N. 951; (1173) – TO CARDINAL GIOVANNI SIMEONI
AP SC Afr. Austr., v. 6 (1875–1885), ff. 797–800
Verona, African Institute, 27 July 1880
Most Eminent and Reverend Prince,
Sólo unas líneas para expresarle mi íntima satisfacción por la propuesta de asignar una Misión o Prefectura Aplica. al Seminario de Lyón.
No es en absoluto oportuno lo que yo había trazado para los belgas; porque, sabido de V. Em.a que se trataba de belgas, señalé como base de operaciones el gran río Congo, donde desde hace dos años trabaja la expedición belga capitaneada por Stanley. Si a Mr. Planque se le confiase ese territorio, se caería en el mismo error en que se incurrió al confiar a Mr. Planque el Cabo Central de Buena Esperanza, demasiado incomunicado con su centro de acción.
En cambio. habida cuenta de que Planque tiene dos casas en Egipto, y que aspira a extenderse también al Alto Egipto, más allá de los puntos ocupados por los Franciscanos Reformados, etc. (lo cual está muy bien), yo sería de la subordinada opinión de confiar y ceder a Planque la casa de Schellal con Nubia Inferior y el antiguo reino de Dóngola, países ambos de un clima sanísimo; y con esto se constituiría además la base de operaciones para emprender la evangelización del imperio de Waday, o de otra zona relacionada con la base de operaciones de Schellal y Dóngola (donde yo aspiraba a poner un establecimiento, y donde hay también coptos).
De todos modos trataré directamente con Mr. Planque; incluso me reuniré con él, a fin de hacer cosas positivas y estables, y evitar así verlo siempre vagando con rollos de mapas bajo el brazo y llegando a nada concreto o a muy poco.
Esto no será óbice para que yo trabaje activamente tratando de organizar bien y de hacer prosperar mi Congregación de Verona. Es más, dedicaré a ello todos mis esfuerzos, y estoy seguro de que lo conseguiré, teniendo yo aquí una Obra con magníficos candidatos y Hermanas, que se forman en el arduo y difícil apostolado de Africa Central, tan poco conocido en Europa incluso por hombres importantes y situados en altos cargos.
Para la época de mi partida espero que todo esté arreglado. No renuncio tampoco a la idea de confiar una pequeña parte del Vicariato a los buenos curitas de D. Bosco, prestándoles mi ayuda para que con ella puedan tener éxito en el intento.
En S. Pietro in Vincoli vive ahora la columna principal de Africa Central en los primeros tiempos, el doctísimo y santo Canónigo Mitterrutzner, cuyo nombramiento para Consultor de Propaganda supliqué en vano. El nunca ha sabido de las gestiones que hice en su favor. Pues bien, como supongo que V. Em.a celebrará misa el 1 de agosto en la iglesia de la que él es titular, le ruego que le dispense una buena acogida, porque se trata de un hombre grande, de enorme mérito y verdaderamente acreedor a una Cátedra episcopal. Desde hace 29 años ayuda a Africa Central, compuso dos diccionarios y gramáticas en las lenguas bari y denka, y ha dado –recogido– muchos cientos de miles de francos para Africa.
Le beso la sagrada púrpura y soy
Su obedmo., devotmo. hijo
† Daniel Comboni Obpo.
N. 952; (909) – TO MGR ANTONIO SILVA
AFB, Piancenza
Verona, African Institute, 28 July 1880
Letter: Comboni sends documents.
N. 953; (910) – TO MOTHER ANNA DE MEEUS
ACR, A, c. 15/53
Aussee (Upper Styria), 2 August 1880
My most Reverend Mother,
Le pido perdón por mi retraso en contestarle. Es culpa mía nada más que en parte, porque estoy solo y tengo un enorme trabajo.
He hecho todo lo posible por hallarme en Bruselas el día 5; pero como el Emperador de Austria se encuentra siempre de caza, todavía no me ha recibido, a pesar de que estoy desde hace cinco días en Ausee, o sea, a dos horas de Ischl, donde está Su Majestad.
Pero si no tengo la suerte de verla en Bruselas, la veré en Inglaterra. Por eso acepto la generosa oferta de su honrosa hospitalidad e iré a sus lares, como usted me ha dicho y escrito. Allí conseguiré su dirección, y sabré encontrarla en Inglaterra.
En la espera, ruegue y haga que rueguen por mí, el Obispo más apurado de todo el mundo; pero mi fuerza está en el Santísimo Sacramento, al que usted, mi buena Madre, sirve y hace servir con tanto corazón y entrega. Su Obra es el más sublime apostolado de la tierra, la fuerza más poderosa para aplastar la cabeza al demonio. Hago votos para que esa Obra admirable se extienda por todo el planeta. Y de seguro que se extenderá, a pesar de las cabezas pequeñas y de los pequeños corazones que se creen algo por prescindir de la Obra de la Adoración Perpetua.
Rece por su devotmo.
† Daniel Comboni
Obispo y Vicario Aplico. de Africa Central
Original francés.
Traducción del italiano
N. 954; (911) – TO FR FRANCESCO GIULIANELLI
ACR, A, c. 15/13
Aussee in Styria, 6 August 1880
Brief Note.
N. 955; (912) – TO ROSINA MARINI-GRIGOLINI
APMR, F/2/176
Verona, 21 August 1880
Declaration of receipt.
N. 956; (913) – HOMILY IN S. ZENO
ACR, A, c. 18/12
Verona, 22 August 1880
HOMILY Read in S. Zeno’s, Verona
PAX VOBIS
No sucede nunca que por el transcurso del tiempo, por los cambios de costumbres o por cualquier trastorno social los pueblos se olviden de sus bienhechores. A honrar su memoria, a magnificar sus gestas, a celebrar su gloria los impulsa, aparte del sentimiento de la gratitud –que no se podría eliminar del pecho de los hombres sin haberse vuelto éstos antes peores que bestias–, el reflejo del esplendor que de ellos recibe la patria al ponerse de manifiesto la grandeza a que la elevaron y la gloria que le proporcionaron sus benefactores.
Y como la grandeza y gloria de un pueblo, o es moral, o es material, derivándose la primera de la bondad de las leyes que lo gobiernan, de la apacibilidad de las costumbres que lo caracterizan, de las virtudes que lo adornan, mientras que la segunda proviene de la comodidad de la vida, de la prosperidad de la industria, del cultivo de las artes; y como por la naturaleza misma de las cosas se aprecia mucho más aquélla que ésta, por pertenecer a un orden muy superior, el afortunado héroe que haya empleado su vida en conseguir la gloria y grandeza moral de un pueblo no sólo se gana el derecho a su gratitud, sino que se ciñe en la frente una guirnalda de bendiciones perennes, las cuales nunca dejarán de honrar su nombre mientras un solo hijo de ese pueblo viva sobre la tierra. Si Roma, la ciudad reina del mundo, la dominadora de todas las gentes, la Ciudad Eterna por excelencia, recuerda con aplauso a sus fundadores y a todos aquellos grandes hombres que de diferentes maneras se esforzaron en lograr su esplendor, proporciándole tanta gloria que ninguna otra ciudad pudo jamás igualársele, con aplauso infinitamente mayor recuerda el nombre de aquel pobre pescador de Galilea que, habiendo atravesado un día sus murallas, operaba en ella la mayor revolución de que han hablado los anales de los pueblos y de las naciones, cambiando enteramente sus doctrinas, sus leyes, sus costumbres, y de maestra que era de vicios, de errores, de impiedad, la convirtió para el mundo entero en maestra de verdad, de virtud, de santidad.
Han transcurrido ya diecinueve siglos desde aquel día, y el nombre de Pedro resuena aún en Roma venerado y sagrado como entonces. Todavía hoy Roma repite el nombre de Pedro con la más viva exaltación de reconocimiento y de alegría: Roma, en el nombre de Pedro, marcha todavía altiva y gloriosa al frente de todos los pueblos del universo.
¡Señores! Si por ventura alguien que no conozca bien la historia del pueblo veronés desease saber de ustedes por qué hoy Verona aclama jubilosa el nombre de Zenón, apóstol y mártir de Jesucristo; por qué cada año consagra enteramente este día a su culto; por qué con la pompa más espléndida celebra en algunas solemnidades del año su memoria, conozco bien la respuesta que ustedes le darían: «Zenón es el más grande, el más insigne benefactor del pueblo Veronés: al igual que Roma de Pedro, Verona recibió de Zenón la fe de Cristo; esa fe que rodea de gloria tan luminosa a los pueblos que la acogen en su seno, hasta convertirlos en objeto de admiración del mundo, de los ángeles y de los hombres.
Y así como la gloria y la grandeza de Roma crecieron sin medida cuando al derramar Pedro su sangre dentro de aquellas murallas selló las verdades de la fe que él había anunciado, del mismo modo la grandeza y la gloria de Verona alcanzaron el ápice cuando, en testimonio de la fe de que le había hecho don, bañaba Zenón el suelo veronés con sus sudores y sus lágrimas, y daba brillo a su nombre con los grandísimos y extraordinarios padecimientos de su laborioso apostolado, y con la muerte, hasta merecer de la Iglesia por los siglos el sublime y glorioso título de Mártir de Jesucristo. Y un pueblo en tan alto grado beneficiado, ¿no habría de venerar a su bienhechor? Pues claro que lo honran ustedes, oh veroneses; honran lo más que pueden a Zenón. Es bien sabido que en este faustísimo día vienen ustedes de las calles de esta ciudad y de los campos a esta gran Basílica, para reunirse en torno a la tumba de este progenitor benemérito, bendiciendo su nombre e implorando su protección. Veneren, sí, en Zenón a aquel Padre augusto que los regeneró para la vida inmortal de la fe y para la verdad del Evangelio.
Con el esplendor de sus fiestas y con la pompa externa honran ustedes su templo, y lo mantienen en ese trono de grandeza al que lo elevó la piedad de sus antepasados. Guarden también dentro de sí eterna memoria de este gran Santo, y conserven en el corazón y plasmen en obras el sagrado deber de gratitud que a él los obliga. De aquí que habiendo sido yo cortésmente invitado por el Obispo de nuestra querida Verona y Príncipe de la santa Iglesia a decirles dos palabras en este faustísimo día en que se celebra la solemne Invención de su Cuerpo, pase a enumerarles al vuelo los altos beneficios de que San Zenón, con la fe, les ha hecho partícipes, y que constituyen la verdadera gloria y grandeza de ustedes; beneficios que los obligan a perpetuo agradecimiento.
Benévola y cortésmente me han concedido ya su atención, por lo cual no necesito suplicarles tal gracia. Comienzo, pues.
Primera parte
Unicamente Jesucristo, oh Señores, es susceptible de originar la verdadera grandeza de los pueblos, porque sólo Jesucristo con la acción vivificante que desarrolla mediante su doctrina, compendiada en el Evangelio del que constituyó en depositaria a la Iglesia Católica, puede hacer florecer entre los pueblos todas las virtudes sociales y domésticas que son el principio y el fundamento de la verdadera grandeza. Conocer, pues, a Jesucristo, el Hijo de Dios, y conociéndolo amarlo, y amándolo practicar sus enseñanzas, es todo aquello en lo que consiste la mayor ventura de un pueblo; y a pesar de lo que diga la terrena filosofía, y de lo que piensen los adoradores de los sentidos y de la materia, y de lo que vaya insinuando la soberbia de los incrédulos, es un hecho que este pueblo, el cual conoce, ama y obedece a Jesucristo, se deja atrás, a infinita distancia, aquellos pueblos que, privados del beneficio de la fe, no saben ocuparse más que de los vulgares y mezquinos intereses del mundo, del cual reciben a cambio angustias, humillaciones, vergonzosas miserias, amargos desengaños y finalmente la muerte en la eternidad.
Nosse Deum –viene aquí a propósito la sentencia del Sabio–, nosse Deum consummata iustitia est, et scire iustitiam et virtutem suam, radix est immortalitatis (Sab 15,3). He aquí pues, señores, el principio de donde emanan los grandes beneficios que su santo Obispo Zenón les ha prodigado; he aquí el fundamento sobre el que se asienta la sublime grandeza a que él elevó Verona, que desde hace quince siglos lo venera como a verdadero Padre y principalísimo Protector.
Para comprender la magnitud de los beneficios que ustedes han recibido de Zenón es preciso conocer lo que era Verona en su tiempo. Mas ¿con qué colores podré pintarles el lamentable estado en que Verona gemía en aquella época infausta? ¡Ea, veroneses!, hagan un esfuerzo mental; olviden cuanto en esta magnífica ciudad hay ahora de religión, de piedad, de virtud; olviden, sí, esa religión santa que ahora, por el celo de ordenado clero, por la prudencia de sapientísimos Obispos, por la docilidad de las almas, florece en su seno, haciendo esta grey dilecta de la Iglesia y amada de Dios; olviden esas sublimes virtudes patrias de caridad, de piedad y de cristianas costumbres, por las que se les alaba a ustedes. Para tener una lánguida idea de cuál fuese la situación en aquellos tiempos calamitosos, imagínense por un instante que no existen aún estos sagrados templos en que se adora al Señor en espíritu y verdad; eliminen todos los monumentos existentes de su piedad y de su cristiana filantropía; borren de sus mentes la verdad de la fe; quiten a los corazones la devoción, a las pasiones el freno, a las almas la vida de los Sacramentos de la Iglesia.
¡Qué espectáculo ofrecía nuestro pueblo antes de que la fe de Cristo viniera a iluminarlo con su luz! Con sólo recordarlo, un estremecimiento de horror –bien puedo verlo– brota de lo más hondo de ustedes. Entonces, en nuestro pueblo reinaba todavía el paganismo con sus ritos nefandos, con sus infames leyes, con sus brutales abominaciones, con toda la larga cohorte de sus obscenidades, de sus excesos, de sus más odiosos delitos: ¡estado deplorable, consecuencia funesta de haber renegado los hombres de su Dios, repudiando despectivamente sus preceptos, para seguir el dictado de las pasiones, a las que se había quitado todo freno! La Arena, el Circo, el Teatro, monumentos magníficos en que se admiró (y en alguno se admira aún hoy día) la grandeza romana, a la que en tan buena medida contribuyó Verona, mírenlos más bien como monumentos de la perfidia, de la barbarie, de la obscenidad de nuestros antepasados, y como testimonios de nuestras antiguas vergüenzas.
Y todavía está incompleto el cuadro funesto que con dolor les vengo pintando. En medio de la turba disoluta de los gentiles, según acreditadas opiniones, había además herejes que en aquellos tiempos se aprestaron a combatir y desgarrar a la veneranda Esposa de Cristo con el mortífero veneno de falsas doctrinas: recuerden a los ebionitas, los seguidores de Basílides, etc., pero sobre todo a los arrianos, que arrebataron a la Iglesia católica el sublime y sustancial carácter del Cristianismo: la divinidad de Jesucristo. Herejías que, si no el nombre, llevan todavía consigo toda la deformidad y todos los vicios de la idolatría, más los de la malignidad que las macera, del odio que las consuma, del fraude y del engaño, que siempre fueron más perniciosos para la Iglesia que la guerra abierta. Tales serpientes venenosas desgarraban entonces las vísceras a nuestra infeliz Verona; y aunque hubiese en ella incluso en aquellos días algunos católicos que adoraban a Jesucristo en la verdad de la Fe, la cual desde los albores del Cristianismo había irradiado aquí su luz, sobre todo gracias a los sudores y fatigas de siete Obispos santos que precedieron a nuestro Santo Patrón en la Cátedra episcopal veronesa, sin embargo eran pocos, tímidos y proclives a permanecer ocultos: no significaban nada frente a la multitud, a la que la crecida del error inundaba cual turbulento torrente.
Tal, Señores, era en aquellos tiempos Verona. Hasta que finalmente el Todopoderoso dirige hacia ella su misericordiosa mirada y, poniendo límite a sus males, confía a Zenón la gran obra de su conversión y de su regeneración definitiva. Y ya tenemos aquí al nuevo Apóstol, que se muestra maravillosamente guiado por la Providencia desde la primera vez que aparece. ¿Desean ustedes conocerlo? ¿Cuáles son, pues, son orígenes? El gran tesoro de ciencia sagrada y profana de que está dotado nos dice claramente que son ilustres. ¿Su patria? De documentos muy fidedignos resulta, y yo estoy profundamente convencido de ello, que es africano. Mas como no falta algún argumento en contra, les diré que presume de él con justa razón mi querida Africa, lo mismo que de Cipriano, del cual tiene el estilo enérgico y fogoso; se gloría de él Asia como de Crisóstomo, y no menos imperiosa que la de éste se manifiesta a veces su elocuencia; se enorgullece de él Italia, como de Ambrosio, y no menos agudo penetra ni menos elocuente expone los arcanos de la teología.
¿Sus compañeros? El celo que lo inflama y las virtudes que en él resplandecen. ¿Las pruebas de su Misión? Fueron ya luminosas en Siria, donde alcanza gloriosas cicatrices de mártir; y además los milagros con que Dios glorifica su apostolado. ¡Sal, pues, a su encuentro, oh Verona, y salúdalo como a un ángel de paz que viene a ti con el Evangelio! ¡Saluda exultante esos pasos que hacia ti dirige, y besa reverente esos pies que pisan tu afortunada tierra: quam speciosi sunt pedes evangelizantium pacem, evangelizantium bona! Exulta, sí, que está a punto de terminar la noche en que ciega erraste hasta ahora; quítate el mísero sayal de la tristeza y vístete de fiesta. Ya no resonarán más en tus amenos collados los nombres impuros de Venus y Adonis, de Marte y Júpiter, de Minerva y las otras repugnantes deidades paganas: en adelante sólo se oirán los dulcísimos nombres de Jesús y María. Romperás las cadenas de la antigua servidumbre, y la voz del poderoso Zenón echará esos demonios bajo cuyo despiadado imperio gemiste tantos años; y probarás cuán dulce es respirar los aires de libertad de que gozan en el reino de Cristo los hijos de Dios regenerados con la saludable linfa del santo Bautismo.
Yergue, pues, la cabeza sobre tus risueñas colinas, oh venturosa ciudad, y prepárate a recibir dignamente a tu Libertador, que, guiado admirablemente por Dios, avanza en tu dirección siguiendo la orilla del Adige para traerte la Fe de Jesucristo; y con ella las bendiciones del cielo están a punto de descender sobre ti. Alégrate, Verona: pensando en la grandeza y en la gloria a que te elevarás dentro de poco, olvida los días de tus dolores, borra de tu mente los largos años de tu abyección.
Y he aquí que Zenón, armado de su fe, inflamado de su caridad, se prepara para la ardua y laboriosa empresa. Esclava nuevamente de las locas supersticiones del paganismo, Verona, aun siendo privilegiada del cielo y habiendo oído resonar –como dijimos– el nombre divino por obra de sus santos Obispos y de sus gloriosos Mártires, casi había olvidado a Jesucristo. En su seno, que albergaba templos sacrílegos consagrados a monstruosas divinidades, y aras nefandas en las que se inmolaban víctimas impuras, se celebraban ritos abominables en los que se cohonestaban las orgías más escandalosas; y se violaba el derecho, se oprimía a la justicia, se prostituían los principios mismos la honestidad natural. ¿Qué más podría decir? El vicio, el delito eran llevados en triunfo; la virtud, desconocida hasta de nombre. Pues bien, Zenón quiere destruir los templos de los ídolos, derribar sus altares y acabar para siempre con sus ritos impíos y sus solemnidades oprobiosas. Zenón trata de que sea respetado el derecho, acatada la justicia, la honestidad tenida a honor, y en el puesto del delito colocada la virtud. En una palabra: donde ha venido reinando el demonio, quiere Zenón que en adelante reine Jesucristo, y que reine sólo El y eternamente, tanto sobre las mentes como sobre los corazones.
Ya pone manos a la obra, sin que lo desanimen en absoluto la rabia de los sacerdotes, el furor de los poderosos o las pasiones populares. Pone manos a la obra, y no hay obstáculo que pueda atemorizar su corazón, ni peligro capaz de detener su brazo, ni esfuerzo o fatiga susceptibles de debilitar su impulso. Pone manos a la obra, y por manifiesta que sea la dureza de los corazones, por clara que aparezca la indocilidad de los espíritus, por múltiples que se revelen los prejuicios de las mentes, no desespera de triunfar en el intento.
Miren, señores, cómo inflamado de celo apostólico entra ya en los palacios de los poderosos, ya en las humildes moradas de los pobres; cómo recorre las populosas calles de la ciudad, dejándose ver en las plazas públicas, en las vías más frecuentadas, y cómo en todas partes anuncia el nombre de Jesucristo. Y mientras uno lo cubre de improperios y otro lo hace objeto de sus escarnios, un tercero se lanza furioso contra él. Pero Zenón, apóstol intrépido, sigue anunciando el nombre de Jesús en todas partes y cada vez más fuerte, y por doquier va invitando a los hijos de esta tierra a la Adoración de Cristo, único y verdadero Dios del cielo.
Y para que en esta tierra Jesucristo reine y triunfe sobre las mentes y sobre los corazones, revela sus glorias infinitas, descubre sus inefables méritos, predica sus virtudes, su sabiduría, su poder; y mientras pone de manifiesto sus doctrinas, sus normas, sus preceptos, sus leyes, va dejando al descubierto la infamia, la monstruosidad de las absurdas doctrinas, de las impías normas, de los preceptos inicuos, de las bárbaras leyes del paganismo. La fogosidad de su celo lleva a nuestro Apóstol incluso a lanzarse a luchar contra los herejes de su tiempo, y con su poderosa palabra muestra más fulgurante y sublime la verdad de la eterna generación del Verbo desde el seno del divino Padre, y hace brillar de luz vivificante la divinidad de Jesucristo contra los furibundos ataques de los impíos, que negando estas fundamentales doctrinas de nuestra santa Religión laceraban tan ferozmente a la inmaculada Esposa del Cordero divino, el cual murió en la Cruz por la salvación del género humano.
La historia no ha conservado para nosotros en sus páginas, por la maldad de los tiempos nefastos, todos los datos de la vida de San Zenón en nuestra ciudad y de sus esfuerzos por regenerarla totalmente y ganarla para Cristo con la doctrina, el ejemplo, la dulzura, la perseverancia y la fervorosa oración, así como con los ásperos ayunos, el asiduo llanto y los más horribles y continuos padecimientos, tanto durante el día como en el silencio de la noche, y lo mismo en privado que en público. Pero bien se puede deducir lo mucho que hizo en nuestra Verona para glorificación de Jesucristo del saber, con infalible seguridad, que únicamente por obra de Zenón fue Jesucristo conocido entre nosotros; y que entre nosotros estableció nuevamente su reino sobre bases tan firmes que con el transcurso del tiempo ya nunca más habría de caer. Sí, veroneses, reinaba aquí Jesucristo con sus doctrinas y sus leyes; reinaba aquí, y al pie de su trono veía rendidos a nuestros padres, que le tributaban homenaje de fe, de amor; reinaba aquí, y a la sombra de sus tabernáculos veía cómo también venían a jurarle fe grandes multitudes procedentes de los pueblos de toda nuestra Diócesis y de las tierras colindantes, gentes de toda condición, edad y sexo.
Y todo esto –dejen que se lo repita, oh veroneses–, todo esto gracias a Zenón. Fue él quien cambió las supersticiosas ceremonias de un culto sacrílego por los augustos ritos del Cristianismo; él quien reivindicó los derechos de los débiles y de los oprimidos contra la tiranía de los poderosos; él quien a la mujer cruelmente sometida y esclava del marido transformó para éste en amada e inseparable compañera; él quien a los hijos, considerados no más que cosas por los despiadados padres, llamó a formar parte de la familia. Fue él, en una palabra, quien sobre las ruinas de los altares de Venus, Marte, Júpiter y Minerva colocó la Cruz, considerada poco antes objeto de escándalo, estulticia. Esa Cruz augusta que, destruida la idolatría, derribados los templos profanos, conquistadas las potencias del abismo, se hizo no ya el altar de un solo templo, sino –según la enfática expresión de un Santo Padre– el ara del mundo. Y esa misma Cruz adorada en las iglesias, ondeó en los alcázares, y fue respetada; ondeó en las banderas, y fue temida; ondeó en las entenas de las naves, y fue invocada. Cruz que puesta en la cabeza de los reyes, los honró; en el pecho de los héroes, los alentó; en la frente de los sacerdotes, los consagró.
En una palabra, fue Zenón quien santificó a este pueblo veronés; y de él tomaron tales ejemplos de virtudes heroicas tantos santos como dieron lustre a esta ciudad y Diócesis, que llenaron de admiración a la Iglesia. Sí; dice la tradición jamás contestada –y que nos fue transmitida por anónimo autor del tiempo de Pipino– que Zenón convirtió y bautizó a Verona: Qui Veronam praedicando reduxit ad Baptismum.
Así pues, ese Evangelio que desde hace dieciséis siglos se predica y venera entre nosotros, él fue el primero que lo proclamó; esa fe que desde tanto tiempo mantenemos tan lozana, él en nuestro corazón la plantó; esos santísimos Sacramentos de los que participamos, él fue el primero que nos los administró; esa religiosa piedad y devoción que siempre hemos cultivado, él fue el primero que en nuestra alma la instiló y grabó. Zenón, sí, Zenón fue el verdadero Apóstol que transformó Verona de pagana y herética en cristiana y católica, imprimiéndole en el corazón con caracteres indelebles la Fe de Jesucristo. Y con esto se elevó Verona a una gloria y grandeza tales, que en vano habría aspirado antes a ellas.
Dado que Jesucristo es el único que origina la grandeza y la gloria de un pueblo, cuando este pueblo recibía los influjos de su acción vivificadora, ¿no debía decirse gloriosa y grande nuestra ciudad, si participaba en tan buena medida de los influjos benéficos de la acción de Jesucristo? Por eso está bien que el nombre de Zenón sea para ustedes venerado y querido, y que hoy se preocupen de honrarlo. Con tanto como hizo en nuestra tierra para glorificar a Cristo, dio a ésta el verdadero brillo, el auténtico esplendor.
Si considero la magnitud del beneficio que nos hizo Zenón dándonos la santísima fe de Jesucristo, no encuentro entre tantos ínclitos personajes beneméritos de esta ilustre ciudad ninguno al que me una igual deber de gratitud. ¿Quién habría podido, oh Verona, tener contigo la largueza de más señalado beneficio? ¿Acaso quien por nuevos caminos y no surcados mares te hizo accesible la riqueza de más floreciente comercio? Pues ¿cuánto más deudora no eres a Zenón, que a muy superiores riquezas te abrió el camino, señalándote los tesoros del cielo, y dándote esperanza a ellos, y derecho, por el Bautismo? Nosotros, los veroneses, nos sentimos en deuda de gratitud con tantos hombres ilustres que en toda suerte de ciencias, letras y artes convirtieron a nuestra patria en objeto de admiración del mundo. De ellos conservamos como cosa sagrada las obras y los escritos, y a su inmortalidad levantamos espléndidos monumentos, y estatuas en las plazas, transmitiendo así a la posteridad su fama y nuestro agradecido recuerdo. Pero ¿acaso no contribuyó Zenón en mayor medida a ennoblecer nuestra patria? Por él se gloría Verona de un elocuente literato, de un escritor cuyas obras son tan estimadas como las de los antiguos Padres, y encuentran elogios entre los mismos protestantes. Por él se enorgullece la Iglesia veronesa de tener como fundador principal un santo Padre. Por él principalmente ha tenido y tiene nuestra patria las glorias de nuestra Religión y virtudes, que tanto la honran.
En efecto, Señores, si por los exquisitos frutos de un árbol se recuerda y celebra al ingenioso agricultor que con experta mano hizo el injerto, sin el cual el árbol no habría producido más que fruta silvestre y amarga, ¿quién no reconoce que todos los espléndidos y hermosos frutos de virtud y fe, que desde hace dieciséis siglos produce Verona, planta selecta del jardín de la Iglesia, se deben atribuir a Zenón, quien como jardinero industrioso fue el primero que la injertó? Si no estuviera seguro de ofender su modestia, oh veroneses, les hablaría de esa fe y virtudes que son el rasgo principal de su pueblo. Les hablaría de la gloria de esa fe, que ustedes mantuvieron siempre intacta en la pureza de los dogmas, adquiriendo así Verona el motivo de orgullo de ser llamada Verona fidelis: fe santísima, cuyos fundamentos injertó Zenón en los corazones veroneses. Y bien que esa alma grande gozó cuando, viendo a sus queridos hijos fielmente reunidos en un templo –el primero que él había levantado sobre las ruinas del paganismo–, alegre y triunfante, con la frente vuelta el cielo, predicó la victoria de Cristo.
Les hablaría, veroneses, de la fraterna caridad y amor de ustedes hacia los pobres y los desdichados. Virtud de la que darán siempre testimonio los establecimientos públicos en que encuentra refugio el anciano, el enfermo, el niño, el abandonado, el huérfano, el perdido, y la cual les infundió Zenón, quien hizo el más espléndido elogio de ella con estas magníficas palabras: «Vuestra generosidad con todas las provincias es manifiesta; vuestras casas están abiertas a todos los peregrinos; vuestros pobres ya no saben lo que es mendigar los alimentos; las viudas y los desfavorecidos ya tienen de qué hacer testamento. Y más diría en vuestra alabanza, si no fueseis míos». También he de referirme a la evangélica Virginidad, cuyo glorioso estandarte enarboló sobre la tierra, primera entre todas las mujeres, María, la gran Madre de Dios; virtud que sembró en la Iglesia sus cándidos lirios, y que nuestro Santo fue el primero en hacer brotar en esta sagrada tierra veronesa, lo mismo entre las espinas del siglo que en la recóndita quietud claustral, o que en los floridos prados de la cristiandad. Zenón daba consejo a muchas santas vírgenes entre las domésticas paredes; y a muchas en el silencio de un claustro les estatuía normas y reglas, siendo él en Occidente el primero que encerró en los sagrados recintos aquellas almas que entre los hombres querían llevar vida de ángeles.
No, no, Verona; la fertilidad de tu suelo, la amenidad de tus famosas colinas, la suavidad de tu clima, la magnificencia de tus monumentos no es lo que constituye tu verdadera belleza y gloria, lo que te hace ser celebrada: porque ¿de qué te servirían tus esplendores sin la fe en Jesucristo? ¡Oh, fe augusta!, tú eres el lustre de las naciones, la paz de los pueblos, el honor de las ciudades donde fuiste sembrada. Tú enseñas a los grandes el uso del poder, el de las riquezas a los opulentos; tú unes en la sociedad con vínculos de caridad a los hombres. Pero, sin ti, los reinos son infelices, míseras las ciudades; vacilan los tronos, a los que sólo sostiene el temor; se pierde el amor a la ley; se pisotea la virtud y se honra el vicio; aumenta desmedidamente sus caudales el rico, creando una legión de menesterosos. Sin ti, con la opresión se sacia el orgullo; con la traición, la injusticia; con el robo, la codicia, y con la sangre ajena, diría, incluso el ansia de diversión y la bárbara curiosidad. Recuerda, oh Verona, cuando en tu famoso y monumental Anfiteatro sólo con objeto de solaz azuzabas las fieras contra los gladiadores: se regodeaban ellas devorando, por natural instinto, la carne humana, y te regodeabas tú, por estudiada barbarie, con el cruel espectáculo de la humana sangre.
Mírate ahora a ti misma, después de haber visto en el espejo del pasado los males que inundaron tus calles. Esta suavidad de tus costumbres, ¿dónde estaría ahora sin la fe? ¿Dónde ese orden que te conserva? ¿Dónde el ornato de las virtudes que te dan lustre? ¡Oh!, bendigan, pues, veroneses, mil veces a Zenón, que proporcionándoles con sus sudores la fe, les fue largo por ella en todo otro beneficio y favor; bendigan a este gran Apóstol que los conquistó para Jesucristo; bendigan a este Padre amoroso que los regeneró para la vida inmortal de la gracia; bendigan a este sublime Pastor que, por guiarlos hacia los selectos pastos de las doctrinas del Evangelio soportó trabajos, fatigas, angustias, sufrimientos, consumiendo en un continuo y penoso martirio toda su vida.
Y ciertamente, señores, fue Zenón un verdadero Mártir de Jesucristo. No hablaré aquí de esta faceta, porque trazo a trazo la he ido delineando para ustedes en este breve y rapidísimo sermón, y tenderé un velo sobre toda aquella serie de angustias, persecuciones, traiciones, insidias, cruces y martirios que, a semejanza de los Apóstoles y de todos los Fundadores de las Iglesias, soportó nuestro Santo en nombre de Cristo a fin de ganar para El nuestra querida Verona. Es verdadero Mártir de Cristo –dice en sustancia San Juan Crisóstomo– aquel que, incluso sin efusión de sangre, alimenta en su pecho un alma intensamente anhelante de conseguir la gloria de Dios, y un corazón encendido en ardentísimos deseos de morir por Jesucristo para la salvación de las almas; y San Cipriano llama Mártires a los que han padecido mucho por Jesucristo. Pero ante todo está el juicio –que yo venero profundamente– de los Padres y de los escritores antiguos, que llaman mártir a Zenón. Por eso doblo respetuoso la frente ante la majestad del culto externo y de los sagrados ritos, venerando el sentir de la Iglesia, que, de rojo vestida, honra a nuestro Santo como verdadero Mártir en esta solemnidad de hoy, la de la Invención de su santo Cuerpo, y en la aún más espléndida del aniversario de su nacimiento. Me inclino asimismo ante la gloria de su nombre y de su culto, mediante el cual, apenas libre de los mortales despojos, y entregada su bella alma a Dios, voló en alas de la fama y llenó de devoción no solamente Verona, sino otras ciudades y reinos, donde recibió honores que sólo a los Santos Mártires se rendían.
Gloria, pues, a Zenón, verdadero Apóstol y Mártir de Jesucristo. Y ustedes, mis muy dilectos veroneses, juzguen, por cuanto hasta ahora les he señalado, si mayor gloria y grandeza podía proporcionarles San Zenón con su sublime Apostolado y con su preciosa muerte, habiendo asegurado entre ustedes la fe de Jesucristo, la cual es, para todos los pueblos que la acogen en su seno, único principio y fundamento de la auténtica grandeza y de la verdadera gloria.
Segunda parte
No crean, Señores, que al acabarse la preciosa vida de San Zenón cesó también la fuente de sus dones a Verona: de otros, y muy señalados, le hizo objeto en el curso de los siglos con su protección desde el cielo.
Destruida en Verona la idolatría, y arrojadas fuera de nuestra ciudad las pestilentes herejías por obra del invicto y santo Obispo Zenón, en otras partes de Italia y del mundo cristiano se desencadenaron contra la Fe Católica renovadores y herejes de todo jaez, tratando de mancillar sus inmaculadas doctrinas. Ciudades, provincias, reinos y naciones se abandonaron entonces en brazos del error; y, vueltas las espaldas a las fuentes de la vida, corrían a beber en los pútridos albañales de la herejía. Pero en Verona, ¡oh, no!, en Verona no se marchitaba la fe. Antes al contrario se mostraba más lozana, porque en esa época producía preciosos frutos de piedad, de religión: era entonces cuando hacía surgir en su seno templos magníficos, cuando levantaba conventos y claustros, y cuando a sus gentes de toda categoría, de toda condición y de toda edad hacía traducir en obras las más heroicas virtudes.
¿Cómo podía ser de otro modo? En Verona la fe permanecía firme a toda prueba, porque las gentes de aquí, como resultado del celo, los sudores, los padecimientos, la muerte y la protección de Zenón, su Apóstol, la profesaban intrépidos, y constantes la practicaban. Y cuando más tarde esta misma Italia se debatía víctima de trastornos ya políticos, ya religiosos; y cuando a veces entre los horrores de los enfrentamientos civiles, a veces entre la anarquía de las opiniones, veía por un lado cómo corría la sangre de muchos de sus hijos, y por otro cómo gran número de ellos se alejaban del centro de unión renegando de la Roma papal, en Verona ni se turbaba la paz, ni se debilitaba la fe. Gobernada por sus propios Príncipes y Administradores, y súbdita de la Reina de los Mares, compartía con Ella la gloria de sus conquistas, y, siempre unida a la Cátedra de Roma, vivía de su espíritu, que es espíritu de verdad y de vida. La fe reportaba a Verona tan hermosos triunfos, porque del ferviente patrocinio de su Apóstol y Padre sacaba cada día nueva fuerza y poderosa virtud.
¡Y cuánta solicitud mostró siempre desde el cielo nuestro ínclito Patrón por la Iglesia veronesa! Perpetuó en ella sus paternales cuidados por medio de esos veintiocho Obispos Santos que veneramos en los altares, y que después de él ocuparon su santificada sede episcopal, a los cuales transfundió su espíritu y su amor. Desde lo alto del cielo mantuvo aquí la fe y el coraje, e hizo dignísimos herederos de sus pastorales solicitudes a más de otros cien Obispos, que hasta los tiempos actuales se han distinguido en la insigne cátedra de Verona. Con sus impetraciones desde el cielo obtuvo para el clero veronés ese celo, esa fe, esa gravedad de costumbres y esa eclesiástica disciplina, que tanto le honran. Desde el cielo aún mira al pueblo veronés como suyo, lo ama como Padre y lo cuida como celestial Pastor.
Pues, ¿y en los tiempos presentes, señores? Hoy día no hay nadie que, contemplando nuestra Verona, no sienta gran admiración hacia ella. Mientras que en todas partes la fe se ve expuesta a graves peligros y, ¡oh desdicha!, en muchos lugares de nuestra Italia se va debilitando, porque le ha sido declarada una guerra tremenda, de muerte y exterminio, ¿no es para quedar maravillado el ver que aquí brilla la fe en toda su plenitud? ¿Cuántas pruebas de reverencia, de sumisión han dado ustedes en el curso de los últimos años a la Iglesia católica? ¿Cuántas de profundo respeto han manifestado a la Cátedra infalible y a la Sede de Pedro, fortalecidos por su fe, alentados por el edificante ejemplo de ese venerable y Eminentísimo Príncipe, que es nuestro Obispo y Padre? ¿Cuántas demostraciones de amor filial ofrecieron ustedes al angélico Pío IX, de santa memoria, el cual fue tanto más grande cuanto más vilipendiado, discutido y atormentado por sus enemigos? Y ¿cuántas han tributado a su venerando sucesor León XIII, gloriosamente reinante?
Yo lo diré, Señores; todos lo dirán conmigo: muchas. Porque aquí, en Verona, la fe no puede debilitarse, ni perder jamás, por un solo instante, un ápice de su vigor y hermosura. Y es que los sudores y padecimientos de Zenón, su luminoso apostolado, su martirio gritan incesantemente al Padre Eterno para que aquí la fe se mantenga siempre así de sólida, y no sufra detrimento por cualquier vicisitud. Sin duda, por especial providencia de Dios han permanecido entre nosotros sus sagrados Restos, que hace pocos años, en medio de solemne júbilo general, fueron hallados de nuevo en el antiguo y monumental subterráneo de esta grandiosa, espléndida Basílica, y que fueron siempre para Verona y para nosotros fuente inagotable de gracias y bendiciones.
Salve, pues, oh Santo venerado, ínclito Protector de esta ilustre Ciudad; Salve, oh Santo Padre Zenón. Acepta, te lo ruego, la súplica que, vuelto hacia ti, dirijo desde el fondo de mi corazón: y es que en este día solemne hagas descender en mayor medida las bendiciones del cielo sobre este pueblo. Y como él te promete ser todo tuyo, haz que pueda gracias a ti ver atendidos sus ruegos, cumplidos sus deseos.
Pero aún he de depositar otra súplica, oh gloriosísimo Santo, sobre esta sagrada Tumba que desde hace más de quince siglos es fuente fecunda de tantas gracias y misericordias. Dirige una mirada piadosa a esas gentes de Africa Central, dobladas desde hace tantos siglos bajo el yugo de Satanás, sobre las cuales pesa todavía tremendo el horrible anatema de Canaán. De esta querida Verona salió la poderosa chispa del sagrado fuego destinado a iluminar a aquellas naciones, y a dar vida y prosperidad a esa desolada viña de Cristo, erizada de tantas espinas, que Dios quiso confiar a mi indignidad y a mis febles y torpes solicitudes pastorales, y por la cual también palpitó, y murió en la Cruz, el Sacratísimo Corazón de Jesús.
Desde esa gloriosa tumba, fuente de tantas misericordias, extiende, oh Zenón, tu piadosa mano sobre ese cenáculo de futuros obreros evangélicos y de sagradas vírgenes, que se forman y preparan para el arduo y laborioso apostolado africano, y que surgió no hace mucho en esta religiosa ciudad, bajo los próvidos auspicios de nuestro muy benemérito Cardenal Obispo, tu dignísimo Sucesor. Dígnate también, oh glorioso Zenón, suscitar en esta sagrada tierra veronesa selectas vocaciones para el arduo y santo apostolado de la Nigricia; y haz que de esta religiosa ciudad y Diócesis, merced a la poderosa ayuda de asiduas y fervorosas plegarias y de santas y generosas vocaciones apostólicas de tus hijos, sea trasplantado a Africa el precioso tesoro de esa fe católica que tú antes, desde Africa, nos trajiste a Verona; y esto para que esa fe santísima, que constituye la verdadera gloria del pueblo veronés, convierta a Africa y a la infeliz Nigricia en hontanar inagotable de redención y de vida. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Así sea.
† Daniel Comboni
N. 957; (914) – TO FR LUIGI GRIGOLINI
APMR, F/R
22 August 1880
Dedication on a breviary.
N. 958; (915) – TO MGR AUGUSTIN PLANQUE
ACR, A, c. 15/143
Verona, African Institute, 22 August 1880
My dearest Superior,
Con la mayor satisfacción por mi parte, S. Em.a el Cardenal Prefecto de Propaganda me ha hecho saber que usted está dispuesto a aceptar una Misión en mi Vicariato, al disponer de personal en número considerable. Yo, por el contrario, tengo bien poco; de ahí mi gran interés como pastor de tantas almas en obtener los medios para conducir éstas al redil de Jesucristo, sin importarme si soy yo u otros, mi propio Instituto u otro cualquiera, el que lo haga, con tal de que Cristo sea predicado.
Apenas Su Eminencia me ha dado a conocer su beneplácito, encargándome que le conceda a usted una porción de mi Vicariato, la cual contenga no sólo hueso, sino también carne –o sea, un buen clima– como base de operaciones, he escrito a mis misioneros exponiéndoles mi proyecto sobre la parte que hacer objeto de tal concesión. Pero como la respuesta tardará en llegar al menos tres meses, y dado que S. Em.a desea ver resuelto este asunto antes de mi marcha al Vicariato, al que debo ir lo antes posible (aunque mi estado de salud no es bueno), o sea, dentro de unas semanas, voy a decirle en dos palabras lo que he decidido hacer para el mayor beneficio y... [falta una parte] ... de entendernos en todo. Ahora dígame: ¿estaría dispuesto a... [falta toda la última parte]...
[† Daniel Comboni]
Original francés.
Traducción del italiano
N. 959; (916) – TO CARDINAL GIOVANNI SIMEONI
SP SC Afr. C., v. 8, ff. 1073–1079
Verona, 27 August 1880
Most Eminent and Reverend Prince,
Hace cerca de dos semanas recibí en Ischl, adonde fui a presentar mis respetos al Emperador de Austria, protector de la Misión, su venerada carta del 3 de los corrientes; y habiendo comprendido bien todo el alcance y el significado de la misma, me he puesto a meditar seriamente si, dada mi poca valía y debilidad, aún puedo ser verdaderamente útil al apostolado africano, sin duda el más arduo y espinoso de la tierra, o si por el contrario le resulto perjudicial. Tanto más cuanto que ahora, a causa de las innumerables fatigas, privaciones, enfermedades, fiebres, preocupaciones, luchas y contradicciones soportadas durante muchos años, y especialmente en el último terrible período de la carestía y epidemia, me he vuelto realmente más sensible a los golpes de la adversidad y mucho más débil para llevar las cruces.
Pero como siempre se debe confiar únicamente en Dios y en su gracia, pues quien confía en sí mismo, confía (con perdón) en el mayor asno de este mundo, y considerando que las obras de Dios nacen siempre al pie del Calvario y que deben ser marcadas con el adorable sello de la Cruz, he pensado abandonarme en brazos de la divina providencia, que es fuente de caridad para los desdichados y protectora siempre de la inocencia y la justicia, y en consecuencia ponerme en manos de mis Superiores, verdaderos representantes de Dios y del Vicario de J. C.; es decir, en las de Vuestra Eminencia Rma. y en las del Emmo. Card. de Canossa, designado por V. Em.a y sus venerables Predecesores en el gobierno de la S. Congregación para asistirme en mi santa empresa.
Y ante todo agradezco vivamente a V. Em.a que haya movido tan eficazmente al Emmo. Card. de Canossa a seguir ayudándome tanto en la elección de un buen Vicario como en la supervisión de mis Institutos fundamentales de Verona. Y asimismo estoy verdaderamente reconocido a V. Em.a , y profundamente conmovido, por su celo tan vigilante y prudente y por la piadosa preocupación que muestra para que mi ardua y espinosa empresa, tanto en Verona como en Egipto y en el Vicariato, marche segura e incólume hacia su santa meta, y conseguir así convertir a la fe y a la civilización cristiana esa desolada porción de la Viña, tan erizada de espinas, que ha sido confiada a mis pobres cuidados.
Apenas me fue posible obtener audiencia, me presenté al Emmo. de Canossa para suplicarle en nombre de V. Em.a : 1.°, que continúe asistiéndome, como ha hecho desde hace tres años, para el buen funcionamiento de mis Institutos africanos de Verona; 2.°, que me dé un excelente y capaz sacerdote de su clero para que me preste su ayuda como Vicario in spiritualibus y como administrador de los bienes temporales de la Obra y del Vicariato.
A lo primero respondió: «Sí, de buena gana. Lo hago encantado, por el cariño que tengo a la obra y a la misión, y porque deseo que esas pobres almas de los negros sean salvadas. Sí, con mucho gusto seguiré haciendo lo poco que puedo; y aunque sólo está en mi mano la pequeña parte que depende de mí como Obispo de Verona, dé esto por seguro».
A lo segundo: «No tengo nadie de quien disponer, y no me es posible hacer nada. Mis buenos sacerdotes, cada vez más escasos, los necesito para mí: no puedo privar de ellos a mi Diócesis por socorrer a otra, etc., etc., etc.» Total, que después de dos buenas horas de discusión, de súplicas mías, de negativas suyas, de insistir yo, de cerrarse él en banda, etc., etc. (y en la antesala había varios párrocos esperando), decidió finalmente que me concedería un excelente, capaz y diligente sacerdote, que además es fuerte, prudente, sabio, etc. Se trata del muy reverendo P. D. Francisco Grego, de la Diócesis de Verona, nacido en 1833, de 47 años de edad, que ha estado siete años de Coadjutor en S. Massimo, cuatro como Párroco de Prun y doce de Arcipreste Vicario Foráneo en Montorio Veronese, y que por tanto es hombre avezado en los asuntos de las almas y en su gobierno espiritual. Hace veinticinco años se sintió fuertemente llamado a ser misionero de Africa Central, vocación ya aprobada por mi difunto y santo Superior D. Nicolás Mazza, pero no pudo seguirla por encontrarse en el deber de mantener a su madre, a su hermana, y también a su tío, que hizo siempre para él de padre; y luego porque el Emmo. de Canossa nunca le permitió partir, porque consideraba necesaria su presencia en su grande e importante Parroquia y Vicaría, etc.
En suma, San José me ha hecho el favor de obtenerme este colaborador, que creo muy valioso. Yo había pedido otro más, pero en vano. Rápidamente fui luego a Montorio para comunicar al Arcipreste Vicario Foráneo, D. Francisco Grego, las decisiones de Su Eminencia y la condición por mí aceptada de mantener a los suyos en la casa principal de una finca que tengo en el campo, donde el tío me servirá de capataz o encargado (dirigirá la finca) y vivirá con la madre y la hermana. No cabiendo en sí de gozo tras oír esto, el Arcipreste me dijo que dentro de dos o tres días manifestaría su resolución a su madre, la cual había declarado más de una vez que ella no se opondría nunca a la verdadera vocación del hijo. A la par pedí a éste que hiciera cuanto antes las gestiones ante la Curia Episcopal con vistas a que se le nombrase un sustituto para su Parroquia y Vicaría.
No obstante, el Emmo. Card. Obispo de Verona me hizo observar que no conviene trasladar de repente a un sacerdote desde Europa a Africa Central; por lo cual se ha llegado al oportuno acuerdo de destinar al muy Revdo. P. D. Francisco Grego como Superior de mis establecimientos de El Cairo, por un año, a fin de que se aclimate y adquiera práctica de las cosas orientales. Allí será al mismo tiempo el Administrador Gral. de los bienes temporales, haciéndose ayudar en la administración privada de mis Instos. de El Cairo por D. Francisco Giulianelli, romano, que en ese campo es muy experto.
Esta me parece una ocasión propicia para deshacerme del que fue la causa primera de todos mis problemas, y que suscitó y mantuvo viva la discordia en mis misioneros del Vicariato. Hablo de D. Bartolomé Rolleri, que desde 1873 hasta el pasado mayo fue Superior de mis Institutos de Egipto.
La opinión y juicio que sobre él acabo de expresar a V. Em.a los he emitido después de madura reflexión y con pleno conocimiento de causa; y si yo hubiera seguido los sabios y repetidos consejos de muy graves personas, mejor habría hecho despidiéndolo ya en 1877. Pero como es un sacerdote devoto y de buena conducta moral –y la buena conducta es la mejor prédica para los infieles–, y como además es diligente en sus deberes sacerdotales, siempre abrigué la esperanza de que enmendase sus graves errores y defectos. Porque es hombre de una tozudez, de una cabeza tan dura como no vi jamás. Encima está dominado por la pasión, y lo ve todo negro en sus adversarios, y todo blanco en los que están de su parte.
Desde 1868 hasta 1875 él era uno de mis consuelos: sabio, obediente, respetuoso –aunque muy poco expansivo–, me quería como a un padre y yo le correspondía como hermano. En octubre de 1875, a causa de una circunstancia que todavía no sé explicar, engañado por inimico homine, que le dio a entender lo que quiso, se obsesionó con la idea de ocupar él mi puesto. A partir de entonces escribió docenas de cartas a mis misioneros del Vicariato, incitándolos a unírsele como un solo hombre para recurrir a Propaganda contra mí (entre las que tengo aquí y en Jartum, dispongo de más de treinta cartas para probar esto); y como la mayor parte de ellos se negaron por deber de justicia y de respeto a la verdad, él se convirtió en el enemigo y calumniador (siempre, eso sí, «en conciencia» !?!) de aquellos que no respondieron a su llamada. Así continuó por mucho tiempo, y luego se apaciguó, sobre todo cuando llevé al Vicariato como mi administrador y Vicario al llorado D. Antonio Squaranti, en conformidad con lo que me había ordenado la S. Congregación.
Sin embargo, cuando ya en Jartum el santo y prudentísimo sacerdote Squaranti hubo examinado bien las cosas, le escribió a El Cairo diciéndole que él, Rolleri, había sido la causa de todos los problemas del Vicariato, al desacreditar injustamente al Jefe de la Misión entre los misioneros, sus subordinados (fueron napolitanos casi todos los que en un momento o en otro hicieron caso de las no rectas insinuaciones de él), y ofenderlo de mil maneras. Entonces estalló una disputa entre los dos, que sólo terminó con la muerte de D. Squaranti. Pero como D. Rolleri es un hombre de mentalidad muy cerrada y testarudo, aún siguió desacreditando a esos buenos misioneros que no compartían sus puntos de vista. Y viendo que yo, tras conocer la verdad en el lugar de los hechos, no me plegaba a sus exigencias, me pidió las cartas dimisorias para irse a otra parte, las cuales, inmediatamente concedidas, le expedí desde Jartum en enero de 1879, rogándole tan sólo que esperase hasta que yo destinase otro Superior a El Cairo, puesto para el que tenía previsto al ex Capuchino D. Bellincampi, del Colegio Mastai, que había ido a El Cairo con autorización de la S. C. de Propaganda.
Pero como yo no recibía de El Cairo más que tristes noticias de este individuo, supliqué de nuevo a Rolleri que permaneciese en su puesto hasta mi llegada a El Cairo, cosa que hizo. Sin embargo, después de haber ido yo allí y luego a Roma –desde donde, tras consultar por medio del Prof. Pennachi al Emmo. Card. Consolini, despedí del Insto. de El Cairo a Bellincampi como no llamado a la misión de Africa Central–, Rolleri no habló más de abandonar mi Obra. Nótese que él siempre se negó a ir al Vicariato, a pesar de mis repetidas invitaciones al respecto desde 1875 en adelante; invitaciones que le hice tanto para que trabajase allí como para que viese con sus propios ojos las cosas como eran y rectificase sus injustos y erróneos juicios.
Mas él, aunque jamás había visto ni un palmo del Vicariato, aunque nunca había ido más allá de El Cairo y Suez, pretendió tener siempre el don de la infalibilidad al juzgar sobre las cosas más nimias y sobre el personal del Vicariato, pasando por encima de la opinión del Obispo y Vicario Apostólico. Luego, en mayo último, obtenido el correspondiente permiso, vino a Italia, a Roma, y ahora está en su tierra, pero con idea de volver en octubre a Egipto. Me declaró que no irá nunca a Africa Central, ni aceptará estar en Verona; que sólo pertenecerá a la Obra a condición de seguir en mi Instituto de El Cairo, se entiende que como Superior. Habiendo referido yo anteayer todo esto al Emmo. Card. de Canossa, S. Em.a decidió conmigo invitar a Rolleri a quedarse en el Insto. de Verona prestando asistencia a mi venerado Rector, el P. José Sembianti, y bajo la vigilancia del Emmo. Obispo; de lo contrario, que se vaya a donde le plazca.
Por otra parte, hablando a Vuestra Eminencia con filial confianza (y me alegraría mucho de estar equivocado y poder retractarme), añadiré a este respecto que las siniestras noticias que han llegado a la S. Congr. sobre el funcionamiento del Vicariato, y de que en el mismo no hay nadie que pueda hacerme de Vicario, así como la falsa información acerca de D. Bonomi, etc., etc., todo eso tiene su principio directo o indirecto y su autor principal en D. Rolleri, que dirigió la serie continua de informes, etc. Pero no importa: la verdad saldrá a flote, porque Dios es todo misericordia, caridad y justicia, y sabrá sacar de estas providenciales vicisitudes el máximo bien para Africa. Y un bien es que entretanto yo he ganado un buen colaborador, D. Grego, que si no resulta apto para predicar en árabe, por su edad ya un poco avanzada para aprenderlo correctamente, será utilísimo para dirigir los asuntos y mantener la buena disciplina y el buen funcionamiento de las cosas, a fin de que marchen según el espíritu de Dios.
Además, por amor a la verdad, debo decirle que el Vicariato no va tan mal como le ha sido referido a V. Em.a (y no dude que me retractaré si en mi próxima visita pastoral constato lo contrario). El Revdo. D. Luis Bonomi tiene 39 años, fue coadjutor durante siete años y desde 1874 está en Africa, donde ha hecho mucha práctica, y es un verdadero misionero. Esta es mi humilde opinión sobre él. No digo que tenga todas las cualidades para ser Vicario, pues carece de modales refinados, y no reúne todas las condiciones para tratar convenientemente con las autoridades y con los subordinados: es demasiado duro. Pero en cuanto a rectitud de pensamiento, celo, abnegación, lealtad, humildad y obediencia es uno de los mejores que puede tener un Vicario Aplico., sobre todo porque es fiel a su deber. Mas como a las insinuaciones que en 1875 le hizo Rolleri de rebelarse contra mí, o sea de unirse a él (Bonomi estaba en Gebel Nuba y Rolleri en El Cairo), no le respondió nada, sino que sólo le mandó a decir, esto es, hizo que se le contestase por carta, que Bonomi no reconocía a otros Superiores que los que le daba la Santa Sede o los que a ésta representan, se granjeó su enemistad. Tanto fue así que hace tres años y medio, con la ayuda de dos napolitanos, etc., levantó contra él la gravísima calumnia de que por las noches se veía con una Hermana, cosa que luego pusimos en claro el Rmo. Squaranti y yo en junio de 1878, con la confesión y retractación formal del calumniador.
Y en otro caso, valiéndose de la calumnia de un cura napolitano que Carcereri había llevado a Africa a instancias del Arzobispo de Trani, acaloradamente y con amenazas me empujó a echar de la misión a un misionero piamontés; de modo que ya había llamado yo a Jartum por telegrama a ese misionero, D. Jenaro Martini. Pero luego el cura calumniador napolitano sufrió una fiebre fortísima y, temiendo irse al otro mundo, hizo por escrito una concienzuda retractación en la que declaraba que lo que él había escrito a Rolleri era pura calumnia y una invención suya para ganarse el favor de Rolleri; y de esta retractación dio copia a Rolleri y a mí (la cual llevaré conmigo a Roma, y el Arzobispo de Trani, viendo la letra, podrá atestiguar a V. Em.a la verdad y autenticidad del escrito). Pues bien, después de haber recibido Rolleri esta declaración, realizada se puede decir en el lecho de muerte por el calumniador (que luego, a los cuatro meses, murió de verdad), ¿no debía Rolleri retractarse ante mí de la calumnia contra un sacerdote inocente? Sin embargo no lo hizo, y dejó correr la calumnia, y esto en conciencia... que es la expresión que siempre utiliza. En suma, yo he experimentado el martirio. Pero estoy contento, porque así lo ha querido el Señor, y perdono a todos.
En cuanto a Martini, harto, se fue a su casa.
Por lo demás, ni el Vicariato ni mi Obra marchan como dice Rolleri. El remedio capital que había que aplicar a mi Obra era reconstituir mi Instituto de Verona sobre bases muy sólidas, sobre todo dándole un excelente y eficaz Superior. Es lo que he hecho viniendo a Europa, y lo he logrado con la ayuda del veneradísimo Card. de Canossa, como espero que V. Em.a conozca. Este Insto. me dará buenos misioneros.
Me quedan otras cosas que hacer, la primera de las cuales es ir cuanto antes al Vicariato, etc., etc., etc. Y también debo responder a sus veneradísimas cartas; pero lo haré mañana y pasado mañana.
Por carta y telégrafo hemos convenido el Rmo. Planque y yo reunirnos en Turín y ponernos de acuerdo sobre todo, lo que haremos dentro de esta novena de la Madonna del Popolo.
Perdón por esta prolijidad. Le beso la sagrada púrpura y soy
De V. Em.a Rma. obed., dev., respt. hijo
† Daniel Comboni Obispo y Vic. Ap.
N. 960; (917) – TO FR FRANCESCO GIULIANELLI
ACR, A, c. 15/15
Verona, 28/8/80
My Dear Fr Francesco,
Cuando tenga que pagar por provisiones u otras cosas recibidas de Roma (como veo por su última carta que ha pagado a Roma algunos centenares de francos mandándolos de Egipto) no envíe dinero, sino avíseme a mí y yo haré efectuar el pago por medio de mi banquero. Por fin nos hemos deshecho de D. Grieff, que destruía nuestro Instituto y era causa, con su ejemplo y con sus graves insinuaciones, de que algunos abandonasen el mismo, para vergüenza nuestra. Desde que puse en vigor la regla, llamando para Rector de los Institutos a un santo sacerdote como es el P. Sembianti, Grieff, que no tiene espíritu, fue el primero en no observarla, ejemplo que cundió en muchos otros. Por eso, tras consultar al Emmo. Card. de Canossa y al prudentísimo General de los Estigmatinos, di a Grieff las dimisorias, y el miércoles por la mañana partió para su diócesis de Luxemburgo.
Gracias sean dadas al Señor. Tenían razón Fuchs y Bouchard, y Moron y Dichtl, en escribirme lo que me escribieron, porque, habiendo vivido juntos, lo conocían. Gracias sean dadas al Señor una vez más. Diga a Dichtl y a D. José que Grieff se ha ido a su casa. Ahora el Instituto marcha estupendamente.
Con los cinco mil francos que le he mandado provea a las necesidades urgentes. De Colonia me enviarán dinero sólo a mí cuando yo esté en Egipto. Mientras, ingénieselas. Estoy apurando las cosas para partir cuanto antes. Bendigo a todos ustedes y a las Hermanas, etc.
† Daniel Obpo.
Escríbame a Roma dirigiendo las cartas a su madre, de la cual las recibiré yo mismo. Salude de mi parte a D. Pablo Rosignoli, al P. Pedro, a los PP. Jesuitas y a todos los de nuestro Insto. Es muy probable que yo lleve allí un maestro árabe, dado que el otro se ha marchado a Siria.