Ser profeta de Dios, portador del Evangelio de Jesús, ha sido siempre una misión ardua en toda época y latitud. Sin necesidad de buscar laureles de heroísmo, la historia ofrece abundantes pruebas de tales dificultades. Las tres lecturas de este domingo invitan a reflexionar sobre el ‘escándalo del profeta’ y nos presentan su vocación y misión. [...]
El primer fracaso apostólico de Jesús
“Jesús se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos”
Marcos 6,1-6
Hoy encontramos a Jesús en Nazaret. Meses antes, sus familiares, preocupados por lo que se decía de él, habían bajado a Cafarnaúm, donde Jesús había establecido su nueva residencia, con la intención (frustrada) de llevarlo de vuelta a casa. Ahora es Jesús quien toma la iniciativa de ir a su pueblo natal. Son unos cincuenta kilómetros y una subida de setecientos metros, por lo que no era un pequeño paseo. ¿Por qué lo hace? Podemos pensar en motivaciones muy humanas, como ver a los suyos, estar con amigos, pasar unos días de descanso en los lugares donde creció… Pero también habrá habido otros motivos más profundos, como presentar a su nueva familia, es decir, los Doce, y anunciar la buena nueva del Reino también en su pueblo. Podemos imaginar que la acogida fue amistosa e incluso entusiasta. Jesús era uno de ellos, seguramente querido por todos. Sin embargo, la situación cambia radicalmente el día sábado, cuando todos se reunieron en la humilde sinagoga de Nazaret.
Vamos también nosotros a Nazaret, no como espectadores pasivos, sino tratando de confrontarnos con los protagonistas presentes en el relato. Pensemos particularmente en los tres grupos allí presentes: los habitantes de Nazaret, los doce discípulos que acompañaban a Jesús y el grupito de familiares más cercanos, con María, la madre de Jesús, a la cabeza.
Del asombro al escándalo
Jesús había frecuentado esa sinagoga durante treinta años, pero esta vez se respiraba un aire de expectativa particular. Su fama ya se había extendido por toda Galilea y en su pueblo todos se preguntaban qué estaba pasando, porque conocían bien a Jesús y no podían explicarse lo que se decía de él. Sabían que no había estudiado, no era un rabino: ¿cómo es que se presentaba con un séquito de doce discípulos? Tenía las manos callosas de carpintero: ¿cómo es que ahora esas manos las imponía sobre los enfermos y los sanaba? Era uno de ellos, de humilde condición, de un pueblo perdido que no prometía nada bueno: ¿cómo es que se había hecho famoso y su nombre corría de boca en boca? Lo conocían bien, pero no lo reconocían en absoluto en la figura del “profeta de Nazaret”.
“Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga”. Como era su costumbre, precisa el evangelista Lucas, quien ubica este episodio al comienzo de la predicación de Jesús, como su discurso programático (Lucas 4,16-30). Lucas dice en su relato que “los ojos de todos estaban fijos en él” (v. 20) y que todos “estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca” (v. 22). El comienzo, por lo tanto, parecía presagiar una buena acogida, como ocurría en muchos otros lugares. Sin embargo, Marcos y Mateo (13,54-58) se expresan de una manera más cautelosa, diciendo que “la multitud que lo escuchaba estaba asombrada”. De hecho, sus conciudadanos quedan más perplejos que maravillados: “¿De dónde saca todo esto?”. En el murmullo de la asamblea emergen (tres) comentarios de duda y desconfianza sobre el origen de sus palabras, de su sabiduría y de sus prodigios. Luego, siguen (cuatro) preguntas retóricas y despectivas sobre su identidad, respecto a su profesión, su madre, sus hermanos y sus hermanas. ¿Quién pretende ser este?, se dicen entre ellos. Y del asombro pasan al escándalo: “Y Jesús era para ellos un motivo de escándalo”, ¡es decir, de tropiezo!
Estamos ante un enredo de sentimientos no fácil de desenredar, una mezcla de maravilla y admiración, de celos y envidia, de duda y sospecha, de oposición y contradicción, llegando incluso a la indignación y al rechazo. ¿Cómo explicar este cambio drástico? Si tenemos el coraje de escarbar en nuestro corazón, lo podemos entender. Los conciudadanos de Jesús son el espejo que refleja muchos de nuestros comportamientos. ¿Cuántas veces también nosotros hemos cerrado la mente y el corazón a una verdad que nos incomodaba, elaborando toda una cadena de razonamientos? ¿Cuántas veces también nosotros hemos recurrido a juicios y prejuicios para neutralizar un mensaje de novedad que nos molestaba? ¿Cuántas veces también nosotros hemos pensado: “¡pero mira de qué púlpito viene esto!”? ¿Cuántos de nosotros acogen de buena gana una “voz profética” que nos interroga y nos pone en crisis? ¡A los profetas los acogemos mejor muertos!
La perplejidad y el desconcierto del discípulo
¿Qué habrá experimentado el grupo de los Doce? El texto no lo dice, pero se puede imaginar. Ellos también tenían expectativas sobre Jesús. Estaban orgullosos de su Maestro y esperaban presenciar otro de sus éxitos. Por lo tanto, quedaron perplejos al ver el rumbo que tomaron los acontecimientos. Santiago el de Alfeo y Judas Tadeo, dos primos de Jesús, que conocían bien el provincialismo de sus compatriotas, habrán lamentado en su interior que Jesús haya citado ese proverbio popular “nadie es profeta en su tierra”. Los otros diez habrán quedado desconcertados por este primer fracaso de Jesús, precisamente en su casa. Una derrota que ciertamente no esperaban. También ellos habrán pensado que Jesús debería haber sido más cauteloso, menos franco y más complaciente. Así, los discípulos descubren que la misión de Jesús -y su misión- no sería todo un camino de rosas. Y quién sabe si habrán pensado en la profecía de Ezequiel de la primera lectura de hoy (2,2-5): “Son hombres obstinados y de corazón endurecido aquellos a los que Yo te envío”.
Seguramente también nosotros compartimos la opinión de los apóstoles. Ante la oposición y el rechazo de nuestro mundo, nos preguntamos si la Iglesia no debería ser más complaciente en ciertos asuntos; si no debería bajar el estándar de sus propuestas; si no debería actualizarse, adaptándose a la sensibilidad de los tiempos. En nuestra tarea apostólica, ¿no estamos también nosotros tentados de adecuarnos a lo “políticamente correcto”?
Una espina en el corazón
¿Qué habrá pasado en el corazón de María, la madre de Jesús? Seguramente una niebla de dolor y tristeza lo habrá envuelto. Quizás le vino a la mente la profecía de Simeón: “Una espada te atravesará el alma” (Lucas 2,35). El recuerdo de ese sábado se habrá clavado en su corazón como una espina.
Esa espina sigue atravesando el corazón de la Iglesia, que sufre por sus hijos perseguidos, por los escándalos que empañan su testimonio, por el alejamiento de tantos de sus hijos e hijas, por el creciente rechazo al mensaje evangélico…
Esa espina también está clavada en nuestro corazón. Nuestra debilidad es para nosotros motivo de tristeza, de sufrimiento, de obstáculo y de escándalo. Como Pablo, también nosotros hemos pedido al Señor que nos libere de esta espina, y él nos ha respondido: “Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad.” (ver segunda lectura, 2 Corintios 12,7-10).
P. Manuel João Pereira Correia mccj
Verona, julio de 2024
El escándalo vencedor del Profeta
Ezequiel 2,2-5; Salmo 122; 2Corintios 12,7-10; Marcos 6,1-6
Reflexiones
“Yo te envío a un pueblo rebelde, que se ha rebelado contra mí… son testarudos y obstinados…” (Ez 2,3-5). Con un lenguaje que hoy no se dudaría en tildar de atrevido y agresivo, el Señor ha enviado al joven Ezequiel (I lectura) como profeta entre los israelitas (VI s. a. C.), deportados y esclavos en Babilonia. El lenguaje duro indica la difícil misión de ser profeta. Era difícil entonces; lo fue para Jesús (Evangelio) y para Pablo (II lectura). Ser profeta de Dios, portador del Evangelio de Jesús, ha sido siempre una misión ardua en toda época y latitud. Sin necesidad de buscar laureles de heroísmo, la historia ofrece abundantes pruebas de tales dificultades. Las tres lecturas de este domingo invitan a reflexionar sobre el ‘escándalo del profeta’ y nos presentan su vocación y misión.
El profeta auténtico no es nunca un auto-candidato, sino un llamado por Dios, que lo envía. A menudo, la llamada de Dios se realiza por etapas, que ayudan a comprender el sentido y el alcance de una vocación. Así le ocurrió a Abraham, a Moisés, al mismo Jesús, a los Doce apóstoles, a Pablo y a muchos otros. Para Ezequiel la llamada se realiza en tres momentos: en primer lugar, la visión del “carro de Iahveh” en medio de un escenario rico de imágenes difíciles de comprender (Ez 1). Sigue la llamada propiamente dicha, expresada en términos directos (I lectura): Dios interviene y entra en el profeta (v. 2), lo pone en pie y este escucha la voz de Dios que lo envía (v. 3.4) a esos “testarudos y obstinados” (v. 4). Pero el profeta - es el tercer momento de la vocación - no debe tener miedo, no debe dejarse impresionar por esas caras rebeldes, que son como cardos, espinas, escorpiones… (v. 6-7). Él se presenta ante ellos fuerte por la Palabra que ha comido: el rollo de la Palabra se vuelve en su boca dulce como la miel. El profeta será aguerrido: no dirá palabras suyas, sino tan solo las que escuchará del Señor y que acogerá en su corazón. De esta manera, él será centinela fiel y valiente para transmitir los mensajes de Dios. Le hagan caso o no le hagan caso (Ez 3).
San Pablo es un modelo de profeta, escogido por el Señor para una misión de primer anuncio del Evangelio a los paganos. Una misión que él cumplió con determinación, generosidad, amplitud de horizontes geográficos y culturales, entre pruebas de todo tipo, como lo explica en los textos que anteceden al pasaje de hoy (II lectura). Fue una misión ardua, vivida al mismo tiempo en humildad y debilidad, con una espina en la carne (v. 7). Rogó con insistencia para verse libre de ese sufrimiento, pero al final comprendió que la gracia del Señor estaba con él (v. 8-9). Es más, Pablo descubre que la misión es más fuerte y más auténtica cuando se realiza en la debilidad: con insultos, privaciones, persecuciones, dificultades sufridas por Cristo (v. 10). Porque de esta manera aparece claramente que misión y vocación son obra de Dios y no simples inventos humanos. La experiencia histórica de los misioneros y de las Iglesias fundadas y sostenidas por ellos son una prueba de esta paradoja, sobre la cual solamente el misterio de Cristo arroja un poco de luz. (*)
Parecería lógico que por lo menos la misión profética del Hijo de Dios en carne humana resultara clara para todos, aceptada sin rechazos ni contestaciones. En cambio, en su misma patria, entre los suyos, Jesús fue incomprendido (Evangelio) y, más tarde, en la ciudad santa de Jerusalén fue eliminado en un complot organizado por sus adversarios religiosos y políticos. En Nazaret la gente, asombrada (v. 2), vacila de un prejuicio al otro, entre varias interpretaciones: se plantean cinco preguntas sobre la identidad de Jesús (v. 2-3), pasando del asombro al escándalo, a la envidia y hasta el rechazo de ese conciudadano, que resulta ser demasiado divino (por sabiduría, prodigios…), pero, al mismo tiempo, demasiado humano (es carpintero, uno de ellos, de una familia conocida…). Extrañado por su falta de fe, Jesús cura solo a algunos enfermos (v. 5).
A pesar de la cerrazón e incomprensión de esos habitantes, Jesús responde con un doble signo: primero, recorre los pueblos de alrededor, se conmueve viendo a la gente, les enseña muchas cosas (v. 6 y 34); y luego llama a los Doce y los envía de dos en dos entre la gente, dándoles también “poder sobre los espíritus inmundos” (v. 7). Los Doce, una vez llegado el tiempo de su misión plena por las rutas del mundo, vivirán las mismas experiencias de su Maestro: tendrán reconocimientos y acogidas, pero, más a menudo, incomprensiones y persecuciones, sospechas y desprecio, junto con enfermedades y defectos personales.
Son estas las vicisitudes comunes a todo misionero, llamado a seguir los pasos de Jesús, el cual lo había predicho: “Si me han perseguido a mí, los perseguirán también a ustedes; si han observado mi palabra…” (Jn 15,20). Y siempre con la certeza de Pablo: la fuerza de Cristo y de su plan de salvación “se realiza en la debilidad” (2Cor 12,9). A través de la fragilidad de los instrumentos humanos, aparece más claramente que la fuerza de la misión viene de Dios. Este es el escándalo del profeta; es el escándalo vencedor de la cruz.
Palabra del Papa
(*) «La misión recorre este mismo camino (de Cristo) y tiene su punto de llegada a los pies de la cruz. Al misionero se le pide «renunciar a sí mismo y a todo lo que tuvo hasta entonces y a hacerse todo para todos»: en la pobreza que lo deja libre para el Evangelio; en el desapego de personas y bienes del propio ambiente, para hacerse así hermano de aquellos a quienes es enviado y llevarles a Cristo Salvador».
San Juan Pablo II
Encíclica Redemptoris Missio (1990) n. 88
P. Romeo Ballan, MCCJ
Dios anda entre los pucheros:
Jesús carpintero, hijo, hermano, vecino
Comentario a Mc 6, 1-6
Marcos nos muestra a Jesús como un maestro peregrino, que, después de recorrer aldeas y pequeñas ciudades de Galilea, en las cercanías del Lago de Galilea, vuelve al pueblo donde creció, Nazaret, y donde, al parecer, en vez de acogerlo, como hicieron tantos vecinos de los alrededores, lo rechazaron. Marcos lo explica con la famosa frase de Jesús: “Ningún profeta es aceptado en su propio pueblo y en su propia casa” y concluye diciendo que Jesús se maravillaba de su incredulidad.
La experiencia de Jesús –ser rechazado por los suyos– es una experiencia bastante común, que a mi modo de ver refleja dos errores que todos cometemos con frecuencia:
1) Imaginarnos a Dios como alguien lejano de la vida cotidiana
Ha pasado en todas las etapas de la historia y en todas las religiones: Muchos piensan que a Dios hay que buscarlo en lo extraordinario: un lugar maravilloso, una gran catedral, un santuario muy especial, un personaje con cualidades extraordinarias, más allá de las nubes… Como si Dios no tuviera nada que ver con lo que somos y vivimos e nuestra cotidianidad. Sin embargo Jesús muestra todo lo contrario: que Dios se hace uno de nosotros (Emanuel): nace como emigrante, trabaja como carpintero, va los sábados a la sinagoga, suda, bebe, come, hace amigos… Y en y todo eso se manifiesta como el Hijo amado del Padre.
La mejor manera que encuentro para explicar esta experiencia de Dios que hicieron los primeros discípulos de Jesús –y los que ahora siguen como discípulos- es la famosa frase de Santa Teresa de Ávila: “Dios también anda entre los pucheros”. Lo dicho: No busquemos a Dios en lo extraordinario, sino en lo ordinario de cada día: en el trabajo, en las relaciones familiares, en las amistades, en la lucha sincera por los derechos de los pobres, en el esfuerzo por la justicia y la honestidad, también en la oración sencilla y sincera (sin aspavientos ni pretensiones retóricas)… “entre los pucheros”.
2) Volvernos escépticos y duros de corazón, con los que viven con nosotros
Dice un viejo dicho que no hay persona menos respetuosa en un templo que el sacristán: acostumbrado a moverse en un lugar sagrado, termina por perder el respeto… Nos puede pasar a nosotros con las personas que viven cerca de nosotros: miembros de nuestra familia o de nuestra comunidad, compañeros de trabajo, los catequistas o el párroco de mi parroquia… Viviendo cerca de estas personas, corremos el riesgo de ver sólo sus límites y defectos, ignorando quizá el mucho bien que hacen. Lejos de aprovecharnos de su cercanía para amarlos y aprender de ellos, terminamos por enredarnos en una visión hipercrítica y dura que nos imposibilita para descubrir el mensaje que Dios nos quiere transmitir a través de ellos, a pesar de sus límites y defectos… Dios no se nos presentará con el disfraz de una persona perfecta, sino con la realidad de las personas concretas que nos rodean.
Al escuchar el evangelio de hoy, pido al Señor para mí y para todos esta humildad que nos hace capaces de reconocer a Jesús en el humilde profeta de Nazaret y en tantas personas que hoy viven conmigo y me ayudan a descubrir la presencia divina en medio de la realidad que estoy viviendo, con sus oportunidades y problemas, con sus aciertos y fracasos.
Señor, no permitas que me vuelva arrogante o cínico como los habitantes de Nazaret. Que mi corazón esté siempre abierto a reconocer tu humilde presencia a mi alrededor, a pesar de mis propios límites y los de los demás.
P. Antonio Villarino, MCCJ
RECHAZADO ENTRE LOS SUYOS
Marcos 6, 1-6
José Antonio Pagola
Jesús no es un sacerdote del Templo, ocupado en cuidar y promover la religión. Tampoco lo confunde nadie con un maestro de la Ley, dedicado a defender la Torá de Moisés. Los campesinos de Galilea ven en sus gestos curadores y en sus palabras de fuego la actuación de un profeta movido por el Espíritu de Dios.
Jesús sabe que le espera una vida difícil y conflictiva. Los dirigentes religiosos se le enfrentarán. Es el destino de todo profeta. No sospecha todavía que será rechazado precisamente entre los suyos, los que mejor lo conocen desde niño.
Al parecer, el rechazo de Jesús en su pueblo de Nazaret era muy comentado entre los primeros cristianos. Tres evangelistas recogen el episodio con todo detalle. Según Marcos, Jesús llega a Nazaret acompañado de discípulos y con fama de profeta curador. Sus vecinos no saben qué pensar.
Al llegar el sábado, Jesús entra en la pequeña sinagoga del pueblo y «empieza a enseñar». Sus vecinos y familiares apenas le escuchan. Entre ellos nacen toda clase de preguntas. Conocen a Jesús desde niño: es un vecino más. ¿Dónde ha aprendido ese mensaje sorprendente del reino de Dios? ¿De quién ha recibido esa fuerza para curar? Marcos dice que Jesús «los tenía desconcertados». ¿Por qué?
Aquellos campesinos creen que lo saben todo de Jesús. Se han hecho una idea de él desde niño. En lugar de acogerlo tal como se presenta ante ellos quedan bloqueados por la imagen que tienen de él. Esa imagen les impide abrirse al misterio que se encierra en Jesús. Se resisten a descubrir en él la cercanía salvadora de Dios.
Pero hay algo más. Acogerlo como profeta significa estar dispuestos a escuchar el mensaje que les dirige en nombre de Dios. Y esto puede traerles problemas. Ellos tienen su sinagoga, sus libros sagrados y sus tradiciones. Viven con paz su religión. La presencia profética de Jesús puede romper la tranquilidad de la aldea.
Los cristianos tenemos imágenes bastante diferentes de Jesús. No todas coinciden con la que tenían los que lo conocieron de cerca y lo siguieron. Cada uno nos hacemos nuestra idea de él. Esta imagen condiciona nuestra forma de vivir la fe. Si nuestra imagen de Jesús es pobre, parcial o distorsionada, nuestra fe será pobre, parcial o distorsionada.
¿Por qué nos esforzamos tan poco en conocer a Jesús?
¿Por qué nos escandaliza recordar sus rasgos humanos?
¿Por qué nos resistimos a confesar que Dios se ha encarnado en un profeta?
¿Intuimos tal vez que su vida profética nos obligaría a transformar profundamente nuestras comunidades y nuestra vida?
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