Los cristianos de todos los tiempos se han sentido atraídos por la escena llamada tradicionalmente “La transfiguración del Señor”. Sin embargo, a los que pertenecemos a la cultura moderna no se nos hace fácil penetrar en el significado de un relato redactado con imágenes y recursos literarios, propios de una “teofanía” o revelación de Dios.
El rostro del Transfigurado no quiere rostros desfigurados
Génesis 15,5-12.17-18; Salmo 26; Filipenses 3,17-4,1; Lucas 9,28-36
Reflexiones
¡Contemplar el rostro! La antífona de entrada nos brinda una clave de lectura del Evangelio de la Transfiguración y de otros textos bíblicos y litúrgicos de este domingo: “Busquen mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro”. Una respuesta a tan insistente súplica llega desde un monte, donde Jesús se transfiguró ante tres discípulos escogidos: “el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos” (v. 29). La Transfiguración que los tres evangelistas sinópticos nos narran es un pasaje misterioso, difícil de interpretar, porque presenta una experiencia en el límite entre lo humano y lo divino; usa un lenguaje simbólico, frecuente en la Biblia, toda vez que se habla de manifestaciones de Dios: monte, nube, luz, voz... Para los tres discípulos fue una experiencia fuerte, entusiasmante: Es bueno estarnos aquí, exclama Pedro.
Los evangelistas insisten sobre el resplandor luminoso que manifiesta al exterior la identidad de Jesús; en efecto, la luz es signo del mundo de Dios, del gozo, de la fiesta. Aquí la luz no viene de afuera, sino que mana desde dentro de la persona de Jesús. Con razón, Lucas subraya que Jesús “subió a lo alto de la montaña, para orar, y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió” (v. 28-29). De la relación con su Padre, Jesús sale dinámicamente transformado: la plena identificación con el Padre resplandece en su rostro. La oración transforma, te cambia la vida, te ayuda a mirar la realidad de manera diferente, con los ojos de la fe. En esa experiencia sobre el monte los discípulos intuyen que el rostro de Jesús revela el rostro de Dios, que ese hombre Jesús es realmente el Mesías. Lo entenderán plenamente cuando Él resucite (cfr. Mt 17,9), y también los discípulos serán radicalmente transformados: entonces lo comprenderán y lo anunciarán a toda criatura (cfr. Mc 16,15).
El camino de transformación interior es el mismo para Jesús que para el discípulo y el apóstol: la oración, vivida como escucha-diálogo de fe y de humilde abandono en Dios, tiene la capacidad de transformar la vida del cristiano y del misionero. En efecto, la oración es la experiencia fundante de la misión. Esta fue también la experiencia de Pedro, muy convencido de no haber seguido “fábulas ingeniosas”, habiendo sido “testigo ocular… estando con Él en el monte santo” (2P 1,16.18). Entre la confusión y el susto (v. 33.34), Pedro hubiera querido evitar ese misterioso éxodo -esa extraña salida que se iba a consumar en Jerusalén- del que hablaban Moisés y Elías con Jesús (v. 31); hubiera querido detener en el tiempo esa hermosa visión del Reino (v. 33) como una perenne fiesta de las Tiendas (Zac 14,16-18). “¡Escúchenlo!” dijo la voz desde la nube (v. 36). Escuchar, contemplar, en silencio… Es esta la primera actitud necesaria en presencia de lo sagrado: de Dios, de la Eucaristía, de los santos…
Pedro ha tenido que salir de sus esquemas mentales -meramente humanos- para entrar en la manera de pensar de Dios (Mt 16,23). Lo mismo ocurrió con Abrahán (I lectura), del cual el segundo domingo de Cuaresma nos suele presentar unos aspectos de la vida (la llamada, el hijo Isaac, la alianza). A Él -anciano, sin tierra y sin hijos- Dios promete una tierra y una descendencia, pero le pide a cambio la absoluta adhesión del corazón, la fidelidad a la alianza (v. 18). Abrahán aprende que el hecho de creer no es una acción periférica, marginal, sino el desplazamiento del eje de gravedad de la vida sobre Dios. Por la fe, como explica S. Pablo (II lectura), tenemos la fuerza de permanecer firmes en el Señor (v. 4,1) aun en medio de las pruebas, no “como enemigos de la cruz de Cristo” (v. 18), sino como amigos que lo esperan como Salvador (v. 20).
El rostro transfigurado y fascinante de Jesús es un preludio de su realidad post-pascual y definitiva; la misma que se nos ha prometido a nosotros. En esta vocación a la vida y a la gloria se funda la dignidad de cada persona humana, que por ningún motivo ha de sufrir desfiguraciones. Lamentablemente, también hoy, en todos los países, el rostro de Jesús es a menudo desfigurado en muchos rostros humanos, como afirman los Obispos latinoamericanos en el documento de Puebla (México, 1979): rostros de niños enfermos, abandonados, explotados; rostros de jóvenes desorientados y frustrados; rostros de indígenas y de afroamericanos marginados; rostros de campesinos relegados y explotados; rostros de obreros mal retribuidos, desempleados, despedidos; rostros de ancianos marginados de la sociedad familiar y civil (n. 31-43). La lista podría ampliarse con las situaciones que cada cual conoce en su ambiente. Se trata de llamadas apremiantes a la conciencia de los responsables de las naciones y a los misioneros del Evangelio. Misión es devolver y garantizar la dignidad y la sonrisa a los rostros afeados y desfigurados.
Parola del Papa
«Proprio seminando per il bene altrui partecipiamo alla magnanimità di Dio… Seminare il bene per gli altri ci libera dalle anguste logiche del tornaconto personale e conferisce al nostro agire il respiro ampio della gratuità, inserendoci nel meraviglioso orizzonte dei benevoli disegni di Dio. La Parola di Dio allarga ed eleva ancora di più il nostro sguardo: ci annuncia che la mietitura più vera è quella escatologica, quella dell’ultimo giorno, del giorno senza tramonto. Il frutto compiuto della nostra vita e delle nostre azioni è il “frutto per la vita eterna” (Gv 4,36), che sarà il nostro “tesoro nei cieli” (Lc 12,33; 18,22). Gesù stesso usa l’immagine del seme che muore nella terra e fruttifica per esprimere il mistero della sua morte e risurrezione (cfr. Gv 12,24)… Questa speranza è la grande luce che Cristo risorto porta nel mondo».
Papa Francesco
Messaggio per la Quaresima del 2022, n. 1
P. Romeo Ballan, MCCJ
Lucas 9,28-36
Conviene que recordemos brevemente este texto, que reproducen los tres sinópticos: Mateo, Marcos y Lucas- en su contexto. El Maestro, a quien Pedro acaba de reconocer como “el Hijo del Dios”, comienza “a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y que tenía que sufrir mucho”.
“Ocho días después”, dice el evangelista, es decir, una semana después, Jesús tomó a sus tres discípulos más íntimos y los llevó al monte a solas. Allí Jesús se transfigura y los discípulos tienen una experiencia muy especial. En este relato yo resalto los siguientes elementos:
El monte. Implica alejamiento de la rutina diaria con lo que se rompe el ritmo de lo acostumbrado, de lo aceptado como norma de vida por todos; el contacto con la naturaleza, no manipulada por el hombre, un espacio físico que el ser humano no controla y que, por tanto, le ayuda a encontrarse con lo que está más allá de sí mismo o de la sociedad; un lugar donde es posible percibir cosas nuevas sobre uno mismo, la realidad que nos rodea, el misterio divino…
Rostro y vestidos brillantes. Con ello el evangelista parece querer decirnos que los discípulos vieron a Jesús desde otra perspectiva. Los discípulos tienen una experiencia de Jesús que va más allá de su apariencia física de hijo de María, vecino de Nazaret y predicador ambulante. Es una experiencia que han tenido después muchos santos, empezando por San Pablo. Es la experiencia pascual que ayudó a los discípulos a poner en su lugar la cruz y el duro trabajo del Reino.
La Ley y los profetas. Moisés y Elías conversan con el Maestro. Nuevo y Viejo Testamento se dan la mano, dentro de un plan general de revelación y salvación. Para entender a Jesús es importante dialogar con la Ley y los profetas del A.T. Para entender a estos es importante volver la mirada a Jesús.
El Gozo del encuentro. “Qué bien se está aquí”. Una y otra vez los discípulos de Jesús, de entonces y de ahora, experimentan que la compañía de Jesús les calienta el corazón, les hace sentirse bien. Les pasó a los discípulos de Emaús, a Pablo que fue “llevado al quinto cielo”, a Simone Weil, a Paul Claudel y a tantos santos. El encuentro con el Señor, también ahora, produce una sensación de plenitud, de que uno ha encontrado lo que más busca en la vida.
La revelación del Padre. “Este es mi hijo amado. Escuchadlo”. Los discípulos comprendieron que en su amigo Jesús Dios se revelaba en su grandiosa misericordia. Y que, desde ahora, su palabra sería la que señalara el rumbo de su vida, lo que estaba bien y mal, las razones de vivir… Todos buscamos “a tientas” el rostro de Dios. Algunos lo buscan siguiendo las enseñanzas de Buda, o de antiguos escritos, o de nuevas teorías (New Age), o del placer material, del orgullo de sus propios éxitos… Los discípulos tuvieron la sensación de que Jesús es el rostro del Padre. Nosotros somos herederos de esta experiencia y pedimos al Espíritu que la renueve en nosotros.
El temor ante la grandeza de esta experiencia. Los que tienen una experiencia del misterio divino no se vuelven orgullosos, sino temerosos, como Pedro ante la pesca milagrosa: “Aléjate de mí que soy pecador”. Es como quien descubre un gran amor; le da alegría, pero teme no ser digno o no estar a la altura.
El ánimo de Jesús. “No teman. Levántense”. Vamos a bajar del monte. Volvamos a la vida ordinaria. Sigamos trabajando como siempre, gastando nuestras energías en las mil y una peripecias de la vida, con éxitos y fracasos, con alegrías y penas, pero con el corazón caliente, animado, consolado, fortalecido para acoger la misión que el Padre nos encomienda y realizarla sin temor.
P. Antonio Villarino
Bogotá
ESCUCHAR A JESÚS
José A. Pagola
Los cristianos de todos los tiempos se han sentido atraídos por la escena llamada tradicionalmente “La transfiguración del Señor”. Sin embargo, a los que pertenecemos a la cultura moderna no se nos hace fácil penetrar en el significado de un relato redactado con imágenes y recursos literarios, propios de una “teofanía” o revelación de Dios.
Sin embargo, el evangelista Lucas ha introducido detalles que nos permiten descubrir con más realismo el mensaje de un episodio que a muchos les resulta hoy extraño e inverosímil. Desde el comienzo nos indica que Jesús sube con sus discípulos más cercanos a lo alto de una montaña sencillamente “para orar”, no para contemplar una transfiguración.
Todo sucede durante la oración de Jesús: “mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió”. Jesús, recogido profundamente, acoge la presencia de su Padre, y su rostro cambia. Los discípulos perciben algo de su identidad más profunda y escondida. Algo que no pueden captar en la vida ordinaria de cada día.
En la vida de los seguidores de Jesús no faltan momentos de claridad y certeza, de alegría y de luz. Ignoramos lo que sucedió en lo alto de aquella montaña, pero sabemos que en la oración y el silencio es posible vislumbrar, desde la fe, algo de la identidad oculta de Jesús. Esta oración es fuente de un conocimiento que no es posible obtener de los libros.
Lucas dice que los discípulos apenas se enteran de nada, pues “se caían de sueño” y solo “al espabilarse”, captaron algo. Pedro solo sabe que allí se está muy bien y que esa experiencia no debería terminar nunca. Lucas dice que “no sabía lo que decía”.
Por eso, la escena culmina con una voz y un mandato solemne. Los discípulos se ven envueltos en una nube. Se asustan pues todo aquello los sobrepasa. Sin embargo, de aquella nube sale una voz: “Este es mi Hijo, el escogido. Escuchadle”. La escucha ha de ser la primera actitud de los discípulos.
Los cristianos de hoy necesitamos urgentemente “interiorizar” nuestra religión si queremos reavivar nuestra fe. No basta oír el Evangelio de manera distraída, rutinaria y gastada, sin deseo alguno de escuchar. No basta tampoco una escucha inteligente preocupada solo de entender.
Necesitamos escuchar a Jesús vivo en lo más íntimo de nuestro ser. Todos, predicadores y pueblo fiel, teólogos y lectores, necesitamos escuchar su Buena Noticia de Dios, no desde fuera sino desde dentro. Dejar que sus palabras desciendan de nuestras cabezas hasta el corazón. Nuestra fe sería más fuerte, más gozosa, más contagiosa.
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Comentario sobre el evangelio de la Transfiguración
de Mauricio Zúndel
Homilía en el Cairo, en 1966. Inédita.
La Cruz no es un fin sino un camino que revela la plenitud y la libertad infinita de la vida que debemos llevar como un evangelio. El mundo tiene necesidad de un espacio infinito, el verdadero mundo no existe todavía, existirá si el hombre lo construye. Cristo nos invita a la alegría y a la apertura del alma.
La Cruz revela un camino
El comentario más hermoso del Evangelio de la Transfiguración es la frase de una niñita el día de su primera comunión: “¡Él me eclipsa!”¡ Qué profunda experiencia en esa frase! Representa una confidencia tan auténtica y admirable. “A mí ¡Él me eclipsa!”¡ Qué mayor beneficio que ése! ¡Qué gracia más grande, qué realización más profunda para llevar al universo su luz y su alegría!
La Cruz es símbolo de la gracia. Es la señal del cristiano, pero es el aspecto de la Nueva Alianza. La Cruz manifiesta un don infinito de amor que revela la grandeza de Dios y la nuestra. Justamente, lo que la Transfiguración nos muestra es que la Cruz no es el fin sino el camino. Ella revela la libertad infinita de nuestra vida. Es la plenitud, el infinito dentro de nosotros, en cada uno, como un evangelio que debemos llevar y realizar en todo el universo.
El mundo tiene necesidad de un espacio infinito
La ciencia concibió un cerebro electrónico más poderoso que el nuestro. Nos introduce en un universo de robots, en que el hombre se vuelve inútil, en que se puede imaginar una ciencia organizada por autómatas. Y tal mundo es ´legítimo en sí, en la medida en que ofrece a la libertad instrumentos perfectos, pero sin libertad, sin amor, todo eso es caricatura de la vida, todo eso hace imposible el despliegue de energías que hay en nosotros, todo eso no corresponde a los sueños que llevamos en el corazón.
Ese mundo necesita ahora un espacio infinito e ilimitado que sólo nosotros podemos crear. Porque existe un mundo verdadero que aún no existe, pero que será en la medida en que lo querremos. Toda nuestra capacidad de sufrir, todos los desgarres que pueden hacer de nuestra vida un valle de lágrimas, no son sino la revelación en negativo de nuestra capacidad de alegría, de grandeza y de transfiguración. Si el hombre puede sufrir, es que está llamado a una grandeza infinita. Si nos pueden desgarrar, es que tenemos una vocación de bien infinito.
El mundo debe llegar a ser realmente transfigurado
Y ¿Cómo realizar esta vocación de vida? ¿Cómo ser capaz de poseer una libertad cada vez más amplia y más universal? ¿Cuál es el secreto de nuestra grandeza? ¿Cómo será el mundo verdaderamente un mundo transfigurado, ese sol, esa luz, sino por ese Amor del que la niñita decía: “Él me eclipsa” ? la luz solo puede nacer de la distancia de nosotros a nosotros mismos, de la liberación del universo, en el movimiento oblativo de una desapropiación radical. A eso nos invita Cristo, a la alegría, a la apertura del alma, pero justamente por el vacío que se debe realizar en nosotros a fin de dar el espacio en que la grandeza pueda manifestarse y comunicarse. ¡Qué de sufrimientos hay en el mundo! ¡Cuánta desesperanza! Pero todo eso puede ser iluminado, todo eso puede convertirse en capacidad creadora en la medida en que el amor de Dios nos anima, en la medida en que lo dejemos comunicar en el silencio del alma, a través de nosotros.
La Cruz es el camino abierto para el advenimiento de un universo transfigurado
¡Ah, cuánta necesidad tiene Dios de nosotros! ¡Y cómo suspira por él la humanidad! Toda nuestra potencia técnica necesita ser equilibrada por el don de un amor sin retorno, y de ese amor solo podemos tomar conciencia y solo podemos ver a Dios en el universo que puede nacer de cada latido de nuestro corazón.
La Cruz no es el fin. El fin es la alegría. El sufrimiento solo puede ser instrumento de nuestra grandeza y, finalmente, nuestra grandeza está en ser espacio de luz y amor, en hacer de nuestra existencia una realidad oblativa y hacer de todo nuestro ser una relación de amor con el Dios que es el eterno Amor. La Cruz no es dolorismo. Es el camino abierto para una libertad creadora y en fin para el advenimiento de un universo transfigurado. “¡Amigo mío, sube más arriba!”
“Él me eclipsa.” Entremos en ese misterio por una desapropiación cada vez más profunda de nosotros mismos. Él es el sol que hace cantar los vitrales. De eso se trata, ¡de que seamos el vitral donde pueda brillar el sol divino! Pidamos a Cristo pidámosle al Señor que nos sane de nosotros mismos y que haga de nosotros un vitral donde transparente el sol divino escondido en nuestros corazones y confiado a la generosidad de nuestro amor.
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