El 2 de febrero, exactamente 40 días después de la Navidad, la Iglesia celebra la fiesta litúrgica de la Presentación de Jesús en el Templo. Este año, al caer en domingo, tiene prioridad sobre las lecturas dominicales. Esta fiesta es popularmente conocida como la Candelaria, ya que en este día se bendicen las velas, símbolo de Cristo, luz del mundo. [...]
"Luz para iluminar a las naciones."
Lucas 2,22-40
El 2 de febrero, exactamente 40 días después de la Navidad, la Iglesia celebra la fiesta litúrgica de la Presentación de Jesús en el Templo. Este año, al caer en domingo, tiene prioridad sobre las lecturas dominicales. Esta fiesta es popularmente conocida como la Candelaria, ya que en este día se bendicen las velas, símbolo de Cristo, luz del mundo.
Esta fiesta es muy antigua: se originó en Oriente y se difundió en Occidente después del siglo VI. En el pasado, estaba dedicada a la Purificación de la Virgen María, como lo recuerda el Evangelio de hoy. Según la costumbre judía, una mujer era considerada impura debido a la sangre menstrual durante un período de 40 días después del nacimiento de un varón (¡y 80 días en el caso de una niña!). Como toda mujer judía observante, María, después de cuarenta días, va al Templo para purificarse y ofrecer un sacrificio en obediencia a la Torá (Levítico 12,1-8): un cordero y una paloma o, si era pobre, dos tórtolas o dos pichones. Esto explica por qué María y José fueron al Templo con Jesús y ofrecieron dos tórtolas o dos pichones (Lucas 2,22-24).
Con la reforma litúrgica de Pablo VI (1969), la celebración de hoy recuperó su título original de Presentación del Señor.
Según las Sagradas Escrituras, todo primogénito, ya fuera humano o animal, pertenecía a Dios (Éxodo 13,2). El hijo primogénito era rescatado mediante el pago de cinco siclos de plata, dentro de los 30 días posteriores a su nacimiento (Números 18,15-16). Este rescate era un signo de la consagración de los primogénitos a Dios, en memoria de la liberación de Egipto, cuando Dios hirió a los primogénitos egipcios pero perdonó a los de los israelitas (Éxodo 13,1-2.11-16).
Sin embargo, notamos que en las Sagradas Escrituras no existe una ley específica que imponga la presentación del hijo primogénito en el Templo. San Lucas no menciona el pago del rescate, sino que habla de su presentación en el Templo.
Las lecturas nos ayudan a comprender teológicamente el sentido profundo de esta fiesta.
En la primera lectura, el profeta Malaquías (3,1-4) anuncia la entrada mesiánica del Señor en su Templo para purificar tanto el sacerdocio como al pueblo de sus infidelidades. Así, la presentación del Niño anuncia proféticamente su entrada en el Templo para purificar tanto el culto como el mismo Templo. De hecho, su cuerpo se convierte en el nuevo Templo.
En la segunda lectura, el autor de la Carta a los Hebreos (2,14-18) presenta a Jesús, quien, haciéndose semejante a sus hermanos en todo, se convirtió en el sumo sacerdote misericordioso, que vino a purificar al pueblo de sus pecados.
El pasaje del Evangelio está lleno de referencias a las Sagradas Escrituras. San Lucas es un narrador refinado y, en sus escritos, logra fusionar textos bíblicos y diversas tradiciones judías. Su intención no es tanto histórica como catequética y teológica.
Detrás de este relato, aparentemente sencillo y lineal, se pueden entrever alusiones a varios textos: la profecía de Malaquías sobre la entrada de Dios en su Templo (Malaquías 3); el episodio del pequeño Samuel, llevado al Templo de Silo por su madre Ana (1 Samuel 1-2); la narración de la subida del Arca de la Alianza a Jerusalén (1 Reyes 8); la visión de Ezequiel sobre el regreso de la “Gloria del Señor” (Shekiná); y, finalmente, alusiones a la visión del profeta Daniel sobre Jerusalén y el Templo (Daniel 9).
Podemos decir, entonces, que “Jesús entra en el Templo no para consagrarse, sino para consagrarlo y tomar posesión de él. La referencia, de hecho, a Malaquías, Samuel y Daniel revela la intención profunda de Lucas, quien no se limita a narrar simples ‘hechos’, sino ‘acontecimientos’, ‘kairòi’, que abarcan y determinan toda la historia: la de Israel y la nueva que comienza con el nacimiento de Jesús” (Paolo Farinella).
Pistas para la reflexión
1. Fiesta del "Aquí estoy"
La Presentación de Jesús en el Templo puede releerse a la luz del Salmo 40,7-9, reinterpretado por el autor de la Carta a los Hebreos en estos términos: “Al entrar en el mundo, Cristo dijo: […] ‘Aquí estoy, vengo para hacer tu voluntad’” (Hebreos 10,5-10). Este “Aquí estoy” de Cristo al Padre es, al mismo tiempo, un “Aquí estoy” dirigido a cada ser humano. La relación de fe es un diálogo de amor continuo entre el “Aquí estoy” de Dios y el nuestro. Sin embargo, la verdad de nuestro “Aquí estoy” se manifiesta concretamente en nuestra respuesta a las necesidades del prójimo.
El drama de Dios y del ser humano se expresa bien en estas palabras: “Me dejé buscar por los que no preguntaban por mí, me dejé encontrar por los que no me buscaban; dije: ‘Aquí estoy, aquí estoy’ a una nación que no invocaba mi nombre” (Isaías 65,1).
2. Fiesta del Encuentro
Esta fiesta nació en Oriente con el nombre de “Hypapanté”, que significa “Encuentro”. Dios viene al encuentro de su pueblo y nosotros vamos a su encuentro. La procesión, como acto comunitario, expresa esta profunda realidad de la fe cristiana: caminar juntos hacia el Señor. El movimiento físico recuerda el movimiento espiritual del alma.
Esta dimensión del encuentro es multifacética. Simeón y Ana representan al Israel creyente y al Antiguo Testamento que acoge al Nuevo. Además, esta pareja simboliza a toda la humanidad que camina hacia la luz de Cristo. Finalmente, el encuentro entre la pareja anciana y la joven pareja, José y María, expresa la comunión entre generaciones. La fiesta de hoy es, por tanto, una hermosa y elocuente imagen de la vocación cristiana y del ideal de una humanidad en camino hacia el encuentro con Dios y entre nosotros.
3. Fiesta de la Luz
La dimensión de la luz es una característica fundamental y distintiva de esta fiesta. Jesús es la Luz que viene a iluminar a todo ser humano, pero las tinieblas no la recibieron (Juan 1,4-9). Por eso, Jesús y cada uno de sus discípulos se convierten en un “signo de contradicción”. Para vivir en la Luz y ser testigos de la Luz, hay que aceptar ser un signo de contradicción, dispuestos a enfrentar la oposición de las “tinieblas” que intentarán apagar la Luz.
P. Manuel João Pereira Correia, mccj
«Será como una bandera discutida.»
Lucas 2,22-40
Simeón es un personaje entrañable. Lo imaginamos casi siempre como un sacerdote anciano del Templo, pero nada de esto se nos dice en el texto. Simeón es un hombre bueno del pueblo que guarda en su corazón la esperanza de ver un día «el consuelo» que tanto necesitan. «Impulsado por el Espíritu de Dios», sube al templo en el momento en que están entrando María, José y su niño Jesús.
El encuentro es conmovedor. Simeón reconoce en el niño que trae consigo aquella pareja pobre de judíos piadosos al Salvador que lleva tantos años esperando. El hombre se siente feliz. En un gesto atrevido y maternal, «toma al niño en sus brazos» con amor y cariño grande. Bendice a Dios y bendice a los padres. Sin duda, el evangelista lo presenta como modelo. Así hemos de acoger al Salvador.
Pero, de pronto, se dirige a María y su rostro cambia. Sus palabras no presagian nada tranquilizador: «Una espada te traspasara el alma». Este niño que tiene en sus brazos será una «bandera discutida»: fuente de conflictos y enfrentamientos. Jesús hará que «unos caigan y otros se levanten». Unos lo acogerán y su vida adquirirá una dignidad nueva: su existencia se llenará de luz y de esperanza. Otros lo rechazarán y su vida se echará a perder. El rechazo a Jesús será su ruina.
Al tomar postura ante Jesús, «quedará clara la actitud de muchos corazones». El pondrá al descubierto lo que hay en lo más profundo de las personas. La acogida de este niño pide un cambio profundo. Jesús no viene a traer tranquilidad, sino a generar un proceso doloroso y conflictivo de conversión radical.
Siempre es así. También hoy. Una Iglesia que tome en serio su conversión a Jesucristo, no será nunca un espacio de tranquilidad sino de conflicto. No es posible una relación más vital con Jesús sin dar pasos hacia mayores niveles de verdad. Y esto es siempre doloroso para todos. Cuanto más nos acerquemos a Jesús, mejor veremos nuestras incoherencias y desviaciones; lo que hay de verdad o de mentira en nuestro cristianismo; lo que hay de pecado en nuestros corazones y nuestras estructuras, en nuestras vidas y nuestras teologías.
FE SENCILLA
El relato del nacimiento de Jesús es desconcertante. Según Lucas, Jesús nace en un pueblo en el que no hay sitio para acogerlo. Los pastores lo han tenido que buscar por todo Belén hasta que lo han encontrado en un lugar apartado, recostado en un pesebre, sin más testigos que sus padres.
Al parecer, Lucas siente necesidad de construir un segundo relato en el que el niño sea rescatado del anonimato para ser presentado públicamente. ¿Qué lugar más apropiado que el Templo de Jerusalén para que Jesús sea acogido solemnemente como el Mesías enviado por Dios a su pueblo?
Pero, de nuevo, el relato de Lucas va a ser desconcertante. Cuando los padres se acercan al Templo con el niño, no salen a su encuentro los sumos sacerdotes ni los demás dirigentes religiosos. Dentro de unos años, ellos serán quienes lo entregarán para ser crucificado. Jesús no encuentra acogida en esa religión segura de sí misma y olvidada del sufrimiento de los pobres.
Tampoco vienen a recibirlo los maestros de la Ley que predican sus “tradiciones humanas” en los atrios de aquel Templo. Años más tarde, rechazarán a Jesús por curar enfermos rompiendo la ley del sábado. Jesús no encuentra acogida en doctrinas y tradiciones religiosas que no ayudan a vivir una vida más digna y más sana.
Quienes acogen a Jesús y lo reconocen como Enviado de Dios son dos ancianos de fe sencilla y corazón abierto que han vivido su larga vida esperando la salvación de Dios. Sus nombres parecen sugerir que son personajes simbólicos. El anciano se llama Simeón (“El Señor ha escuchado”), la anciana se llama Ana. Ellos representan a tanta gente de fe sencilla que, en todos los pueblos de todos los tiempos, viven con su confianza puesta en Dios.
Los dos pertenecen a los ambientes más sanos de Israel. Son conocidos como el “Grupo de los Pobres de Yahvé”. Son gentes que no tienen nada, solo su fe en Dios. No piensan en su fortuna ni en su bienestar. Solo esperan de Dios la “consolación” que necesita su pueblo, la “liberación” que llevan buscando generación tras generación, la “luz” que ilumine las tinieblas en que viven los pueblos de la tierra. Ahora sienten que sus esperanzas se cumplen en Jesús.
Esta fe sencilla que espera de Dios la salvación definitiva es la fe de la mayoría. Una fe poco cultivada, que se concreta casi siempre en oraciones torpes y distraídas, que se formula en expresiones poco ortodoxas, que se despierta sobre todo en momentos difíciles de apuro. Una fe que Dios no tiene ningún problema en entender y acoger.
José Antonio Pagola
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