En la lectura de hoy Marcos presenta a Jesús en territorio “pagano”, donde habitaban personas que no seguían las prácticas religiosas judías, que eran las suyas. Pero, más allá de las diferencias religiosas o culturales entre los habitantes de la Decápolis y los de Nazaret o Jerusalén, Jesús encuentra a un hombre concreto, con un problema “humano”, que afecta por igual a creyentes y no creyentes, ricos y pobres, cultos y analfabetos: es sordo y mundo. (...)

JESÚS SANA NUESTRA COMUNICACIÓN

¡Hace oír a los sordos y hablar a los mudos!
Marcos 7,31-37

El episodio de la curación del sordomudo narrado en el evangelio de hoy se encuentra solo en San Marcos. Está situado fuera de los límites de Palestina, en la Decápolis, en territorio pagano. La anotación geográfica es un poco extraña porque Jesús, para descender hacia el lago de Genesaret, primero se desplaza hacia el norte (de Tiro a Sidón, en el actual Líbano) y luego desciende por la vertiente oriental del Jordán, en territorio de la Decápolis (en la actual Jordania). Jesús es un “traspasador de fronteras” y a menudo no sigue el camino recto, porque quiere alcanzar a todos en nuestros caminos tortuosos y llevar el evangelio a los vastos territorios paganos de nuestra vida.

El texto dice que el sordomudo fue “llevado” a Jesús por otras personas que “le rogaron que le impusiera las manos”. Encontramos otros casos en los evangelios en los que la iniciativa para pedir la curación de alguien es tomada por otros. Esto ocurre especialmente cuando el enfermo está imposibilitado de acudir a Jesús (véase el paralítico de Cafarnaúm: Marcos 2,1-12; y el ciego de Betsaida: Marcos 8,22-26). Pero todos necesitamos ser “llevados” por los hermanos y la comunidad. Jesús entonces “lo toma aparte, lejos de la multitud”, no solo para evitar la publicidad, sino para favorecer un encuentro personal con este hombre.

La modalidad de curación es bastante inusual: Jesús “le puso los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua; luego, mirando al cielo, suspiró y le dijo: ‘Effatá’, es decir: ‘¡Ábrete!'”. Por lo general, basta un gesto o una palabra de Jesús para operar la curación. Aquí el evangelista quizá quiera subrayar nuestra resistencia, por un lado, y el involucramiento de Jesús en nuestra situación, por otro. Este relato nos recuerda la curación del ciego de Betsaida, en territorio de Galilea, que ocurrirá más tarde (Marcos 8,22-26). Paganos o creyentes, todos necesitamos ser sanados en nuestros sentidos espirituales para tener una relación nueva con Dios y con los hermanos. Así se cumple lo que Isaías había profetizado en la primera lectura: “Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos. Entonces el cojo saltará como un ciervo, gritará de alegría la lengua del mudo”.

Puntos de reflexión

1. Todo comienza con la escucha.

En la Sagrada Escritura, el sentido privilegiado en la relación con Dios es el oído. Encontramos 1.159 veces el verbo escuchar en el Primer Testamento, a menudo teniendo a Dios como sujeto (biblista F. Armellini). Por eso el primer mandamiento es Shemá Israel, Escucha Israel (Dt 6,4). Ser sordo era una patología grave, un castigo (véase Juan 9,2), porque imposibilitaba la escucha de la Torá. Por eso los profetas anunciaban para los tiempos mesiánicos: “Oirán en aquel día los sordos las palabras del libro” (Isaías 29,18). En realidad, el camino del creyente es una apertura progresiva y una sensibilidad hacia la escucha: “Cada mañana hace atento mi oído para que escuche como los discípulos. El Señor Dios me ha abierto el oído y yo no he opuesto resistencia” (Isaías 50,4-5).

Vivimos en una sociedad acústicamente contaminada, con el riesgo de una “otosclerosis”, el endurecimiento de nuestro oído, por habituación o por defensa. Esta “sordera física” puede repercutirse en la esfera espiritual. La voz de Dios se convierte en una entre tantas y, incluso, superada por otras voces amplificadas por los medios. El creyente tiene una extrema necesidad de ser continuamente sanado de la sordera del corazón.

2. De la escucha nace la palabra.

De la escucha nace la palabra verdadera, la comunicación auténtica. La sanación de la lengua es consecuente a la del oído: “Se le abrieron los oídos, se desató el nudo de su lengua y hablaba correctamente”.

En un mundo hiperconectado crece la Babel de la incomunicabilidad, que se manifiesta en el lenguaje falso y manipulador, en el acoso y la opresión. La palabra se banaliza, se mortifica y se vuelve insignificante, generando un bloqueo comunicativo, la soledad y el mutismo. Esta situación se refleja tanto en el ámbito familiar y en las relaciones interpersonales como en la sociedad y en la Iglesia.

Debería preocuparnos especialmente la afonía de la Iglesia y del cristiano. Un cristiano afónico difícilmente puede comunicar la buena nueva del evangelio. La afonía de la Iglesia corroe la dimensión profética de la fe, con el riesgo de hacerla cómplice de la injusticia que se propaga en el mundo.

¿Qué hacer para “hablar correctamente” como el hombre del evangelio? ¿Cómo recuperar la voz profética de “quien clama en el desierto”, para hacer resonar la Palabra en los numerosos desiertos del mundo de hoy?

Tal vez nos falte esa media hora de silencio de la que habla el Apocalipsis: “Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, hubo silencio en el cielo como por media hora.” (8,1). Tal vez en la Iglesia estamos demasiado acostumbrados a subir a la cátedra y menos a callar y hacer silencio. Sin silencio: no hay discernimiento para captar la “gravedad” del momento que vivimos; no hay sensibilidad para abrirse al asombro de la intervención divina; no hay palabra iluminada para leer el presente. Como el profeta Elías, necesitamos frecuentar el Horeb de nuestra fe, la cruz de Cristo, para captar la nueva modalidad de la presencia de Dios en la “voz del silencio” (1 Reyes 19,12).

Tal vez nos falta la higiene matutina del alma. Todos los días lavamos cuidadosamente los oídos y la boca, pero a menudo descuidamos el lavado de los oídos y de la boca del corazón. Habría que recordar, cada mañana, el evento de nuestro bautismo y, sumergiendo en esas aguas nuestras manos, repetir interiormente, en oración, el Effatá bautismal: “¡El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, me conceda escuchar hoy su palabra y profesar mi fe, para alabanza y gloria de Dios Padre!”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj

Capacitado para escuchar y para hablar
Comentario a Mc 7, 31-37

En la lectura de hoy Marcos presenta a Jesús en territorio “pagano”, donde habitaban personas que no seguían las prácticas religiosas judías, que eran las suyas. Pero, más allá de las diferencias religiosas o culturales entre los habitantes de la Decápolis y los de Nazaret o Jerusalén, Jesús encuentra a un hombre concreto, con un problema “humano”, que afecta por igual a creyentes y no creyentes, ricos y pobres, cultos y analfabetos: es sordo y mundo.

Parece bastante evidente que este caso concreto de un sordo mundo en territorio pagando es, en la intención del evangelista Marcos, un signo evidente de la misión e Jesús.

Él usa el poder-amor de Dios (simbolizado en la imposición de manos) para liberar al ser humano de su sordera (su incapacidad para escuchar a Dios y a los demás, su egoísmo y orgullo auto-referencial, centrado en sí mismo) y de su mudez (su incapacidad para decir palabras comprensibles, su incomunicación, su incapacidad para decir la verdad que vive).

Cuando era joven sacerdote, conocí un niño de diez años al que todos consideraban sordo-mundo, hasta que una joven religiosa comenzó a prestarle mucha atención, a seguirlo de cerca, a mostrarle un amor concreto, sincero, gratuito y constante. Después de un tiempo, la hermana se dio cuenta de que el niño tenía un problema en el oído y lo llevó al médico; resuelto el problema, el niño comenzó a escuchar palabras y a repetirlas, dejando de ser sordomudo. Pensé entonces en el gran poder del amor, capaz de poner en marcha procesos liberadores.

Sabemos que en la mayoría de los casos no es así. Que frecuentemente la sordera y la mudez no tienen solución, aunque, gracias a Dios, hay muchas maneras de superar la incomunicación. Pero, como en el Evangelio, el problema no reside tanto en la incomunicación física cuanto en otro tipo de incomunicación: aquella que nos lleva a cerrar los cauces de comunicación y de amor con miembros de la propia familia, con miembros de la comunidad, con personas de otras culturas, de otras ideas políticas o de otras religiones…

Frecuentemente nosotros nos volvemos “sordos” y “mudos” en el corazón de nuestra personalidad: Nos negamos a escuchar lo que los otros nos tienen que decir y, por eso mismo, no tenemos una palabra sincera, auténtica, liberadora para los demás.

Todos recordamos el pasaje de Emaús, en el que Jesús camina con los discípulos, escucha sus inquietudes y, sólo después, les comparte unas palabras iluminadoras.

A veces parece que nuestras propias comunidades eclesiales son sordas y mudas: no quieren escuchar los gritos de la humanidad (emigrantes, prófugos, jóvenes, parejas rotas, mujeres…), ni a los profetas de nuestro tiempo que nos muestras caminos de libertad y solidaridad. Esa “sordera” nos hace también “mudos”, incapaces de decir palabras significativas, constructoras de humanidad.

Una Iglesia misionera es una Iglesia que escucha, libre de la sordera del orgullo y de la arrogancia. Sólo así podrá ser liberadora.

En la Eucaristía Jesús nos toca con su cuerpo. Pidámosle que cure nuestra sordera y libere nuestra lengua para que podamos ser sus misioneros, curados y capaces de curar a otros miembros de nuestra humanidad. Y en ello encontremos un camino cada vez más claro hacia la comunión con el Padre.
P. Antonio Villarino, mccj

Misión es escucha de Dios y opción por los pobres
Isaías  35,4-7ª; Salmo  145; Santiago  2,1-5; Marcos  7,31-37

Reflexiones
El pasaje del Evangelio comienza con un toque de apertura a regiones y pueblos lejanos. Las indicaciones geográficas del Evangelio de Marcos enmarcan el milagro de la curación del sordomudo en zonas periféricas, lejos de los centros habituales del pueblo judío. Tiro, Sidón, lago de Galilea, Decápolis... (v. 31) corresponden hoy al sur del Líbano y a la región septentrional de Israel. Son parte de los escenarios actuales de conflictos bélicos que ensangrientan amplias regiones de Oriente Medio. Por aquellos caminos, que eran zonas de ‘paganos’ y de mercaderes, pasó un día Jesús, suscitando el asombro de todos: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (v. 37). El milagro de la curación del sordomudo puede tener también una aplicación emblemática a la actual situación del conflicto medio-oriental y de cualquier otro conflicto: las soluciones nacen en la capacidad de escuchar y dialogar.

El mensaje de la Palabra de Dios en este domingo es global y tiene mucha profundidad: es una invitación a escuchar a Dios y al pobre por amor a Dios, hasta anunciarle que Dios todo lo hace bien (v. 37) y actúa para bien de todos, sin exclusiones. El verbo escuchar abunda en el Antiguo Testamento (más de 1.100 veces), relacionado en primer lugar con Dios, que siempre escucha el grito del pobre; y dirigido a menudo al hombre: “Escucha, Israel...” (Dt 6,4). Por eso la sordera, en la Biblia, se considera una patología grave, porque evoca el rechazo de la Palabra de Dios. Cuando Dios interviene para salvar a su pueblo, le abre simbólicamente los ojos, los oídos, la boca... (I lectura), para que pueda ver, escuchar, hablar, saltar: es decir, entrar en contacto con Dios y con los hermanos. Así, dice el profeta, el agua vital brotará en la estepa y en el desierto (v. 6-7).

El primer servicio que debemos brindar a los hermanos es escucharlos. El que no sabe escuchar a su hermano, tampoco sabrá escuchar a Dios, hablará solo él, incluso con el Señor” (Dietrich Bonhöffer). El que ha tenido una verdadera experiencia de escuchar a Dios, sabe escuchar también al hermano y acompañarle hasta Dios, como en el caso del sordomudo, a quien alguien condujo hasta Jesús pidiéndole que le impusiese las manos (v. 32). Acompañar, guiar a otros es el gesto misionero por excelencia, un gesto que corresponde a los padres, a los padrinos, a los educadores en la fe..., conscientes, sin embargo, de que solo Dios puede pronunciar con eficacia el efetá, (ábrete: v. 34), que toca el corazón de las personas y las lleva a abrazar la fe.

Los efectos del milagro de Jesús se presentan como apertura de los oídos, como soltura de la lengua, como fluidez en el uso de la palabra, como asombro y proclamación misionera del hecho ocurrido (v. 35-37). El cardenal Carlos M. Martini, en su carta pastoral “Efetá, Ábrete” (Milán 1990) comentaba: “Esta capacidad de expresarse se vuelve contagiosa y comunicadora… La barrera de la comunicación se ha caído, la palabra se expande como el agua que ha roto las barreras de una presa. El asombro y la alegría se difunden por valles y ciudades”. En el mundo actual, donde se busca a toda costa la comunicación rápida, on-line, permanece el desafío de humanizar la comunicación, abrirla en todos los niveles y con toda persona, reservando una atención especial a los más débiles y a los más alejados. (*)

Entre las personas que es preciso escuchar -que, al final, son todas las personas, sin excluir a nadie- Dios nos enseña que Él tiene unos ‘preferidos’, o sea, los pobres. Él da ánimo a los más débiles, cura a los enfermos y abandonados (I lectura). Por su parte, Santiago (II lectura) define como malos (v. 4) los criterios de los que discriminan a las personas según su condición socio-económica y afirma un principio general de conducta: “¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino?” (v. 5). Esta elección de los pobres, si bien no puede excluir a nadie, no es una opción facultativa o alternativa, sino un criterio de acción: es el estilo de Dios, y, por tanto, se vuelve una imposición para la actividad pastoral y misionera de la Iglesia, como asegura con fuerza Juan Pablo II: “Ateniéndonos a las indiscutibles palabras del Evangelio, en la persona de los pobres hay una presencia especial de Cristo, que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos. Mediante esta opción, se testimonia el estilo del amor de Dios, su providencia, su misericordia” (Novo Millennio Ineunte, n. 49). Solo así el anuncio misionero es creíble y universal.

Palabra del Papa
(*) “Jesús cura en tierra pagana a un sordomudo. Primero lo acoge y se ocupa de él con el lenguaje de los gestos, más inmediatos que las palabras; y después, con una expresión en lengua aramea, le dice: «Effatà», o sea, ábrete, devolviendo a aquel hombre oído y lengua... En este signo podemos ver el ardiente deseo de Jesús de vencer en el hombre la soledad y la incomunicabilidad creadas por el egoísmo, a fin de dar rostro a una nueva humanidad, la humanidad de la escucha y de la palabra, del diálogo, de la comunicación, de la comunión con Dios”.
Benedicto XVI
Homilía en Viterbo (6.9.2009)

P. Romeo Ballan, MCCJ

CURAR LA SORDERA
Marcos 7, 31-37

José Antonio Pagola

Ábrete
La curación de un sordomudo en la región pagana de Sidón está narrada por Marcos con una intención claramente pedagógica. Es un enfermo muy especial. Ni oye ni habla. Vive encerrado en sí mismo, sin comunicarse con nadie. No se entera de que Jesús está pasando cerca de él. Son otros los que lo llevan hasta el Profeta.

También la actuación de Jesús es especial. No impone sus manos sobre él como le han pedido, sino que lo toma aparte y lo lleva a un lugar retirado de la gente. Allí trabaja intensamente, primero sus oídos y luego su lengua. Quiere que el enfermo sienta su contacto curador. Solo un encuentro profundo con Jesús podrá curarlo de una sordera tan tenaz.

Al parecer, no es suficiente todo aquel esfuerzo. La sordera se resiste. Entonces Jesús acude al Padre, fuente de toda salvación: mirando al cielo, suspira y grita al enfermo una sola palabra: “Effetá”, es decir, “Abrete”. Esta es la única palabra que pronuncia Jesús en todo el relato. No está dirigida a los oídos del sordo sino a su corazón.

Sin duda, Marcos quiere que esta palabra de Jesús resuene con fuerza en las comunidades cristianas que leerán su relato. Conoce bien lo fácil que es vivir sordos a la Palabra de Dios. También hoy hay cristianos que no se abren a la Buena Noticia de Jesús ni hablan a nadie de su fe. Comunidades sordomudas que escuchan poco el Evangelio y lo comunican mal.

Tal vez uno de los pecados más graves de los cristianos de hoy es esta sordera. No nos detenemos a escuchar el Evangelio de Jesús. No vivimos con el corazón abierto para acoger sus palabras. Por eso, no sabemos escuchar con paciencia y compasión a tantos que sufren sin recibir apenas el cariño ni la atención de nadie.

A veces se diría que la Iglesia, nacida de Jesús para anunciar su Buena Noticia, va haciendo su propio camino, olvidada con frecuencia de la vida concreta de preocupaciones, miedos, trabajos y esperanzas de la gente. Si no escuchamos bien las llamadas de Jesús, no pondremos palabras de esperanza en la vida de los que sufren.

Hay algo paradójico en algunos discursos de la Iglesia. Se dicen grandes verdades, pero no tocan el corazón de las personas. Algo de esto está sucediendo en estos tiempos de crisis. La sociedad no está esperando “doctrina social” de los especialistas, pero escucha con atención una palabra clarividente, inspirada en el Evangelio de Jesús cuando es pronunciada por una Iglesia sensible al sufrimiento de las víctimas, y que sabe salir instintivamente en su defensa invitando a todos a estar cerca de quienes más ayuda necesitan para vivir con dignidad.

Ábrete
La soledad se ha convertido en una de las plagas más graves de nuestra sociedad. Los hombres construyen puentes y autopistas para comunicarse con más rapidez. Tienden cables para asegurar la comunicación telefónica. Lanzan satélites para transmitir toda clase de ondas entre los continentes. Pero las personas están cada vez más «solas en su propia choza».

El contacto humano se ha enfriado en muchos ámbitos de nuestra sociedad. La gente no se siente demasiado responsable de los demás. Cada uno vive su mundo. No es fácil el regalo de la verdadera amistad. Hay quienes han perdido la capacidad de llegar a un encuentro cálido, cordial, sincero. Se sienten demasiado extraños a los demás. No son ya capaces de entender y amar sinceramente a nadie, y no se sienten comprendidos ni amados por nadie.

Quizás se relacionan cada día con mucha gente. Pero en realidad no se encuentran con nadie. Viven aislados. Con el corazón bloqueado. Cerrados a Dios y cerrados a los demás. Cuántos hombres y mujeres no necesitan hoy escuchar las palabras de Jesús al sordomudo: «Ábrete». No es casualidad que se narren en los evangelios tantas curaciones de ciegos y sordos. Son una invitación a que abramos nuestros ojos y nuestros oídos para acoger la buena noticia de Jesús y la salvación que se nos ofrece desde Dios.

También a nosotros se nos hace una invitación a abrirnos. Sin duda, las causas de la incomunicación, el aislamiento y la soledad creciente entre nosotros son muy diversas. Pero, casi siempre tienen su raíz en nuestro pecado. Cuando actuamos egoístamente, nos alejamos de los demás, nos separamos de la vida y nos encerramos en nosotros mismos. Queriendo defender nuestra propia libertad e independencia con celo exagerado, caemos en un aislamiento y soledad cada vez mayor.

Tenemos que aprender, sin duda, nuevas técnicas de comunicación en la sociedad moderna. Pero debemos aprender antes que nada a abrirnos a la amistad y al amor verdadero. El egoísmo, la desconfianza y la insolidaridad son también hoy lo que más nos separa y aísla a unos de otros. Por ello la conversión al amor es camino indispensable para escapar de la soledad. El que se abre al amor al Padre y a los hermanos, no está solo.
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