En el corazón del Evangelio de Marcos (estamos hoy exactamente en la mitad), retorna el tema de fondo sobre la identidad de “Jesucristo, Hijo de Dios” (1,1; cf 15,39). Él posee una identidad rica y misteriosa, que el evangelista Marcos, desde el comienzo hasta el final de su texto, quiere desvelar gradualmente a sus lectores. El texto de hoy contiene la respuesta ardiente de Pedro, quien toma distancias de las opiniones corrientes entre la gente: los grandes personajes religiosos del pasado quedan superados, ahora Jesús de Nazareth es el Mesías, el Cristo.

EL TIEMPO DEL TESTIMONIO

Tú eres el Cristo.
Marcos 8,27-35

El pasaje del evangelio de hoy nos presenta la llamada confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, un episodio también relatado por San Mateo y San Lucas. El evangelio de San Marcos, escrito principalmente para los catecúmenos, tiene como tema central la identidad de Jesús. Una pregunta lo recorre de principio a fin: “¿Quién es este?” (Mc 4,41). El título que San Marcos dio a su evangelio era: “Comienzo del evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios” (1,1). Con el pasaje de hoy llegamos al centro del itinerario que nos propone su evangelio: “¡Tú eres el Cristo!”. La confesión de fe en la mesianidad de Jesús es el primer gran objetivo y marca el punto de cambio hacia una segunda etapa, la del reconocimiento de su filiación divina, que ocurrirá ante la cruz: “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!” (15,39).

¡Tú eres el Cristo!”. Mientras la multitud intuye que Jesús es un personaje especial, pero lo interpreta con categorías del pasado (Juan el Bautista, Elías o uno de los profetas), Pedro ve en Jesús al Mesías, aquel que Israel esperaba desde hace siglos, anunciado por los profetas. Una figura, por tanto, que viene “del futuro”, en cuanto promesa de Dios, y se proyecta hacia el porvenir como esperanza de Israel.

La palabra hebrea Mashiah o Mesías, traducida como “Cristo” en griego, significa “Ungido”. Los ungidos (con aceite perfumado) eran los reyes, los profetas y los sacerdotes en el momento de su elección. Con el tiempo, el Mesías, el Cristo, el Ungido por excelencia, se convirtió en el libertador escatológico esperado por el pueblo de Dios, considerado por algunos de estirpe sacerdotal, por otros de estirpe real.

Jesús era el Mesías, el Cristo. Él mismo lo reconoce durante el interrogatorio ante el sanedrín: “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?” Jesús respondió: “¡Yo soy!” (Mc 14,60-61), provocando el escándalo del sumo sacerdote. Entonces, ¿por qué Jesús impuso silencio a los apóstoles, “ordenándoles severamente que no hablaran de él a nadie”? Porque ese título estaba cargado de expectativas terrenales y de ambigüedades. Israel esperaba un Mesías terrenal y glorioso, mientras que Jesús sería un Mesías derrotado y humillado. Solo después de su pasión y muerte, cuando quedó claro qué tipo de mesianismo era el suyo –el del “Siervo de Yahvé” de la primera lectura–, entonces el título de Cristo se convirtió en su segundo nombre. Lo encontramos más de 500 veces en el Nuevo Testamento, casi siempre como un nombre compuesto: Jesucristo, o Nuestro Señor Jesucristo.

Jesús “comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho… y hacía este discurso abiertamente”. “Comenzó”: ¡se trata de un nuevo comienzo! Cada etapa alcanzada se convierte en un nuevo punto de partida, porque Dios siempre está más allá. La nueva etapa es la de la cruz, palabra que aparece aquí en San Marcos por primera vez. Y aquí Pedro, orgulloso de haber superado la etapa anterior, tropieza de inmediato, es más, se convierte él mismo en piedra de tropiezo (Mt 16,23).

A este nuevo comienzo corresponde una nueva vocación, dirigida tanto a los discípulos como a la multitud: “Convocando a la multitud junto con sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Esta nueva etapa no es para simples simpatizantes o aficionados. El camino se hace arduo. Se trata de llevar la cruz (cada día, dice Lucas), es decir, asumir la propia realidad, sin soñar con otra, y seguir a Jesús. La apuesta es grande: ganar o perder la propia vida, ¡la verdadera!

Puntos de reflexión

Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Esta pregunta interroga a los discípulos de Jesús de todos los tiempos y exige de nosotros una respuesta personal, consciente y existencial. Conocemos bien la opinión de la gente. Para muchos, Jesús de Nazaret es un personaje especial de la historia, un hombre de Dios, un soñador o un revolucionario. Sin embargo, para la mayoría, es una figura del pasado que ha cumplido su tiempo. “Pero para vosotros, ¿para ti quién soy yo?”. La conjunción adversativa “pero” que precede a la pregunta siempre nos opondrá a la opinión común. El discípulo de Jesús se separa de la multitud anónima para hacer una profesión de fe en Jesús de Nazaret como el Mesías, el Cristo, consagrado con la unción y enviado a traer la Liberación al mundo (Lucas 4,18-21).

Para el cristiano, Cristo es la clave de la historia y el sentido de la vida. “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que ha de venir, el Todopoderoso”, “el Primero y el Último, y el Viviente”, “el Principio y el Fin” (Apocalipsis 1,8; 1,17-18; 21,6; 22,13). Sin su “Yo Soy”, yo no soy. Como oraba Hilario de Poitiers (+367): “Antes de conocerte, no existía, era infeliz, el sentido de la vida me era desconocido y en mi ignorancia mi ser profundo se me escapaba. Gracias a tu misericordia, he comenzado a existir”.

Confesar que Jesús es el Cristo implica estar dispuesto a sufrir su mismo destino. El nuestro será siempre más un tiempo de mártires, de testigos. No será un martirio glorioso y heroico, sino humilde y oculto. El cristiano es quien acoge y custodia “el testimonio de Jesús” (Apocalipsis 1,2.9; 12,17; 19,10; 20,4), el “Testigo fiel” (1,5; 3,14) para comunicarlo a la humanidad: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito” (Juan 3,16).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj

¡Atreverse!
Perder la vida por Jesús y el Evangelio

Is.  50,5-9ª; Sl  114; Santiago  2,14-18; Mc  8,27-35

Reflexiones
En el corazón del Evangelio de Marcos (estamos hoy exactamente en la mitad), retorna el tema de fondo sobre la identidad de “Jesucristo, Hijo de Dios” (1,1; cf 15,39). Él posee una identidad rica y misteriosa, que el evangelista Marcos, desde el comienzo hasta el final de su texto, quiere desvelar gradualmente a sus lectores. El texto de hoy contiene la respuesta ardiente de Pedro, quien toma distancias de las opiniones corrientes entre la gente: los grandes personajes religiosos del pasado quedan superados, ahora Jesús de Nazareth es el Mesías, el Cristo. El texto paralelo de Mateo (16,13-20) da un mayor despliegue al diálogo entre Jesús y Pedro, con los temas de la piedra, la Iglesia, las llaves... Dentro de su brevedad, Marcos concentra en las palabras de Pedro la revelación de quién es Jesús: “Tú eres el Mesías” (v. 29). La afirmación de Pedro es correcta y completa en cuanto fórmula teológica, aunque él mismo tenga de ella una comprensión limitada y distorsionada, como se ve pronto por el reproche que le hace Jesús a continuación (v. 33).

A estas alturas del Evangelio de Marcos, Jesús ha entrado en una etapa nueva: deja las muchedumbres de Galilea, quiere dar más tiempo a la formación de sus discípulos; comienza revelándoles su doble identidad de Mesías y de Siervo que sufre: son dos realidades inalcanzables por la sola mente humana. Pedro, con dificultad, alcanza la verdad de Jesús Mesías-Cristo, pero tropieza totalmente ante la verdad del Mesías-Siervo que “tiene que padecer mucho, morir y resucitar” (v. 31). Pedro pretende dar lecciones a Jesús y lo increpa por ese género de previsiones (v. 32), hasta que Jesús le amonesta duramente, invitándole a retomar el lugar que le corresponde, detrás de Jesús: el discípulo camina tras el Maestro, sigue sus pasos. En el tema del sufrimiento y de la cruz, Pedro es esclavo de la mentalidad corriente, piensa como los hombres. Tan solo más tarde, cuando llegue el Espíritu, logrará pensar como Dios (v. 33).

Tú piensas como los hombres, no como Dios”: es la amonestación de Jesús a Pedro y a los discípulos de entonces y de siempre. Una amonestación que rechaza toda forma de religiosidad cómoda, ritual y retórica. Una desconcertante invitación a emprender el camino estrecho de la humildad y de la austeridad: dejar de pensar solo en sí mismos, hacerse disponibles a los demás, compartir la decisión de Jesús, que ha aceptado, por amor, incluso la muerte, para que todos tengan vida en abundancia (Jn 10,10).  Una llamada  a todos los bautizados (sean simples fieles o responsables de comunidades, en cualquier nivel) a colaborar para que la Iglesia  -de la cual todos formamos igualmente parte-  sea siempre más discípula que escucha y actúa según el estilo de Jesús; más humilde, pobre, austera en los signos exteriores; más valiente y eficaz en sus opciones en favor de los débiles y de los últimos. En una palabra, una Iglesia más conforme a su Maestro, siguiéndole los pasos. Ese es el verdadero lugar de una Iglesia discípula y misionera; su único proyecto. (*)

Cargar con la cruz y seguir a Jesús (v. 34), acoger la sabiduría y la fecundidad evangélica de la cruz es posible solo por una gracia, que la liturgia nos invita a implorar, para estar seguros de que salvaremos nuestra vida “tan solo si tenemos el valor de perderla” (Colecta), ofreciéndola con Jesús por la vida del mundo. Esta certeza sostenía al Siervo sufriente (I lectura): “El Señor me ayuda, no quedaré defraudado” (v. 7). “La cruz no es el símbolo de la resignación, sino del amor, del don de sí. Cristo no nos pide que escojamos la cruz para sufrir más, sino para hacer florecer la vida allí donde hay dolor y desesperación” (Roberto Vinco).

La fraternidad y el servicio a los necesitados son valores inseparables del seguimiento de Cristo, como enseña el apóstol Santiago (II lectura): las palabras hipócritas y huecas son incapaces de calentar al que tiene frío y saciar al hambriento (v. 15-16). La autenticidad del seguimiento del Señor se comprueba con los hechos de la caridad. Dan testimonio de ello algunos santos que recordamos en este mes: la S. Madre Teresa de Calcuta (5-9), S. Pedro Claver (9-9), S. Pío de Pietrelcina (23-9); S. Vicente de Paúl (27-9)... Ya que se han atrevido a perder su vida por Jesús y por el Evangelio, la han salvado (Mc 8,35). Por tanto, su testimonio es claro y estimulante para las fuerzas vivas de la misión hoy, aquí y en todas partes.

Palabra del Papa

(*)  “Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo... Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo”.
Papa Francisco
Exhortación apostólica Evangelii Gaudium (2013), n. 49

A cargo de: P. Romeo Ballán, MCCJ

TOMAR EN SERIO A JESÚS
Marcos 8, 27-35
José Antonio Pagola

El episodio de Cesarea de Filipo ocupa un lugar central en el evangelio de Marcos. Después de un tiempo de convivir con él, Jesús hace a sus discípulos una pregunta decisiva: “¿Quién decís que soy yo?”. En nombre de todos, Pedro le contesta sin dudar: “Tú eres el Mesías”. Por fin parece que todo está claro. Jesús es el Mesías enviado por Dios, y los discípulos lo siguen para colaborar con él.

Pero Jesús sabe que no es así. Todavía les falta aprender algo muy importante. Es fácil confesar a Jesús con palabras, pero todavía no saben lo que significa seguirlo de cerca compartiendo su proyecto y su destino. Marcos dice que Jesús “empezó a enseñarles” que debía sufrir mucho. No es una enseñanza más, sino algo fundamental que los discípulos tendrán que ir asimilando poco a poco.

Desde el principio les habla “con toda claridad”. No les quiere ocultar nada. Tienen que saber que el sufrimiento lo acompañará siempre en su tarea de abrir caminos al reino de Dios. Al final, será condenado por los dirigentes religiosos y morirá ejecutado violentamente. Sólo al resucitar se verá que Dios está con él.

Pedro se rebela ante lo que está oyendo. Su reacción es increíble. Toma a Jesús consigo y se lo lleva aparte para “increparlo”. Había sido el primero en confesarlo como Mesías. Ahora es el primero en rechazarlo. Quiere hacer ver a Jesús que lo que está diciendo es absurdo. No está dispuesto a que siga ese camino. Jesús ha de cambiar esa manera de pensar.

Jesús reacciona con una dureza desconocida. De pronto ve en Pedro los rasgos de Satanás, el tentador del desierto que busca apartar a las personas de la voluntad de Dios. Se vuelve de cara a los discípulos y “reprende” literalmente a Pedro con estas palabras: ”Ponte detrás de mí, Satanás”: vuelve a ocupar tu puesto de discípulo. Deja de tentarme. “Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres, “.

Luego llama a la gente y a sus discípulos para que escuchen bien sus palabras. Las repetirá en diversas ocasiones. No las han de olvidar jamás. “Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga”.

Seguir a Jesús no es obligatorio. Es una decisión libre de cada uno. Pero hemos de tomar en serio a Jesús. No bastan confesiones fáciles. Si queremos seguirlo en su tarea apasionante de hacer un mundo más humano, digno y dichoso, hemos de estar dispuestos a dos cosas. Primero, renunciar a proyectos o planes que se oponen al reino de Dios. Segundo, aceptar los sufrimientos que nos pueden llegar por seguir a Jesús e identificarnos con su causa.
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