El Espíritu hace caminar a las personas y a los grupos humanos y cristianos, renovándolos y transformándolos desde dentro. El Espíritu abre los corazones, los purifica, los sana y los reconcilia, hace superar las fronteras, lleva a la comunión. Es Espíritu de unidad (de fe y de amor) en la pluralidad de carismas y de culturas, como se ve en el evento de Pentecostés, en el cual se armonizan la unidad y la pluralidad, ambos dones del mismo Espíritu. (...)

Consagrados por el Espíritu que abre corazones y fronteras

Hechos 2,1-11; Salmo 103; Gálatas 5,16-25;
+ la Secuencia; Juan 15,26-27; 16,12-15

Reflexiones
El Pentecostés cristiano celebra el don del Espíritu, que es “Señor y dador de vida”. En un comienzo, la fiesta hebrea de Pentecostés - siete semanas, o 50 días después de Pascua - era la fiesta de la cosecha del trigo (cfr. Éx 23,16; 34,22). Más tarde, se le asoció el recuerdo de la promulgación de la Ley en el Sinaí. Pentecostés pasó de fiesta agrícola a ser progresivamente una fiesta histórica: un memorial de los grandes momentos de la alianza de Dios con su pueblo (ver Noé, Abrahán, Moisés y los profetas Jeremías 31,31-34, Ezequiel 36,24-27…). Es importante subrayar la nueva perspectiva con respecto a la Ley, la nueva manera de entender y vivir la alianza. La Ley era un don del que Israel estaba orgulloso, pero se trataba de una etapa transitoria, insuficiente.

Era preciso avanzar hacia la interiorización de la Ley, un camino que alcanza su cumbre en el don del Espíritu Santo, que se nos da, como nuevo criterio normativo, como verdadero y definitivo principio de vida nueva. En torno a la Ley, Israel se formó como pueblo. En la nueva familia de Dios, la cohesión ya no viene de un ordenamiento exterior, por excelente que este sea, sino desde dentro, desde el corazón, en virtud del amor que el Espíritu nos da, “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rm 5,5). Gracias a Él, “somos hijos de Dios” y exclamamos “¡Abá, Padre!” Somos el pueblo de la nueva alianza, llamados a vivir una vida nueva, en virtud del Espíritu, que nos hace familia de Dios, con la dignidad de hijos y herederos (Rm 8,15-17).

A esta dignidad debe corresponder un estilo de vida coherente. San Pablo (II lectura) describe con palabras concretas dos estilos de vida diferentes y opuestos, según la opción de cada uno: las obras de la carne (v. 19-21) o los frutos del Espíritu (v. 22). Para los que son de Cristo Jesús y viven por el Espíritu, el programa es uno solo: “marchemos tras el Espíritu” (v. 25). El Espíritu es don. (*)

El Espíritu hace caminar a las personas y a los grupos humanos y cristianos, renovándolos y transformándolos desde dentro. El Espíritu abre los corazones, los purifica, los sana y los reconcilia, hace superar las fronteras, lleva a la comunión. Es Espíritu de unidad (de fe y de amor) en la pluralidad de carismas y de culturas, como se ve en el evento de Pentecostés (I lectura), en el cual se armonizan la unidad y la pluralidad, ambos dones del mismo Espíritu. La gran efusión del Espíritu Santo consagra a los discípulos para ser misioneros del Evangelio en todos los lugares de la tierra. Pueblos diferentes entienden un único lenguaje común a todos (v. 9-11). S. Pablo atribuye al Espíritu la capacidad de hacer que la Iglesia sea una y plural en la diversidad de carismas, ministerios y tareas (cfr. 1Cor 12,4-6). La Iglesia tiene que afrontar el desafío permanente de ser católica y misionera, de pasar de Babel a Pentecostés.

El Espíritu Santo es ciertamente el fruto más hermoso de la Pascua en la muerte y resurrección de Jesús, quien lo sopla sobre los discípulos (Jn 20,22-23). Es el Espíritu del perdón de los pecados y de la misión universal. Es más, Él es el protagonista de la misión (cfr. RMi cap. III; EN 75s.), confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores. El Espíritu está actuando siempre: en las tareas misionales sencillas y escondidas de cada día, y en los momentos más solemnes, con el objetivo de renovar el acontecimiento de Pentecostés en las Iglesias particulares, con miras a un compromiso más firme en la nueva evangelización y en la misión ad gentes.

Para esta misión se nos da el Espíritu como guía “hasta la verdad plena” y como Defensor y Consolador (Evangelio). Estrechamente vinculada a la obra creadora y purificadora del Espíritu, está su capacidad de sanar y curar. Se trata de un poder real y eficaz, para el cual existe una sensibilidad particular en el mundo misionero, aunque a menudo no es fácil discernir. La acción sanadora alcanza a veces también el cuerpo, pero mucho más el espíritu humano, curando las heridas internas y derramando el bálsamo de la reconciliación y de la paz.

Palabra del Papa

(*) «El secreto de la unidad en la Iglesia, el secreto del Espíritu es el don. Porque Él es don, vive donándose a sí mismo y de esta manera nos mantiene unidos, haciéndonos partícipes del mismo don. Dios es don, que no actúa tomando, sino dando. Porque nuestra forma de ser creyentes depende de cómo entendemos a Dios. Si tenemos en mente a un Dios que arrebata, que se impone, también nosotros quisiéramos arrebatar e imponernos: ocupando espacios, reclamando relevancia, buscando poder. Pero si tenemos en el corazón a un Dios que es don, todo cambia. Si nos damos cuenta de que lo que somos es un don suyo, gratuito e inmerecido, entonces también a nosotros nos gustaría hacer de la misma vida un don. Y así, amando humildemente, sirviendo gratuitamente y con alegría, daremos al mundo la verdadera imagen de Dios. El Espíritu nos recuerda que nacimos de un don y que crecemos dándonos; no preservándonos, sino entregándonos sin reservas».
Papa Francisco
Homilía en el domingo de Pentecostés, 31-5-2020

P. Romeo Ballan, MCCJ

Solemnidad de Pentecostés

Jn 20, 19-23

Celebramos hoy la solemnidad de Pentecostés, en la que hacemos memoria de una experiencia que la Iglesia –y todos nosotros– hace desde los primeros tiempos hasta hoy: que el Espíritu Santo la acompaña siempre, la ilumina, la fortalece, le ayuda a ser fiel y creativa a la vez. Esa presencia del Espíritu hace que la Iglesia experimente que Jesús sigue vivo entre nosotros, nos da su paz y su alegría, nos envía por el mundo y nos hace agentes de reconciliación y de una nueva creación, una nueva humanidad.

Me detengo un poco más resaltando algunos puntos:

  1. Una comunidad encerrada experimenta a Jesús vivo. Esta aparición de Jesús que nos cuenta el evangelio de Juan se distingue de las demás por su carácter eclesial; es decir, de las cuatro apariciones que se nos cuentan en el capítulo 20 de Juan, ésta sucede “en la casa”, donde la comunidad está reunida y “encerrada por miedo”. Podemos preguntarnos: ¿Tiene algo que ver esta comunidad de Jerusalén con nuestras comunidades? ¿Estamos también encerrados, llenos de miedo, respirando el aire viciado de una vida sin ventanas?
  2. A esta comunidad encerrada, Jesús no le trae reproche ni condena, sino paz y alegría. Ciertamente Jesús lleva las pruebas del sufrimiento injusto, pero no se queda en él, sino, reconfortado por el Padre, se vuelve transmisor de una paz y una alegría, que no depende del mundo, sino que es fruto del amor verdadero, del Espíritu Santo.
  3. A esta comunidad, encerrada y temerosa, Jesús le infunde el Espíritu y la envía con la misma misión que el Padre le ha encomendado a él. Con Jesús resucitado y vivo, se acabó el miedo, se terminó el mirarse al ombligo. Como Dice el Papa en una acertada expresión, Jesús quiere una Iglesia en salida, una Iglesia que no tiene miedo de salir al mundo y compartir el tesoro del Evangelio.
  4. A esta comunidad, heredera de la humanidad vieja atemorizada y acomplejada, Jesús la envío para que, con la fuerza del Espíritu, sea agente de reconciliación y de perdón. A veces una práctica empobrecida del ministerio de reconciliación en la Iglesia ha quitado valor a esta misión y la convirtió en una burla. Pero la experiencia nos dice que, dada la fragilidad humana, no hay paz ni alegría verdadera sin perdón y reconciliación. De hecho, muchos dicen que el perdón es lo más difícil. Y tienen razón. El perdón es casi imposible, si no interviene la fuerza del Espíritu.

P. Antonio Villarino, MCCJ

Espíritu Santo, ven
Oración al Espíritu Santo

Jn 15, 26-27.12, 12.15

En este Domingo de Pentecostés leemos dos de las cinco promesas del Espíritu Santo que Jesús hace en el evangelio de Juan. ¿Cuál es la diferencia entre un profesor de religión y un profeta, entre un profesional del culto y un testigo, entre un teórico de la solidaridad y la justicia y un hermano, entre un “hablador” sobre Dios y un creyente poseído por el amor? ¿En qué se diferencia un grupo humano bien organizado de una comunidad creyente y misionera, una Iglesia de una gran y potente ONG? La diferencia está evidentemente en la presencia o no del Espíritu, el mismo que está presente en el mundo desde la creación, que acompañó a Jesús en su encarnación, en su caminar terreno y en la Pascua, el mismo que fundó la Iglesia, el que, como el viento, sopla donde quiere. A este propósito, más que un comentario, comparto con ustedes una oración al Espíritu Santo, que cada uno de nosotros puede completar, reducir o adaptar según su propia experiencia de vida.

Espíritu Santo, ven
Rompe las barreras de mi rutina;
da verdad y hondura a mi oración;
hazme vivir con plenitud cada momento,
cada acción, cada pensamiento.
Dame “ganas” de hacer el bien,
de estar disponible,
de gozar de la vida con sencillez, humor y amor.
Desbórdate por mi espíritu y mi cuerpo,
mi inteligencia y mis afectos.
Espíritu Santo, ven
Dame tu confianza.
Ayúdame a superar los miedos
a mí mismo,
al qué dirán,
al fracaso,
a reconocer mis fallos.
Dame la confianza de los hijos en brazos de su papá.
Espíritu Santo, ven
Sé tú mi instructor,
conecta mi interior con el corazón del Padre.
Facilita la Alianza,
que me permita conocer desde dentro,
amar desde dentro,
superar toda falsedad.
Espíritu santo, ven
Hazme sensible,
abierto, disponible.
Hazme reaccionar ante los demás como un hermano,
superando toda indiferencia.
Ayúdame a ser servicial,
capaz de poner mi tiempo y mis energías
al servicio de quien los necesite.
Espíritu Santo, ven
Dame libertad y valentía,
para ser yo mismo,
para dejarme guiar por tus inspiraciones.
Que no confunda la libertad con el capricho,
ni la valentía con la tozudez orgullosa.
Sé tú la luz que ilumina mi camino en libertad,
y el viento que me empuja
por la senda de la generosidad.
Espíritu Santo, ven
Hazme misionero, aquí y ahora,
en las actuales circunstancias de mi vida.
Infúndeme un espíritu de diálogo,
enséñame a saber escuchar.
Ayúdame a estar abierto a nuevas ideas
y propuestas,
a estar dispuesto siempre a aprender.
Hazme ver la parte positiva de los que me rodean
y de lo que me dicen.
Espíritu santo, ven
Lléname de tu alegría y gozo.
Dame contento y humor.
No me dejes confundir fidelidad con severidad.
Que los problemas no llenen de amargura mi vida.
Haz de mi vida un monumento de alabanza
y un testimonio de gratitud
por el amor indefectible del Padre
y por tu presencia en toda la creación.
Espíritu Santo, ven
Hazme resistente ante los tropiezos de la vida,
pequeños o grandes.
Que no me desanime la incoherencia de los hermanos,
los pecados de tu Iglesia,
o la corrupción de la sociedad.
Regálame tu humilde verdad y tu amor gratuito.
Ahora y siempre. Amén.

P. Antonio Villarino, MCCJ

VIVIR A DIOS DESDE DENTRO
Juan 20,19-23

Hace unos años, el gran teólogo alemán, Karl Rahner, se atrevía a afirmar que el principal y más urgente problema de la Iglesia de nuestro tiempo es su “mediocridad espiritual”. Estas eran sus palabras: el verdadero problema de la Iglesia es “seguir caminando con resignación y aburrimiento cada vez mayores caminos comunes de una mediocridad espiritual.”
El problema no ha hecho más que agravarse en estas últimas décadas. De poco han servido los intentos de reforzar las instituciones, salvaguardar la liturgia o vigilar la ortodoxia. En el corazón de muchos cristianos se está apagando la experiencia interior de Dios.
La sociedad moderna ha apostado por “el exterior”. Todo nos invita a vivir desde fuera. Todo nos presiona para movernos con prisa, casi sin detenerse en nada ni en nadie. La paz no encuentra rendijas para penetrar hasta nuestro corazón. Vivimos casi siempre en la corteza de la vida. Se nos está olvidando lo que es saborear la vida desde dentro. Por ser humana, a nuestra vida le falta una dimensión esencial: la interioridad.
Es triste observar que tampoco en las comunidades cristianas sabemos cuidar y promover la vida interior. Muchos no saben lo que es el silencio del corazón, no se enseña a vivir la fe desde dentro. Privados de la experiencia interior, sobrevivimos olvidando nuestra alma: escuchando palabras con los oidos y pronunciando oraciones con los labios, mientras nuestro corazón está ausente.
En la Iglesia se habla mucho de Dios, pero, ¿dónde y cuándo escuchamos los creyentes la presencia callada de Dios en lo más profundo del corazón? ¿Dónde y cuándo acogemos al Espíritu del Resucitado en nuestro interior? ¿Cuándo vivimos en comunión con el Misterio de Dios desde dentro?
Acoger el Espíritu de Dios quiere decir dejar de hablar sólo con un Dios al que casi siempre colocamos lejos y fuera de nosotros, y aprender a escucharlo en el silencio del corazón. Dejar de pensar a Dios con la cabeza, y aprender a percibirlo en lo más íntimo de nuestro ser.
Esta experiencia interior de Dios, real y concreta, transforma nuestra fe. Uno se sorprende de cómo ha podido vivir sin descubrirlo antes. Ahora sabe por qué es posible creer incluso en una cultura secularizada. Ahora conoce una alegría interior nueva y diferente. Me parece muy difícil de mantener por mucho tiempo la fe en Dios en medio de la agitación y la frivolidad de la vida moderna, sin conocer, aunque sea de manera humilde y sencilla, alguna experiencia interior del Misterio de Dios.

José Antonio Pagola
http://www.musicaliturgica.com

DIOS ES TODO ESPÍRITU Y SOLO ESPÍRITU

Los textos que leemos este domingo hacen referencia al Espíritu, pero de muy diversa manera. Ninguno se puede entender al pie de la letra. Es teología que debemos descubrir más allá de la literalidad del discurso. Las referencias al Espíritu, tanto en el AT (377 veces) como en el NT no podemos entenderlas de una manera unívoca. Apenas podremos encontrar dos pasajes en los que tengan el mismo significado. Algo está claro: en ningún caso en toda la Biblia podemos entenderlo como una entidad personal.

Pablo aporta una idea genial al hablar de los distintos órganos. Hoy podemos apreciar mejor la profundidad del ejemplo porque sabemos que el cuerpo mantiene unidas a billones de células que vibran con la misma vida. Todos formamos una unidad mayor y más fuerte aún que la que expresa en la vida biológica. El evangelio de Jn escenifica también otra venida del Espíritu, pero mucho más sencilla que la de Lc. Esas distintas “venidas” nos advierte de que Dios-Espíritu-Vida no tiene que venir de ninguna parte.

No estamos celebrando una fiesta en honor del Espíritu Santo ni recordando un hecho que aconteció en el pasado. Estamos tratando de descubrir y vivir una realidad que está tan presente hoy como hace dos mil años. La fiesta de Pentecostés es la expresión más completa de la experiencia pascual. Los primeros cristianos tenían muy claro que todo lo que estaba pasando en ellos era obra del Espíritu-Jesús-Dios. Vivieron la presencia de Jesús de una manera más real que su presencia física. Ahora, era cuando Jesús estaba de verdad realizando su obra de salvación en cada uno de los fieles y en la comunidad.

Sin el Espíritu no podríamos decir: Jesús es el Señor (1 Cor 12,3)”. Ni decir: “Abba”, sin el Espíritu de Jesús (Gal 4,6). Pero con la misma rotundidad hay que decir que nunca podrá faltarnos el Espíritu, porque no puede faltarnos Dios en ningún momento. El Espíritu no es un privilegio, ni siquiera para los que creen. Todos tenemos como fundamento de nuestro ser a Dios-Espíritu, aunque no seamos conscientes de ello. El Espíritu no tiene dones que darme. Es Dios mismo el que se da, para que yo pueda ser.

Cada uno de los fieles está impregnado de ese Espíritu-Dios que Jesús prometió a los discípulos. Solo cada persona es sujeto de inhabitación. Los entes de razón como instituciones y comunidades, participan del Espíritu en la medida en que lo tienen los seres humanos que las forman. Por eso vamos a tratar de esa presencia del Espíritu en las personas. Por fortuna estamos volviendo a descubrir la presencia del Espíritu en todos y cada uno de los cristianos. Somos conscientes de que, sin él, nada somos.

Ser cristiano consiste en alcanzar una vivencia personal de la realidad de Dios-Espíritu que nos empuja desde dentro a la plenitud de ser. Es lo que Jesús vivió. El evangelio no deja ninguna duda sobre la relación de Jesús con Dios-Espíritu: fue una relación “personal”; Se atreve a llamarlo papá, cosa inusitada en su época y aún en la nuestra; hace su voluntad; le escucha siempre. Todo el mensaje de Jesús se reduce a manifestar esa experiencia de Dios, para que nosotros lleguemos a la misma experiencia.

El Espíritu nos hace libres. “No habéis recibido un espíritu de esclavos, sino de hijos que os hace clamar Abba, Padre”. El Espíritu tiene como misión hacernos ser nosotros mismos. Eso supone el no dejarnos atrapar por cualquier clase de esclavitud alienante. El Espíritu es la energía que tiene que luchar contra las fuerzas desintegradoras de la persona humana: “demonios”, pecado, ley, ritos, teologías, intereses, miedos. El Espíritu es la energía integradora de cada persona y también la integradora de la comunidad.

A veces hemos pretendido que el Espíritu nos lleve en volandas desde fuera. Otras veces hemos entendido la acción del Espíritu como coacción externa que podría privarnos de libertad. Hay que tener en cuenta que estamos hablando de Dios que obra desde lo hondo del ser y acomodán­dose totalmente a la manera de ser de cada uno, por lo tanto esa acción no se puede equiparar ni sumar ni contraponer a nuestra acción, ser trata de una moción que en ningún caso violenta ni el ser ni la voluntad del hombre.

Si Dios-Espíritu está en lo más íntimo de todos y cada uno de nosotros, no puede haber privilegiados en la donación del Espíritu. Dios no se parte. Si tenemos claro que todos los miembros de la comunidad son una cosa con Dios-Espíritu, ninguna estructura de poder o dominio puede justificarse apelando a Él. Por el contrario, Jesús dijo que la única autoridad que quedaba sancionada por él, era la de servicio. “El que quiera ser primero sea el servidor de todos.” O, “no llaméis a nadie padre, no llaméis a nadie Señor, no llaméis a nadie maestro, porque uno sólo es vuestro Padre, Maestro y Señor.”

El Espíritu es la fuerza de unión de la comunidad. En el relato, las personas de distinta lengua se entienden, porque la lengua del Espíritu es el amor, que todos entienden; lo contrario de lo que pasó en Babel. Este es el mensaje teológico. Dios-Jesús-Espíritu hace de todos los pueblos uno, “destruyendo el muro que los separaba, el odio”. Durante los primeros siglos fue el alma de la comunidad. Se sentían guiados por él y se daba por supuesto que todo el mundo tenía experiencia de su acción.

Jesús promueve una fraternidad cuyo lazo de unidad es el Espíritu-Dios. Para las primeras comunidades, Pentecostés es el fundamento de la Iglesia naciente. Está claro que para ellas la única fuerza de cohesión era la fe en Jesús, que seguía presente en ellos por el Espíritu. No duró mucho esa vivencia generalizada y pronto dejó de ser comunidad de Espíritu para convertirse en estructura jurídica. Cuando faltó la cohesión interna, hubo necesidad de buscar la fuerza de la ley para subsistir como comunidad.

“Obediencia” fue la palabra escogida por la primera comunidad para caracterizar la vida y obra de Jesús en su totalidad. Pero cuando nos acercamos a la persona de Jesús con el concepto equivocado de obediencia, quedamos desconcertados, porque descubrimos que no fue obediente en absoluto, ni a sus familias, ni a los sacerdotes, ni a la Ley, ni a las autoridades civiles. Pero se atrevió a decir: “mi alimento es hacer la voluntad del Padre”. La voluntad de Dios no viene de fuera, sino que es nuestro verdadero ser.

Para salir de una falsa obediencia, entremos en la dinámica de la escucha del Espíritu que todos poseemos y nos posee por igual. Tanto el superior como el inferior, tiene que abrirse al Espíritu y dejarse guiar por él. Conscientes de nuestras limitaciones, no solo debemos experimentar la presencia de Espíritu, sino que tenemos que estar también atentos a las experiencias de los demás. Creernos privilegiados con relación a los demás, anulará una verdadera escucha del Espíritu.

Meditación

Dios-Espíritu en nosotros, es la base de toda contemplación.
El místico lo único que hace es descubrir y vivir esa presencia.
La experiencia mística es conciencia de unidad.
No porque se han sumado mi yo y Dios,
sino porque mi yo se ha fundido en el 
YO.
Todos los místicos llegan a la misma conclusión que Jesús:
“yo y el Padre somos uno”
No te esfuerces en encontrar a Dios ni fuera ni dentro.
Deja que Él te encuentre a ti y te transforme.

Fray Marcos
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