El amor anima y envuelve totalmente la vida de Dios y la vida del hombre. Esta vez, las matemáticas aquí no funcionan: 1+1+1 = 1; no solo 1, sino 1 y 3. Porque nuestro Dios, uno y trino, es amor. Y el amor es compartir, es unidad englobante. En efecto, “la caridad, desde el corazón de Dios, a través del corazón de Jesucristo, se derrama mediante su Espíritu en el mundo, como amor que lo renueva todo”. (Benedicto XVI). Porque “Dios es amor” (1Jn 4,8).
De la Trinidad a la Misión.
¡Por amor!
Dt 4,32-34.39-40; Sl 32; Rm 8,14-17; Mt 28,16-20
Reflexiones
El amor anima y envuelve totalmente la vida de Dios y la vida del hombre. Esta vez, las matemáticas aquí no funcionan: 1+1+1 = 1; no solo 1, sino 1 y 3. Porque nuestro Dios, uno y trino, es amor. Y el amor es compartir, es unidad englobante. En efecto, “la caridad, desde el corazón de Dios, a través del corazón de Jesucristo, se derrama mediante su Espíritu en el mundo, como amor que lo renueva todo”. (Benedicto XVI). Porque “Dios es amor” (1Jn 4,8). No existen palabras más sublimes para hablar de Él. Con la sola mente humana es poco lo que alcanzamos conocer de Dios; solo Jesús ha venido a revelarnos cómo es Dios por dentro. Para ello Jesús no ha utilizado conceptos o fórmulas; nos ha hablado de Su experiencia personal y lo que Dios ha hecho por nosotros. Nos ha hablado de un Dios-Padre que ama a todos, perdona al que se equivoca, levanta al que se ha caído; nos ha hablado de Su intimidad en cuanto Hijo en la oración prolongada con el Padre y en el sufrimiento; nos ha revelado la presencia amiga del Espíritu consolador, que nos guía y fortalece. Para Jesús no se trata de explicar el misterio de la Trinidad, sino de encontrarlo, abrazarlo, vivirlo.
Los manuales de catecismo sintetizan con facilidad el misterio divino diciendo que “hay un solo Dios en tres Personas”. Con esto ya se ha dicho todo, pero al mismo tiempo todo queda aún abierto para ser comprendido, acogido con amor y adorado en la contemplación. El tema tiene una importancia capital para la actividad misionera. En efecto, con facilidad se afirma igualmente que todos los pueblos - incluidos los no cristianos - saben que Dios existe; por tanto, también los paganos creen en Dios. Esta verdad compartida - aunque con diferencias y reservas - es la base para entablar un diálogo entre las religiones y, en particular, el diálogo entre cristianos y otros creyentes. Sobre la base de un Dios único común a todos, es posible establecer un entendimiento entre los pueblos para concertar acciones en favor de la paz, para defender los derechos humanos y realizar proyectos de desarrollo... Pero esta es tan solo una parte de la tarea evangelizadora de la Iglesia, la cual está llamada a ofrecer al mundo un mensaje más novedoso y con objetivos de mayor alcance.
Para el cristiano, en efecto, no es suficiente fundamentarse en el Dios único, y mucho menos lo es para un misionero, consciente de la extraordinaria revelación recibida por medio de Jesucristo, una revelación que abarca todo el misterio de Dios, en su unidad y trinidad. El Dios cristiano es uno y único, pero no solitario. El Evangelio que el misionero lleva al mundo, además de reforzar y perfeccionar la comprensión del monoteísmo, abre al inmenso y sorprendente misterio de Dios, que es comunión de Personas.
«Para penetrar en el misterio de Dios, los musulmanes tienen el Corán, del que toman los 99 nombres de Alá; el número 100 es innombrable, ya que el hombre no puede saberlo todo sobre Dios. Los judíos descubren al Señor a través de los acontecimientos de su historia de salvación, meditada, escrita y leída durante siglos, antes de ser consignada, más tarde, en los libros sagrados. Para los cristianos el libro que introduce al descubrimiento de Dios es Jesucristo. Él ‘es el libro abierto a golpes de lanza’; es el Hijo que, desde la cruz, revela que Dios es Padre y don de Amor, Vida, Espíritu» (F. Armellini). En efecto, el Dios revelado por Jesús es sobre todo Dios-amor (cfr. Jn 3,16; 1Jn 4,8). Es un Dios único, pero relacional, en plena comunión de Personas. Un Dios que se entrega a sí mismo por la vida de la familia humana.
Generalmente, el Dios de las religiones no cristianas es a menudo lejano, vive en su mundo; por tanto, conviene atraerlo con prácticas religiosas y sacrificios de todo tipo. Por el contrario, el Dios de la Biblia se nos revela como Dios misericordioso y clemente, “rico en misericordia” (Ef 2,4); un Dios amigo y protector, que desea vivir en relación, un Dios cercano, presente (I lectura), que se ha comprometido al lado de su pueblo con signos y prodigios (v. 34). No es un Dios celoso o competidor del hombre, sino un Dios que quiere que “seas feliz tú y tus hijos” (v. 40). Hay más: es un Dios que nos llama, nos hace hijos y herederos, dándonos su Espíritu (II lectura, v. 16-17).
Este es el verdadero rostro de Dios, que todos los pueblos (Evangelio) tienen el derecho y la necesidad de conocer a través de los misioneros, según el mandato de Jesús: Vayan, hagan discípulos, bauticen, enseñen... (v. 19-20). Por eso, el Concilio afirma: “La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre” (Ad Gentes 2). El don del Dios verdadero, uno y trino, es para todas las naciones; es una novedad que enriquece todas las culturas, es un tesoro que los cristianos tienen el derecho y el deber de compartir con todos. ¡Por amor! Porque la Iglesia no se impone con la fuerza ni con el proselitismo; se propone con amor gratuito y el servicio gozoso. «La Iglesia crece por ‘atracción’: como Cristo ‘atrae a todos a sí’ con la fuerza de su amor, que culminó en el sacrificio de la cruz, así la Iglesia cumple su misión» (Benedicto XVI). (*)
Para esta misión, Jesús se ha comprometido a ser el Emanuel: “Sepan que yo estoy con ustedes todos los días” (v. 20). Él camina al lado de cada uno por las rutas del mundo. Con esta certeza, la Iglesia hoy nos invita a orar para que “seamos anunciadores de la salvación ofrecida a todos los pueblos” (Oración colecta).
Palabra del Papa
(*) «La evangelización está esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino ‘por atracción’».
Papa Francisco
Exhortación apostólica Evangelii Gaudium (2013) n. 14
P. Romeo Ballan, MCCJ
La montaña
y el nombre de Dios
Comentario a Mt 28, 16-20
Este domingo dedicado a la Santísima Trinidad es, de alguna manera, el punto álgido del año litúrgico. Al discípulo misionero, que trata de identificarse con Jesucristo, se le ofrece en contemplación y adoración una aproximación al misterio de Dios, una realidad que le es la más íntima que su propia intimidad (como dice San Agustín) y, al mismo tiempo, le supera por todos los lados. La Iglesia nos ofrece hoy los últimos versículos del evangelio de Mateo, en los que, casi de pasada, se nombra al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Detengámonos un poco a meditar sobre algunos conceptos que aparecen en estos últimos versículos de Mateo:
1) Andar a la montaña
Jesús encuentra a sus discípulos en una montaña de Galilea. Parece una anotación geográfica casi sin importancia, pero no creo que sea así. De hecho, todos nosotros estamos marcados por la geografía. En mi vida personal, hay muchas montañas que han dejado huella. Pienso, por ejemplo, en los majestuosos picos del Sinaí que me han ayudado a intuir como Moisés y Elías pudieron experimentar allí la presencia inefable de Dios (Ex 19, 20; 1Re 19,8); pienso en la montaña del Machu Pichu (Perú), donde tuve la impresión de estar en el centro de la Tierra y entrar en comunión con las tradiciones de los antiguos peruanos… Para muchas religiones y culturas, la montaña es el lugar de la manifestación de Dios. Y se entiende, porque la montaña me ayuda a ir más allá de mí mismo, a salir de la rutina y la superficialidad, a buscar el más alto nivel de la conciencia personal… Y es precisamente ahí, en el nivel más alto de mi conciencia, que Dios se me manifiesta, con una presencia que difícilmente se puede encerrar en palabras, pero que uno percibe como muy real y auténtica.
Por su parte, Jesús subía continuamente al monte, solo o con sus discípulos, logrando unos niveles de conciencia y comunión con el Amor Infinito, que son un regalo para nosotros, sus discípulos y seguidores. También nosotros necesitamos, más que grandes elucubraciones, subir constantemente la “montaña” de nuestra propia conciencia, con la ayuda de un lugar geográfico que nos invite a apartarnos del ruido y de la rutina superficial.
2) Adoración y duda
Ante un Jesús que se manifiesta en la “montaña”, en la que se identifica con la Divinidad, los discípulos experimentan un doble movimiento: de adoración y de duda. Por una parte, sienten la necesidad de postrarse y reconocer esta presencia de la Divinidad en el Maestro, porque sólo con la adoración uno puede acercarse al misterio de Dios. Las palabras sobran o casi parecen a veces como una “blasfemia”, ya que nunca las palabras pueden contener la realidad que uno apenas alcanza a vislumbrar desde lo hondo de su conciencia. Por eso los discípulos experimentan también la duda, porque, por una parte, parece casi imposible que Dios se nos manifieste en nuestra pequeñez y, por otra, somos conscientes que todas nuestras palabras y conceptos se quedan cortos y, en alguna medida, son falsos. Nuestros conceptos sobre Dios son siempre limitados y deben ser constantemente corregidos, con la ayuda de la duda, que nos obliga a no “sentarnos” en lo aparentemente ya comprendido.
3) El nombre de Dios
Los pueblos, culturas y religiones intentan acercarse, como pueden, al misterio de Dios, dándole nombres según sus propias experiencias culturales. Israel ha preferido abstenerse de darle nombre, porque comprendió que es innombrable. Cuando uno da nombre a una cosa, de alguna manera, toma posesión de ella y la manipula. Pero de Dios no se puede tomar posesión ni se lo puede manipular. De hecho, Jesús tampoco le da un nombre. Lo que Jesús hace es hablarnos del Padre, de su experiencia de identificación y comunión con Él y del Espíritu que ambos comparten. Y manda a sus discípulos bautizar “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu”. Al bautizar, no damos nombre a Dios, sino que somos nosotros quienes, en su nombre, somos consagrados, para ser parte de esta “familia” divina. Nosotros –y toda la humanidad– estamos llamados a ser parte de este misterio divino, uno y múltiple.
4) Dios-Comunión
Las religiones más importantes se han esforzado por llegar a la elaboración del concepto de un Dios único. Y ese es un dato importante. Pero Jesús, desde su experiencia en la “montaña” de su conciencia, nos manifiesta que Dios, siendo único, no es “monolítico” sino plural; no es “individualista” sino comunitario. De la misma manera nosotros, creados a imagen de Dios, somos llamados a vivir en comunidad. Ninguno de nosotros es completo en sí mismo, sino que necesita de los otros para parecerse a Dios Padre, Hijo y Espíritu. Cuando uno niega a un miembro de su comunidad está negando a Dios. Por eso adorar a Dios es acogerlo, al mismo tiempo, en el santuario de la propia conciencia y en la realidad concreta de cada ser humano, en su maravillosa singularidad y diversidad.
P. Antonio Villarino, MCCJ