El Bautismo de Jesús en las aguas del río Jordán es una de las tres epifanías o manifestaciones más significativas, que la liturgia de la Iglesia canta en la solemnidad de la Epifanía del Señor, junto con la manifestación a los magos que llegaron de Oriente y con el milagro en las bodas de Caná. También el bautismo es una presencia y una manifestación misionera de Jesús. (...)
Del Bautismo nace la Misión
Is 40,1-5.9-11; Sl 103; Tito 2,11-14; 3,4-7; Lc 3,15-16.21-22
Reflexiones
El Bautismo de Jesús en las aguas del río Jordán es una de las tres epifanías o manifestaciones más significativas, que la liturgia de la Iglesia canta en la solemnidad de la Epifanía del Señor, junto con la manifestación a los magos que llegaron de Oriente y con el milagro en las bodas de Caná. También el bautismo es una presencia y una manifestación misionera de Jesús. Litúrgicamente, celebramos hoy una fiesta-puente entre la infancia de Jesús y su vida pública. Pero hay mucho más: desde sus comienzos, la predicación misionera de los Apóstoles arrancaba “a partir del Bautismo de Juan hasta el día en que Jesús nos fue llevado” (Hch 1,22).
El hecho del Bautismo del Señor arroja una luz intensa sobre la identidad y la misión de Jesús (Evangelio). En Él se manifiesta la santa Trinidad: el Padre es la voz, el Hijo es el rostro, el Espíritu es el vínculo. Grande teofanía, que Jesús vive estando en oración, mientras el cielo se abre sobre Él (v. 21). El Espíritu desciende sobre Él como una paloma (v. 10); el Padre presenta Jesús al mundo y lo proclama su “Hijo, el amado” (v. 22), delante de la nueva comunidad humana, de la que Él es “el Primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,29). Desde entonces el Padre nos dice también a cada uno/una de nosotros esas tres palabras: Tú eres mi hijo, amado - mi hija, amada – mi gozo (cfr. v. 22).
En el Evangelio Jesús se siente, al mismo tiempo, hijo y hermano; por eso, se pone en fila con los pecadores, no como un soberano sino como un hombre común, hace cola como todos, espera su turno para recibir, también Él, inocente, el bautismo de Juan el Bautista para el perdón de los pecados. Jesús, obviamente, no necesitaba bautizarse, pero acepta que se le considere como cualquier otro pecador. Se manifiesta aquí la total solidaridad que Jesús, “hijo del hombre”, siente con todos los miembros de la familia humana, de la que forma parte. Una solidaridad hasta el punto de que “no se avergüenza de llamarles hermanos” (Heb 2,11). Profundo es el comentario de san Gregorio Nacianceno sobre la escena del bautismo por inmersión: Jesús sube del agua y eleva con Él hacia lo alto al mundo entero (cfr. Oficio de Lecturas). Él es verdaderamente el Siervo solidario y sufriente, el Cordero que carga sobre sí los delitos de todos (cfr. Is 53,4-5.12). ¡Él es el Hijo, el amado, en el cual el Padre se complace! ¡Él es nuestro hermano!
La reflexión teológica de Gregorio Nacianceno tiene también una correlación geográfica con el lugar donde, presumiblemente, ha ocurrido el bautismo de Jesús. El lugar pudo ser Bet-Araba, en el mismo punto del río por el cual Josué hizo entrar al pueblo en la Tierra prometida (Jos 3,14s). Según los geólogos, este sería el punto más bajo de la tierra: - 400 metros por debajo del nivel del mar. Desde esa profundidad deprimida, Jesús emerge del agua del Jordán, se eleva hacia lo alto, cargando sobre sus hombros a la humanidad entera, el cosmos. Su oración al Padre pudo ser muy bien la del salmo De profundis: “Desde lo hondo a Ti grito, oh Señor… Porque del Señor viene la misericordia y la redención copiosa” (Sal 130,1.7).
Justamente allí, en ese momento, sobre Jesús se abren los cielos, desciende el Espíritu, la voz del Padre lo proclama hijo amado (v. 22). Jesús no comienza su misión pública en el Templo entre los Maestros de la Ley, entre aquellos que se consideran perfectos, sino a orillas del río Jordán, estando en la cola con los pecadores; empieza con un gesto de solidaridad, mezclándose con la gente común, haciéndose compañero de ruta de los últimos. Nuestro Dios se ha identificado con el hambriento, con el enfermo, con el encarcelado… al punto de decirnos al final: “¡A mí me lo hicieron!” (cfr. Mt 25). Una tradición hebrea decía: “Cuando pasa un pobre, quítate el sombrero. Porque pasa la imagen de Dios”. El bautismo de Jesús ilumina nuestro Bautismo: también nosotros nos convertimos en hijos/hijas de Dios, amados por Él, hermanos de todos. Por tanto, damos gracias al Dios de la Vida por este inmenso don, a la vez que nos sentimos llamados a ponernos en fila con los hermanos/hermanas más débiles y hacernos cargo de los más necesitados.
La experiencia de ser salvados por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo (II lectura v. 5-6) es la fuente del compromiso misionero que nace del Bautismo, para dar nueva vida al mundo, según el mandato de Jesús a los Apóstoles: Vayan por el mundo entero, anuncien, bauticen… (cfr. Mt 28; Mc 16). La Navidad nos ha revelado que nuestra manera de vivir puede y debe ser mejor, renovada, más justa, fraterna, solidaria. ¡Un mundo mejor es posible! Ya lo anunciaba con voz poderosa y sin miedo el profeta Isaías (I lectura): “Ahí viene el Señor Yahveh con poder” (v. 9-10). También en este tiempo de tribulación por la pandemia, nuestro Dios nos habla al corazón con un mensaje de consuelo. Y de esperanza (v. 1-2).
P. Romeo Ballan, MCCJ
BAUTISMO DE JESUS
José A. Pagola
Lucas 3,15-16 y 21-22
INICIAR LA REACCIÓN?
El Bautista no permite que la gente lo confunda con el Mesías. Conoce sus límites y los reconoce. Hay alguien más fuerte y decisivo que él. El único al que el pueblo ha de acoger. La razón es clara. El Bautista les ofrece un bautismo de agua. Solo Jesús, el Mesías, los “bautizará con el Espíritu Santo y con fuego”.
A juicio de no pocos observadores, el mayor problema de la Iglesia es hoy “la mediocridad espiritual”. La Iglesia no posee el vigor espiritual que necesita para enfrentarse a los retos del momento actual. Cada vez es más patente. Necesitamos ser bautizados por Jesús con su fuego y su Espíritu.
En no pocos cristianos está creciendo el miedo a todo lo que pueda llevarnos a una renovación. Se insiste mucho en la continuidad para conservar el pasado, pero no nos preocupamos de escuchar las llamadas del Espíritu para preparar el futuro. Poco a poco nos estamos quedando ciegos para leer los “signos de los tiempos”.
Se da primacía a certezas y creencias para robustecer la fe y lograr una mayor cohesión eclesial frente a la sociedad moderna, pero con frecuencia no se cultiva la adhesión viva a Jesús. ¿Se nos ha olvidado que él es más fuerte que todos nosotros? La doctrina religiosa, expuesta casi siempre con categoría premodernas, no toca los corazones ni convierte nuestras vidas.
Abandonado el aliento renovador del Concilio, se ha ido apagando la alegría en sectores importantes del pueblo cristiano, para dar paso a la resignación. De manera callada pero palpable va creciendo el desafecto y la separación entre la institución eclesial y no pocos cristianos.
Es urgente crear cuanto antes un clima más amable y cordial. Cualquiera no podrá despertar en el pueblo sencillo la ilusión perdida. Necesitamos volver a las raíces de nuestra fe. Ponernos en contacto con el Evangelio. Alimentarnos de las palabras de Jesús que son “espíritu y vida”.
Dentro de unos años, nuestras comunidades cristianas serán muy pequeñas. En muchas parroquias no habrá ya presbíteros de forma permanente. Qué importante es cuidar desde ahora un núcleo de creyentes en torno al Evangelio. Ellos mantendrán vivo el Espíritu de Jesús entre nosotros. Todo será más humilde, pero también más evangélico.
A nosotros se nos pide iniciar ya la reacción. Lo mejor que podemos dejar en herencia a las futuras generaciones es un amor nuevo a Jesús y una fe más centrada en su persona y su proyecto. Lo demás es más secundario. Si viven desde el Espíritu de Jesús, encontrarán caminos nuevos.
PASAR DE DIOS
A nuestra vida, para ser humana, le falta una dimensión esencial: La interioridad. Se nos obliga a vivir con rapidez, sin detenernos en nada ni en nadie, y la felicidad no tiene tiempo para penetrar hasta nuestra alma.
Pasamos rápidamente por todo y nos quedamos casi siempre en la superficie. Se nos está olvidando escuchar y mirar la vida con un poco de hondura y profundidad.
El silencio nos podría curar, pero ya no somos capaces de encontrarlo en medio de nuestras mil ocupaciones. Cada vez hay menos espacio para el espíritu en nuestra vida diaria. Por otra parte, ¿quién se atreve a ocuparse de cosas tan sospechosas como la vida interior, la meditación o la búsqueda de Dios?.
Privados de vida interior, sobrevivimos cerrando los ojos, olvidando nuestra alma, revistiéndonos de capas y más capas de proyectos, ocupaciones, ilusiones y planes. Nos hemos adaptado ya y hasta hemos aprendido a vivir “como cosas en medio de cosas”
Pero lo triste es observar que, con demasiada frecuencia, tampoco la religión es capaz de dar calor y vida interior a las personas. En un mundo que ha apostado por lo “exterior”, Dios queda como un objetivo demasiado lejano y, a decir verdad, de poco interés para la vida diaria.
Por ello, no es extraño ver que muchos hombres y mujeres “pasan de Dios”, lo ignoran, no saben de qué se trata, han conseguido vivir sin tener necesidad de El. Quizás existe, pero lo cierto es que no les “sirve” para nada útil.
Los evangelistas presentan a Jesús como el que viene a “bautizar con Espíritu Santo, es decir, como alguien que puede limpiar nuestra existencia y sanarla con la fuerza del Espíritu. Y, quizás, la primera tarea de la Iglesia actual sea, precisamente, la de ofrecer ese “Bautismo de Espíritu Santo” al hombre de hoy.
Necesitamos ese Espíritu que nos enseñe a pasar de lo puramente exterior a lo que hay de más íntimo en el hombre, en el mundo y en la vida. Un Espíritu que nos enseñe a acoger a ese Dios que habita en el interior de nuestras vidas y en el centro de nuestra existencia.
No basta que el Evangelio sea predicado con palabras. Nuestros oídos están demasiado acostumbrados y no escuchen ya el mensaje de las palabras. Sólo nos puede convencer la experiencia real, viva, concreta de una alegría interior nueva y diferente.
Hombres y mujeres, convertidos en paquetes de nervios excitados, seres movidos por una agitación exterior vacía, cansados ya de casi todo y sin apenas alegría interior alguna, ¿podemos hacer algo mejor que detener un poco nuestra vida, invocar humildemente a un Dios en el que todavía creemos y abrirnos confiadamente al Espíritu que puede transformar nuestra existencia?
CREER, ¿PARA QUE?
Son bastantes los hombres y mujeres que un día fueron bautizados por sus padres y hoy no sabrían definir exactamente cuál es su postura ante la fe.
Quizás la primera pregunta que surge en su interior es muy sencilla: ¿Para qué creer? ¿Cambia algo la vida el creer o no creer? ¿Sirve la fe realmente para algo?
Estas preguntas nacen de su propia experiencia. Son personas que poco a poco han arrinconado a Dios de su vida diaria. Hoy Dios ya no cuenta en absoluto para ellos a la hora de orientar y dar sentido a su vivir cotidiano.
Casi sin darse cuenta, un ateísmo práctico se ha ido instalando en el fondo de su ser. No les preocupa que Dios exista o deje de existir. Les parece todo ello un problema extraño que es mejor dejar de lado para asentar la vida sobre unas bases más realistas.
Dios no les dice nada. Se han acostumbrado a vivir sin El. No experimentan nostalgia o vacío alguno por su ausencia. Han abandonado la fe y todo marcha en su vida tan bien o mejor que antes. ¿Para qué creer?
Esta pregunta sólo es posible cuando uno “ha sido bautizado con agua” pero no ha descubierto nunca qué significa “ser bautizado con el Espíritu de Jesucristo”. Cuando uno sigue pensando equivocadamente que tener fe es creer una serie de cosas enormemente extrañas que nada tienen que ver con la vida, y no ha vivido nunca la experiencia viva de Dios.
La experiencia de sentirse acogido por El en medio de la soledad y el abandono, sentirse consolado en el dolor y la depresión, sentirse perdonado en el pecado y el peso de la culpabilidad, sentirse fortalecido en la impotencia y caducidad, sentirse impulsado a vivir, amar y crear vida en medio de la fragilidad.
¿Para qué creer? Para vivir la vida con más plenitud. Para situarlo todo en su verdadera perspectiva y dimensión, Para vivir incluso los acontecimientos más banales e insignificantes con más profundidad.
¿Para qué creer? Para atrevemos a ser humanos hasta el final. Para no ahogar nuestro deseo de vida hasta el infinito. Para defender nuestra verdadera libertad sin rendir nuestro ser a cualquier ídolo esclavizador. Para permanecer abiertos a todo el amor, toda la verdad, toda la ternura que se puede encerrar en el ser. Para seguir trabajando nuestra propia conversión con fe. Para no perder la esperanza en el hombre y en la vida.
BAUTISMO DE JESÚS
José Luis Sicre
Un ejercicio sencillo y una sorpresa
Imagina todo lo que has hecho o te ha ocurrido desde que tenías doce años hasta los treinta (suponiendo que hayas llegado a esa edad). Si escribes la lista necesitarás más de una página. Si la desarrollas con detalle, saldrá un libro.
La sorpresa consiste es que de Jesús no sabemos nada durante casi veinte años. Según Lucas, cuando subió al templo con sus padres tenía doce años de edad; cuando se bautiza, “unos treinta”. ¿Qué ha ocurrido mientras tanto? No sabemos nada. Cualquier teoría que se proponga es pura imaginación.
Este silencio de los evangelistas resulta muy llamativo. Podían haber contado cosas interesantes de aquellos años: de Nazaret, con sus peculiares casas excavadas en la tierra; de la capital de la región, Séforis, a sólo 5 km de distancia, atacada por los romanos cuando Jesús era niño, y cuya población terminó vendida como esclavos; de la construcción de la nueva capital de la región, Tiberias, en la orilla del lago de Galilea, empresa que se terminó cuando Jesús tenía poco más de veinte años. Nada de esto se cuenta; a los evangelistas no les interesa escribir la biografía de su protagonista.
Pero más llamativo que el silencio de los evangelistas es el silencio de Dios. Al profeta Samuel lo llamó cuando era un niño (según Flavio Josefo tenía doce años); a Jeremías, cuando era un muchacho y se sentía incapaz de llevar a cabo su misión; a Isaías, con unos veinte años. ¿Por qué espera hasta que Jesús tiene “unos treinta años”, edad muy avanzada para aquella época? No lo sabemos. “Los caminos de Dios no son nuestros caminos”. Buscando explicaciones humanas, podríamos decir que Isaías y Jeremías tenían como misión transmitir lo que Dios les dijese; Jesús, en cambio, además de esto formará un grupo de seguidores, será para ellos un maestro, “un rabí”, algo que no puede ser con veinte años. Pero esto no soluciona el problema. Seguimos sin saber qué hizo Jesús durante tan largo tiempo. Para los evangelistas, lo importante comienza con el bautismo.
El bautismo de Jesús
Es uno de los momentos en que más duro se hace el silencio. ¿Por qué Jesús decide ir al Jordán? ¿Cómo se enteró de lo que hacía y decía Juan Bautista? ¿Por qué le interesa tanto? Ningún evangelista lo dice.
Lucas sigue muy de cerca al relato de Marcos, pero añade dos detalles de interés: 1) Jesús se bautiza, “en un bautismo general”; con ello sugiere la estrecha relación de Jesús con las demás personas; 2) la venida del Espíritu tiene lugar “mientras oraba”, porque Lucas tiene especial interés en presentar a Jesús rezando en los momentos fundamentales de su vida, para que nos sirva de ejemplo a los cristianos.
Por lo demás, Lucas se atiene a los dos elementos esenciales: el Espíritu y la voz del cielo.
La venida del Espíritu tiene especial importancia, porque entre algunos rabinos existía la idea de que el Espíritu había dejado de comunicarse después de Esdras (siglo V a.C.). Ahora, al venir sobre Jesús, se inaugura una etapa nueva en la historia de las relaciones de Dios con la humanidad. Porque ese Espíritu que viene sobre Jesús es el mismo con el que él nos bautizará, según las palabras de Juan Bautista.
La voz del cielo. A un oyente judío, las palabras «Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto» le recuerdan dos textos con sentido muy distinto. El Sal 2,7: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy», e Isaías 42,1: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero». El primer texto habla del rey, que en el momento de su entronización recibía el título de hijo de Dios por su especial relación con él. El segundo se refiere a un personaje que salva al pueblo a través del sufrimiento y con enorme paciencia. Lucas quiere evocarnos las dos ideas: dignidad de Jesús y salvación a través del sufrimiento.
El lector del evangelio podrá sentirse en algún momento escandalizado por las cosas que hace y dice Jesús, que terminarán costándole la muerte, pero debe recordar que no es un blasfemo ni un hereje, sino el hijo de Dios guiado por el Espíritu.
El programa futuro de Jesús
Pero las palabras del cielo no sólo hablan de la dignidad de Jesús, le trazan también un programa. Es lo que indica la primera lectura de este domingo, tomada del libro de Isaías (42,1-4.6-7).
El programa indica, ante todo, lo que no hará: gritar, clamar, vocear, que equivale a amenazar y condenar; quebrar la caña cascada y apagar el pabilo vacilante, símbolos de seres peligrosos o débiles, que es preferible eliminar (basta pensar en Leví, el recaudador de impuestos, la mujer sorprendida en adulterio, la prostituta…).
Dice luego lo que hará: promover e implantar el derecho, o, dicho de otra forma, abrir los ojos de los ciegos, sacar a los cautivos de la prisión; estas imágenes se refieren probablemente a la actividad del rey persa Ciro, del que espera el profeta la liberación de los pueblos sometidos por Babilonia; aplicadas a Jesús tienen un sentido distinto, más global y profundo, que incluye la liberación espiritual y personal.
El programa incluye también cómo se comportará: «no vacilará ni se quebrará». Su misión no será sencilla ni bien acogida por todos. Abundarán las críticas y las condenas, sobre todo por parte de las autoridades religiosas judías (escribas, fariseos, sumos sacerdotes). Pero en todo momento se mantendrá firme, hasta la muerte.
Misión cumplida: pasó haciendo el bien
La segunda lectura, de los Hechos de los Apóstoles, Pedro, dirigiéndose al centurión Cornelio y a su familia, resumen en pocas palabras la actividad de Jesús: «Pasó haciendo el bien». Un buen ejemplo para vivir nuestro bautismo.
Quiso remontar un abismo con nosotros
Fernando Armellini
Los lugares bíblicos tienen con frecuencia un significado teológico. El mar, el monte, el desierto, la Galilea de las naciones, Samaria, las tierras del otro lado del lago de Genesaret… son mucho más que simples indicaciones geográficas (a menudo ni siquiera exactas).
Lucas no especifica el lugar del bautismo de Jesús; Juan, sin embargo, lo especifica: “tuvo lugar en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando” (Jn 1,28). La tradición ha localizado justamente el episodio en Betabara, el vado por el que también el pueblo de Israel, guiado por Josué, atravesó el río, entrando en la Tierra Prometida. En el gesto de Jesús se hacen presentes el recuerdo explícito del paso de la esclavitud a la libertad y el comienzo de un nuevo éxodo hacia la Tierra Prometida.
Betabara tiene otra particularidad menos evidente pero igualmente significativa: los geólogos aseguran que este es el punto más bajo de la tierra (400 m bajo el nivel del mar).
La elección de comenzar precisamente aquí la vida pública no puede ser simple casualidad. Jesús, venido de las alturas del cielo para liberar a los hombres, ha descendido hasta el abismo más profundo con el fin de demostrar que quiere la Salvación de todos, aun de los más depravados, aun de aquellos a quienes la culpa y el pecado han arrastrado a una vorágine de la que nadie imagina que se pueda salir. Dios no olvida ni abandona a ninguno de sus hijos.
Evangelio: Lucas 3,15-16.21-22
El evangelio de hoy comienza con una constatación significativa: “El pueblo estaba a la expectativa”. Es fácil imaginarse de qué cosa: el esclavo esperaba la libertad; el pobre, una vidamejor; el jornalero explotado, la justicia; el enfermo, la salud; la mujer humillada y violentada, la recuperación de su dignidad. Todos aspiraban a un mundo nuevo donde no se dieran másabusos entre los hombres, donde desaparecieran las prevaricaciones, la corrupción, y se establecieran relaciones de paz.
Era sobre todo en el campo religioso en el que pueblo alentaba la esperanza, quizás no deltodo consciente, de un cambio radical. Hacía trecientos años que se había apagado la voz de los profetas. El Cielo se había cerrado y el silencio de Dios era considerado como un merecido castigo por los pecados cometidos.
Dejando a un lado las imágenes de un Dios aliado fiel, Padre afectuoso, tierno Esposo, los guías espirituales del pueblo habían comenzado, desde hacía siglos, a presentar al Señor, sobre todo, como un legislador severo e intransigente. La religión no comunicaba ya alegría sino inquietud, miedo, angustia. Una vida así era insostenible. ¡Algo tenía que cambiar!
Éstas eran las razones de la espera a la que el Bautista debía dar una respuesta. Cuando seviven situaciones límites, insoportables, y se desea ardientemente un cambio, uno se va detrás de cualquiera que nos dé unpoco esperanza, aunque no estemos seguros de que ese tal resulte ser el verdadero libertador.
El pueblo de Israel que –como dirá un día Jesús– era un rebaño sin pastor (cf. Mc 6,34) esperaba del Señor una guía y piensa que ese guía es el Bautista, el Mesías esperado. Juan corrige y aclara: No soy yo; está por venir uno que es más fuerte que yo. Él los bautizará con el “Espíritu Santo y fuego”. Tiene en la mano el ‘rastrillo’ que separará el grano de la paja; ésta será quemada sin piedad en un ‘fuego inextinguible’ (cf. Lc 3,17). Poco antes, ha dicho que la guadaña está puesta ya en la raíz de los árboles (cf. Lc 3,9). El juicio de Dios es, por lo tanto, inminente y será severo.
El lenguaje del Bautista es duro y amenazador, igual al empleado por algunos profetas. Malaquías ha hablado de un día “ardiente como un horno, cuando los arrogantes y los malvados serán la paja. Ese día futuro los quemaré” (Ml 3,19). También Isaías ha lanzado una amenaza parecida: “Está dispuesta, ancha y profunda, una hoguera con leña abundante y el soplo del Señor, como un torrente de azufre, le prenderá fuego” (Is 30,33).
No podemos dejar de notar el contraste estridente entre estas imágenes terroríficas y las expresiones dulces y delicadas con las que, en la primera lectura, se nos presenta la figura del «Siervo del Señor». Allí no se habla de violencia, de intolerancia, de agresión, de fuego destructor, sino de paciencia, de respeto a todos, de ayuda para quien está en dificultad, de la recuperación de la caña quebrada, de la esperanza para quien se ha visto reducido a una mecha que se apaga.
Las palabras del Bautista reflejan la mentalidad de un pueblo cuyos guías espirituales lohabían educado en el miedo a Dios. Como todos los demás, también Juan creía que la injusticia y el pecado habían llegado al colmo y que era inminente una intervención resolutiva de Dios contra los malvados.
Tenía razón: con la venida de Cristo el mal no tendría más escapatoria. Pero acerca de la manera cómo Dios purificaría el mundo del pecado o qué clase de fuego usaría… el Bautista probablemente se engañaba. No sabemos con exactitud lo que pasaba por su mente; en cambio, sabemos muy bien cómo Jesús se comportaba: no ha agredido a los pecadores, se ha sentado a comer con ellos; no se ha alejado de los leprosos; no ha condenado a la adúltera, sino que la ha defendico contra todos los que la juzgaban y la despreciaban; no ha rechazado a la pecadora, se ha dejado acariciar y besar por ella.
Con Jesús, se ha cerrado definitivamente la época en que Dios ha sido imaginado como un soberano severo, justiciero, intransigente. Él ha revelado el verdadero rostro de Dios, el Dios que solo salva. Con su vida, ha proyectado también una luz sobre las imágenes impresionantes usadas por el Bautista y los profetas, dándonos la clave de su lectura. Era verdad lo que éstos habían afirmado: Dios habría enviado su fuego sobre la tierra, pero no para destruir a sus hijos (aunque fueran malvados) sino para quemar, hacer desaparecer del corazón de cada uno todaforma de maldad.
Este pensamiento aparece en la segunda parte del evangelio de hoy (vv. 21-22). A primera vista, el relato del bautismo de Jesús parece idéntico al de los otros evangelistas pero, en realidad, presenta algunos particulares diferentes y significativos.
Ante todo, a diferencia de los otros, Lucas no describe el bautismo de Jesús, sino que habla de él como de un hecho ya ocurrido (v. 21). El centro del relato, para el evangelista, no está en el bautismo en sí, sino lo que ocurre inmediatamente después: la apertura del cielo, el descenso del Espíritu y, sobre todo, la voz del cielo.
Estamos al comienzo de la vida pública y Lucas quiere que los cristianos de sus comunidades –ya bautizados– lean el evangelio como dirigido expresamente a ellos. Los invita a iniciar el camino, a mover sus pasos, todavía inciertos, tras los del Maestro que ha sido bautizado como ellos, y camina a su lado.
Despues, solo Lucas refiere que Jesús se sumergió en las aguas del Jordán junto a todo el pueblo, confundido con la gente. Jesús se presenta como aquel que se pone al lado de los pecadores: no los juzga, no les grita, no los condena, no los desprecia. Participa de su condición de esclavitud y con ellos recorre el camino que lleva a la libertad.
El tercer detalle que aparece solo en Lucas es la referencia a la oración. Jesús recibe el Espíritu Santo mientras reza. La insistencia en la oración es una de las características de Lucas.El evangelio de hoy presenta a Jesús por primera vez en diálogo con el Padre; después, lo hará otras doce veces más.
Jesús no reza para darnos buen ejemplo. Él tiene necesidad, como nosotros, de descubrir la voluntad del Padre, de recibir su luz y su fuerza para cumplir en todo momento lo que le es agradable. Tiene necesidad de orar ahora, al comienzo de su misión; rezará también antes de la elección de los apóstoles (cf. Lc 6,12), antes de su Pasión (cf. Lc 22,41) y lo hará, sobre todo, en la cruz (cf. Lc 23,34.46) en el momento de la prueba más difícil. Ha sentido, pues, la necesidad de orar durante toda su vida para mantenerse fiel al Padre.
Después de esta introducción original, también Lucas, como Mateo y Marcos, describe la escena posterior al bautismo con tres imágenes: la apertura de los cielos, la paloma y la voz del cielo. No está contando hechos prodigiosos que realmente ocurrieron, sino que emplea imágenes con las que sus lectores estaban muy familiarizados, cuyo significado tampoco nos resulta muy difícil de captar a nosotros hoy, incluso a la distancia de dos mil años.
a) Comencemos por la apertura del cielo
No se trata de un detalle metereológico (como si un inesperado y luminoso rayo de sol hubiese penetrado la densa capa de nubes). De ser así, Lucas nos hubiera referido un detalle del todo banal y sin ninguna importancia para nuestra fe. Lo que el evangelista quiere comunicar a sus lectores es otra cosa bien distinta. Está aludiendo de manera clara a un texto del AntiguoTestamento, bien conocido también para sus lectores.
En los últimos siglos antes del nacimiento de Cristo, el pueblo de Israel tenía la sensación de que los cielos se hubiesen cerrado. Pensaban que Dios, indignado a causa de los pecados e infidelidades de su pueblo, se había recluido en su mundo divino, puesto fin al envío de profetas y haber roto todo diálogo con el hombre. Los israelitas piadosos se preguntaban:¿Cuándo terminará este silencio de Dios? ¿No volverá el Señor a hablarnos? ¿No nos mostrará ya más su rostro sereno como en los tiempos antiguos? Y lo invocaban así: “Señor, tú eres nuestro Padre; nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tus manos. No te irrites tanto; no recuerdes siempre nuestra culpa; mira que somos tu pueblo… ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!” (Is 64,7-8; 63, 9).
Afirmando que, con el comienzo de la vida pública de Jesús, los cielos se habían abierto, Lucas da a sus lectores una gran y alegre noticia: Dios ha oído la súplica de su pueblo, ha abierto de par en par el cielo para ya no cerrarlo más. Se ha puesto fin para siempre a la enemistad entre el cielo y la tierra. La puerta de la casa del Padre permanecerá eternamente abierta para dar la bienvenida a todo hijo que quiera entrar. Quizás alguno llegue un poco tarde tarde, pero nadie será rechazado.
b) La segunda imagen es la paloma
Lucas no nos dice que una paloma descendió del cielo (este sería otro detalle banal y superfluo), sino que el Espíritu Santo descendió “como una paloma”.
El Bautista sabe perfectamente que del cielo no solamente descendió el maná, sino también el agua destructora del diluvio (cf. Gén 7,12) y el fuego y el azufre que convirtieron en cenizas a las ciudades de Sodoma y Gomorra (cf. Gén 29,24). Él probablemente espera la venida del Espíritu como un ‘fuego’ devorador de los malvados. El Espíritu, en cambio, se posa sobre Jesús como una ‘paloma’, todo ternura, afecto y bondad. Movido por el Espititu, Jesús se acercará siempre a los pecadores con la dulzura y la amabilidad de la paloma.
La paloma también era el símbolo de la atracción y querencia hacia el propio nido. Si el evangelista tiene en mente esta referencia, entonces quiere decirnos que el Espíritu Santo busca a Jesús como la paloma busca su nido. Jesús es el templo donde el Espíritu encuentra su morada estable.
c) La tercera imagen es la voz del cielo
Se trata de una expresión que los rabinos solían usar cuando querían introducir una afirmación como venida de Dios. En nuestro relato, tiene porobjetivo presentar públicamente, en nombre de Dios, quién es Jesús.
Para comprender la importancia del mensaje de esta voz, hay que tener en cuenta que este relato ha sido compuesto después de los acontecimientos de la Pascua y quiere responder al enigma surgido entre los discípulos acerca de la muerte ignominiosa del Maestro. Jesús aparecía a sus ojos como un derrotado, como un rechazado y abandonado por Dios. Sus enemigos –custodios y garantes de la pureza de la fe de su pueblo– lo han juzgado como blasfemo. ¿Ha estado Dios de acuerdo con esta condena?
Lucas, pues, presenta a los cristianos de sus comunidades el juicio del Señor sobre la condena y muerte de Jesús con una frase que hace referencia a tres textos del Antiguo Testamento.
“Tú eres mi hijo querido” es una cita del Salmo 2,7. En la cultura semita, el término ‘hijo’ no indica solamente la generación biológica sino que también significa que la persona en cuestión se comporta como su padre. Presentando a Jesús como “su hijo”, Dios garantiza que se reconoce en Él, en sus palabras, en sus gestos, en sus obras, sobre todo en el gesto supremo de su Amor: el don de su Vida. Para conocer al Padre, los hombres solo tenemos que contemplar a este Hijo.
“Mi predilecto” hace referencia al relato de Abrahán, dispuesto a ofrecer por amor a su único hijo, Isaac (cf. Gén 22,2.12.16). Jesús no es un rey o un profeta como los otros, es el Único.
“A quien prefiero” (mi predilecto). Conocemos ya esta expresión porque se encuentra en el primer versículo de la lectura de hoy (cf. Is 42,1). Dios declara que Jesús es el ‘Siervo’ de quien ha hablado el profeta, el Siervo enviado para “establecer el derecho y la justicia” en el mundo entero, que ofrecerá su vida para llevar a cabo esta misión.
La ‘voz del cielo’ desautoriza, por tanto, el juicio pronunciado por los hombres y desmiente las expectativas mesiánicas del pueblo de Israel. Un Mesías humillado, derrotado, ajusticiado era inconcebible para la cultura religiosa judía de aquel tiempo. Cuando Pedro, en la casa del sumo sacerdote, jura no conocer a aquel hombre, en el fondo está diciendo la verdad: no podía reconocer en Él al Mesías; no se parecía en nada al salvador de Israel que le habían enseñado los rabinos en la catequesis.
El cumplimento de las profecías por parte de Dios ha sido demasiado sorprendente para todos; también para el Bautista.