Comboni, en este día

En una carta a Elisabetta Girelli (1870) desde Verona se lee:
Estamos unidos en el Sacratísimo Corazón de Jesús en la tierra, para luego unirnos en el cielo eternamente. Es menester recorrer a paso largo los caminos de Dios y de la santidad, para no detenerse más que en el paraíso.

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Nº Escrito
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Remitente
Fecha
221
Mons. Luis de Canossa
0
Roma
10.11.1867

N. 221 (209) - A MONS. LUIS DE CANOSSA

ACR, A, c. 14/44

W.J.M.

Roma, 10 de noviembre de 1867

Excelencia Rma.

[1476]
A pesar de los reiterados informes que Mons. el V. G dirigió al Santo Padre y al Card. Vicario para impedir que me. fuesen entregadas las tres negritas, contra la voluntad de Ud. expresada en su venerada carta al Cardenal Barnabó, hoy el Santo Padre ha firmado de su puño y letra la orden de que sean puestas a mi disposición. El Emmo. Card. Barnabó, que con verdadero corazón paternal dirigió todos mis pasos, está contentísimo. Más adelante le escribiré los detalles, y verá cuánto bendice el Señor a este pobre hijo suyo, aunque sea totalmente indigno de ello.


[1477]
Como no estoy a tiempo de marcharme mañana, saldré de Roma el jueves, por no haber antes otro barco que parta de Civitavecchia para Marsella. Este retraso ocasionado por Mons. el Vicegerente me ha supuesto un perjuicio de bastantes cientos [de escudos]; pero el Dios que tan milagrosamente ha cuidado de nosotros desde que nos abandonó Mons. el V.G., se encargará de proveer a cada necesidad. Después de a Dios y a V. E., doy gracias a San Expedito mártir, que invocado por mí y por otros con bastantes triduos, nos ha oído. Es protector especial para terminar con bien los negocios y los viajes. Hoy me ha dicho Barnabò que esta demora mía en Roma me ha beneficiado, porque de haberme marchado sin solucionar este asunto, me habría caído sobre los hombros un fardo del que hubiera tardado años en desembarazarme.


[1478]
Quedo muy agradecido a la caridad de V. E., que me ha escudado con su protección. Me toca a mí corresponder fielmente, para mejor conseguir la gloria de Dios y la salvación de las almas.

Ayer fui a ver a la protestante que hace los ejercicios: responde admirablemente a la gracia, y la Superiora me asegura que será una verdadera esposa de Cristo.

Presente mis respetos al Marqués Octavio, a D. Dalbosco y a D. Vicente, y ruegue por



Su indignmo. hijo

Daniel Comboni



Hoy he visto al Papa en perfecta salud en el funeral del Card. Roberti. A pesar de los esfuerzos de la revolución, nuestro adorado Potífice-Rey triunfa, y prevalece y prevalecerá siempre el principio de la justicia que el santo Papa-Rey propugna.






222
Mons. Luis de Canossa
0
Roma
21.11.1867

N. 222 (210) - A MONS. LUIS DE CANOSSA

ACR, A, c. 14/45

W.J.M.

Roma, 21 de noviembre de 1867

Ilmo. y Rmo. Monseñor:

[1479]
No tengo palabras suficientes para alabar y dar gracias a nuestro querido y buen Jesús por haber protegido y defendido con singular Providencia y amor a este pobre e indignísimo hijo suyo que a V. E. escribe. Después de haberme tenido por su misericordia entre las espinas y la cruz, el Señor me consoló con prodigalidad haciendo triunfar su causa y su obra contra los formidables atentados de un poderoso enemigo, por el cual suplico a V. E. en su caridad que rece, como yo hago en mi debilidad.


[1480]
Por callar otras cien cosas, bastará con que le diga (según contó el Santo Padre a nuestro verdadero Padre el Card. Barnabò) que aquella citación al tribunal de lo penal del Vicariato era para encarcelarme y luego expulsarme de Roma. Menos mal que por la mañana, siguiendo instrucciones del Cardenal Barnabò, fui a ver al Cardenal Vicario, Juez Ordinario de Roma, el cual ordenó que se me dejase marchar enseguida y que se me pidiesen disculpas por haberme mandado comparecer. El juez me despidió realmente diciéndome que se había producido un error.


[1481]
Más aún: a pesar de un informe contra mí que el V. G. hizo al Santo Padre; a pesar de los confesores que se presentaron al Card. Vicario enviados por... para decir que en conciencia no podían permitir que las muchachas viniesen conmigo...; a pesar de las cartas de nueve negritas al Cardenal Vicario, al Papa y a Barnabò, rogando que se les permitiese no acompañarme, el Santo Padre ordenó que todas las negritas fuesen entregadas a las Hermanas de San José. Se empleó toda la pasada semana en examinar, a petición mía, a todas las negritas, una por una. Por disposición del Papa, le correspondió examinarlas a un hombre lleno de espíritu, el P. Capello, Barnabita, jefe y párroco de San Carlos, en Catinari, e intervinieron dos distinguidos Padres Dominicos. El resultado, del que se dio cuenta al Santo Padre y al Card. Vicario, fue que ni el menor reproche se puede hacer al Misionero Comboni; y encima vino la orden perentoria del Santo Padre de que me fueran entregadas todas las negritas. El Card. Vicario dijo después al Canónigo Zerlati, con el que convive desde hace cuarenta años:


[1482]
«Siempre he observado que todas las obras de Dios, en su nacimiento y en su desarrollo, llevan la marca de la cruz y la persecución: veo que también ésta (nuestra Obra) es verdaderamente obra de Dios». En parecidos términos me hablaron muchos otros hombres respetabilísimos. Imagínese el efecto que puede haber producido en el V. G. este triunfo. El pobre hombre todavía no comprende que nadie más que Dios dirigió sus actos. El Card. Barnabò se ha portado conmigo como un verdadero padre, porque aun admirando la actuación divina, que casi sin ninguna otra intervención ha defendido la inocencia, me ha prodigado sus prudentes y sapientísimos consejos. En resumen: el asunto de las negritas ha concluido.


[1483]
Barnabò quiso que no me marchase sin arreglar bien lo de los mil quinientos escudos, y sin cancelar de los registros del tribunal de lo penal que fui llamado, porque esto es siempre una mancha para un misionero que debe tratar en tan gran escala asuntos de la gloria de Dios. Respecto a lo último, fui a quejarme al Card. Vicario, quien me aseguro que él, comprendiendo esto, se había adelantado a ordenar la cancelación, etc., pero había constatado que mi nombre sólo aparecía escrito en la carta conminatoria que yo envié al Papa y que, llegada a sus manos, él mismo había roto.


[1484]
En cuanto a los mil quinientos escudos (después de que con muchas cartas y con la mediación de Monseñores y Prelados resultó vano mi intento de hacerme devolver la obligación), el Card. Vicario me aconsejó incoar el proceso ante el tribunal para los asuntos eclesiásticos, y él mismo memandó a ver a Mons. Gasparoli. Además, ayer me comunicó Barnabò que el Card. Vicario le había dicho que debo demandar sin falta al V. G. ante ese tribunal. ¿Cómo se hace? Fui a ver a Mons. Gasparoli, el cual me ordenó enviarle mi procurador, el Sr. Nuboli, Curial de la Santa Rota (a quien yo elegí con la aprobación del Card. Barnabò) para estudiar el asunto. Luego me ordenó el Card. Barnabó escribir al V. G. una carta, en la que le manifieste que si en el plazo de veinticuatro horas no me envía mi documento, le demandaré judicialmente. Voy a hacerlo esta noche. Pero mientras, elegido mi Procurador, puedo marcharme.


[1485]
Le es fácil imaginarse cuántas gestiones y gastos me costó el perder un mes en Roma, más el pago de dos paolos [moneda de plata del Estado Vaticano] por cada negrita al Convento de San José, lo que asciende a la cantidad de 52 escudos con 80. Pues bien, vea, mi veneradísimo Monseñor y Padre, lo que ha hecho nuestro querido Jesús y lo bueno que es. El Príncipe D. Alejandro Torlonia, con sólo haber leído nuestro Programa, me dio 30 escudos. Y el Conde de Sartiges, Embajador en Roma, me proporcionó ayer el pasaje gratis, desde Civitavecchia hasta Marsella, para mí, dos Monjas y doce negritas. Como el viaje cuesta en segunda clase 96 francos por persona, el Embajador francés, al concederme tal gracia en las Messageries Imperiales (que sólo desde hace ocho días han restablecido el servicio en las costas de Italia), me ha regalado 1.440 francos.


[1486]
¿No es un buen señor el Señor? ¿Y no son éstas señales de que Dios protege la Obra? Demos gracias al Señor, que es tan bueno.


[1487]
Ayer fui a ver a Vimercati, quien después de decirme que está seguro de que Dios protege la Obra con la gracia y la protegerá con los medios, me dijo que tiene mucho interés por ella. Luego me preguntó si las Hermanas Viperescas han dado a las negritas la ropa de cama y la lencería, etc. que compró para ellas. Yo tuve que decirle la verdad: que ni siquiera un hilo. Se extrañó mucho, puesto que entre unas cosas y otras había gastado más de 400 escudos. «¡Paciencia! –dijo el pobre viejo– El Señor me castiga por haber disfrutado demasiado haciendo esa obra de caridad». Fiat voluntas Dei.

Pero dejemos este tema: corramos un velo. Doy gracias al Señor porque la tormenta levantada por el V. G. ha servido para hacer apreciar la Obra, y para proporcionarme a mí en Roma ese crédito y esa estima, que de ninguna manera merezco. Vea lo bueno que es nuestro buen Dios.

El pasado sábado el Card. Vicario, según me dijo él mismo, llevó su carta al Papa, que la leyó y agradeció sobremanera.


[1488]
¿Qué decir de la carta que V. E. escribió al Card. Barnabò dándole las gracias por haberme prestado tan buena ayuda? Hizo un gran bien. El Cardenal la agradeció enormemente, y se complació mucho en ver cuánto se preocupa V. E. por el bien de Africa.

Por mi parte, no tengo palabras para expresarle mi agradecimiento por la preciosa carta que Ud. me escribió, y que ayer me entregó Su Eminencia. Es para mí un monumento de su eximia bondad, una regla de conducta para Africa, una clara y preciosa manifestación de la voluntad divina por medio de la legítima autoridad por el cielo instituida. Le aseguro que con la gracia de Dios trataremos todos, y yo el primero, de observar al pie de la letra sus santos preceptos. Pero la respuesta a esta carta preciosísima la reservo para otro día porque ya me he extendido demasiado. Sólo le recomiendo que las Canossianas se den prisa, porque a Barnabò le gustaría mucho que fueran ellas las destinadas a nuestra Obra; y sobre esta base, yo dispodré las cosas en El Cairo. Usted como Jefe de la Obra, Barnabò como Prefecto de Propaganda y el Papa como Vicario de Cristo sonríen a las Canossianas. Es conveniente que San José establezca a sus Hijas allí donde el gran Patriarca vivió siete años. Basta. Espero que pronto pueda mandar dos o tres de ellas.


[1489]
Como podría ser que el V. G. hubiese escrito al Vicario Aplico. de Egipto en contra de la nueva expedición, creería yo oportuno que cuando fuera de su comodidad le escribiese una buena carta de recomendación para todos nosotros. Esta es la dirección:

A S. E. Rma. Mons. Luis Ciurcia, Arzpo. de Irenópolis

Vicario y delegado Aplico. de Egipto

Alejandría de Egipto




[1490]
Mañana le mandaré los rescriptos para los Camilos Zerlini, Parozzi, Benigni y Motter. Los he pagado a la S. Congr. de Ob. y Reg. por un total de 28 francos con 80 céntimos. Tal cantidad, es decir, 7,20 francos por cada uno, procure hacérsela dar. He buscado, o mejor dicho, han buscado los de la Congregación la petición del P. Juan Baut. Carcereri; pero no ha aparecido. Convendría que dicho buen Padre la renovase, enviándola directamente a Mons. Svegliati.

Le doy las gracias de todo corazón, y con toda la veneración de un hijo, también por haber mandado al Card. Barnabò, que verdaderamente me hizo de padre, la carta de agradecimiento, la cual acrecentó su protección de la Obra. Verá cuánto bien hace también a la Obra el Card. De Pietro. Alabo el olfato que tuvo D. Vicente, que tan bien supo conocer a Mons. el Vicegerente. Mil y mil respetuosos saludos al Marqués. Octavio, etc. Alabados sean J. y M. eternamente, así sea. Besándole con todo afecto las sagradas manos, me declaro



Su hum. e ind. hijo

Daniel Comboni



El domingo por la mañana salgo con catorce personas de Civitavecchia; el lunes estaremos en Marsella; el viernes partiremos para Alejandría.

Muchos recuerdos a D. Dalbosco.




223
Mons. Luis de Canossa
0
Marsella
29.11.1867

N. 223 (211) - A MONS. LUIS DE CANOSSA

ACR, A, c. 14/46

W.J.M.

Marsella, 29 de noviembre de 1867

Excelencia Rma.:

[1491]
El día 24 salí de Roma con doce negritas y dos Hermanas de San José. Dado que, a ruegos de la devota María Asunción, las buenas almas de Mons. Ferrari y la Mqsa. Brígida, su hermana, me habían recomendado a su primo Mons. Bisleti, Obispo de Civitavecchia, al llegar a la estación encontré al Secretario y a dos Hermanas de la Preciosísima Sangre. El primero me condujo al palacio episcopal, donde pasé la noche; las segundas llevaron a las catorce a su convento. Fuimos recibidos y tratados como familiares. Por la mañana nos fuimos en el Posilippe, y en la tarde del 26 llegamos sanos y salvos a Marsella.


[1492]
Aquí he recibido otra muchacha negra, de veintitrés años, devota, buena, muy instruida, que vale por dos Hermanas. Nuestro digno P. Zanoni, que la conoce desde hace un mes, porque nuestros tres buenos Misioneros han llevado una vida retiradísima, saliendo sólo de casa para ir a la iglesia o al Insto. de San José, donde yo los había recomendado, me asegura que es una joya. Así que las negras son dieciséis. Hemos podido conseguir tres Hermanas de San José de la Aparición para conducir y custodiar a las muchachas hasta El Cairo, donde dichas religiosas tienen un establecimiento. De modo que nuestra expedición está compuesta por veintitrés personas. Lo tenemos todo arreglado y dispuesto, y dentro de dos horas (a las dos de la tarde) zarparemos del puerto de Marsella alegres y contentos, porque hemos visto la mano de Dios y su adorable Providencia en muchas cosas, que por falta de tiempo no puedo exponer. Así pues, rece también mucho por el buen viaje. Cuando reciba estas líneas nos encontraremos ya en altamar entre Grecia y Africa.


[1493]
He leído sus dos preciosas cartas a nuestros tres Camilos: ¡oh, cuánto nos consoló la voz y la menor palabra de V. E., nuestro venerado padre! No viviremos ni respiraremos más que por Jesús y por ganarle almas. Llevo conmigo cuanto nos ha recomendado, así como las cartas de San Francisco Javier, y haremos todo con la gracia de Dios. Nosotros cuatro tenemos una sola alma. En los tres días que llevo conviviendo con estos Padres, me he convencido de que poseen eminentes virtudes y un gran espíritu apostólico.


[1494]
¡Y qué confundido me siento a su lado! Es una nueva gracia que me da Dios. En ellos tengo una escuela donde aprender en abundancia: ruegue al Señor que la sepa aprovechar, porque estoy muy lejos de poder imitar sus virtudes. Vamos a Egipto dispuestos a sufrir mucho, aunque vemos delante de nosotros un horizonte muy prometedor. Mas para que la obra de Dios marche son necesarias las tribulaciones y las cruces. Las cartas de V. E., que nos prepararon para las mismas, ya nos dan fuerzas para soportarlo todo.


[1495]
He aquí una de esas cruces: Pedro Bertoli, el laico que vino a Marsella con los Padres, ha dado a éstos un disgusto. Carece de espíritu: tal fue la primera impresión que me produjo en Roma, y V. E. es testigo de ello. Le adjunto una carta que me ha escrito. Tras fervientes plegarias a Jesús, y serias consideraciones, hemos decidido enviarlo de vuelta; y a tal fin le he dado lo necesario para el viaje hasta Verona, adonde seguramente no regresará. Esto es un gran sacrificio de amor propio; pero en la misión él hubiera sido el obstáculo para la paz entre nosotros, que tenemos un solo corazón. Fiat! Espero que nuestro venerado Padre aprobará nuestra determinación. Ahora Bertoli me pide llorando que le permita venir con nosotros; pero, aunque mi corazón está conmovido, mi conciencia no accederá jamás.


[1496]
Segunda y más dolorosa cruz: Me he enterado de que el P. Guardi (y estoy convencido de ello) tiene las miras puestas, y se esfuerza, en hacer que el mismo Santo Padre anule el rescripto. A Barnabò no le agradó todo lo que V. E. le escribió respecto al P. Artini y al P. Guardi. Temo que el Cardenal y el P. Guardi (que son amigos) hayan tenido conversaciones, y que antes de hablar al Papa hayan acordado recurrir a la dulzura para inducir al Obispo de Verona a que retire también a los tres que ya han partido; y me temo también que luego la respuesta del Cardenal a V. E. sobre este asunto tenga más hiel que miel. Una vez que me di cuenta de esta jugada, corrí a ver a Mons. Svegliati para sondearlo. Lo encontré en excelente disposición, y me prometió que hará todo por convencer al General para que dé la bendición también a Tezza. Le expliqué nuestras intenciones, y lo que nos alegra que sigan siendo todos verdaderos Camilos, etc., lo cual lo dejó muy satisfecho. Así que ánimo, Monseñor: no se asuste en absoluto por la carta que le escribirá Barnabò, quien por otro lado se muestra muy favorable a la misión y fue mi escudo en la pasada cruz.


[1497]
Por lo que respecta a los tres, yo sería de la opinión –siempre subordinada a la de V.E.– que se siguiese el sistema de los hechos consumados: estos tres se sienten los más felices y contentos del mundo por la determinación que han tomado, y serían mártires si se les hiciera volver; aparte de que nos resultan necesarios. En cuanto a Tezza, creo que se debería dejar hacer a Svegliati y no insistir más; e incluso, llegada la ocasión, recurrir a la dulzura también con el P. Artini. A Barnabò no le gustó que Ud. hablase mal de este Padre. En Roma, todos los Cardenales y Prelados tienen una especial sensibilidad en cuanto a hacer respetar sus propias atribuciones y no meterse nunca en la jurisdicción ajena. Sobre el P. Artini están el General, la Congr. de Obispos y Regulares y el Papa: fuera de ellos, no habrá quien se ocupe de hacer volver a nadie. El arma que van a emplear el P. Guardi y la Orden de los Camilos, terrible, bien concebida, astutísima: es ésta: «El Obispo de Verona y D. Comboni han sobornado y seducido a los cuatro Camilos para que abandonen su Orden: los han robado a la Orden». Usted sabe que esto es mentira, pero lo cierto es que se va a emplear esta arma. Animo, no se asuste, no se eche atrás en la decisión tomada. Usted empleó la más exquisita delicadeza con los cuatro, y mostró el respeto debido a la Iglesia. La verdad y la justicia han de triunfar: ánimo.


[1498]
En Marsella, me vinieron de Austria ochocientas misas, con la limosna de 350 florines en billetes, y de Colonia trescientas, con la limosna de 300 francos en oro. Pongo a su disposición todas ellas: Ud. tiene la facultad de reducirlas a esváncica y media. A nosotros asígnenos las que quiera, y deje para los curas de la diócesis las que le parezca. Luego, le ruego sobre esto una benévola respuesta.

Cuando escriba a Egipto puede mandar todas las cartas a D. Dalbosco, que nos las hará llegar.


[1499]
He organizado con un ilustre escritor amigo mío, abogado de Marsella, la aparición de una nueva hoja mensual con la Guardia de Honor del Sagrado Corazón y Africa como tema. Dios abre buenos caminos.

Una máxima a seguir en el futuro, según el sabio consejo de Barnabò: es preferible no admitir nunca religiosos sin el consentimiento formal de la respectiva Orden. Pero en cuanto a nuestros cuatro, el Señor nos ayudará a conservarlos para el apostolado africano.


[1500]
El P. Zanoni y todos nosotros rogamos de su bondad que nos dé la bendición cada noche: será para nosotros un gran consuelo.

Desde Civitavecchia le había preparado una carta, e iba a mandarle los cuatro rescriptos. Luego, con el lío del embarque, se me olvidó hacer el envío.


[1501]
Le mando, pues, los cuatro rescriptos. Pero, por favor, haga de manera que nadie se dé cuenta de que he sido yo el que los ha retirado, porque eso me haría odioso ante el P. Artini. Incluido el correo, cuestan treinta francos, que yo he pagado. Ruego de su bondad que los reciba como pago a cuenta de las misas que hará decir a los curas que las necesitan.

Recibirá de Roma seis grandes fotografías de las negritas, que fueron entregadas al Santo Padre. Don Dalbosco mandará dos de ellas a Colonia, y una de las seis es para Ud. Las restantes, con las dos de Colonia, le ruego que se las haga llegar a D. Dalbosco.


[1502]
Vimercati nos ayuda en todo. Me autorizó a reclamar del Vicegerente la ropa de cama y todo lo que dio para las negras, o sea, cerca de quinientos escudos. Barnabò me ordenó que diera la correspondiente orden a mi Procurador, escribiendo a este fin una carta al V. G. con la reclamación.

El señor me ha concedido en Roma gracias inmensas: la victoria y el beneficio obtenidos son grandes. Dios es bueno, porque en vez de perder he ganado: han triunfado la verdad y la inocencia.

Es preciso que concluya, porque hay que subir a bordo del Peluse, el vapor que nos lleva a Alejandría.


[1503]
Muchos respetuosos saludos al Marqués Octavio, a la Marquesa, a D. Vicente, a Mons. el Vicario, a Perbellini, etc.

Sus hijos se arrodillan para pedirle la santa Bendición. Es nuestro empeño sacrificar todo por amor de Dios, y por poner en marcha su obra.



Su hum. e ind. hijo

Daniel Comboni



Mil y mil gracias por todo, y en especial por las cartas a Roma, que me han apoyado poderosamente, y que fueron causa de que […] Barnabò me sostuviese.

[Al final de la cuarta página, a lápiz]: En el momento de partir, recibo la suya del 26 de ag. ¡¡¡Cuán grata es!!! Gracias.






224
Mons. Luis de Canossa
0
Messina
1.12.1867

N. 224 (212) - A MONS LUIS DE CANOSSA

ACR, A, c. 14/47

W.J.M.

Messina, desde el vapor Peluse

1 de diciembre de 1867, 5 p.m.


Excelencia Rma.:

[1504]
Casi nunca me ha sucedido hacer un viaje tan bueno como éste. Estamos a bordo de uno de los vapores más grandes y seguros: ninguna de las veintitrés personas que componen nuestra interesantísima expedición se ha puesto mala, y espero que el viaje continuará feliz hasta Alejandría.

En el barco he leído su preciosa y apostólica carta del 25 del cte. a nuestros tres dignos misioneros. En ella, V. E. ha descrito al pie de la letra lo que verdaderamente pasó, y el gozo que sentimos al vernos y contarnos mutuamente las luchas, las cruces y las alegrías. Pero cuando oyeron esas sublimes expresiones llenas del espíritu de Dios, y esas saludables admoniciones y frases de aliento, etc... ¡oh!, no puedo describirle la emoción de los tres, no acostumbrados a recibir tanto consuelo. Derramaron abundantes lágrimas, y el más viejo, el P. Zanoni, llegó a exclamar: «¡Ah, qué bueno es el Señor, que sabe consolar en esta tierra, y volver gratas las cruces! Este es el fármaco más suave. Es la bendición lo que se nos comunica por medio de nuestro venerado Obispo y amadísimo padre». Agradecemos de corazón su bondad, su caridad. No hay hora de placer comparable a tanto gozo.


[1505]
Le diré que me encuentro cada vez más satisfecho y contento de haber tomado la determinación de despedir al laico Pedro Bertoli. Es hombre de buenas costumbres, excelente corazón y buen juicio, y provisto de conocimientos como médico-sangrador; pero su dosis de orgullo y amor propio era demasiado grande para ser compatible con la humildad y docilidad necesarias en una Misión tan difícil. El buen P. Zanoni me repitió muchas veces: «Si yo soy Jonás, arrójeme al mar». Fui inamovible en mi decisión de despedirlo. El jueves por la tarde y por la noche, Bertoli se echó a mis pies, y a los pies de los otros, llorando, pidiendo perdón; toda la noche estuvo llamando a mi puerta. Daba miedo y compasión, porque se empeñaba absolutamente en venir.


[1506]
Dios sabe cuánto sufrió mi alma al persistir en la negativa; pero el deber de conciencia y la gloria de Dios tienen que estar por encima de todas las exigencias del corazón. Nosotros vamos a fundar una misión y nuevos establecimientos en países donde la misma virtud será criticada y atacada: ¡ay si el veneno de la discordia se introduce entre nosotros! Es necesario que las primeras impresiones de la nueva misión en Egipto sean buenas; es preciso que imperen el honor y el respeto, y que los intereses de la gloria de Dios sean tratados con todo el decoro y la santidad del ministerio. Desde el principio, todo depende del feliz y buen comienzo. Así que cerré el corazón a la compasión, y decididamente despedí a Bertoli, dándole el dinero necesario hasta Verona.


[1507]
Nosotros cuatro formamos un solo corazón, una sola alma. Cada uno compite por complacer a los otros. Yo estoy convencido de ser indigno de besar siquiera los pies a mis compañeros; pero ellos son tan buenos y caritativos que no sólo se muestran indulgentes conmigo, sino que además me rodean del respeto y del amor debidos a un superior. Son conscientes de la altura de la divina misión que van a realizar, y creo que en Egipto harán honor al sacerdocio veronés y a ese venerado sucesor de los apóstoles que preside la gran Obra. Recomiendo a V. E. Rma. valor y firmeza para hacer frente a los intentos de los que querrían arrebatárnoslos: no le quepa duda de que con estos hombres se iniciará magníficamente la Obra. Tengo la seguridad de que Ud. sabrá resistir y hacer ver a Roma que nos hemos limitado a secundar la vocación de estos dignos religiosos, los cuales habrían sido infelices en su Provincia, dadas las críticas condiciones políticas del «desgobierno» revolucionario.


[1508]
Al P. Juan Baut. Carcereri, que está ahora en Verona, el Papa no le dio el consentimiento porque carecía del visto bueno del Procurador general de la Orden de los Camilos, condición que en cambio se cumplía en los otros cuatro.


[1509]
Desde hace muchos años mantengo correspondencia con la señorita Marie Deluil Martiny de Marsella. Es la fundadora y propagadora de la Guardia de Honor del Sdo. Corazón de Jesús, obra que desde el 18 de marzo de 1863, en que fue fundada, ha ganado miles de almas para la fe y la piedad. Mademoiselle Martiny (que sólo tiene veinticuatro años, y que en Lyón indujo a miles de soldados a ir cada noche a adorar al Smo. Sacramento en la hora de su guardia de honor) ha difundido en las cinco partes del mundo su obra, que cuenta con más de un millón de adscritos. Desea que Ud. instituya la misma en Verona, y en las comunidades religiosas. Es cosa fácil: no se paga nada, y sólo se establece una hora en que se hace intención de ofrecer en expiación por los pecados del mundo los méritos de la lanzada que traspasó el Corazón de J. C. Mademoiselle Martiny le enviará las medallas (que son muy bonitas) con los títulos.


[1510]
Es una obra de sumo honor a Dios. Basta hacer la intención de consagrar al Sdo. Corazón las acciones de la hora fijada, ya se coma, se beba, se trabaje, etc. El padre de esta alma grande y yo hemos acordado fundar una publicación mensual, en la cual se tratará de la gloria de J. C. y su dignidad contemplada en su doctrina y en sus ejemplos. Será como la publicación que dará a conocer al público la Obra para la Regeneración de Africa y la Guardia de Honor del Sdo. Corazón.


[1511]
He dado a Mlle. Martiny la dirección de V. E. para que le mande las medallas y los Quadrants y para establecer correspondencia. Don Dalbosco le puede servir de gran ayuda, pues ella mantendrá comunicación también con él. El redactor de la publicación es el padre de Mlle. Martiny, gran abogado de Marsella, y muy rico. Presenté a esta devotísima joven nuestros misioneros, y quedaron sorprendidos de tanta piedad y ciencia teológica al hablar del Sdo. Corazón; y es que está dirigida por un padre Jesuita, que es su confesor desde hace diez años. Ella hace rezar ya cada día por nuestra Obra.


[1512]
El P. Zanoni y los otros dicen que nuestra Obra es obra de Dios, y que ellos han visto y ven milagros. Dios lo quiera. Pero a mi vez diré a V. E. Rma. como mi jefe y padre: «Si soy Jonás, arrójeme al mar».

Le besamos reverentemente las manos, y le rogamos que nos asista con sus preciosas cartas, que son para nosotros la expresión de la voluntad de Dios y nuestro consuelo. Mil saludos a Octavio, a D. Vicente, al Vicario, a Perbellini, etc.



Su hum. y obed. hijo

Daniel




[1513]
P. S. Para mostrar a V. E. cuánto nos protege Dios, le diré que recibo dinero de muchos sitios. Hecha la cuenta de los gastos realizados desde Roma hasta Marsella (12 negras, 2 hermanas y yo) y desde Marsella hasta Alejandría (16 negras, 3 hermanas y cuatro misioneros), y calculado todo lo que habría tenido que gastar si mediante Mr. Moustier, Mr. de Sartiges, etcétera, no hubiese obtenido el pasaje gratis, resulta que el gobierno francés me ha ayudado entre Civitavecchia, Marsella y Alejandría con las vistosa suma de 542 napoleones de oro; de modo que sin la ayuda de Francia, yo habría tenido que desembolsar 542 napoleones más que los he he gastado. ¿Ve, Monseñor, cómo Dios nos asiste? Animo, pues, ningún obstáculo nos espante: en las barbas de San José se esconden muchos napoleones de oro y libras esterlinas. El nos los dará cuando los necesitemos.


[1514]
En Marsella, mi buena Madre Sor Emilie Julien, Superiora general de las Hermanas de San José de la Aparición (denominación debida a una visión que tuvo la fundadora Mme. De Viallar, que quiso honrar a San José cuando el Angel se le apareció y le dijo: surge, accipe puerum... et fuge in Egyptum), no solamente fue madre asistiendo a nuestros misioneros en Egipto, sino que nunca quiso recibir nada por las negritas que ella tenía albergadas.

Fundadora de doce Institutos en Asia y en Africa, fue la primera Monja que se estableció en Jerusalén desde las Cruzadas. Me dio tres Hermanas para conducir a las negritas a Egipto: una francesa; otra de St. Afrique, que sabe cuatro lenguas, y la otra armenia, de Erzerum, que también sabe cuatro lenguas. Espero nos resultará una espléndida misión. Mère Emilie es en Roma la Presidenta de la Obra Apostólica de las Damas del Evangelio, que nos suministrará los ornamentos para El Cairo. Me gustaría que le escribiese una carta de agradecimiento por el bien que nos ha hecho. Es incondicional del Papa, de Barnabò y de Antonelli. Fue ella quien hace tres años consiguió para mí 200 escudos del Card. Reisach.






225
Mons. Luis de Canossa
0
El Cairo
10.12.1867

N. 225 (213) - A MONS LUIS DE CANOSSA

ACR, A, c. 14/48

W.J.M.

El Cairo, 10 de diciembre de 1867

Excelencia Rma.:

[1515]
Los veintitrés hemos llegado felizmente a El Cairo. Un telegrama que envié aquí me consiguió, por intercesión de San José y de San Expedito, el transporte gratuito desde Alejandría hasta El Cairo, para nosotros y las cajas, lo que representa un ahorro total de 53 napoleones de oro. Es la primera vez que unas negras, que son tan despreciadas entre los turcos, viajan a expensas del Bajá en los vagones donde van los señores: vea cuánto nos protege la Sda. Familia. En Alejandría, Mons. Ciurcia nos acogió estupendamente. Aquí en El Cairo, tanto las monjas Clarisas y del B. Pastor como los frailes nos miran con desconfianza (inter nos); han llegado hasta a causarnos problemas. Pero teniendo ya puesto el pie en El Cairo, hará falta mucho para crearnos serias dificultades. Siendo de Dios, la Obra triunfará. Dios me inspira toda la confianza. Si Deus pro nobis, quis contra nos?


[1516]
Espero dinero de Colonia, porque me he quedado sólo con ochenta napoleones de oro. Pero San José fue pobre por proveer a otros. Creería conveniente que V. E. hiciera mención de nuestra obra en la Unità Cattolica y, si le parece, en el Veneto Cattolico: esto producirá un efecto favorable entre los Obispos y los buenos fieles, y la Obra del B. Pastor tendrá más aceptación. En tal caso, puede Ud. ordenar a D. Dalbosco que envíe a esas redacciones el Plan, el Programa y la hojita de las Indulgencias. También puede realizar, a su comodidad, lo que me escribió acerca del Card. De Pietro.


[1517]
Recuerde que en la cueva de la Sma. Virgen y aquí, en la antigua Menfis, todos los días se reza fervorosamente por Verona y por su venerado Angel y padre nuestro. Haga en el Memento otro tanto por nosotros y pida las oraciones de las Canossianas (a las cuales preparamos el terreno) y de las buenas almas.

Por esta vez no le escribo más, porque estoy extraordinariamente cansado. Mis recuerdos al veneradísimo Marqués Octavio y a toda la familia, así como a Mons. el Vicario, a Perbellini, a D. Vicente, a la Superiora de San José, etc.

Nuestros tres buenos misioneros Camilos, que están felices y llenos de ardor por consagrarse a la salvación de las almas, besan las manos a V. E. con filial afecto y profunda veneración. Las tres buenas Monjas, junto con las dieciséis negras y dos negros, también le besan las manos. Cada noche, antes de acostarse, dénos a todos su santa y paternal bendición pastoral.



Su hum. e indig. hijo

Daniel Comboni






226
Mons. Luis de Canossa
0
El Cairo
18.12.1867

N. 226 (214) - A MONS. LUIS DE CANOSSA

ACR, A, c. 14/49

W.J.M.

El Cairo, 18 de diciembre de 1867

Rmo. Monseñor:

[1518]
Todos nosotros, sus hijos, le deseamos que tenga unas muy felices y santas Fiestas y Año Nuevo. Aún no puedo escribirle sobre todo lo que se refiere a nuestra instalación, por estar demasiado ocupado. Sólo le digo que he tomado en alquiler de los frailes Maronitas su convento del Viejo Cairo por siete napoleones de oro al mes. Tiene una iglesia más hermosa que la de San Carlos del Instituto Mazza, y dos casas anejas a la iglesia pero separadas entre sí. En una estarán las Monjas con las negritas; en la otra, nosotros. En medio de las secretas tormentas que aquí se agitan, y que no podían escapar a nuestras miradas, nosotros nos encargaremos muy bien de establecer y desarrollar buenos Institutos para Africa Central. En principio, aquí en Egipto, donde en general las cosas van mal, diviso un horizonte muy prometedor para nuestra obra: la explicación, para más adelante.


[1519]
No devuelva nada ni de los muebles ni del dinero (creo que son 10 nap. de oro) que le dieron a Ud. las Monjas, hasta que el proceso no haya concluido. Ateniéndonos a la más estricta justicia yo soy, como se ha constatado en Roma, acreedor con respecto a Mons. el Vicegerente. Así opinan Cardenales, Monseñores, Abogados y Canonistas que consulté en Roma, y también mi conciencia. Como le escribí, espero que Mons. Gasparoli lleve el asunto de manera amistosa.

Junto a la Gruta de la Sda. Familia, nosotros rezamos por Ud. y por su diócesis, que son cosa nuestra. Usted rece por nosotros y bendíganos cada noche.


[1520]
Después de las santas Fiestas esperamos al Delegado Aplico., Mons. Ciurcia. ¡Pobrecillo! Aquí le aguardan muchas espinas, muchos pesares, ¡y será una gracia muy grande si sale bien librado!

Reciba los más respetuosos saludos de todos nosotros, que le besamos la sagrada vestidura. Presente distinguidos respetos, de los demás y míos, a Mons. el Vicario, a Perbellini, al Rector del Seminario y a D. Vicente, y dé recuerdos y saludos de mi parte a D. Alej. Aldegheri y a toda su fam.

Postrado imploro su santa bendición.



Su hum., dev. y resp. hijo

Daniel Comboni






227
Mons. Luis de Canossa
0
El Cairo
20.12.1867

N. 227 (215) - A MONS LUIS DE CANOSSA

ACR, A, c. 14/50

W.J.M.

El Cairo, 20 de diciembre de 1867

Excelencia Rma.:

[1521]
En la tarde de ayer nos instalamos todos en nuestra espaciosa residencia, a la que había mandado desde hacía una semana a nuestros tres buenos Misioneros y a dos Monjas con seis negras de las mayores. Han arreglado estupendamente la casa. Como el P. Zanoni parece hecho expresamente para estas cosas, lo dejé todo en sus manos, y mientras me he ocupado de las compras que permiten nuestra pequeña bolsa. Parece que el Señor nos bendice en abundancia.


[1522]
Ayer por la mañana, encontrándome en el convento de los Franciscanos, me comunicaron que había en correos una carta para mí. Y como espero con ansia dinero de Colonia, lo dejé todo y a correos me fui. Por el camino iba rogando al Señor que fuese una carta de Colonia, y ya me las prometía muy felices. Pues bien, ¿podrá creerlo? Cuando tuve en mis manos y abrí y leí su estimadísima carta, la alegría de mi corazón fue mil veces mayor al conocer el contenido de ella y la buena disposición del P. Artini. Enseguida hice que un negrito nuestro llevase la carta al Viejo Cairo; y la verdad es que los tres [Camilos] no caben en sí de gozo.


[1523]
Hasta ahora somos veinticinco, porque hemos recibido dos negros: uno es Ambar, farmacéutico, que estuvo ocho años en Verona, y al que luego, en el 60, yo llevé a Nápoles; el otro es Juan, que el año pasado presenté a la Emperatriz Carolina de Salzburgo, y que vino conmigo a Africa. Es organista, carpintero, etc. Los dos son buenos muchachos. Hay otros dos negros que frecuentan la casa, pero todavía no pensamos admitirlos.

Gracias por los saludables consejos que me da. Le aseguro que me son muy valiosos, y en mi debilidad procuraré ponerlos en práctica. Siga consolándonos con sus cartas tan preciadas. ¡Oh, no se puede imaginar cuánto bien nos hacen!


[1524]
Escribiremos un detallado informe de nuestro viaje e instalación aquí. Voy a hacer todo lo que me dice en su carta. En cuanto a Tezza, apenas pueda marchar, mándelo a Marsella, donde se presentará en la Capillita a la Superiora General de San José de la Aparición y recibirá todas las instrucciones. Con el próximo vapor yo le mandaré una carta para la Dirección de las Messageries Imperiales a fin de obtener gratis su pasaje hasta Alejandría, donde yo o uno de nosotros acudiremos a recibirlo. Tengo derecho a un pasaje totalmente gratuito, para completar los veinticuatro que me concedió el Ministro. Por medio de Tezza esperamos cuatro calendarios y una copia de la parte de los Santos Veroneses.


[1525]
Hoy llega a El Cairo Mons. Ciurcia, quien me dijo haber recibido una larga carta de V. E. Rma. Le damos a Ud. las gracias de corazón; y un día Africa convertida le será deudora de la iniciativa de la Obra: digitus Dei est hic. ¡Oh, cuántas almas veo cada día las cuales irán al infierno! ¡Es algo que duele demasiado!


[1526]
Dentro de pocos días escribiré al Ministro Moustier para obtener la rebaja del 50% en el envío de los géneros que he encargado y encargaré en el futuro en Francia. Hay un gran ahorro trayendo de allí parte de los comestibles y de la ropa. Un asunto muy delicado es el de la protección europea en Egipto, y especialmente en la situación de nuestros dos Institutos. Austria tiene derecho a ello, al ser la protectora del Valle del Nilo; Francia tiene derecho por la ayuda que me ha otorgado en cuanto a los pasajes y por lo que hará; Italia tiene derecho por ser nosotros italianos. Los Cónsules de estas tres naciones me tratan con gentileza. Pero yo hasta ahora me he mantenido, y espero que por mucho tiempo me mantendré, en una respetuosa y amistosa independencia.

Implorando una especial bendición (además de la de cada noche), le beso la mano.



Su obedmo. y afortunadmo. hijo

Daniel



Mons. Ciurcia le saluda cordialmente. Los tres [Camilos] han escrito al P. Artini.






228
Horario Ins. fem. Cairo
0
El Cairo
25.12.1867

N. 228 (216) - HORARIO

ACR, A, c. 13/6

El Cairo, 25 de diciembre de 1867

[1527]


HORARIO DIARIO

Para el Instituto de Educación de las negras en el Viejo Cairo



----------



A las 5 a. m.: De marzo a nov., y a las 5.30 h de nov. a marzo:

Levantarse, y aseo de la habitación y de la persona, en silencio.

Media hora después: Ejercicio de la mañana y oración mental durante media hora. Misa y ejercicio íntimo de devoción.

A las 7 a. m.: Desayuno y tiempo libre.

A las 8 a. m.: Instrucción religiosa o laboral. Desempeño de cometidos especiales.

A las 11.45 a. m.: Lección espiritual en árabe y en italiano separadamente.

A las 12 mediodía: Comida, y luego recreo en común y trabajos en el jardín por entretenimiento.

A las 2 p. m.: Rosario, y luego Ejercicio e Instrucción también sobre leer y escribir.

A las 6 p. m.: Recreo en el jardín.

A las 6.45 p. m:. Visita a la iglesia.

A las 7 p. m.: Cena y recreo con ejercicio de canto o de música.

A las 8 p.m.: Ejercicio de la noche, y luego examen de conciencia.

A las 9 p. m.: Dormir.

----------



1.o N.B. Los ejercicios de piedad que requieren lectura se hacen por separado en dos secciones, una italiana y otra árabe.

2.o N.B. La instrucción de las catecúmenas corre a cargo de las negras más preparadas, bajo la dirección del Sacerdote asignado y de la Superiora.

3.o N.B. Los domingos y días festivos, la Superiora, de acuerdo con el Padre Director, dispone las cosas de manera que el tiempo sea ocupado especialmente en la instrucción catequística y en algún paseo o entretenimiento útil.



D. Comboni






229
Presidente Soc. Colonia
0
El Cairo
27.12.1867

N. 229 (217) - AL PRESIDENTE DE LA SOCIEDAD

DE COLONIA

«Jahresbericht...» 15 (1867), pp. 40-66

El Cairo, 27 de diciembre de 1867

Informe del año 1867

La primera colonia negra de Africa Central

a los pies de Pío IX

[1528]
La obra de la renovación espiritual de Africa debía tener su primera consagración sobre la tumba de los Príncipes de los Apóstoles en el momento solemne del triunfo de la Iglesia, cuando desde todas las partes del mundo el episcopado católico se apresuraba a ir a la Ciudad Eterna, para celebrar allí la conmemoración, dieciocho veces secular, del glorioso martirio de los Príncipes de los Apóstoles. Muy oportunamente, la Providencia divina había dispuesto que la primera expedición de pregoneros indígenas de la fe, formados para el apostolado entre los negros en el centro del catolicismo, recibiesen fuerza y entusiasmo a los pies del sagrado representante de Aquel que mediante la predicación del Evangelio había llamado al camino de la vida eterna a todas las naciones de la tierra: «Euntes in mundum universum, praedicate Evangelium omni creaturae».


[1529]
Las varias razones y circunstancias que determinaron el viaje a Roma de las primeras negritas preparadas para la misión, no creo que vengan aquí al caso. El Miércoles Santo de 1867 salía yo del Instituto Mazza con nueve negritas, acompañadas por una devota maestra y de la señorita María De La Pièrre. Esta última, nacida en Aubonne, junto al lago Ginebra, en la fe de Calvino, contaba diecisiete años cuando la conocí (aún era protestante) en el Véneto, en casa de un alto oficial del ejército austríaco. Había yo encargado a una devota señora que hablase con ella sobre el catolicismo, pero ya desde el primer intento ella había declarado que sentía gran aborrecimiento por una fe que no consideraba superior a la suya. Y, desde luego, al principio había poca esperanza de convertirla a una religión que le prohibía entregarse perdidamente a las vanidades del mundo, a ella, que aunque tan joven, estaba abandonada a los mil peligros de las diversiones que frecuentaba y de los placeres de la vida moderna.

Pero la gracia, que ya ha triunfado sobre tantas almas rebeldes, no conoce dificultades; y en su poder infinito esperaba incluso a esta jovencita hasta el momento fijado por la Providencia, para triunfar también sobre su alma. Yo había decidido más de una vez llevar a la señorita De La Pièrre a las más bellas iglesias, para hacer que asistiese a las solemnes e imponentes ceremonias. En efecto, la majestuosidad de nuestro culto externo habla con asombrosa fuerza al corazón, y ha hecho ya grandes conquistas para el catolicismo. Era el Viernes Santo de 1864 cuando la señorita De La Pièrre entraba en una iglesia católica.


[1530]
Durante las conmovedoras ceremonias de la Pasión de nuestro Salvador, ella estaba profundamente conmovida, las lágrimas regaban sus mejillas, y de todas las otras ceremonias vio bien poco a causa del llanto y los sollozos. En resumen: pronto era recibida en Verona por mi venerado Superior D. Nicolás Mazza, en su Instituto, y diecisiete meses después emitía ella su solemne profesión de fe ante el Rmo. Sr. Obispo de Verona, marqués de Canossa. María De La Pièrre marchó a Roma con las negritas, y allí fue confiada al cuidado de la Superiora de las Hermanas de Sta. Dorotea. En el Colegio de la Providencia, hice que la examinaran los Padres de la Compañía de Jesús, para ver y probar su vocación al estado religioso, y, habiendo entrado ella como postulante en el convento de las Ursulinas, antes de su ingreso en el noviciado me fue pedida mi aprobación. Dios haga una santa de la que se ha puesto a la sombra del santo altar.


[1531]
En Padua, mi grupo aumentó con tres negritas, que acogí de buena gana, accediendo a la recomendación de S. Em.a el Patriarca Trevisanato y a la petición de las Hermanas de Sta. Dorotea, de Venecia, para hacer que participasen en mi expedición. El Viernes Santo llegábamos a Roma, y las catorce muchachas entraban en el convento de la Inmaculada Concepción, junto a Sta. María la Mayor.

Aproveché la ocasión de nuestra estancia en la ciudad de los Papas para presentar las negritas a S. Em.a el Card. Barnabò, que las recibió con singularísima benevolencia y pidió muchas veces que se le permitiese presentarlas a varios otros cardenales y a diversos prelados, príncipes y princesas de Roma; y todos quedaban entusiasmados. Mi insigne y querido amigo el señor barón von Gmainer, coronel y ayudante general del gran mecenas el rey Luis I de Baviera, que había pasado el invierno en su palacio, Villa Malta, después de una visita al interesante grupo de muchachas negras, fue tan cortés de presentarlas a Su Majestad.


[1532]
El día anterior al de su marcha a Alemania, el insigne anciano las recibió con mucha gentileza en su palacio. Incluso se dignó entretenerse mucho rato con las negritas, haciendo a cada una varias preguntas, enseñándoles la famosa palma datilera que se erguía tan majestuosa en su jardín y contándoles su viaje a Argelia. La buena Catalina Zenab, que es hija de un jefe, de un reyezuelo negro, tuvo el honor de ser interrogada por este insigne personaje sobre su proveniencia. Pero la pobre chica, intimidada por la dignidad y nobleza del viejo monarca, no dio respuesta a varias preguntas. Fue una hermosa jornada para esas pobres criaturas africanas, que un día, cuando hayan regresado a sus tranquilas y modestas cabañas, hablarán aún por mucho tiempo de las imponentes impresiones de los agradables días pasados en la Ciudad Eterna.

En Roma vive también una noble personalidad cuyo nombre bendicen los pobres y gran número de Institutos religiosos.


[1533]
Muchos conventos, asilos, colegios, hospitales y otras instituciones de beneficencia son testigos elocuentes de la excelente caridad cristiana de ese santo anciano, del señor conde Vimercati, viudo de una princesa Borbón. De tan insigne benefactor de la humanidad me dijo un día Monseñor Pacifi, cuando aquél yacía gravemente enfermo: «Si el conde Vimercati muriese, sería una desgracia para Roma. No conozco laico en el mundo que haya recibido de Dios tanta piedad verdaderamente sólida ni que haya logrado vivir con tanta perfección cristiana como este virtuoso señor». El poder de la gracia de Jesucristo ha hecho milagros en esta alma dócil, con ayuda de las iluminadas sugerencias de los reverendos Padres Jesuitas, que asumieron hace ya muchos años la dirección de su alma, y que le devuelven centuplicados los medios de subsistencia que de él han recibido; es decir, los heroicos sentimientos de piedad, entrega y caridad extraídos de sus enseñanzas e inculcados profundamente en su corazón, con los que le aseguran las inefables riquezas de la vida eterna.


[1534]
Como protector del convento de la Inmaculada Concepción, donde iban a ser acogidas las negritas, el conde Vimercati corrió a ver al Santo Padre (que le quiere y estima como se merece), para informarle de que estaba a punto de llegar a Roma un nuevo grupo africano, destinado a constituir en El Cairo la base de un Instituto, que se proponía además iniciar la realización del «Plan para la regeneración de Africa».

Su Santidad, después de haber aseverado al Conde que el propuesto sistema para la conversión de los negros de Africa Central le parecía el más seguro, el más acorde con el objetivo y el más práctico, le expresó su gran complacencia por el viaje de las negritas a Roma, y deseó ver de cerca a toda la expedición negra a su llegada a la Ciudad Eterna. Pero dado que en la Semana Santa y también durante las fiestas de Pascua el Santo Padre estuvo ocupado con las solemnes funciones pontificales, que atraen a Roma tantos cristianos de todas las partes del mundo, decidí que solicitásemos en el Vaticano una audiencia para inmediatamente después de la octava de Pascua.


[1535]
El lunes después del domingo de Quasimodo el Santo Padre se dignó concedernos todo el tiempo de su paseo vespertino, para recibir en los magníficos jardines vaticanos al nuevo grupo de Africa Central, que corría a echarse a los pies de Pío IX para hacerse infundir por parte del Vicario de Jesucristo el verdadero espíritu de su noble obra de conversión entre las tribus negras, y para recibir de él el regular mandato de la Iglesia. Eran las cuatro y media de la tarde cuando S. E. Mons. Castellacci, Arzobispo de Petra, Vicegerente de Roma y Superior del Convento de la Inmaculada Concepción, con su séquito, y yo, llegamos a los jardines papales.

Allí encontramos a nuestras doce negritas con dos hermanas del convento que las acompañaban. Minutos después apareció el Conde Vimercati con su digno mayordomo, el Sr. Lorenzo Pardini. Nosotros dispusimos en fila a las muchachas negras en la hermosa avenida que se extiende a lo largo de la biblioteca vaticana, y luego el Sr. Conde, Mons. Castellacci y yo nos situamos al pie de la escalera de la biblioteca para esperar al Santo Padre. Nuestro corazón palpitaba de alegría al pensar en la felicidad de que la divina bondad nos quería hacer partícipes.


[1536]
Estábamos allí para hacernos infundir fervor de los santos labios de Pío IX, el Papa de la Providencia; el verdadero amigo de la humanidad; el iluminado salvador de la sociedad moderna; el gran protector de la entera civilización; el valeroso guerrero y modelo de paciencia del siglo xix, a quien la presente generación venerará como santo en los altares; el héroe inmortal; la gloria y gala de la cátedra de Pedro, cuya fuerza, sabiduría, valor, fe, piedad y firmeza aparecen tan radiantes en su lucha contra los furiosos ataques del infierno; el que conduciendo hábilmente la barca de Pedro a él confiada, socorre, salva, hace gloriosa a la Iglesia Católica y contribuye así al cumplimiento de la promesa del Evangelio: «Portae inferi non praevalebunt».

A las cinco en punto, el Santo Padre descendía la escalera acompañado de Mons. Negrotti y de otro prelado doméstico. Nosotros nos arrodillamos en el suelo ante él para besarle los pies, que como los del divino Redentor caminan sólo para hacer el bien y para salvar. Pero en su extraordinaria bondad nos hizo levantar, nos tendió su mano para el beso y nos bendijo. Después de un amistoso saludo al Sr. Conde Vimercati, dirigió la mirada al grupo de muchachas africanas, que le esperaban de rodillas, y nos preguntó: «¿Así que ésta es la interesante expedición?... Me alegro mucho de verla... ¿Son éstas las negritas educadas en Verona?... ¡Bien, bien! ¿Se ha obtenido en todas el resultado que su educación se proponía?» «Sí, Santo Padre», contestó Mons. Castellacci.

«Pongo mi esperanza en ellas –continuó Su Santidad–.Y me alegro sobremanera de que estas muchachas no muerdan la mano que les da de comer, porque generalmente, cuanto más bien se hace a un negro, más ingrato se suele él mostrar... En mi juventud, en América, encontramos una vez tres negros. Nosotros estábamos bien provistos de víveres, no nos faltaba de nada, y tratábamos bien a nuestros servidores negros; pero ellos, en pago, nos robaban siempre, se mostraban ingratos, y eran capaces de decirnos que lo verde era blanco y lo rojo negro; de modo que durante mucho tiempo nunca nos guardamos bastante de ellos, a pesar de todo el bien que les habíamos hecho siempre. Esto es lo que se dice morder la mano que le da a uno de comer; eran muy desagradecidos. En Africa Central, ¿son los negros ladrones, embusteros e ingratos como en América?»


[1537]
«Santo Padre –respondí yo–, todos somos hombres. No sólo el negro tiene defectos; quizá el blanco sería incluso más ingrato, ladrón, embustero y bellaco que el negro si se viese en la triste condición de esclavo, como éste último, que parece existir sólo para atender a las mil impertinencias y a menudo a los caprichos crueles y estrambóticos de sus malvados amos. Si el negro recibiese desde su infancia la educación que recibe el blanco, acaso sacaría más provecho de ella. Sólo con gran paciencia, mucha caridad y una sólida enseñanza católica se podrá obtener de estos niños lo que se quiere». «En realidad, Santo Padre –dijo conmovido el Conde Vimercati–, estas negritas han hecho grandes progresos en la piedad y en la instrucción. Apenas llevan catorce días en el convento, y la Superiora me ha dicho que le parecen ya como las novicias».

Así discurriendo, llegamos al sitio donde estaban las negritas de rodillas. Los ojos del Papa, llenos de bondad y de benevolencia, se posaban con gran interés en esas criaturas negras, cuyas almas se habían vuelto en el agua del Sdo. Bautismo más blancas que la nieve.

«Sed bienvenidas, hijas mías –dijo–, soy dichoso de veros. ¿Cuántas sois?» «Doce», respondieron ellas como a coro. «Acercaos», les pidió.


[1538]
El Papa sentóse en un gran sillón que le habían preparado mientras hablaba con las negritas. A su izquierda tomamos asiento el Conde Vimercati, luego Mons. Castellacci, después yo, Mons. Negrotti, otro Prelado, y finalmente el Sr. Pardini. Era uno de esos magníficos días de primavera en los que la naturaleza hace gala de todo su encanto y belleza. Graciosos árboles se erguían hacia el cielo y formaban como un espléndido dosel, bajo el cual se sentaba el Papa, todo vestido de blanco y tocado con un sombrero rojo, que enseguida entregó a Mons. Negrotti. A la derecha de Su Santidad se colocó una mesita con adornos de oro; sobre ella había graciosos ramos de flores de los jardines vaticanos y una gran cesta de naranjas.

«Levantaos, queridas muchachas –dijo–. A ver, poneos en fila.... Eso es. ¿Ahora sois siete? Una, dos, tres, cuatro... doce...¡Muy bien! ¡Así que queréis volver a vuestros países de Africa! Pero, ¿por qué motivo queréis volver a vuestra tierra?»

Dos o tres negritas respondieron así: «Para enseñar a nuestros compatriotas la fe de Jesucristo y señalarles el camino del cielo... Queremos hacer partícipes a nuestras hermanas de los bienes que hemos recibido en Europa». «Queréis volverlas blancas, ¿no es cierto?», inquirió el Santo Padre. «Sí, señor», contestaron las negritas. «Pero, ¿cómo vais a conseguir esto, si vosotras mismas sois tan negras?», volvió a preguntar el Santo Padre. María Zarea respondió en nombre de todas: «Queremos volverlas blancas de alma». «Justo, justo –prosiguió el Papa–, blancas de alma, como vosotras... Vosotras sois blancas a medias... Y ¿cuántas almas de vuestras hermanas piensa cada una de vosotras ganar para el Redendor y guiar al cielo? ¿Una docena?» «Más de doce –dije yo tomando la palabra–. Muchas más, Santo Padre». «Muchas más», repitieron al unísono todas las negritas. «Bien, bien –aprobó Pío IX–. Pero ¿qué diréis allí a vuestras hermanas? ¿Les hablaréis de todo lo que habéis visto en Europa, de las hermosas iglesias y palacios, de los bellos edificios y de las grandes ciudades?» «Sí –contestó María Zarea–, les contaremos todo y además les haremos conocer también a nuestro Señor y Salvador Jesucristo».


[1539]
«¿A quién adoran las gentes de allí?», preguntó el Santo Padre. «Son idólatras». Mientras yo explicaba a Su Santidad que las múltiples tribus negras tenían creencias dispares y costumbres supersticiosas variadas, y le exponía con pocas palabras la idolatría de las poblaciones de la zona del Nilo Blanco, una negrita me interrumpió diciendo al Santo Padre: «Allí hablaremos del Papa a la gente, y les diremos que lo hemos visto y que le hemos besado los pies». «Bien –dijo él–. Y ¿cómo les vais a describir al Papa, hija mía?» «Diremos –respondió María– que es el representante de Dios, el jefe de la Iglesia, que quiere mucho también a los negros y manda a los misioneros a su tierra para salvarlos e indicarles el camino del cielo». «¡Bien! ¡Muy bien!», dijo Su Santidad. En ese momento abrió un paquete que le había traído Mons. Negrotti, y que contenía bonitas medallas de plata de la Inmaculada Concepción. Dirigiéndose a la Superiora, dijo con su habitual amabilidad: «¡Adelante, la Madre más reverenda!»


[1540]
La Superiora se arrodilló ante el Santo Padre y le besó los pies, tras lo cual recibió de él una medalla, un ramillete de flores, una naranja y su bendición, y volvió a su sitio. Así recibió el mismo regalo también la otra religiosa. Después Su Santidad se dirigió a las negras y mandó acercarse a la mayor de ellas.


[1541]
Isabel Caltuma se arrodilló a los pies del Santo Padre, mientras él le preguntaba: «¿Serás tú también una madre para las pequeñas negritas?» «Sí, Santo Padre, nos esforzaremos en tratar a estas pequeñas como nuestras educadoras nos han tratado a nosotras».

En este punto, como presentaban cicatrices en varios lugares de la cara, el Papa le preguntó: «¿De qué son esas cicatrices?» Isabel contestó que algunas negritas se hacían esas cicatrices para mejor resaltar su belleza. «¡Bah!», exclamó el Santo Padre, y rió de buena gana.

Sin embargo tales marcas las hacen los esclavistas para poder distinguir entre sí a sus esclavos, o para indicar las diferentes tribus a las que pertenecen.

«¿Pero ¿cuál es la razón de las señales que tienes en la cara?», insistió el Papa. «Estas cicatrices me quedaron de una enfermedad», respondió la muchacha. Entonces expliqué al Santo Padre que los negros suelen practicar una incisión en el punto en que sienten dolor, para hacer que salga la sangre.

«Con todas estas marcas, querida hija mía, irás al paraíso y allí harán la belleza de tu alma mucho más radiante que la belleza de tu cuerpo, ¿verdad?», dijo el Santo Padre y sonrió.


[1542]
Ella recibió también la medalla, el ramillete de flores y la naranja y, tras besarle el pie, se retiró. Luego se acercó Domitila, que es la que tiene la tez más negra de todas. Destaca también por dos dientes más blancos que el marfil que se montan, de manera que el de arriba se ve aunque la boca esté cerrada. «¡Ja! ¡Ja! ¿Qué tienes ahí, hija mía? ¿Cómo es que te sobresale así el diente?» «Creo que es una broma de la naturaleza», contesté yo. Domitila bajó la mirada y sonrió, por lo cual aparecieron los dos dientes, encabalgado uno sobre otro. El Papa la miró, y le dijo sonriendo: «Tú eres muy negra, hija mía; pero tu alma, lo espero, es más blanca que estos dientes tuyos... ¡Toma!», y le hizo el mismo regalo que a las otras. Luego se acercó la tercera muchacha, llamada Fortunata, a la que el Santo Padre preguntó: «¿Qué has aprendido en Verona? ¿Sabes coser, hacer calceta, bordar?» «Sí, Santo Padre», respondió ella. En ese momento el Conde Vimercati hizo saber al Papa que precisamente esas negritas habrían preparado todos los bordados en oro que había en los ornamentos sacerdotales regalados a Su Santidad por Su Majestad la Emperatriz María Ana de Austria.

Entonces el Papa confesó que nunca había visto ornamentos tan bellos ni tan preciosos como aquellos, que en la exposición mundial de París habían sido premiados con la medalla de primera clase. El Conde, además, explicó al Papa que las muchachas conocían bien toda clase de labores de aguja, y que sobre todo sabían hacer bellísimos bordados en oro y en seda. Maravillado de esto, el Papa se dirigió nuevamente a Fortunata y le dijo: «Pero en tu país no harás más estos bordados; allí basta con que hagas calceta, y con remendar, hilar, coser. ¡Muy bien, hija mía!» Y así diciendo le entregó sus regalos, para enseguida llamar a la cuarta muchacha negra, llamada Luisa, que, aunque todavía pequeña, era en cambio la más instruida de todas.


[1543]
«Oh, tú eres una mujercita –le dijo–. ¿Qué sabes hacer tú, hija mía? ¿Sabes leer y escribir?» «Sí, Santo Padre, árabe e italiano», contestó Luisa. «Bien. Entonces tú enseñarás a tus hermanas a leer y a escribir». Sí, Santo Padre», repuso ella.

A la pregunta del Pontífice sobre los signos gráficos de los africanos, yo le contesté que los negros que viven en el interior de Africa no sabían de signos gráficos, y que incluso carecían de palabras para expresar los conceptos de lectura y escritura, y que por eso los misioneros habían adoptado signos gráficos característicos aproximativos, y más tarde el alfabeto latino, como el más cómodo para los misioneros y para los escolares...

Aquí el Santo Padre llamó por el orden de fila a todas las restantes negritas. Hizo a cada una preguntas y observaciones, que hablaban claramente del interés que se tomaba por ellas y de la alegría que a él le proporcionaba su presencia, y dio a cada una sus regalos. Cuando se acercó la última (que era también la más joven), Mons. Castellacci explicó al Papa que se llamaba Pía, y que había tomado este veneradísimo nombre en recuerdo de Su Santidad. El Papa cogió de la mano a la niña negra y le preguntó: «¿Cómo te llamas?» «Me llamo Pía», contestó ella. «Pero ¿sabes qué significa este nombre?», preguntó de nuevo. «Pío IX», fue la respuesta. El Papa se rió divertido, y nosotros también... Luego inquirió: «¿Sabes quién es Pío IX?» «Es usted», dijo ella con gran candor. «Y ¿qué es Pío IX?», preguntó el mismo. «El Papa», repuso la niña. Pero, ¿qué es el Papa?» «Es –contestó ella– el representante de Jesucristo». «¡Muy bien! ¡Muy bien!», exclamamos todos a la vez. «¡¡¡Si tú supieses, hija mía –dijo el Santo Padre dirigiéndose a todos nosotros en tono serio–, si supieses lo que se quiere hacer hoy con Pío IX y con el Papa!!! Adiós, pequeña. Vas a rezar mucho también por Pío IX, ¿verdad?» «Siempre, Santo Padre», contestó ella. Y recibidos los regalos, se volvió a su sitio.

El Santo Padre dio luego una medalla también a cada uno de nosotros. Habiéndole quedado en el envoltorio todavía tres, tomó una y me la regaló con estas palabras: «Una más para ti, porque tú eres misionero». Al recibir de su mano la medalla, se lo agradecí de corazón, y le dije: «Dado que a Vuestra Santidad le quedan otras dos medallas, me permito rogarle que me conceda también estas dos, porque yo sabré bien cómo usarlas». «Entonces, hijo mío –respondió– para Pío IX no queda más que el papel... ¡Toma, toma!», y mientras me las entregaba tiró al suelo el envoltorio. Yo lo recogí diciendo: «Si Vuestra Santidad lo permite, me llevaré también el papel como otro precioso recuerdo de Pío IX». «Cógelo, cógelo, para envolver las medallas», me respondió.


[1544]
Yo me postré a sus pies y le di las gracias por esos preciosos recuerdos de su bondad. Luego, el Santo Padre hizo arrodillarse a las negritas para que recibieran la bendición. Nosotros nos arrodillamos también. Entonces Su Santidad dirigió a las muchachas una conmovedora alocución, en la que las invitaba a dar gracias por el favor que les había sido concedido con preferencia a otras muchas otras negritas, que todavía languidecían en las tinieblas del paganismo.

Entre otras, dijo las siguientes palabras: «Dios os bendiga, queridas hijas mías. El os acompañe en vuestro caminar, porque tenéis por delante una obra difícil. Si correspondéis siempre a la gracia que os fue concedida, seréis siempre felices, y podréis realizar entonces cosas que hasta ahora no han podido tantos misioneros. Sí, ganaréis almas, si cada una de vosotras lo procura con solicitud. Recordad los principios y las enseñanzas que habéis recibido de vuestros buenos Superiores; mostraos con ellos siempre agradecidas. Rogad por los que os han hecho el bien; rogad también por mí, que ya soy viejo y que os acompaño con el espíritu. Os bendigo de todo corazón, hijas mías: Dominus vos benedicat et ab omni malo defendat et vos omnes perducat ad vitam aeternam. Amen».


[1545]
Una vez que el Papa hubo bendecido a las negritas, nos levantamos para expresarle nuestro agradecimiento y para despedirnos. Pero él, con gran bondad, nos invitó a acompañarle todavía un poco en su paseo por los jardines del Vaticano, y, dirigiéndose a las muchachas, les dijo: «Venid, venid también vosotras, hijas mías; quiero enseñaros otras cosas bonitas de todas clases, que todavía no habéis visto en vuestro país». Y se levantó. Monseñor Negrotti le dio su sombrero, que él se puso. El Conde Vimercati le acompañaba a la derecha, y Mons. Castellacci, que estaba a la derecha de éste, tuvo la gentileza de dejarme a la izquierda del Papa. Inmediatamente detrás de nosotros venían los dos Prelados y el Sr. Pardini. Las negritas, en dos filas, seguían a nuestro grupo a seis pasos de distancia.

Mientras yo caminaba junto al Papa con el sombrero en la mano, él me dijo con gran amabilidad: «Cúbrete, hijo mío, o agarrarás un resfriado». Yo me puse el sombrero y continué lleno de emoción al lado de Pío IX, que me preguntaba si las negritas habían visto ya las maravillas de Roma, las iglesias, las basílicas y San Pedro. Habiéndole contestado yo afirmativamente, añadió: «¿Cuánto estaréis todavía en Roma?» Respondí que fácilmente podíamos estar hasta septiembre, porque para la orientación definitiva del Seminario africano de Verona y para la consolidación de la Asociación del Buen Pastor para la Conversión de Africa, yo necesitaba de tres a cuatro meses.


[1546]
«Perfecto –dijo volviéndose al Conde Vimercati–. Entonces tendremos ocasión de ver de nuevo a las negritas, ¿no?» «Si Vuestra Santidad lo desea –respondió el Conde–, para mí será un honor traerlas de nuevo». Y añadió que tenía intención de hacer que fotografiase a las muchachas en grupo un sobrino de un viejo Obispo toscano, ante lo cual el Papa expresó el deseo de tener una copia. En efecto, en julio mandó el Conde hacer una gran foto de todo nuestro grupo, de la cual envió una copia a Su Santidad, que la recibió con alegría y se dignó colgarla sobre la mesa de la pieza inmediata a la sala de las embajadas. En esa foto tan sólo falta la negrita Isabel Caltuma, que entonces estaba enferma.

Paseando, el Papa tuvo la bondad de conversar con nosotros sobre varios temas. Entre otras cosas hablamos de Africa, de la política actual y de la misión de Tonello. En esta circunstancia me declaró: «Había empezado a preconizar los obispos para las sedes de la desdichada Italia; pero en cierto momento me detuve, porque veía demasiada niebla». No pude por menos de preguntarle si esperaba que viéramos pronto a la Iglesia triunfar y al Papado recobrar las provincias que le habían arrebatado sus enemigos, como todo el mundo católico tan ardientemente deseaba.

«Ciertamente –me contestó– la Iglesia vencerá; pero de momento no veo el más débil rayo de esperanza, hablando humanamente. Por ahora, todo lo que nos muestra el horizonte está en contra de nosotros; pero mi esperanza descansa únicamente en Dios». «¡Ah, Santo Padre –le interrumpí–, Vos no veis rastro de esperanza bajo el sol, y en cambio yo estoy convencido de que Vuestra Santidad está también seguro de ver el triunfo de la Iglesia, y quizá ese momento ardientemente deseado anda muy próximo». «Si eso fuera tan cierto, hijo mío –respondió el Santo Padre–, ¿dónde estaría la fe?... Recemos, recemos, y entonces Dios estará con nosotros».


[1547]
El Papa interrumpió dos o tres veces nuestra conversación para dirigir nuestra atención a las diversas maravillas de los jardines vaticanos, y para mostrarnos bastantes lugares famosos que se ofrecían a nuestra mirada. En efecto habíamos llegado entonces a un punto donde se abría ante nuestros ojos un bellísimo panorama: por un lado, la cadena de montañas de la Sabina y del Lacio; por otro, las llanuras sin vida donde, como ciudad del desierto, está situada la gran Roma. Esta se ve desde allí con casi todas sus ruinas y sus innumerables iglesias, que lanzan al cielo sus campanarios y cúpulas de modo tan encantador que los falsos profetas, que vienen a burlarse de nosotros, se ven obligados a quedar estupefactos y a prorrumpir en alabanzas. Allí, muy cerca, se yergue el palacio Vaticano, la residencia de los Papas. Este es el refugio misterioso donde, a la venerada sombra de la cúpula de San Pedro, el supremo Pastor tiene en sus manos el timón de la Iglesia y donde él, como jefe del pueblo creyente, condensa en sí la historia del mundo. El hombre desaparece aquí bajo la sublimidad de su vocación.

La augusta soledad de este palacio obliga a un profundo respeto, y el cristiano no puede sustraerse a un alto sentido de veneración en presencia de la majestad del sacerdote al que Cristo llama Su Vicario, y ante el cual el universo dobla la rodilla. La admiración que causan las antigüedades de Roma se transfiere de ésta al Papa, y la magnífica impresión experimentada en el Vaticano es la misma que se siente a los pies del Pontífice.

Estábamos delante del mirador. En medio del prado, que se extiende hasta la muralla, hay un pequeño lago bordeado de piedras, y cuyo punto central lo constituye una graciosa fuente de bronce, en forma de elegante barco de guerra, cuyos cañones de bronce lanzan chorros de agua cuando se hace funcionar una máquina escondida a tres pasos del lago. Esta obra de arte se remonta a comienzos del presente siglo. El Papa mostró y explicó el ingenio, y luego ordenó que nosotros nos apartásemos y que las muchachas se acercasen. Como yo me detuve todavía un instante para observar mejor aquello, el Papa me dio un golpecito en el hombro, diciendo con afable sonrisa: «Vamos, hijo mío, retírate y haz que se acerquen las negritas».

Yo retrocedí y las muchachas avanzaron.

«Observad –les dijo– los bonitos peces que nadan en el agua». Entonces, mientras las chicas miraban hacia dentro con gran curiosidad y hablaban entre ellas, el Papa hizo una seña al jardinero para que pusiera en marcha la maquinaria. Y en tanto les decía «mirad, mirad», los cañones dispararon sus chorros de agua y regaron a las negritas, que se retiraron gritando, con los velos flotando en el aire, y sólo se detuvieron a diez pasos de distancia, silenciosas. El Papa observó muy atento a las chicas que escapaban, y luego nos dijo con evidente hilaridad: «Estas negritas parecen doce almas del purgatorio..., pero de las que todavía no han cumplido sus penas, claro». Y añadió sonriendo: «De aquellas a las que aún les queda en el purgatorio mucho que sufrir». No logro describir la hilaridad de Pío IX en este momento, como tampoco el contento que todos sentimos con él. Cuando las chicas se hubieron calmado de nuevo, nosotros continuamos hasta un hermosísimo jardinillo, que tenía una veintena de arriates y bosquecillos de plantas siempre verdes.


[1548]
Paseamos entre esos arriates por senderillos y nos divertimos con los ingenios hidráulicos puestos en marcha, que de todas partes dirigían chorros de agua hasta nosotros. El Papa se reía a sus anchas y bromeaba a costa del Conde Vimercati que había quedado mojado. Cruzamos lentamente dos veces el jardín y llegamos a la escalinata de la biblioteca vaticana. El Papa estaba muy alegre y nos expresaba su gran contento y agrado por haber pasado tan a gusto en compañía de las negritas su tiempo de esparcimiento de la tarde, y dio las gracias de modo particular al Conde Vimercati.


[1549]
De repente se acercaron dos negritas, Isabel Caltuma y María Zarea; se arrodillaron ante el Papa y le dijeron: «Santo Padre, encomendamos a su corazón amoroso nuestras infelices hermanas y hermanos negros del corazón de Africa; aún no conocen al verdadero Dios, y quizá acabarán todos perdidos». Al decir las últimas palabras se echaron a llorar. El Papa acogió esta súplica con visible emoción y les recomendó que rogasen a la Virgen concebida sin pecado, a la que habrían de amar y venerar como Madre. Luego bendijo a todos nuevamente, dirigió algunas palabras de amistad al Conde Vimercati y a Castellacci, y mientras nos expresaba el placer que tendría en vernos una vez más con él, acompañado de dos Prelados subió las escaleras y se retiró a sus habitaciones.

Nosotros habíamos tenido la suerte de estar junto a Pío IX durante más de hora y media. Para las negritas, ese día será el más dichoso de su vida, y quedará escrito de manera indeleble también en mi alma. Yo lo consideraré como un singularísimo favor que me concedió la Providencia divina; como una gracia cuyo recuerdo será para mí, en todas las situaciones difíciles de mi procelosa peregrinación terrenal, un espiritual escudo de fuerza y de consuelo.


[1550]
Dilataría demasiado mi informe si le contase cuál fue la participación de nuestras jóvenes negras en la solemnidad del XVIII centenario del martirio de Pedro. Basta recordar que el 29 de junio, precisamente el día de tan gloriosa fiesta para la Iglesia, en las imponentes ceremonias que tuvieron lugar en la basílica vaticana, nuestras doce muchachas ocuparon un puesto eminente, que les proporcionó Mons. Borromeo, jefe de protocolo de Su Santidad. Así, la primera expedición negra de Africa Central asistió a la fiesta más solemne que el culto externo de la Iglesia haya ofrecido a los ojos del mundo en el XVIII siglo de su existencia.

Concluyo mi informe excusándome por haber dado cuenta demasiado detalladamente de las palabras del Papa, de las nuestras, de las más insignificantes circunstancias de nuestra audiencia con el Santo Padre. La elocuencia de la verdad es tal que sólo requiere el adorno de la sencillez. Pero he aquí mis razones:

En nuestra considerable conversación con Pío IX hemos tenido ocasión, por un lado, de admirar al personaje más destacado del universo: aquel ante el que los más poderosos y grandes monarcas se humillan reverentes, aquel a quien su vocación divina eleva sobre la esfera de las más nobles y brillantes iniciativas humanas. Y ocasión, por otro lado, de presentar a unos seres humanos que se encuentran entre los más humildes y míseros: las pobres negritas, la historia de cuyas vidas podría ofrecer datos que la civilización debería meditar con horror.


[1551]
Pero la figura de Pío IX con las negritas a sus pies eleva nuestro espíritu sobre la tierra. Nos representa dos de los principales momentos de la vida del divino Redentor, los cuales nos descubren dos lados sublimes de su carácter: Jesucristo que se hace pequeño con los pequeños y los llama a sí –«Sinite parvulos venire ad me»–, y Jesucristo que da a sus primeros apóstoles la misión de predicar el Evangelio al mundo –«Euntes in mundum universum preaedicate Evangelium omni creaturae».

También Pío xi se hace pequeño con los negros; los llama a sus pies; se digna hablar con ellos; se hace instruir por ellos sobre sus tribus, sus países, sus condiciones de vida, sus hermanas y hermanos perdidos. Halla la alegría precisamente en esto: en derramar sobre ellos sus gracias, sus bendiciones, sus beneficios, su bondad. Los consuela, los anima, les señala el camino de la verdadera vida, y les da plenamente el ejemplo admirable del Evangelio: «Sinite Parvulos venire ad me». En las cicatrices de estas muchachas, Pío IX vio el estado de muchas tribus y de grandes pueblos que gimen todavía bajo una bárbara esclavitud y entre las tinieblas de muerte, y sobre los cuales pesa aún la tremenda maldición de Cam.


[1552]
Las miradas de ellas le revelan señales de inteligencia, de espíritu y de abnegación; su actitud respetuosa, modesta, recogida le manifiestan la educación religiosa y secular que han recibido dentro de la Iglesia Católica y, como consecuencia de ella, la vocación al apostolado para el que las ha preparado la Providencia. El ve en ellas a los primeros mensajeros de la fe entre las tribus negras, el personal más adecuado para la civilización de su país, los instrumentos más válidos para la conversión de sus abandonados hermanos, las primeras heroínas del apostolado entre los negros. Por esta razón, el gran corazón de Pío IX, con su preocupación inmensa por la salvación de las almas, que abarca todo el universo, bendice en estas doce negritas a las primeras doce maestras de los negros; llena sus almas de aliento, de confianza, de celo, de amor, de abnegación; eleva sus sentimientos por encima del mundo; enardece sus corazones con su fuego profético; convalida su misión; repite a estas nuevas apóstoles de Africa, por así decir, las palabras del divino Redentor: «Id... y predicad el Evangelio».

Considere bien estos dos puntos focales y piense a su luz en la figura de Pío IX al recibir a sus pies la primera expedición negra de Africa Central.


[1553]
Puede estar seguro de que no sólo ha sido el interés por la gran obra de la regeneración de Africa lo que me ha hecho componer este pequeño informe, sino también, y en primer lugar, el sentimiento de gratitud, de veneración y de amor que yo quería manifestar al Vicario de Cristo, y mi deseo de poner de relieve una vez más su bondad, su amabilidad, así como la preocupación que por la salvación de las almas más abandonadas siente este Pontífice, a quien los siglos futuros venerarán como la encarnación del amor católico y como un modelo perfecto y una imagen viviente de Aquel que dijo:

«Sinite parvulos venire ad me» y «Euntes in mundum universum praedicate Evangelium omni creaturae».



Daniel Comboni



Original alemán.

Traducción del italiano






230
El Plan
1
Roma
1867
N. 230 (218) - EL PLAN

ACR, A, c. 25/9 n. 2



Tercera edición, Imprenta de Propaganda Fide, Roma, con pequeñas variantes.

Año 1867