[1528]
La obra de la renovación espiritual de Africa debía tener su primera consagración sobre la tumba de los Príncipes de los Apóstoles en el momento solemne del triunfo de la Iglesia, cuando desde todas las partes del mundo el episcopado católico se apresuraba a ir a la Ciudad Eterna, para celebrar allí la conmemoración, dieciocho veces secular, del glorioso martirio de los Príncipes de los Apóstoles. Muy oportunamente, la Providencia divina había dispuesto que la primera expedición de pregoneros indígenas de la fe, formados para el apostolado entre los negros en el centro del catolicismo, recibiesen fuerza y entusiasmo a los pies del sagrado representante de Aquel que mediante la predicación del Evangelio había llamado al camino de la vida eterna a todas las naciones de la tierra: «Euntes in mundum universum, praedicate Evangelium omni creaturae».
[1529]
Las varias razones y circunstancias que determinaron el viaje a Roma de las primeras negritas preparadas para la misión, no creo que vengan aquí al caso. El Miércoles Santo de 1867 salía yo del Instituto Mazza con nueve negritas, acompañadas por una devota maestra y de la señorita María De La Pièrre. Esta última, nacida en Aubonne, junto al lago Ginebra, en la fe de Calvino, contaba diecisiete años cuando la conocí (aún era protestante) en el Véneto, en casa de un alto oficial del ejército austríaco. Había yo encargado a una devota señora que hablase con ella sobre el catolicismo, pero ya desde el primer intento ella había declarado que sentía gran aborrecimiento por una fe que no consideraba superior a la suya. Y, desde luego, al principio había poca esperanza de convertirla a una religión que le prohibía entregarse perdidamente a las vanidades del mundo, a ella, que aunque tan joven, estaba abandonada a los mil peligros de las diversiones que frecuentaba y de los placeres de la vida moderna.
Pero la gracia, que ya ha triunfado sobre tantas almas rebeldes, no conoce dificultades; y en su poder infinito esperaba incluso a esta jovencita hasta el momento fijado por la Providencia, para triunfar también sobre su alma. Yo había decidido más de una vez llevar a la señorita De La Pièrre a las más bellas iglesias, para hacer que asistiese a las solemnes e imponentes ceremonias. En efecto, la majestuosidad de nuestro culto externo habla con asombrosa fuerza al corazón, y ha hecho ya grandes conquistas para el catolicismo. Era el Viernes Santo de 1864 cuando la señorita De La Pièrre entraba en una iglesia católica.
[1530]
Durante las conmovedoras ceremonias de la Pasión de nuestro Salvador, ella estaba profundamente conmovida, las lágrimas regaban sus mejillas, y de todas las otras ceremonias vio bien poco a causa del llanto y los sollozos. En resumen: pronto era recibida en Verona por mi venerado Superior D. Nicolás Mazza, en su Instituto, y diecisiete meses después emitía ella su solemne profesión de fe ante el Rmo. Sr. Obispo de Verona, marqués de Canossa. María De La Pièrre marchó a Roma con las negritas, y allí fue confiada al cuidado de la Superiora de las Hermanas de Sta. Dorotea. En el Colegio de la Providencia, hice que la examinaran los Padres de la Compañía de Jesús, para ver y probar su vocación al estado religioso, y, habiendo entrado ella como postulante en el convento de las Ursulinas, antes de su ingreso en el noviciado me fue pedida mi aprobación. Dios haga una santa de la que se ha puesto a la sombra del santo altar.
[1531]
En Padua, mi grupo aumentó con tres negritas, que acogí de buena gana, accediendo a la recomendación de S. Em.a el Patriarca Trevisanato y a la petición de las Hermanas de Sta. Dorotea, de Venecia, para hacer que participasen en mi expedición. El Viernes Santo llegábamos a Roma, y las catorce muchachas entraban en el convento de la Inmaculada Concepción, junto a Sta. María la Mayor.
Aproveché la ocasión de nuestra estancia en la ciudad de los Papas para presentar las negritas a S. Em.a el Card. Barnabò, que las recibió con singularísima benevolencia y pidió muchas veces que se le permitiese presentarlas a varios otros cardenales y a diversos prelados, príncipes y princesas de Roma; y todos quedaban entusiasmados. Mi insigne y querido amigo el señor barón von Gmainer, coronel y ayudante general del gran mecenas el rey Luis I de Baviera, que había pasado el invierno en su palacio, Villa Malta, después de una visita al interesante grupo de muchachas negras, fue tan cortés de presentarlas a Su Majestad.
[1532]
El día anterior al de su marcha a Alemania, el insigne anciano las recibió con mucha gentileza en su palacio. Incluso se dignó entretenerse mucho rato con las negritas, haciendo a cada una varias preguntas, enseñándoles la famosa palma datilera que se erguía tan majestuosa en su jardín y contándoles su viaje a Argelia. La buena Catalina Zenab, que es hija de un jefe, de un reyezuelo negro, tuvo el honor de ser interrogada por este insigne personaje sobre su proveniencia. Pero la pobre chica, intimidada por la dignidad y nobleza del viejo monarca, no dio respuesta a varias preguntas. Fue una hermosa jornada para esas pobres criaturas africanas, que un día, cuando hayan regresado a sus tranquilas y modestas cabañas, hablarán aún por mucho tiempo de las imponentes impresiones de los agradables días pasados en la Ciudad Eterna.
En Roma vive también una noble personalidad cuyo nombre bendicen los pobres y gran número de Institutos religiosos.
[1533]
Muchos conventos, asilos, colegios, hospitales y otras instituciones de beneficencia son testigos elocuentes de la excelente caridad cristiana de ese santo anciano, del señor conde Vimercati, viudo de una princesa Borbón. De tan insigne benefactor de la humanidad me dijo un día Monseñor Pacifi, cuando aquél yacía gravemente enfermo: «Si el conde Vimercati muriese, sería una desgracia para Roma. No conozco laico en el mundo que haya recibido de Dios tanta piedad verdaderamente sólida ni que haya logrado vivir con tanta perfección cristiana como este virtuoso señor». El poder de la gracia de Jesucristo ha hecho milagros en esta alma dócil, con ayuda de las iluminadas sugerencias de los reverendos Padres Jesuitas, que asumieron hace ya muchos años la dirección de su alma, y que le devuelven centuplicados los medios de subsistencia que de él han recibido; es decir, los heroicos sentimientos de piedad, entrega y caridad extraídos de sus enseñanzas e inculcados profundamente en su corazón, con los que le aseguran las inefables riquezas de la vida eterna.
[1534]
Como protector del convento de la Inmaculada Concepción, donde iban a ser acogidas las negritas, el conde Vimercati corrió a ver al Santo Padre (que le quiere y estima como se merece), para informarle de que estaba a punto de llegar a Roma un nuevo grupo africano, destinado a constituir en El Cairo la base de un Instituto, que se proponía además iniciar la realización del «Plan para la regeneración de Africa».
Su Santidad, después de haber aseverado al Conde que el propuesto sistema para la conversión de los negros de Africa Central le parecía el más seguro, el más acorde con el objetivo y el más práctico, le expresó su gran complacencia por el viaje de las negritas a Roma, y deseó ver de cerca a toda la expedición negra a su llegada a la Ciudad Eterna. Pero dado que en la Semana Santa y también durante las fiestas de Pascua el Santo Padre estuvo ocupado con las solemnes funciones pontificales, que atraen a Roma tantos cristianos de todas las partes del mundo, decidí que solicitásemos en el Vaticano una audiencia para inmediatamente después de la octava de Pascua.
[1535]
El lunes después del domingo de Quasimodo el Santo Padre se dignó concedernos todo el tiempo de su paseo vespertino, para recibir en los magníficos jardines vaticanos al nuevo grupo de Africa Central, que corría a echarse a los pies de Pío IX para hacerse infundir por parte del Vicario de Jesucristo el verdadero espíritu de su noble obra de conversión entre las tribus negras, y para recibir de él el regular mandato de la Iglesia. Eran las cuatro y media de la tarde cuando S. E. Mons. Castellacci, Arzobispo de Petra, Vicegerente de Roma y Superior del Convento de la Inmaculada Concepción, con su séquito, y yo, llegamos a los jardines papales.
Allí encontramos a nuestras doce negritas con dos hermanas del convento que las acompañaban. Minutos después apareció el Conde Vimercati con su digno mayordomo, el Sr. Lorenzo Pardini. Nosotros dispusimos en fila a las muchachas negras en la hermosa avenida que se extiende a lo largo de la biblioteca vaticana, y luego el Sr. Conde, Mons. Castellacci y yo nos situamos al pie de la escalera de la biblioteca para esperar al Santo Padre. Nuestro corazón palpitaba de alegría al pensar en la felicidad de que la divina bondad nos quería hacer partícipes.
[1536]
Estábamos allí para hacernos infundir fervor de los santos labios de Pío IX, el Papa de la Providencia; el verdadero amigo de la humanidad; el iluminado salvador de la sociedad moderna; el gran protector de la entera civilización; el valeroso guerrero y modelo de paciencia del siglo xix, a quien la presente generación venerará como santo en los altares; el héroe inmortal; la gloria y gala de la cátedra de Pedro, cuya fuerza, sabiduría, valor, fe, piedad y firmeza aparecen tan radiantes en su lucha contra los furiosos ataques del infierno; el que conduciendo hábilmente la barca de Pedro a él confiada, socorre, salva, hace gloriosa a la Iglesia Católica y contribuye así al cumplimiento de la promesa del Evangelio: «Portae inferi non praevalebunt».
A las cinco en punto, el Santo Padre descendía la escalera acompañado de Mons. Negrotti y de otro prelado doméstico. Nosotros nos arrodillamos en el suelo ante él para besarle los pies, que como los del divino Redentor caminan sólo para hacer el bien y para salvar. Pero en su extraordinaria bondad nos hizo levantar, nos tendió su mano para el beso y nos bendijo. Después de un amistoso saludo al Sr. Conde Vimercati, dirigió la mirada al grupo de muchachas africanas, que le esperaban de rodillas, y nos preguntó: «¿Así que ésta es la interesante expedición?... Me alegro mucho de verla... ¿Son éstas las negritas educadas en Verona?... ¡Bien, bien! ¿Se ha obtenido en todas el resultado que su educación se proponía?» «Sí, Santo Padre», contestó Mons. Castellacci.
«Pongo mi esperanza en ellas –continuó Su Santidad–.Y me alegro sobremanera de que estas muchachas no muerdan la mano que les da de comer, porque generalmente, cuanto más bien se hace a un negro, más ingrato se suele él mostrar... En mi juventud, en América, encontramos una vez tres negros. Nosotros estábamos bien provistos de víveres, no nos faltaba de nada, y tratábamos bien a nuestros servidores negros; pero ellos, en pago, nos robaban siempre, se mostraban ingratos, y eran capaces de decirnos que lo verde era blanco y lo rojo negro; de modo que durante mucho tiempo nunca nos guardamos bastante de ellos, a pesar de todo el bien que les habíamos hecho siempre. Esto es lo que se dice morder la mano que le da a uno de comer; eran muy desagradecidos. En Africa Central, ¿son los negros ladrones, embusteros e ingratos como en América?»
[1537]
«Santo Padre –respondí yo–, todos somos hombres. No sólo el negro tiene defectos; quizá el blanco sería incluso más ingrato, ladrón, embustero y bellaco que el negro si se viese en la triste condición de esclavo, como éste último, que parece existir sólo para atender a las mil impertinencias y a menudo a los caprichos crueles y estrambóticos de sus malvados amos. Si el negro recibiese desde su infancia la educación que recibe el blanco, acaso sacaría más provecho de ella. Sólo con gran paciencia, mucha caridad y una sólida enseñanza católica se podrá obtener de estos niños lo que se quiere». «En realidad, Santo Padre –dijo conmovido el Conde Vimercati–, estas negritas han hecho grandes progresos en la piedad y en la instrucción. Apenas llevan catorce días en el convento, y la Superiora me ha dicho que le parecen ya como las novicias».
Así discurriendo, llegamos al sitio donde estaban las negritas de rodillas. Los ojos del Papa, llenos de bondad y de benevolencia, se posaban con gran interés en esas criaturas negras, cuyas almas se habían vuelto en el agua del Sdo. Bautismo más blancas que la nieve.
«Sed bienvenidas, hijas mías –dijo–, soy dichoso de veros. ¿Cuántas sois?» «Doce», respondieron ellas como a coro. «Acercaos», les pidió.
[1538]
El Papa sentóse en un gran sillón que le habían preparado mientras hablaba con las negritas. A su izquierda tomamos asiento el Conde Vimercati, luego Mons. Castellacci, después yo, Mons. Negrotti, otro Prelado, y finalmente el Sr. Pardini. Era uno de esos magníficos días de primavera en los que la naturaleza hace gala de todo su encanto y belleza. Graciosos árboles se erguían hacia el cielo y formaban como un espléndido dosel, bajo el cual se sentaba el Papa, todo vestido de blanco y tocado con un sombrero rojo, que enseguida entregó a Mons. Negrotti. A la derecha de Su Santidad se colocó una mesita con adornos de oro; sobre ella había graciosos ramos de flores de los jardines vaticanos y una gran cesta de naranjas.
«Levantaos, queridas muchachas –dijo–. A ver, poneos en fila.... Eso es. ¿Ahora sois siete? Una, dos, tres, cuatro... doce...¡Muy bien! ¡Así que queréis volver a vuestros países de Africa! Pero, ¿por qué motivo queréis volver a vuestra tierra?»
Dos o tres negritas respondieron así: «Para enseñar a nuestros compatriotas la fe de Jesucristo y señalarles el camino del cielo... Queremos hacer partícipes a nuestras hermanas de los bienes que hemos recibido en Europa». «Queréis volverlas blancas, ¿no es cierto?», inquirió el Santo Padre. «Sí, señor», contestaron las negritas. «Pero, ¿cómo vais a conseguir esto, si vosotras mismas sois tan negras?», volvió a preguntar el Santo Padre. María Zarea respondió en nombre de todas: «Queremos volverlas blancas de alma». «Justo, justo –prosiguió el Papa–, blancas de alma, como vosotras... Vosotras sois blancas a medias... Y ¿cuántas almas de vuestras hermanas piensa cada una de vosotras ganar para el Redendor y guiar al cielo? ¿Una docena?» «Más de doce –dije yo tomando la palabra–. Muchas más, Santo Padre». «Muchas más», repitieron al unísono todas las negritas. «Bien, bien –aprobó Pío IX–. Pero ¿qué diréis allí a vuestras hermanas? ¿Les hablaréis de todo lo que habéis visto en Europa, de las hermosas iglesias y palacios, de los bellos edificios y de las grandes ciudades?» «Sí –contestó María Zarea–, les contaremos todo y además les haremos conocer también a nuestro Señor y Salvador Jesucristo».
[1539]
«¿A quién adoran las gentes de allí?», preguntó el Santo Padre. «Son idólatras». Mientras yo explicaba a Su Santidad que las múltiples tribus negras tenían creencias dispares y costumbres supersticiosas variadas, y le exponía con pocas palabras la idolatría de las poblaciones de la zona del Nilo Blanco, una negrita me interrumpió diciendo al Santo Padre: «Allí hablaremos del Papa a la gente, y les diremos que lo hemos visto y que le hemos besado los pies». «Bien –dijo él–. Y ¿cómo les vais a describir al Papa, hija mía?» «Diremos –respondió María– que es el representante de Dios, el jefe de la Iglesia, que quiere mucho también a los negros y manda a los misioneros a su tierra para salvarlos e indicarles el camino del cielo». «¡Bien! ¡Muy bien!», dijo Su Santidad. En ese momento abrió un paquete que le había traído Mons. Negrotti, y que contenía bonitas medallas de plata de la Inmaculada Concepción. Dirigiéndose a la Superiora, dijo con su habitual amabilidad: «¡Adelante, la Madre más reverenda!»
[1540]
La Superiora se arrodilló ante el Santo Padre y le besó los pies, tras lo cual recibió de él una medalla, un ramillete de flores, una naranja y su bendición, y volvió a su sitio. Así recibió el mismo regalo también la otra religiosa. Después Su Santidad se dirigió a las negras y mandó acercarse a la mayor de ellas.
[1541]
Isabel Caltuma se arrodilló a los pies del Santo Padre, mientras él le preguntaba: «¿Serás tú también una madre para las pequeñas negritas?» «Sí, Santo Padre, nos esforzaremos en tratar a estas pequeñas como nuestras educadoras nos han tratado a nosotras».
En este punto, como presentaban cicatrices en varios lugares de la cara, el Papa le preguntó: «¿De qué son esas cicatrices?» Isabel contestó que algunas negritas se hacían esas cicatrices para mejor resaltar su belleza. «¡Bah!», exclamó el Santo Padre, y rió de buena gana.
Sin embargo tales marcas las hacen los esclavistas para poder distinguir entre sí a sus esclavos, o para indicar las diferentes tribus a las que pertenecen.
«¿Pero ¿cuál es la razón de las señales que tienes en la cara?», insistió el Papa. «Estas cicatrices me quedaron de una enfermedad», respondió la muchacha. Entonces expliqué al Santo Padre que los negros suelen practicar una incisión en el punto en que sienten dolor, para hacer que salga la sangre.
«Con todas estas marcas, querida hija mía, irás al paraíso y allí harán la belleza de tu alma mucho más radiante que la belleza de tu cuerpo, ¿verdad?», dijo el Santo Padre y sonrió.
[1542]
Ella recibió también la medalla, el ramillete de flores y la naranja y, tras besarle el pie, se retiró. Luego se acercó Domitila, que es la que tiene la tez más negra de todas. Destaca también por dos dientes más blancos que el marfil que se montan, de manera que el de arriba se ve aunque la boca esté cerrada. «¡Ja! ¡Ja! ¿Qué tienes ahí, hija mía? ¿Cómo es que te sobresale así el diente?» «Creo que es una broma de la naturaleza», contesté yo. Domitila bajó la mirada y sonrió, por lo cual aparecieron los dos dientes, encabalgado uno sobre otro. El Papa la miró, y le dijo sonriendo: «Tú eres muy negra, hija mía; pero tu alma, lo espero, es más blanca que estos dientes tuyos... ¡Toma!», y le hizo el mismo regalo que a las otras. Luego se acercó la tercera muchacha, llamada Fortunata, a la que el Santo Padre preguntó: «¿Qué has aprendido en Verona? ¿Sabes coser, hacer calceta, bordar?» «Sí, Santo Padre», respondió ella. En ese momento el Conde Vimercati hizo saber al Papa que precisamente esas negritas habrían preparado todos los bordados en oro que había en los ornamentos sacerdotales regalados a Su Santidad por Su Majestad la Emperatriz María Ana de Austria.
Entonces el Papa confesó que nunca había visto ornamentos tan bellos ni tan preciosos como aquellos, que en la exposición mundial de París habían sido premiados con la medalla de primera clase. El Conde, además, explicó al Papa que las muchachas conocían bien toda clase de labores de aguja, y que sobre todo sabían hacer bellísimos bordados en oro y en seda. Maravillado de esto, el Papa se dirigió nuevamente a Fortunata y le dijo: «Pero en tu país no harás más estos bordados; allí basta con que hagas calceta, y con remendar, hilar, coser. ¡Muy bien, hija mía!» Y así diciendo le entregó sus regalos, para enseguida llamar a la cuarta muchacha negra, llamada Luisa, que, aunque todavía pequeña, era en cambio la más instruida de todas.
[1543]
«Oh, tú eres una mujercita –le dijo–. ¿Qué sabes hacer tú, hija mía? ¿Sabes leer y escribir?» «Sí, Santo Padre, árabe e italiano», contestó Luisa. «Bien. Entonces tú enseñarás a tus hermanas a leer y a escribir». Sí, Santo Padre», repuso ella.
A la pregunta del Pontífice sobre los signos gráficos de los africanos, yo le contesté que los negros que viven en el interior de Africa no sabían de signos gráficos, y que incluso carecían de palabras para expresar los conceptos de lectura y escritura, y que por eso los misioneros habían adoptado signos gráficos característicos aproximativos, y más tarde el alfabeto latino, como el más cómodo para los misioneros y para los escolares...
Aquí el Santo Padre llamó por el orden de fila a todas las restantes negritas. Hizo a cada una preguntas y observaciones, que hablaban claramente del interés que se tomaba por ellas y de la alegría que a él le proporcionaba su presencia, y dio a cada una sus regalos. Cuando se acercó la última (que era también la más joven), Mons. Castellacci explicó al Papa que se llamaba Pía, y que había tomado este veneradísimo nombre en recuerdo de Su Santidad. El Papa cogió de la mano a la niña negra y le preguntó: «¿Cómo te llamas?» «Me llamo Pía», contestó ella. «Pero ¿sabes qué significa este nombre?», preguntó de nuevo. «Pío IX», fue la respuesta. El Papa se rió divertido, y nosotros también... Luego inquirió: «¿Sabes quién es Pío IX?» «Es usted», dijo ella con gran candor. «Y ¿qué es Pío IX?», preguntó el mismo. «El Papa», repuso la niña. Pero, ¿qué es el Papa?» «Es –contestó ella– el representante de Jesucristo». «¡Muy bien! ¡Muy bien!», exclamamos todos a la vez. «¡¡¡Si tú supieses, hija mía –dijo el Santo Padre dirigiéndose a todos nosotros en tono serio–, si supieses lo que se quiere hacer hoy con Pío IX y con el Papa!!! Adiós, pequeña. Vas a rezar mucho también por Pío IX, ¿verdad?» «Siempre, Santo Padre», contestó ella. Y recibidos los regalos, se volvió a su sitio.
El Santo Padre dio luego una medalla también a cada uno de nosotros. Habiéndole quedado en el envoltorio todavía tres, tomó una y me la regaló con estas palabras: «Una más para ti, porque tú eres misionero». Al recibir de su mano la medalla, se lo agradecí de corazón, y le dije: «Dado que a Vuestra Santidad le quedan otras dos medallas, me permito rogarle que me conceda también estas dos, porque yo sabré bien cómo usarlas». «Entonces, hijo mío –respondió– para Pío IX no queda más que el papel... ¡Toma, toma!», y mientras me las entregaba tiró al suelo el envoltorio. Yo lo recogí diciendo: «Si Vuestra Santidad lo permite, me llevaré también el papel como otro precioso recuerdo de Pío IX». «Cógelo, cógelo, para envolver las medallas», me respondió.
[1544]
Yo me postré a sus pies y le di las gracias por esos preciosos recuerdos de su bondad. Luego, el Santo Padre hizo arrodillarse a las negritas para que recibieran la bendición. Nosotros nos arrodillamos también. Entonces Su Santidad dirigió a las muchachas una conmovedora alocución, en la que las invitaba a dar gracias por el favor que les había sido concedido con preferencia a otras muchas otras negritas, que todavía languidecían en las tinieblas del paganismo.
Entre otras, dijo las siguientes palabras: «Dios os bendiga, queridas hijas mías. El os acompañe en vuestro caminar, porque tenéis por delante una obra difícil. Si correspondéis siempre a la gracia que os fue concedida, seréis siempre felices, y podréis realizar entonces cosas que hasta ahora no han podido tantos misioneros. Sí, ganaréis almas, si cada una de vosotras lo procura con solicitud. Recordad los principios y las enseñanzas que habéis recibido de vuestros buenos Superiores; mostraos con ellos siempre agradecidas. Rogad por los que os han hecho el bien; rogad también por mí, que ya soy viejo y que os acompaño con el espíritu. Os bendigo de todo corazón, hijas mías: Dominus vos benedicat et ab omni malo defendat et vos omnes perducat ad vitam aeternam. Amen».
[1545]
Una vez que el Papa hubo bendecido a las negritas, nos levantamos para expresarle nuestro agradecimiento y para despedirnos. Pero él, con gran bondad, nos invitó a acompañarle todavía un poco en su paseo por los jardines del Vaticano, y, dirigiéndose a las muchachas, les dijo: «Venid, venid también vosotras, hijas mías; quiero enseñaros otras cosas bonitas de todas clases, que todavía no habéis visto en vuestro país». Y se levantó. Monseñor Negrotti le dio su sombrero, que él se puso. El Conde Vimercati le acompañaba a la derecha, y Mons. Castellacci, que estaba a la derecha de éste, tuvo la gentileza de dejarme a la izquierda del Papa. Inmediatamente detrás de nosotros venían los dos Prelados y el Sr. Pardini. Las negritas, en dos filas, seguían a nuestro grupo a seis pasos de distancia.
Mientras yo caminaba junto al Papa con el sombrero en la mano, él me dijo con gran amabilidad: «Cúbrete, hijo mío, o agarrarás un resfriado». Yo me puse el sombrero y continué lleno de emoción al lado de Pío IX, que me preguntaba si las negritas habían visto ya las maravillas de Roma, las iglesias, las basílicas y San Pedro. Habiéndole contestado yo afirmativamente, añadió: «¿Cuánto estaréis todavía en Roma?» Respondí que fácilmente podíamos estar hasta septiembre, porque para la orientación definitiva del Seminario africano de Verona y para la consolidación de la Asociación del Buen Pastor para la Conversión de Africa, yo necesitaba de tres a cuatro meses.
[1546]
«Perfecto –dijo volviéndose al Conde Vimercati–. Entonces tendremos ocasión de ver de nuevo a las negritas, ¿no?» «Si Vuestra Santidad lo desea –respondió el Conde–, para mí será un honor traerlas de nuevo». Y añadió que tenía intención de hacer que fotografiase a las muchachas en grupo un sobrino de un viejo Obispo toscano, ante lo cual el Papa expresó el deseo de tener una copia. En efecto, en julio mandó el Conde hacer una gran foto de todo nuestro grupo, de la cual envió una copia a Su Santidad, que la recibió con alegría y se dignó colgarla sobre la mesa de la pieza inmediata a la sala de las embajadas. En esa foto tan sólo falta la negrita Isabel Caltuma, que entonces estaba enferma.
Paseando, el Papa tuvo la bondad de conversar con nosotros sobre varios temas. Entre otras cosas hablamos de Africa, de la política actual y de la misión de Tonello. En esta circunstancia me declaró: «Había empezado a preconizar los obispos para las sedes de la desdichada Italia; pero en cierto momento me detuve, porque veía demasiada niebla». No pude por menos de preguntarle si esperaba que viéramos pronto a la Iglesia triunfar y al Papado recobrar las provincias que le habían arrebatado sus enemigos, como todo el mundo católico tan ardientemente deseaba.
«Ciertamente –me contestó– la Iglesia vencerá; pero de momento no veo el más débil rayo de esperanza, hablando humanamente. Por ahora, todo lo que nos muestra el horizonte está en contra de nosotros; pero mi esperanza descansa únicamente en Dios». «¡Ah, Santo Padre –le interrumpí–, Vos no veis rastro de esperanza bajo el sol, y en cambio yo estoy convencido de que Vuestra Santidad está también seguro de ver el triunfo de la Iglesia, y quizá ese momento ardientemente deseado anda muy próximo». «Si eso fuera tan cierto, hijo mío –respondió el Santo Padre–, ¿dónde estaría la fe?... Recemos, recemos, y entonces Dios estará con nosotros».
[1547]
El Papa interrumpió dos o tres veces nuestra conversación para dirigir nuestra atención a las diversas maravillas de los jardines vaticanos, y para mostrarnos bastantes lugares famosos que se ofrecían a nuestra mirada. En efecto habíamos llegado entonces a un punto donde se abría ante nuestros ojos un bellísimo panorama: por un lado, la cadena de montañas de la Sabina y del Lacio; por otro, las llanuras sin vida donde, como ciudad del desierto, está situada la gran Roma. Esta se ve desde allí con casi todas sus ruinas y sus innumerables iglesias, que lanzan al cielo sus campanarios y cúpulas de modo tan encantador que los falsos profetas, que vienen a burlarse de nosotros, se ven obligados a quedar estupefactos y a prorrumpir en alabanzas. Allí, muy cerca, se yergue el palacio Vaticano, la residencia de los Papas. Este es el refugio misterioso donde, a la venerada sombra de la cúpula de San Pedro, el supremo Pastor tiene en sus manos el timón de la Iglesia y donde él, como jefe del pueblo creyente, condensa en sí la historia del mundo. El hombre desaparece aquí bajo la sublimidad de su vocación.
La augusta soledad de este palacio obliga a un profundo respeto, y el cristiano no puede sustraerse a un alto sentido de veneración en presencia de la majestad del sacerdote al que Cristo llama Su Vicario, y ante el cual el universo dobla la rodilla. La admiración que causan las antigüedades de Roma se transfiere de ésta al Papa, y la magnífica impresión experimentada en el Vaticano es la misma que se siente a los pies del Pontífice.
Estábamos delante del mirador. En medio del prado, que se extiende hasta la muralla, hay un pequeño lago bordeado de piedras, y cuyo punto central lo constituye una graciosa fuente de bronce, en forma de elegante barco de guerra, cuyos cañones de bronce lanzan chorros de agua cuando se hace funcionar una máquina escondida a tres pasos del lago. Esta obra de arte se remonta a comienzos del presente siglo. El Papa mostró y explicó el ingenio, y luego ordenó que nosotros nos apartásemos y que las muchachas se acercasen. Como yo me detuve todavía un instante para observar mejor aquello, el Papa me dio un golpecito en el hombro, diciendo con afable sonrisa: «Vamos, hijo mío, retírate y haz que se acerquen las negritas».
Yo retrocedí y las muchachas avanzaron.
«Observad –les dijo– los bonitos peces que nadan en el agua». Entonces, mientras las chicas miraban hacia dentro con gran curiosidad y hablaban entre ellas, el Papa hizo una seña al jardinero para que pusiera en marcha la maquinaria. Y en tanto les decía «mirad, mirad», los cañones dispararon sus chorros de agua y regaron a las negritas, que se retiraron gritando, con los velos flotando en el aire, y sólo se detuvieron a diez pasos de distancia, silenciosas. El Papa observó muy atento a las chicas que escapaban, y luego nos dijo con evidente hilaridad: «Estas negritas parecen doce almas del purgatorio..., pero de las que todavía no han cumplido sus penas, claro». Y añadió sonriendo: «De aquellas a las que aún les queda en el purgatorio mucho que sufrir». No logro describir la hilaridad de Pío IX en este momento, como tampoco el contento que todos sentimos con él. Cuando las chicas se hubieron calmado de nuevo, nosotros continuamos hasta un hermosísimo jardinillo, que tenía una veintena de arriates y bosquecillos de plantas siempre verdes.
[1548]
Paseamos entre esos arriates por senderillos y nos divertimos con los ingenios hidráulicos puestos en marcha, que de todas partes dirigían chorros de agua hasta nosotros. El Papa se reía a sus anchas y bromeaba a costa del Conde Vimercati que había quedado mojado. Cruzamos lentamente dos veces el jardín y llegamos a la escalinata de la biblioteca vaticana. El Papa estaba muy alegre y nos expresaba su gran contento y agrado por haber pasado tan a gusto en compañía de las negritas su tiempo de esparcimiento de la tarde, y dio las gracias de modo particular al Conde Vimercati.
[1549]
De repente se acercaron dos negritas, Isabel Caltuma y María Zarea; se arrodillaron ante el Papa y le dijeron: «Santo Padre, encomendamos a su corazón amoroso nuestras infelices hermanas y hermanos negros del corazón de Africa; aún no conocen al verdadero Dios, y quizá acabarán todos perdidos». Al decir las últimas palabras se echaron a llorar. El Papa acogió esta súplica con visible emoción y les recomendó que rogasen a la Virgen concebida sin pecado, a la que habrían de amar y venerar como Madre. Luego bendijo a todos nuevamente, dirigió algunas palabras de amistad al Conde Vimercati y a Castellacci, y mientras nos expresaba el placer que tendría en vernos una vez más con él, acompañado de dos Prelados subió las escaleras y se retiró a sus habitaciones.
Nosotros habíamos tenido la suerte de estar junto a Pío IX durante más de hora y media. Para las negritas, ese día será el más dichoso de su vida, y quedará escrito de manera indeleble también en mi alma. Yo lo consideraré como un singularísimo favor que me concedió la Providencia divina; como una gracia cuyo recuerdo será para mí, en todas las situaciones difíciles de mi procelosa peregrinación terrenal, un espiritual escudo de fuerza y de consuelo.
[1550]
Dilataría demasiado mi informe si le contase cuál fue la participación de nuestras jóvenes negras en la solemnidad del XVIII centenario del martirio de Pedro. Basta recordar que el 29 de junio, precisamente el día de tan gloriosa fiesta para la Iglesia, en las imponentes ceremonias que tuvieron lugar en la basílica vaticana, nuestras doce muchachas ocuparon un puesto eminente, que les proporcionó Mons. Borromeo, jefe de protocolo de Su Santidad. Así, la primera expedición negra de Africa Central asistió a la fiesta más solemne que el culto externo de la Iglesia haya ofrecido a los ojos del mundo en el XVIII siglo de su existencia.
Concluyo mi informe excusándome por haber dado cuenta demasiado detalladamente de las palabras del Papa, de las nuestras, de las más insignificantes circunstancias de nuestra audiencia con el Santo Padre. La elocuencia de la verdad es tal que sólo requiere el adorno de la sencillez. Pero he aquí mis razones:
En nuestra considerable conversación con Pío IX hemos tenido ocasión, por un lado, de admirar al personaje más destacado del universo: aquel ante el que los más poderosos y grandes monarcas se humillan reverentes, aquel a quien su vocación divina eleva sobre la esfera de las más nobles y brillantes iniciativas humanas. Y ocasión, por otro lado, de presentar a unos seres humanos que se encuentran entre los más humildes y míseros: las pobres negritas, la historia de cuyas vidas podría ofrecer datos que la civilización debería meditar con horror.
[1551]
Pero la figura de Pío IX con las negritas a sus pies eleva nuestro espíritu sobre la tierra. Nos representa dos de los principales momentos de la vida del divino Redentor, los cuales nos descubren dos lados sublimes de su carácter: Jesucristo que se hace pequeño con los pequeños y los llama a sí –«Sinite parvulos venire ad me»–, y Jesucristo que da a sus primeros apóstoles la misión de predicar el Evangelio al mundo –«Euntes in mundum universum preaedicate Evangelium omni creaturae».
También Pío xi se hace pequeño con los negros; los llama a sus pies; se digna hablar con ellos; se hace instruir por ellos sobre sus tribus, sus países, sus condiciones de vida, sus hermanas y hermanos perdidos. Halla la alegría precisamente en esto: en derramar sobre ellos sus gracias, sus bendiciones, sus beneficios, su bondad. Los consuela, los anima, les señala el camino de la verdadera vida, y les da plenamente el ejemplo admirable del Evangelio: «Sinite Parvulos venire ad me». En las cicatrices de estas muchachas, Pío IX vio el estado de muchas tribus y de grandes pueblos que gimen todavía bajo una bárbara esclavitud y entre las tinieblas de muerte, y sobre los cuales pesa aún la tremenda maldición de Cam.
[1552]
Las miradas de ellas le revelan señales de inteligencia, de espíritu y de abnegación; su actitud respetuosa, modesta, recogida le manifiestan la educación religiosa y secular que han recibido dentro de la Iglesia Católica y, como consecuencia de ella, la vocación al apostolado para el que las ha preparado la Providencia. El ve en ellas a los primeros mensajeros de la fe entre las tribus negras, el personal más adecuado para la civilización de su país, los instrumentos más válidos para la conversión de sus abandonados hermanos, las primeras heroínas del apostolado entre los negros. Por esta razón, el gran corazón de Pío IX, con su preocupación inmensa por la salvación de las almas, que abarca todo el universo, bendice en estas doce negritas a las primeras doce maestras de los negros; llena sus almas de aliento, de confianza, de celo, de amor, de abnegación; eleva sus sentimientos por encima del mundo; enardece sus corazones con su fuego profético; convalida su misión; repite a estas nuevas apóstoles de Africa, por así decir, las palabras del divino Redentor: «Id... y predicad el Evangelio».
Considere bien estos dos puntos focales y piense a su luz en la figura de Pío IX al recibir a sus pies la primera expedición negra de Africa Central.
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Puede estar seguro de que no sólo ha sido el interés por la gran obra de la regeneración de Africa lo que me ha hecho componer este pequeño informe, sino también, y en primer lugar, el sentimiento de gratitud, de veneración y de amor que yo quería manifestar al Vicario de Cristo, y mi deseo de poner de relieve una vez más su bondad, su amabilidad, así como la preocupación que por la salvación de las almas más abandonadas siente este Pontífice, a quien los siglos futuros venerarán como la encarnación del amor católico y como un modelo perfecto y una imagen viviente de Aquel que dijo:
«Sinite parvulos venire ad me» y «Euntes in mundum universum praedicate Evangelium omni creaturae».
Daniel Comboni
Original alemán.
Traducción del italiano