desde Adén hasta aquí?» «Mucho», me contestó. «¿Sabes acaso –continué– cuánto cuesta una vaca en tu país?» «Muy poco», pensó. «Pues bien, con los cientos de táleros que me has costado, en tu país yo bien hubiera podido comprar veinte vacas. Y si yo realmente te hubiese comprado con intención de comerte, sin duda habría sido un idiota, porque podría comer más con veinte vacas que contigo, que eres más pequeño que una sola vaca». Este razonamiento le convenció, como también a los otros niños, y ya no pensaron más que yo los había comprado para comerlos.
[901]
El pequeño Pedro poseía cualidades extraordinarias. Cuando fue raptado por los chilabas, sabía sólo el galla y el abisinio; pero en el viaje desde los Gallas a Adén y de Adén a Verona aprendió bastante el árabe, y precisamente la pura lengua del Yemen. Durante su estancia entre los indios de Adén aprendió bastante bien el hindí, y seis meses después de su llegada a Verona hablaba casi con fluidez también el italiano. En la escuela hacía grandes progresos; era de una perspicacia extraordinaria, y quería saber siempre la causa y el porqué de las cosas. En las escuelas públicas de Europa hubiera podido tener un éxito más brillante que los alumnos más aventajados. Pero lo que destacaba sobre todo era su modo de sentir estrictamente católico y su sublime concepto de la moral cristiana. Últimamente estaba tan grabada en su corazón que aborrecía el pecado de una manera que dejaba estupefacto.
[902]
Prefería las conversaciones devotas, y se entretenía preferentemente con la vida de Jesucristo, de sus santos y sobre todo de sus mártires. Además deseaba de una manera ardiente el martirio por Cristo Jesús; éste deseo me lo manifestó más de una vez. Era de natural colérico, pero para amansarlo bastaba sólo recordarle el Salvador crucificado. Que tenía una gran inclinación a la piedad, se puede ver por cuanto hemos dicho. Rezaba con un fervor ardiente, y el sonido de la campana llamándole a cumplir sus deberes religiosos era la cosa más agradable que podía oír. No me es posible describir la devoción y el recogimiento con el que dos veces a la semana se acercaba a recibir la sagrada Comunión. Aunque los chicos del Instituto de Verona solían confesarse sólo cada quince días, Pedro y la mayoría de sus compatriotas lo hacían cada sábado, y en las fiestas principales se acercaban a recibir los SS. Sacramentos. Pedro, Juan y Bautista eran modelos de piedad para todos los alumnos y para los mismos Superiores, que más de una vez aseguraron querer educar a doscientos gallas antes que a una docena de italianos y de europeos en general.
Nuestro Pedrito aborrecía de modo especial la mentira. Escuché a menudo la confesión de sus culpas y de las acciones que él consideraba pecaminosas, pero nunca se acusó de una sola mentira. Soy de la opinión que ello se debe en parte al carácter de los gallas, los cuales se diferencian en esto de los otros africanos, que nunca dicen la verdad y adulan a la gente. En cambio los gallas aman la verdad, y Pedro no habría dicho una mentira ni aunque con ello hubiera podido salvar su vida. Además poseía en alto grado las virtudes de la abnegación y de la humildad; siempre tenía miedo de obrar mal y solía preguntar a sus Superiores si esto o aquello era lícito.
[903]
No voy a mencionar las otras virtudes que adornaban su hermosa alma, inclinada a la meditación y a la soledad. En los últimos meses de su enfermedad estaba muy tranquilo y buscaba de manera muy particular el recogimiento; creo que esto tenía su porqué en la enfermedad que lo aquejaba. Cuando en octubre del año pasado viajé a Alemania, antes de mi marcha vino aún una vez más a mi habitación y me dijo: «Usted se va, Padre mío, pero no me verá más; porque cuando vuelva yo ya habré muerto; siento que voy a morir». En el verano lo habíamos exonerado del estudio y enviado a Roveredo, donde pasó tres meses al cuidado de un insigne doctor, y donde había sido puesto en pensión con una familia que lo estimaba mucho y lo trataba con delicadeza maternal. Volvió a Verona curado y reanudó los estudios; pero en septiembre lo volvió a golpear su enfermedad y, aunque se recuperó todavía un poquito, su vida fue ya hacia el ocaso.
[904]
En noviembre todos los gallas, excepto Antonio, fueron afectados por una enfermedad contagiosa que yo había visto solamente en Africa.
Se me aseguró que Pedro la soportó con admirable paciencia, incluso con alegría. Yo mismo, el pasado septiembre, le oí decir en medio de los dolores más atroces: «Todavía más, Dios mío; hazme sufrir más todavía, porque tú moriste en la cruz por mí». Con tales sentimientos, y habiendo recibido el santo Viático, fallecía en enero de 1864, resplandeciente de gloria celestial.
[Este informe de Comboni iba acompañado de la siguiente carta:]
[905]
Junto con ésta envío mi informe que, incluido en los Anales, ayudará a promover la buena obra a la que estamos consagrados.
Ante todo debo anunciarle que el pasado jueves, 19 de septiembre, me recibió en audiencia el Santo Padre. Así he podido hablar con Su Santidad de su Sociedad, y del Santo Padre he obtenido para ella, y en especial para los miembros de la Presidencia, una bendición que le envío mediante la presente. Informé a Su Em.a el Card. Barnabò, Prefecto de la S. Congregación de Propaganda Fide, del mucho bien que su preciosa Sociedad va haciendo, y también él bendijo su noble y difícil labor. Luego tuve carta de Marsella, en la que D. Blas Verri me comunica que D. Olivieri está gravemente enfermo y que va a morir.
[906]
He podido recoger muchas noticias sobre la vida de este hombre santo. Dos sacerdotes de la edad de Olivieri, que convivieron con él desde su infancia hasta 1840, me han dado abundante información sobre su vida antes del comienzo de su obra para el rescate de los negros. Casamara, Padre trinitario de Roma, y varias otras respetables personalidades, me han proporcionado muchos datos sobre la historia de su actividad misionera, y aún me darán más. Así, aunque el trabajo no sea fácil, con un poco de paciencia espero poder redactar una biografía completa de este hombre extraordinario.
[907]
En mi ausencia de Verona me sustituye D. Francisco Bricolo, Director del Instituto Mazza. Ahora me entero por medio de él de que también Antonio Dubale, que a mi marcha de Verona estaba sanísimo (como decía al principio de mi informe), ha sido afectado por la misma enfermedad, por lo que ya sólo queda sano Miguel Ladoh.
[908]
A Francisco Amano hubo que amputarle la pierna derecha. Pero puedo asegurarle a Ud. que todos son verdaderos modelos de abnegación y de piedad. Bautista, a quien se tuvo que amputar gran parte de los muslos, decía al cirujano y a los que le ayudaban: «Perdónenme si les causo tantas molestias, y les doy gracias de corazón por el cariño y la paciencia que tienen conmigo». Y durante la atroz operación no dejó nunca de rezar.
Salvador, Cayetano y Pedro han muerto.
[909]
Por lo que respecta al colegio de las negras, va estupendamente. Cuando lleguen los exámenes finales de este año y se repartan los premios, le nombraré las que más se hayan distinguido.
La innegable realidad, por una parte, de que los negros no pueden vivir en Europa, como dolorosamente lo hemos comprobado en Nápoles, en Roma y últimamente en Verona, y por otra parte el hecho de que los misioneros europeos no soportan el clima de Africa Central, me hacen pensar continuamente en el remedio, y me impulsan a poner en ejecución las ideas que se me ocurrieron el año pasado durante mi estancia en Colonia. En la actualidad me encuentro en Roma precisamente para tratar con la S. Sede, y en especial con la S. Congregación de Propaganda Fide, sobre un nuevo plan concerniente a la misión africana. Este plan, que he puesto por escrito y sometido a Propaganda, no se limita sólo a la vieja misión de Africa Central, sino que se extiende a toda la gran familia de los negros, abarcando así toda Africa.
[910]
Antes de que este plan obtenga la aprobación eclesiástica debo hacer un viaje, por encargo del Card, Barnabò, a fin de ponerme en contacto con todas las Sociedades y Compañías religiosas que han venido trabajando hasta hoy para la misión africana, y por tanto con el P. Olivieri, con D. Mazza, con el P. Ludovico de Casoria, con la Sociedad de la Propagación de la Fe de Lyón y de París, con la Orden franciscana, con las sociedades españolas, etc.
[911]
El Santo Padre, al que he expuesto mi plan, lo encuentra muy de su agrado y lo bendice. El, como me dijo, desea convocar a una batalla general todas las fuerzas que trabajan por la conversión de Africa, a fin de que «viribus unitis» tomen por asalto la cristianización de los negros. Creo que el Plan que he expuesto a Barnabò responde bien a tal fin. Naturalmente, cuando yo conozca las opiniones y deliberaciones de cada una de las sociedades y me haya hecho una idea precisa de las condiciones de Africa, y particularmente de la situación en los diferentes puntos de las misiones, le presentaré mi plan. Después, cuando con la ayuda y el consejo de muchos hombres expertos se hayan dado los primeros pasos, Dios nos mostrará sin más el camino adecuado para la rehabilitación de la raza negra.
[912]
Lo que intentan el Santo Padre y la S. Congregación es simple: no limitarse a una parte de Africa, sino abrirse a toda la raza negra. Al tener todos los pueblos de ésta las mismas costumbres, los mismos hábitos y defectos y la misma naturaleza, se puede ir al encuentro de todos ellos con los mismos medios y los mismos medicamentos.
Si es aprobado mi plan, la Sociedad de Colonia, a la que deseo una constante expansión, de arroyuelo se convertirá en un gran río.
[913]
Mientras, roguemos al Señor y a la Reina de la Nigricia que me bendigan a mí, que me he consagrado incondicionalmente a la conversión de Africa, y bendigan y propaguen mi plan, que estará destinado a proporcionar los medios para la realización de este proyecto.
Reciban Ud. y todos los miembros de la Sociedad las más sinceras expresiones de agradecimiento, estima y afecto.
Suyo afectísimo
Daniel Comboni Misro. Ap.
Original alemán.
Traducción de italiano.