En nuestro camino cuaresmal, los domingos pasados han puesto en el centro el anuncio de la misericordia de Dios y la invitación a la conversión. Hoy este itinerario alcanza su culmen con el Evangelio de la mujer sorprendida en flagrante adulterio. [...]

Miseria y Misericordia

Vete, y en adelante no peques más!”
Juan 8,1-11

En nuestro camino cuaresmal, los domingos pasados han puesto en el centro el anuncio de la misericordia de Dios y la invitación a la conversión. Hoy este itinerario alcanza su culmen con el Evangelio de la mujer sorprendida en flagrante adulterio. Este pasaje (Juan 8,1-11) ha tenido una historia complicada: ausente en los manuscritos más antiguos, ignorado por los Padres latinos hasta el siglo IV y nunca comentado por los Padres griegos del primer milenio. Es como una página arrancada de su contexto original e insertada aquí en el Evangelio de Juan. Sin embargo, muchos estudiosos creen que podría pertenecer a san Lucas, el evangelista de la misericordia.
Este fragmento resultaba incómodo, ya que contradecía la estricta praxis penitencial de los primeros siglos, según la cual los pecados más graves —homicidio, adulterio y apostasía— solo podían ser perdonados una vez en la vida. En el fondo, incluso hoy nos cuesta superar la lógica de la justicia para abrazar plenamente la mentalidad de la misericordia.

¿Tú qué opinas?

La escena ocurre por la mañana en el Templo, donde Jesús enseñaba al pueblo. Los escribas y fariseos le traen a una mujer sorprendida en adulterio, la colocan en medio y le dicen: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos mandó apedrear a mujeres como esta. ¿Tú qué dices?”.

El evangelista añade que decían esto para ponerlo a prueba. La mujer es solo un pretexto: el verdadero acusado es él, Jesús, y su misericordia. Quieren ver cómo sale de esta situación. Si duda en aplicar la Ley, pueden acusarlo ante el Sanedrín; si en cambio se pronuncia a favor de la condena, se ganaría la antipatía del pueblo, que lo veía como un maestro bueno y compasivo.

La práctica de condenar a muerte a los adúlteros era común en el antiguo Oriente Medio: una práctica bárbara que, lamentablemente, aún persiste en algunos países islámicos. También se encuentra en el libro del Levítico 20,10: “Si un hombre comete adulterio con la esposa de su prójimo, el adúltero y la adúltera serán condenados a muerte” (cf. Dt 22,22). Era un medio disuasorio contra el adulterio, pero en la práctica no se aplicaba estrictamente en tiempos de Jesús. Además, aquí solo está la mujer adúltera. ¿Y el adúltero, dónde está? La Ley, por tanto, no se aplica con imparcialidad.

Jesús, en vez de responder, se agacha y se pone a escribir con el dedo en el suelo, en silencio. ¿Qué escribe? ¿Los pecados de los acusadores, como sugiere san Jerónimo? ¡Cuántas conjeturas se han hecho al respecto! La explicación, probablemente, es mucho más sencilla: garabatear en el suelo podría haber sido una forma de tomarse un momento, reflexionar, preparar una respuesta o incluso calmar la irritación provocada por la pregunta.

Solo tres veces en las Escrituras encontramos la expresión “escribir con el dedo”. La primera está en Éxodo 31,18: el dedo de Dios escribe la Ley sobre las tablas de piedra; la segunda, en el pasaje paralelo de Deuteronomio 9,10; y la tercera, en el libro del profeta Daniel, capítulo 5, cuando el dedo de una mano escribe tres palabras en la pared del salón del banquete donde el rey Belsasar profana los vasos sagrados del Templo de Jerusalén.

¿Qué escribe Jesús? La nueva ley del amor y de la misericordia, escrita en el polvo del que fuimos formados, sobre la fragilidad de nuestra carne, en nuestra vida marcada por la infidelidad y el pecado. Es la nueva ley que Dios prometió escribir en el corazón del creyente (Jeremías 31,31-34).

¡El que esté sin pecado, que tire la primera piedra!

Jesús permanecía en silencio. Pero como insistían en preguntarle, se enderezó y les dijo: “El que de vosotros esté sin pecado, que arroje la primera piedra contra ella”. Luego, inclinándose de nuevo, escribía en el suelo.

Jesús no niega la Ley, pero invita a aplicarla antes que nada a uno mismo. Todos esperan que alguien “sin pecado” lance la primera piedra. Pero en vano. Y entonces, uno tras otro, se van. Llegaron juntos, seguros de sí mismos; se marchan confundidos, poco a poco, empezando por los más ancianos. Allí quedan, en el suelo, las piedras. Y con ellas, también las máscaras de quienes se habían presentado como jueces justos.

Los acusadores de la mujer se ven obligados a mirar en su interior, a confrontarse también ellos con la Ley de Moisés. Y se encuentran en el lugar de la mujer. Si miramos de verdad dentro de nosotros mismos, ya no podemos condenar a nadie. A menudo, inconscientemente, al no poder vencer el mal que habita en nosotros, tratamos de combatirlo fuera —en los demás— y así terminamos sintiéndonos en paz. Es entonces cuando interviene la lógica del grupo: basta que alguien lance la primera piedra para que todos los demás lo sigan. Así, nadie asume la responsabilidad de las piedras arrojadas. Si no combatimos el mal dentro de nosotros, siempre será el otro, el enemigo a eliminar.

Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?

Todos se han marchado. ¿Derrotados o convencidos? No se sabe. Y la mujer quedó allí, sola, en medio. De un lado la miseria, del otro la misericordia, comenta san Agustín. Entonces Jesús se enderezó de nuevo, la miró y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?” Ella respondió: “Nadie, Señor”.

Jesús se “enderezó” para mirarla. Según el sentido literal del verbo griego, Jesús se “endereza”, no “se pone de pie”. Él permanece sentado, abajo: no nos mira desde lo alto, sino desde abajo, porque ha venido a ocupar el último lugar.

En ese momento, las miradas se cruzan: la de la mujer, avergonzada, temerosa y triste; y la de Jesús, pura, dulce y compasiva. Es una mirada distinta, única, que la mujer no había conocido nunca.
“Lo que salva es la mirada”, dice Simone Weil. El cristiano está llamado a reflejar esa mirada cada mañana, para tomar conciencia de cuánto es amado y para purificar su propia mirada sobre los demás y sobre la realidad.

Jesús la llama “Mujer”, como también llama a su Madre en el Evangelio de Juan. Así le devuelve su dignidad. Y ella, la Mujer, lo llama “Señor”, el Señor que le salvó la vida.
Esta mujer nos representa a todos nosotros, “adúlteros”, infieles al Esposo. También nosotros formamos parte de la “generación adúltera y pecadora” (Marcos 8,38).

¡Vete, y en adelante no peques más!

Entonces Jesús dijo: “Tampoco yo te condeno”, porque “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él” (Juan 3,17).
“¡Vete, y en adelante no peques más!” Estás libre de tu pasado. La vida vuelve a estar en tus manos. ¡Puedes empezar una vida nueva!

Estas mismas palabras se nos dirigen a nosotros en esta Cuaresma. Muchas veces nuestra vida está atrapada en el pasado: por nuestros fracasos, por el remordimiento de las oportunidades perdidas, por nuestros pecados... Pero el Señor nos dice: “No recordéis lo pasado, no penséis más en lo antiguo. Mirad que yo hago algo nuevo: ya está brotando, ¿no lo notáis?” (Isaías 43,16-21 – Primera Lectura).
Hagamos, entonces, como san Pablo: “Olvidando lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta” (Filipenses 3,8-14 – Segunda Lectura).

P. Manuel João Pereira Correia, MCCJ

Dios salva amando ¡No a pedradas!

Isaías 43,16-21; Salmo 125; Filipenses 3,8-14; Juan 8,1-11

Reflexiones
La “nueva vida” es el tema de las tres lecturas de este domingo. Jesús en el Evangelio devuelve la vida a la mujer adúltera: "Anda, y en adelante no peques más" (v. 11). Ya el profeta Isaías (I lectura) hablaba de vida a los exiliados en Babilonia prediciendo el retorno a la patria: “Miren que realizo algo nuevo, ya está brotando”. Dos signos elocuentes acompañan la promesa: un camino en el desierto y ríos en la estepa (v. 19). Para san Pablo (II lectura) la vida nueva es una persona, Jesucristo, el único tesoro, ante el cual todo lo demás es pérdida y basura (v. 8). Él es la única meta hacia la cual hay que correr con tesón. Pablo no siente este compromiso como un peso, sino como una respuesta de amor hacia Cristo que por él se ha entregado (v. 12.14). De esta experiencia nace el impulso misionero de Pablo.

“Al amanecer” (Evangelio), sobre la explanada del templo de Jerusalén, comenzó la vida nueva también para una mujer “sorprendida en flagrante adulterio” (v. 2.4). Una mujer que, según la ley, debía ser lapidada, es arrojada como un guiñapo delante de Jesús, la única acusada de una culpa que, por definición, supone la existencia de un cómplice, el cual, sin embargo, se ha volatilizado hábilmente... Jesús la salva de las pedradas con gestos sorprendentes, que provocan un cambio total de la situación. Ante todo, el silencio desarmante de Jesús, luego esos signos escritos con el dedo en el suelo, que la historia nunca logrará descifrar (v. 6.8), y por fin el desafío a lanzar la primera piedra (v. 7). Son gestos que desenmascaran la hipocresía de esos acusadores legalistas con corazón de piedra. Su trampa para poder acusar a Jesús era (casi) perfecta: si él salva a la mujer, va en contra de la Ley; si la condena a ser matada, va en contra del Imperio romano, que se había reservado el derecho de una ejecución mortal. Jesús sortea todas las trampas y va al meollo del problema y de la solución: apela a la conciencia de los acusadores.  

Al final, quedan solos la mujer y Jesús: “la mísera y la misericordia”, comenta san Agustín. Jesús habla a la mujer: nadie le había hablado, la habían llevado a empujones y con acusaciones. Jesús le habla no con el lenguaje de la calle, sino con respeto, reconociendo su dignidad; la llama ‘mujer’, como Él solía llamar a su madre (Jn 2,4; 19,26). Jesús distingue entre ella - mujer frágil, ciertamente - y su error, que Él no aprueba: el adulterio es y sigue siendo un pecado (Mt 5,32), incluso en el caso de un deseo deshonesto (Mt 5,28; y el IX mandamiento). Él condena el pecado, pero no a la pecadora; no se detiene a analizar el pasado; relanza la vida, la abre nuevamente al futuro. El meollo de la narración no es el pecado, sino el corazón de Dios que ama y quiere que nosotros vivamos. Esta es la imagen de Dios-amor que Jesús quiere transmitir: que la mujer experimente que Dios la ama como ella es. De este modo, sintiéndose respetada, amada, protegida, la mujer está en condiciones de acoger la invitación de Jesús a no pecar más (v. 11). Dios salva amando, no a golpes de ley o a pedradas. ¡Solo el amor convierte y salva! Esa mujer encuentra a Jesús que le cambia la vida, vive así su Pascua: ¡ha resucitado!

Este incómodo pasaje evangélico ha tenido una historia atormentada: varios códices antiguos lo omiten, otros lo desplazan de lugar. Algunos piensan que el autor no es Juan sino Lucas, debido al estilo y al mensaje muy similares a la parábola del padre misericordioso (ver Lucas 15, en el Evangelio del domingo pasado), con los diferentes personajes: la mujer en el papel del hijo menor; los escribas y los fariseos alineados con el hijo mayor; y Jesús en el perfecto rol del Padre. Lo subraya también un conocido autor moderno: «Un texto insoportable, que falta en varios manuscritos. La conciencia moral y la conciencia religiosa de los hombres no pueden admitir que Cristo se niegue a condenar a la mujer... Ella ha sido sorprendida en flagrante delito; ha cometido uno de los pecados más graves que la Ley conozca... Cristo confunde a los acusadores recordándoles la universalidad del mal: ellos también, espiritualmente, son unos adúlteros; ellos también, de una u otra manera, han traicionado el amor. “El que esté sin pecado...” Nadie está sin pecado, y Él concluye diciendo: “Anda y en adelante no peques más”. Una frase que abre un nuevo porvenir» (Olivier Clément).

Este pasaje evangélico constituye una intensa página de metodología misionera para el anuncio, la conversión, la educación a la fe y a los valores de la vida. El amor genera y regenera a la persona, la hace libre; Jesús educa al amor vivido en libertad y con gratuidad. Tan solo con estas condiciones se entiende por qué debemos dejar caer de nuestras manos las piedras que quisiéramos arrojar a otros. El hecho de que los más viejos se vayan escabullendo (v. 9), ¿revela en ellos un sentido de culpa, de vergüenza, o de haber aprendido la lección? Finalmente, queda claro que todo el que trabaja o lucha honestamente por la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, en los diferentes ámbitos, tiene en Jesús a un precursor ideal, a un pionero y a un aliado.

Palabra del Papa

«Así encuadra san Agustín el final del Evangelio de hoy: “Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia” (In Io. Ev. tract. 33,5). Se fueron los que habían venido para arrojar piedras contra la mujer o para acusar a Jesús siguiendo la Ley… En cambio, Jesús se queda. Se queda, porque se ha quedado lo que es precioso a sus ojos: esa mujer, esa persona. Para Él, antes que el pecado está el pecador. Yo, tú, cada uno de nosotros estamos antes en el corazón de Dios: antes que los errores, que las reglas, que los juicios y que nuestras caídas. Pidamos la gracia de una mirada semejante a la de Jesús, pidamos tener el enfoque cristiano de la vida, donde antes que el pecado veamos con amor al pecador, antes que los errores a quien se equivoca, antes que la historia a la persona».
Papa Francisco
Homilía en la liturgia penitencial, 29-3-2019

P. Romeo Ballan, MCCJ

Jesús y la pecadora

Comentario a Jn 8, 1-11

Este texto emblemático que leemos hoy tiene muchas dimensiones. Me detengo en la actitud de Jesús hacia aquella mujer pecadora. Es interesante que Jesús no hace grandes discursos. Sus palabras son muy escuetas. Podemos detectar tres niveles:

-Un gesto que reconoce el pecado como una experiencia universal.
A veces cuando pecamos, tenemos un sentido exagerado de la enormidad de lo que hemos hecho. Nos abruma el orgullo herido de que precisamente nosotros hayamos hecho eso. ¿Cómo es posible que hayamos caído tan bajo? ¡Qué vergüenza tener que confesarlo! 
Es curioso que esta experiencia es la misma que nos transmite la parábola del Hijo pródigo: El muchacho pecador se avergüenza de lo que ha hecho, sólo cuando se ve reducido a una piltrafa humana reconoce su fallo, cuando no tiene más remedio. Entonces, deseoso de vivir a pesar de todo, está dispuesto a humillarse, reconocer su pecado ante el Padre.
Éste, como ha hecho Jesús en este episodio, no dice nada: Simplemente le echa los brazos al cuello.
Más que el pecado mismo nos duele el hecho de que se sepa, de que nuestra imagen sufra a los ojos de los otros. Nos pasa a casi todos. Lo que nos duele en la experiencia del pecado es el sentirnos particularmente malos, el perder la propia estima y la de los demás. Jesús, con su simple gesto, dice: Ella no es tan diferente de nosotros. Por eso invita a no juzgar y a no abrumarse. Simple realismo: ni soy inocente, ni me he convertido en la personificación del mal.
-Una palabra liberadora: Yo tampoco te condeno. 
Es difícil decir una frase más corta y más liberadora, una palabra que acompaña al gesto para reafirmar su valor liberador. ¿No les pasa a ustedes que uno va a confesarse, siempre un poco avergonzado, y no tiene ninguna gana de que el cura le eche un sermón? Si uno ya sabe todo eso que le dicen…. Uno sólo espera que le digan: Tus pecados son perdonados. Y a otra cosa.
-Una palabra de futuro.
Puedes irte y no vuelvas a pecar. Hay que situarse en la experiencia de la pecadora. Su pecado llevaba acarreada la muerte física. No tenía ningún futuro. Jesús le dice: La vida no ha terminado, se puede empezar de nuevo. En ella se cumple la promesa bíblica: Haré surgir ríos en el desierto y labraré surcos en el mar. El perdón se convierte en alegría y compromiso, tal como lo expresa una vez más el bello salmo 50:
“Hazme sentir el gozo y la alegría,
y exultarán los huesos quebrantados…
Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio,
Renueva dentro de mí un espíritu firme…
Devuélveme el gozo de tu salvación,
Afirma en mí un espíritu magnánimo;
Enseñaré a los malvados tus caminos,
Los pecadores volverán a ti….
Mi lengua proclamará tu fidelidad”.

P. Antonio Villarino
Bogotá

Juan 8,1-11

TODOS NECESITAMOS PERDÓN
José A. Pagola

Según su costumbre, Jesús ha pasado la noche a solas con su Padre querido en el Monte de los Olivos. Comienza el nuevo día, lleno del Espíritu de Dios que lo envía a “proclamar la liberación de los cautivos […] y dar libertad a los oprimidos”. Pronto se verá rodeado por un gentío que acude a la explanada del templo para escucharlo.

De pronto, un grupo de escribas y fariseos irrumpe trayendo a “una mujer sorprendida en adulterio”. No les preocupa el destino terrible de la mujer. Nadie le interroga de nada. Está ya condenada. Los acusadores lo dejan muy claro: “En la Ley de Moisés se manda apedrear a las adúlteras. Tú, ¿qué dices?”

La situación es dramática: los fariseos están tensos, la mujer, angustiada; la gente, expectante. Jesús guarda un silencio sorprendente. Tiene ante sí a aquella mujer humillada, condenada por todos. Pronto será ejecutada. ¿Es esta la última palabra de Dios sobre esta hija suya?

Jesús, que está sentado, se inclina hacia el suelo y comienza a escribir algunos trazos en tierra. Seguramente busca luz. Los acusadores le piden una respuesta en nombre de la Ley. Él les responderá desde su experiencia de la misericordia de Dios: aquella mujer y sus acusadores, todos ellos, están necesitados del perdón de Dios.

Los acusadores sólo están pensando en el pecado de la mujer y en la condena de la Ley. Jesús cambiará la perspectiva. Pondrá a los acusadores ante su propio pecado. Ante Dios, todos han de reconocerse pecadores. Todos necesitamos su perdón.

Como le siguen insistiendo cada vez más, Jesús se incorpora y les dice: “Aquel de vosotros que no tenga pecado puede tirarle la primera piedra”. ¿Quiénes sois vosotros para condenar a muerte a esa mujer, olvidando vuestros propios pecados y vuestra necesidad del perdón y de la misericordia de Dios?

Los acusadores se van retirando uno tras otro. Jesús apunta hacia una convivencia donde la pena de muerte no puede ser la última palabra sobre un ser humano. Más adelante, Jesús dirá solemnemente: “Yo no he venido para juzgar al mundo, sino para salvarlo”.

El diálogo de Jesús con la mujer arroja nueva luz sobre su actuación. Los acusadores se han retirado, pero la mujer no se ha movido. Parece que necesita escuchar una última palabra de Jesús. No se siente todavía liberada. Jesús le dice “Tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante no peques más”.

Le ofrece su perdón, y, al mismo tiempo, le invita a no pecar más. El perdón de Dios no anula la responsabilidad, sino que exige conversión. Jesús sabe que “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”
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La miseria y la misericordia, una frente a la otra
Papa Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma (cf. Jn 8, 1-11), es tan bonito, a mí me gusta mucho leerlo y releerlo. Nos presenta el episodio de la mujer adúltera, poniendo de relieve el tema de la misericordia de Dios, que nunca quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La escena ocurre en la explanada del Templo. Imagináosla allí, en el atrio [de la basílica de San Pedro]. Jesús está enseñando a la gente, y llegan algunos escribas y fariseos que conducen delante de Él a una mujer sorprendida en adulterio. Esa mujer se encuentra así en el medio entre Jesús y la multitud (cf. v. 3), entre la misericordia del Hijo de Dios y la violencia, la rabia de sus acusadores. En realidad ellos no fueron al Maestro para pedirle su opinión —era gente mala—, sino para tenderle una trampa. De hecho, si Jesús siguiera la severidad de la ley, aprobando la lapidación de la mujer, perdería su fama de mansedumbre y bondad que tanto fascina al pueblo; si en cambio quisiera ser misericordioso, debería ir contra la ley, que Él mismo dijo que no quería abolir sino dar cumplimiento (cf. Mt 5, 17). Y Jesús está en medio de esta situación.

Esta mala intención se esconde bajo la pregunta que le plantean a Jesús: «¿Tú que dices?» (v. 5). Jesús no responde, se calla y realiza un gesto misterioso: «inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra» (v. 7). Quizás hacía dibujos, algunos dicen que escribía los pecados de los fariseos… de cualquier manera, escribía, estaba en otro lado. De este modo invita a todos a la calma, a no actuar inducidos por la impulsividad, y a buscar la justicia de Dios. Pero aquellos malvados insisten y esperan de él una respuesta. Parecía que tenían sed de sangre. Entonces Jesús levanta la mirada y les dice: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra» (v. 7). Esta respuesta desubica los acusadores, los desarma a todos en el sentido estricto de la palabra: todos depusieron las «armas», o sea las piedras listas para ser arrojadas, tanto las visibles contra la mujer, como las escondidas contra Jesús. Y mientras el Señor sigue escribiendo en la tierra, haciendo dibujos, no sé…, los acusadores se van uno tras otro, con la cabeza baja, comenzando por los más ancianos que eran más conscientes de no estar sin pecado. ¡Qué bien nos hace ser conscientes de que también nosotros somos pecadores! Cuando hablamos mal de los otros —todas estas cosas que nosotros conocemos bien—, ¡qué bien nos hará tener el coraje de hacer caer en el suelo las piedras que tenemos para arrojárselas a los demás y pensar un poco en nuestros pecados!

Se quedaron allí solos la mujer y Jesús: la miseria y la misericordia, una frente a la otra. Y esto cuántas veces nos sucede a nosotros cuando nos detenemos ante el confesionario, con vergüenza, para hacer ver nuestra miseria y pedir el perdón. «Mujer, ¿dónde están?» (v. 10), le dice Jesús. Y basta esta constatación, y su mirada llena de misericordia y llena de amor, para hacer sentir a esa persona —quizás por primera vez— que tiene una dignidad, que ella no es su pecado, que ella tiene una dignidad de persona, que puede cambiar de vida, puede salir de sus esclavitudes y caminar por una senda nueva.

Queridos hermanos y hermanas, esa mujer nos representa a todos nosotros, que somos pecadores, es decir adúlteros ante Dios, traidores a su fidelidad. Y su experiencia representa la voluntad de Dios para cada uno de nosotros: no nuestra condena, sino nuestra salvación a través de Jesús. Él es la gracia que salva del pecado y de la muerte. Él ha escrito en la tierra, en el polvo del que está hecho cada ser humano (cf. Gén 2, 7), la sentencia de Dios: «No quiero que tu mueras, sino que tú vivas». Dios no nos clava a nuestro pecado, no nos identifica con el mal que hemos cometido. Tenemos un nombre y Dios no identifica este nombre con el pecado que hemos cometido. Nos quiere liberar y quiere que también nosotros lo queramos con Él. Quiere que nuestra libertad se convierta del mal al bien, y esto es posible —¡es posible!— con su gracia.

Que la Virgen María nos ayude a confiarnos completamente a la misericordia de Dios, para convertirnos en criaturas nuevas.

Angelus, 13.03.2016