Estamos en el segundo domingo del Tiempo Ordinario del año litúrgico. Después del Bautismo de Jesús celebrado el domingo pasado, hoy el Evangelio nos presenta el episodio de las bodas de Caná. Las fiestas de los Magos, el Bautismo de Jesús y la memoria de las bodas de Caná forman una tríada de “epifanías” – es decir, “manifestaciones” – que, según la antigua tradición cristiana, estaban incluidas en la fiesta de la Epifanía. (...)
Las bodas de Caná, la tercera epifanía
«Este fue el comienzo de los signos realizados por Jesús.»
Juan 2,1-11
Estamos en el segundo domingo del Tiempo Ordinario del año litúrgico. Después del Bautismo de Jesús celebrado el domingo pasado, hoy el Evangelio nos presenta el episodio de las bodas de Caná. Las fiestas de los Magos, el Bautismo de Jesús y la memoria de las bodas de Caná forman una tríada de “epifanías” – es decir, “manifestaciones” – que, según la antigua tradición cristiana, estaban incluidas en la fiesta de la Epifanía.
El milagro de la conversión del agua en vino, que tuvo lugar durante las bodas de una pareja anónima en Caná de Galilea, un pueblo cercano a Nazaret, se relata exclusivamente en el cuarto Evangelio. Aparentemente, se trata de un relato sencillo. Sin embargo, el hecho de que Jesús comenzara su vida pública con un prodigio como este resulta sorprendente. También llama la atención la importancia que el evangelista atribuye a este evento.
El papel secundario de los novios, el énfasis en María y Jesús como figuras centrales de la escena, y la elección de este milagro como “el comienzo de los signos” sugieren que, detrás de la aparente sencillez del relato, se oculta un significado más profundo. Los estudiosos consideran que este texto es una auténtica obra maestra joánica, rica en simbolismo. El relato es una fina trama de hilos que conecta numerosas referencias bíblicas.
Intentemos explorar algunos de estos hilos:
1. El pasaje comienza precisando que era “el tercer día”(un detalle omitido en el texto litúrgico). ¿A qué se refiere exactamente el evangelista? En el contexto judío, las bodas se celebraban los martes, el tercer día de la semana, que comenzaba después del sábado. Al conectar este “tercer día” con las referencias previas de “al día siguiente” (Jn 1,29.35.43), podemos observar una estructura simbólica: una semana inaugural (4+3), que recuerda la semana inicial de la creación. Además, en el Nuevo Testamento, el “tercer día” adquiere una connotación pascual: es el día de la resurrección. El cuarto Evangelio fue escrito a la luz del “tercer día”. Nosotros también estamos llamados a interpretar nuestra vida a la luz del “tercer día”. ¿Somos capaces de ver los eventos cotidianos desde la perspectiva de la Pascua del Señor?
2. «Hubo una boda en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús». ¿Por qué estaba María presente? Probablemente por algún vínculo familiar con los novios. Sin embargo, el evangelista nunca menciona el nombre de María, ni en este episodio ni al pie de la cruz (Jn 19,25-27). Para San Juan, el título de “madre de Jesús” es una expresión de honor que subraya su papel único. ¡Que también ella sea una invitada privilegiada en nuestros hogares!
3. «Jesús y sus discípulos también fueron invitados a la boda». Es la primera vez, en el Evangelio de Juan, que se menciona explícitamente al grupo de discípulos. A partir de este momento, ellos se convierten en la familia de Jesús y lo acompañan a todas partes. Nosotros también, como discípulos, estamos invitados hoy a estas bodas. Observemos que el primer encuentro no tiene lugar en el templo ni en la sinagoga, sino en una casa, en el contexto de una celebración, en un entorno secular. ¿Qué habrán pensado los antiguos discípulos de Juan el Bautista, tan austero? ¿Y qué piensan hoy los cristianos “serios” que consideran la vida cristiana como pura renuncia y sacrificio? Jesús, al participar en esta fiesta, nos invita a redescubrir a un Dios cercano, que celebra la vida con nosotros. ¿Qué imagen de Dios predomina en mi relación con el Señor?
4. «Cuando se acabó el vino, la madre de Jesús le dijo: “No tienen vino”». El vino es el protagonista del relato. Es símbolo de alegría. ¿Por qué se acabó? ¿El novio había calculado mal? Hay que recordar que las bodas duraban, por lo general, una semana. ¡Algunos incluso culpan a Jesús, que llegó con un numeroso grupo de discípulos! María nos enseña aquí el delicado y precioso ministerio de la intercesión: presentar al Señor las situaciones donde “falta el vino” en los lugares que frecuentamos.
5. «Jesús le respondió: “Mujer, ¿qué tiene que ver esto contigo y conmigo?”». Esta respuesta ha suscitado mucha controversia. ¿Por qué Jesús llama a María “Mujer”? También lo hace cuando la confía al discípulo amado al pie de la cruz. No se trata de un término frío o distante, como podría parecer. Al contrario, es un título cargado de significado simbólico. Pensemos en Eva, la Mujer, “madre de los vivientes” (Génesis 3,20). Mujer también simboliza a Israel (palabra femenina en hebreo), la esposa de Dios (ver la primera lectura de hoy). Mujer es también la representación de la Iglesia (Apocalipsis 12).
6. «Aún no ha llegado mi hora». ¿A qué hora se refiere? ¿Al inicio de su actividad? En el Evangelio de San Juan, Jesús utiliza esta expresión para referirse a la hora de su “glorificación” en la cruz. Aquí podemos notar una significativa diferencia entre los tiempos de Dios y los nuestros. Jesús dice a sus familiares, que lo presionaban para manifestarse en Jerusalén: «Mi tiempo aún no ha llegado; el tiempo de ustedes, en cambio, siempre está listo» (Jn 7,6). ¿No es a veces esta también nuestra pretensión, en la oración, de querer convencer a Dios de ajustar sus tiempos a los nuestros?
7. «Su madre dijo a los sirvientes: “Hagan todo lo que él les diga”». Es conmovedora la confianza humilde de María, así como es edificante la obediencia de los sirvientes (diakonois), que llenaron hasta el borde las seis tinajas, símbolo de imperfección (7-1). ¡Esta es la verdadera diaconía: hacer lo que el Señor nos dice, incluso cuando no comprendemos plenamente su significado!
8. «Esto, en Caná de Galilea, fue el comienzo de los signos realizados por Jesús; manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él». Este fue el primero de los siete signos/milagros. El último será la resurrección de Lázaro. ¿Cuál es la gloria de Jesús? La del Mesías. La sobreabundancia era el signo de la llegada de los tiempos mesiánicos: «La tierra dará sus frutos diez mil veces más; en una vid habrá mil sarmientos, cada sarmiento mil racimos, cada racimo mil uvas, y cada uva dará un kôr de vino» (Apocalipsis griego de Baruc, apócrifo del siglo I d.C.). Jesús es el Esposo y en Caná ya anuncia el banquete final que Juan contemplará en el Apocalipsis: «Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una novia adornada para su esposo» (21,2).
La epifanía de Jesús en las bodas de Caná nos invita a contemplar la vida como el lugar de la manifestación de Dios, aprendiendo a leer los signos de su presencia a la luz del “tercer día”, el día de la Pascua.
P. Manuel João Pereira Correia, mccj
UN GESTO POCO RELIGIOSO
José A. Pagola
Juan 2,1-11
“Había una boda en Galilea”. Así comienza este relato en el que se nos dice algo inesperado y sorprendente. La primera intervención pública de Jesús, el Enviado de Dios, no tiene nada de religioso. No acontece en un lugar sagrado. Jesús inaugura su actividad profética “salvando” una fiesta de bodas que podía haber terminado muy mal.
En aquellas aldeas pobres de Galilea, la fiesta de las bodas era la más apreciada por todos. Durante varios días, familiares y amigos acompañaban a los novios comiendo y bebiendo con ellos, bailando danzas festivas y cantando canciones de amor.
El evangelio de Juan nos dice que fue en medio de una de estas bodas donde Jesús hizo su “primer signo”, el signo que nos ofrece la clave para entender toda su actuación y el sentido profundo de su misión salvadora.
El evangelista Juan no habla de “milagros”. A los gestos sorprendentes que realiza Jesús los llama siempre “signos”. No quiere que sus lectores se queden en lo que puede haber de prodigioso en su actuación. Nos invita a que descubramos su significado más profundo. Para ello nos ofrece algunas pistas de carácter simbólico. Veamos solo una.
La madre de Jesús, atenta a los detalles de la fiesta, se da cuente de que “no les queda vino” y se lo indica a su hijo. Tal vez los novios, de condición humilde, se han visto desbordados por los invitados. María está preocupada. La fiesta está en peligro. ¿Cómo puede terminar una boda sin vino? Ella confía en Jesús.
Entre los campesinos de Galilea el vino era un símbolo muy apreciado de la alegría y del amor. Lo sabían todos. Si en la vida falta la alegría y falta el amor, ¿en qué puede terminar la convivencia? María no se equivoca. Jesús interviene para salvar la fiesta proporcionando vino abundante y de excelente calidad.
Este gesto de Jesús nos ayuda a captar la orientación de su vida entera y el contenido fundamental de su proyecto del reino de Dios. Mientras los dirigentes religiosos y los maestros de la Ley se preocupan de la religión, Jesús se dedica a hacer más humana y llevadera la vida de la gente.
Los evangelios presentan a Jesús concentrado, no en la religión sino en la vida. No es solo para personas religiosas y piadosas. Es también para quienes viven decepcionados por la religión, pero sienten necesidad de vivir de manera más digna y dichosa. ¿Por qué? Porque Jesús contagia fe en un Dios en el que se puede confiar y con el que se puede vivir con alegría, y porque atrae hacia una vida más generosa, movida por un amor solidario.
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Las bodas de Cana o el realismo cristiano
Maurice Zundel
A la vida ordinaria su nobleza y su belleza
Contra toda previsión, el evangelio más espiritual cobra un sentido muy concreto, que manifiesta el espíritu de Jesús y de María. Jesús es sensible a la confusión de esa familia en un día de bodas, que puede dejarla abochornada toda una vida. Él participa en esta catástrofe doméstica que en la circunstancia no permite a los esposos honorar a los invitados.
No hay que evadirse en un cielo imaginario, hay que darle a la vida la nobleza y la belleza que permitan afirmar la bondad de Dios. Es una muestra de autenticidad que Jesús comience por glorificar la vida en lo que parece más profano, esa fiesta de bodas cuya armonía inaugura toda la vida, y la intervención de Jesús tiene lugar a petición de María.
El amor del prójimo tiende a hacer la vida más hermosa y feliz. La caridad supera todos los milagros, es una atención amorosa hacia la vida para que el rostro de Dios pueda brillar.
El cristiano está llamado a concurrir a la alegría de los demás y los cristianos oran por la felicidad de los demás. Todas las oraciones, visiones, revelaciones o milagros responden a esa exigencia del amor del prójimo que tiende a hacerles la vida más hermosa y feliz. La caridad supera todos los milagros, es una atención amorosa hacia la vida para que el rostro de Dios pueda brillar.
Comenzar por lo más material para poder pensar de manera diferente
Glorificar el universo sensible, liberando el espíritu de las necesidades materiales y asegurándole al hombre un confort suficiente, se crea un espacio de luz que permite hacer del mundo una ofrenda de amor.
Justamente, se debe comenzar por las cosas más materiales, porque cuando se hace sentir la falta material, el hombre se aleja de Dios. Es necesario disponer de bienes materiales para no tener que pensar más en ellos, o mejor, para poder pensar en ellos de otro modo. Cuando tenemos lo necesario para vivir, podemos percibir la bondad de Dios más fácilmente.
Al glorificar el universo sensible, liberando el espíritu de las necesidades materiales y asegurándole al hombre un confort suficiente, se crea un espacio de luz que permite hacer del mundo una ofrenda de amor.
La liturgia exige nuestra presencia
Si la liturgia no lleva al silencio, falla en su primer objetivo. La soledad con Dios está en el centro de la comunidad cristiana cuando cada uno puede llegar a la Presencia de Dios.
Mientras más se sumerge el alma en la Presencia silenciosa se Dios, más capaz es de compartir la presencia de sus hermanos.
Jesús reúne toda la humanidad en torno a la mesa eucarística. La Cena tiene como condición esencial la reunión de todas las almas. Debemos instalar toda la humanidad entre Él y nosotros.
Jesús no hizo ningún discípulo antes de morir; trató de hacerlos entrar en el drama de la cruz pero ellos huyeron o se durmieron en el huerto de la agonía. No entendieron nada del mensaje de Jesús. Si huyeron cuando todo pareció perdido, fue porque veían a Jesús del exterior y no del interior, como lo corrobora esta frase: “conviene que yo me vaya pues si no me voy, el Espíritu no vendrá sobre vosotros”. Los discípulos se querellan aun sobre el primer puesto a la mesa en la cena del Jueves Santo, y Jesús trata de curar todo su error lavándoles los pies.
Juntos, ser la reunión de la humanidad
Si la Iglesia reúne en nuestra oración la humanidad, el universo entero será puesto en el corazón de Dios.
La misa no es un rito mágico que nos santifica automáticamente. La liturgia exige nuestra presencia. Jesús siempre está presente, pero nosotros no. Los apóstoles se equivocaron sobre él y también nosotros corremos el riesgo de equivocarnos haciendo de Él un Señor conforme a nuestras ideas. Mientras no pensemos en las dimensiones del universo haciéndonos cuerpo místico de Jesucristo, no oiremos la respuesta infalible de la consagración. Si la Iglesia reúne en nuestra oración la humanidad y todos los valores o las experiencias del mundo, el universo entero será puesto en el corazón de Dios.
Todo sufrimiento debe hacer otro punto de partida. Nuestra reunión debe reunir toda la humanidad. Que todos los que se consumieron de miedo o de dolor ante una muerte imprevista, en Perú, en Argelia, en el Congo o en otros lugares, que todos reciban la bienaventuranza a través de nosotros. En el corazón del Señor, el tiempo queda suprimido y, en la realidad intemporal, nosotros realizamos la comunión de todos los que no tuvieron tiempo de hacerla: nosotros podemos compensar todo lo que se ha hecho o lo que ha faltado por hacer, sin ninguna exclusión.
Homilía de Mauricio Zúndel en el Cenáculo de Ginebra el domingo 14 de enero de 1962.