Jesús conocía muy bien cómo disfrutaban los campesinos de Galilea en las bodas que se celebraban en las aldeas. Sin duda, él mismo tomó parte en más de una. ¿Qué experiencia podía haber más gozosa para aquellas gentes que ser invitados a una boda y poder sentarse con los vecinos a compartir juntos un banquete de bodas?

Dios no se desanima:
¡quiere a todos en su banquete!

Isaías 25,6-10; Salmo 22; Filipenses 4,12-14.19-20; Mateo 22,1-14

Reflexiones
Hoy la invitación es para un banquete de bodas, para una fiesta, para la vida; ¡no solo para trabajar en la viña! De la viña del Señor al banquete de los pueblos: después de tres domingos con el tema del trabajo en la viña, hoy el mensaje de las lecturas bíblicas está centrado en el banquete de la vida, al que Dios invita a todos los pueblos. Este proyecto del Padre aparece ya en el Primer Testamento, desde la creación, en la que Dios prepara un jardín para sus hijos e hijas. El profeta Isaías (I lectura), con lenguaje apocalíptico proyectado al futuro, habla de un banquete para todos los pueblos: “un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera” (v. 6). ¡Humillación, muerte, lágrimas, esclavitud... serán cosas del pasado! ¿Se trata solo de un sueño, una ilusión? ¡No! Es el proyecto del Padre de la vida, para con todas las naciones (v. 7), que se va realizando gradualmente en el camino hacia el Reino definitivo. Por tanto, es preciso celebrar y gozar con la salvación que viene de Dios (v. 9). Aun en medio de las tribulaciones, junto con Él, que es el Pastor bueno, nada nos falta: Él nos asegura el alimento y el agua, prepara una mesa abundante para todos (Salmo).

El icono del banquete es muy querido y familiar en las acciones y enseñanzas de Jesús. Él sabe ayunar y llevar una vida austera, pero le gusta también estar con la gente y hacer fiesta. Estrena sus signos en un festín de bodas en Caná; acepta los banquetes ofrecidos por Mateo y Zaqueo, por Simón el leproso y por el amigo Lázaro; luego vienen las multiplicaciones de los panes, la última cena, la mesa de Emaús, el desayuno a orillas del lago; las enseñanzas sobre los asientos a la mesa, el ayuno, la vigilancia de las doncellas para entrar a la fiesta de boda, y otras como la parábola de hoy del banquete de boda por el hijo del rey (Evangelio).

El icono del banquete (imagen y realidad) subraya el proyecto del Padre para la vida del mundo. Su invitación no es solo a trabajar en la viña (ver las parábolas de los domingos anteriores), sino a entrar con gozo en el banquete de boda del Hijo: es decir, ser hijos e hijas en el Hijo, hermanos y hermanas por el bautismo; participar en el banquete de la Eucaristía; tomar parte activa en el proyecto del Reino y llevar esta bella noticia a otros en un compartir misionero. Todo esto, antes de ser un compromiso, es un don, una dignidad, una fiesta. Ser cristianos, discípulos y misioneros del Evangelio es mucho más que una tarea o una disciplina: es motivo de gozo y de esperanza, es un servicio al Reino, es vida.

La fiesta está preparada (v. 8): el Hijo ha venido, está presente. Este plan salvífico de Dios es para todos los pueblos. Su Reino tiene dimensiones universales, sin restricciones, como se deduce de la parábola: el Padre invita a todos, quiere que la casa se llene con todos sus hijos e hijas, “malos y buenos”, recogidos de todos los caminos del mundo (v. 9-10). Dios ‘invita’ al banquete de bodas, pero nos deja libres de decir sí o no: nos toca a nosotros tomar una decisión de responsabilidad; de ella depende nuestra felicidad. Dios es sensible al rechazo de los primeros invitados, pero no renuncia. “El plan de Dios no se suspende, la invitación queda en pie, resuena incluso con mayor intensidad por esos extraños personajes que ningún judío hubiera aceptado que accedieran a su mesa purificada y ritualmente perfecta. Es el mundo de los pobres, de los sufridos, marginados dispersos por los caminos del mundo. A la arrogante autosuficiencia de los que se consideraban propietarios de la elección y de la salvación… sucede la nueva comunidad de las Bienaventuranzas” (G. Ravasi). Dios no se deja vencer por nuestros rechazos: en su ‘fantasía’ busca siempre nuevos caminos.

Para formar parte de la comunidad de las Bienaventuranzas, se necesita, sin embargo, el traje de fiesta (v. 12). Una exigencia que parece contrastar con la amplitud y la prisa de esa convocatoria general… Podría tratarse de otra parábola de Jesús para un contexto diferente. En todo caso, el mensaje es coherente con la libertad personal y la disponibilidad de cada uno ante la llamada de Dios. Para entrar a la fiesta será necesario vestir “el traje de bodas” (v. 11-12): no se trata de un distintivo exterior sino interior. Son condiciones irrenunciables: despojarse del hombre viejo, renovar el espíritu y revestirse del Hombre Nuevo (Ef 4,22-24), según la exhortación de San Pablo (II lectura), el cual se fía totalmente de Dios: “todo lo puedo en aquel que me da la fuerza” (v. 13).

El traje de fiesta es Cristo, Él es el hombre nuevo: “Revístanse del Señor Jesucristo”, insiste Pablo (Rom 13,14). S. Gregorio Magno comenta: “La caridad es el traje de fiesta, porque nuestro Redentor la revistió cuando vino para unir en sí como esposa a su Iglesia. Es el amor de Dios que movió al Hijo a reunir en torno a sí a los elegidos”. Es un mensaje que ilumina el compromiso de todo cristiano y de cada comunidad para este octubre misionero. Somos nosotros los servidores, que el Padre envía hoy por los caminos del mundo para anunciar el Evangelio de Jesús, para que todos los miembros de la familia humana se conviertan en comensales en el banquete de la vida nueva, en Cristo. (*) Los cristianos somos “bautizados-enviados”, llamados a ser misioneros: es decir, “tejedores de fraternidad”, contentos de ser anillos de la cadena de transmisión del Evangelio.

Palabra del Papa

(*) “La misión es una respuesta libre y consciente a la llamada de Dios, pero podemos percibirla solo cuando vivimos una relación personal de amor con Jesús vivo en su Iglesia. Preguntémonos: ¿Estamos listos para recibir la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida, para escuchar la llamada a la misión, tanto en la vía del matrimonio como de la virginidad consagrada o del sacerdocio ordenado, como también en la vida ordinaria de todos los días?... ¿Estamos prontos, como María, Madre de Jesús, para ponernos al servicio de la voluntad de Dios sin condiciones (cfr. Lc 1,38)? Esta disponibilidad interior es muy importante para poder responder a Dios: “Aquí estoy, Señor, mándame” (cfr. Is 6,8). Y todo esto no en abstracto, sino en el hoy de la Iglesia y de la historia”.
Papa Francisco
Mensaje para el Domingo Mundial de las Misiones – DOMUND - 2020

P. Romeo Ballan, MCCJ

¿Acepto o rechazo la invitación
al banquete del Reino?

Un comentario a Mateo 22, 1-14

Las últimas semanas de la vida de Jesús en Jerusalén fueron muy tensas y la oposición a su predicación fue subiendo de tono hasta el punto que muchos proponían directamente su muerte. Jesús quería renovar profundamente la vida del pueblo de Israel, invitando a todos a un cambio de vida, una conversión, que pusiera a Dios en el centro y, consecuentemente, llevara a todos a unas relaciones de fraternidad y verdadera paz. Esto no era para Jesús una propuesta moralizante, sino una invitación a vivir la vida como un banquete de fiestas, como una boda en la que predomina el amor y la alegría.

Algunos acogieron esta propuesta con entusiasmo y alegría, siguiéndolo por todas partes y contribuyendo a difundir el mensaje como misioneros en las aldeas y ciudades.  Pero otros se opusieron radicalmente. La clase dominante de la nación (sacerdotes, fariseos, saduceos, políticos y guerrilleros) se oponía con tal violencia que empezaron a proponer su muerte.

A Jesús le dolió mucho esta oposición y comienza a anunciar severamente que Dios prescindirá de este pueblo rebelde para escogerse un pueblo hecho de pobres y marginados, como de hecho pasó después de la muerte de Jesús y sigue pasando hasta hoy: los orgullosos y poderosos se niegan a aceptar el Evangelio del Reino, mientras otros (sencillos y marginados) aprovechan la oportunidad y se unen a la fiesta del Reino.

Todo esto es lo que quiere decir la parábola que Mateo pone en boca de Jesús sobre los invitados a las bodas que rechazaron dicha invitación, mientras la sala del banquete se llenó con todo tipo de personas venidas de todos los caminos de la vida. Mateo recoge esta parábola de Jesús para explicar lo que estaba pasando en el primer siglo de nuestra era: Las autoridades de Israel rechazaron a Jesús, el enviado del Padre, rechazaron la invitación en participar en las “bodas” de su Hijo, no quisieron renovar su Alianza con Dios, con la consecuencia que Jerusalén fue arrasada y destruida. Mientras tanto, gentes de todas las culturas y naciones aceptaban el mensaje del Evangelio y participaban de este banquete de bodas, de esta alianza de Dios con su pueblo. Seguir a Jesús no es una obligación pesada, es la gran oportunidad de hacer de la vida un banquete, una fiesta de amor. Seguir a Jesús es acoger la invitación del Padre a hacer de la vida una fiesta de amor, un banquete de fraternidad.

¿Dónde estamos nosotros: entre los que aceptan la invitación o entre los que la rechazan?

P. Antonio Villarino
Bogotá

Mateo 22.1-14

INVITACIÓN

Jesús conocía muy bien cómo disfrutaban los campesinos de Galilea en las bodas que se celebraban en las aldeas. Sin duda, él mismo tomó parte en más de una. ¿Qué experiencia podía haber más gozosa para aquellas gentes que ser invitados a una boda y poder sentarse con los vecinos a compartir juntos un banquete de bodas?

Este recuerdo vivido desde niño le ayudó en algún momento a comunicar su experiencia de Dios de una manera nueva y sorprendente. Según Jesús, Dios está preparando un banquete final para todos sus hijos pues a todos los quiere ver sentados, junto a él, disfrutando para siempre de una vida plenamente dichosa.

Podemos decir que Jesús entendió su vida entera como una gran invitación a una fiesta final en nombre de Dios. Por eso, Jesús no impone nada a la fuerza, no presiona a nadie. Anuncia la Buena Noticia de Dios, despierta la confianza en el Padre, enciende en los corazones la esperanza. A todos les ha de llegar su invitación.

¿Qué ha sido de esta invitación de Dios? ¿Quién la anuncia? ¿Quién la escucha? ¿Dónde se habla en la Iglesia de esta fiesta final? Satisfechos con nuestro bienestar, sordos a lo que no sea nuestros intereses inmediatos, nos parece que ya no necesitamos de Dios ¿Nos acostumbraremos poco a poco a vivir sin necesidad de alimentar una esperanza última?

Jesús era realista. Sabía que la invitación de Dios puede ser rechazada. En la parábola de “los invitados a la boda” se habla de diversas reacciones de los invitados. Unos rechazan la invitación de manera consciente y rotunda: “no quisieron ir. Otros responden con absoluta indiferencia: “no hicieron caso”. Les importan más sus tierras y negocios.

Pero, según la parábola, Dios no se desalienta. Por encima de todo, habrá una fiesta final. El deseo de Dios es que la sala del banquete se llene de invitados. Por eso, hay que ir a “los cruces de los caminos”, por donde caminan tantas gentes errantes, que viven sin esperanza y sin futuro. La Iglesia ha de seguir anunciando con fe y alegría la invitación de Dios proclamada en el Evangelio de Jesús.

El papa Francisco está preocupado por una predicación que se obsesiona “por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia”. El mayor peligro está según él en que ya “no será propiamente el Evangelio lo que se anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de tener olor a Evangelio”.

José Antonio Pagola
http://www.musicaliturgica.com

EL BANQUETE DEL REY

Hace ya muchos años que no sé lo que es dormir bajo techo. Una racha de malas cosechas arruinó a mi familia, y yo me vine solo a Jerusalén, siendo aún joven, atraído por el lujo de la ciudad y esperando encontrar algún trabajo para sobrevivir. Las cosas me fueron mal también aquí, y ahora vivo pidiendo limosna y haciendo, de vez en cuando, algún trabajo duro y mal pagado. A pesar de ello no he perdido la fe en Dios, y hasta solía acudir el sábado a la sinagoga, asistiendo al culto desde un rincón, hasta que un día escuché estas palabras de un salmo: “El Señor alza de la basura al pobre, levanta del polvo al humilde para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo…”(Sal 113,7-8)

Ese día sonreí con amargo escepticismo, porque no es ése el Dios que yo conozco: a mí me deja seguir hundido en el estiércol de la pobreza, y creo que es así como voy a morir; por eso no he vuelto a pisar la sinagoga ni el templo, ni creo que haya nadie capaz de hacerme retornar a ellos. Una tarde, oí revuelo en la Puerta Hermosa: había llegado a Jerusalén el rabí de Galilea que estaba dando tanto que hablar. Lleno de curiosidad, me mezclé con la multitud para ver cómo era y qué decía, y me senté entre los que escuchaban la historia que estaba contando: -“Se parece el reino de los cielos a un rey que quiso celebrar un banquete de bodas para su hijo, y envió a sus servidores a convidar a los invitados…”  (Como siempre, pensé yo. Otro que nos va a repetir la misma cantinela de que Dios premia ya en esta vida a los buenos colmándolos de agasajos y riquezas y deja en la cuneta a los pobres diablos como yo, llenos de pecados y miserias). Pero el cuento que él contaba empezó a interesarme cuando oí que la gente importante que había sido invitada (fariseos, escribas, sacerdotes y gente de dinero sin duda), se negaban a participar en el banquete y ponían pretextos para acudir. Y el anfitrión se encontró con la cena preparada y el comedor vacío. (¿Qué hará ahora el rey?, me pregunté. Seguramente aplazará el convite mientras convence a los invitados para que asistan. Suspiré con envidia y de nuevo me asaltó la rebeldía: ¿por qué mientras a unos les sobraba, otros pasábamos hambre? ¿Por qué más fiestas y banquetes para los que ya estaban saciados…?)

Volví a prestar atención a la historia, y me quedé sorprendido ante el desenlace: el rey decidió sustituir a los convidados ausentes por los desconocidos de la calle, y envió a sus servidores a las plazas y calles de la ciudad para que trajeran al banquete a pobres, lisiados, ciegos y cojos. Salieron los siervos a las encrucijadas de los caminos y veredas, reunieron a cuantos encontraron y la sala quedó llena de convidados. Y comenzó la mejor fiesta que el dueño hubiera podido soñar. En un sector de la multitud hubo un rumor de protesta, y muchos se levantaron del corro y se fueron indignados: eran fariseos que siempre proclamaban convencidos que eran ellos los primeros invitados al banquete del Reino, y que los demás no tendríamos derecho ni a las migas que cayeran de la mesa. Estaban indignados de que los invitados definitivos fueran gente de las encrucijadas de los caminos, y no les faltaba razón porque, de todos es sabido, el tipo de gente que deambulamos por esos lugares… Oí a uno decir: – “A este hombre habría que denunciarle y pararle los pies: su doctrina es peligrosa y contradice claramente lo que sabemos por la Ley…”

Solo nos quedamos con él un pequeño grupo, entre los que reconocí a los que pedían limosna conmigo, a algún ladronzuelo del mercado, y a los que cada noche se arrimaban como yo a la muralla, buscando protección del relente de la noche. Quizá se habían sentido también aludidos por la parábola, y estaban tan sorprendidos como yo al saberse destinatarios, al menos imaginarios, del banquete de un rey. Jesús siguió hablando, ahora más relajado porque sólo le rodeábamos hombres y mujeres sin importancia, gente de los caminos, sin más posesiones que la túnica vieja y el par de sandalias que llevábamos puestas, y quizá con sólo un mendrugo de pan en la alforja.

A medida que le escuchaba, algo iba cambiando dentro de mí, como si aquellas palabras me enderezaran y tuvieran el poder de devolverme mi dignidad. Todo lo que yo creía que era valioso y que daba categoría e importancia a un hombre: el dinero, la fama, el poder, la ciencia…, aparecía de pronto hueco y sin brillo, y Jesús nos lo hacía ver con la misma facilidad con que hasta el más ignorante sabe descubrir si una calabaza está vacía o un árbol sin savia.

-“Dios no le da importancia a nada de eso”, decía, – “es el corazón lo que cuenta para él, y la verdadera dicha está en que vuestros nombres están escritos en el Reino de los cielos. Porque el Padre se revela a los que son humildes, los sienta a su mesa y les confía sus secretos…” Y yo me iba sintiendo libre, humano, digno, como el hombre abatido del salmo, alzado de la basura e invitado a sentarse entre príncipes.

Había anochecido y los hombres y mujeres que acompañaban a Jesús trajeron panes y aceitunas, y los repartieron entre todos. También nosotros sacamos las provisiones que llevábamos en nuestros zurrones y lo compartimos todo. Era un extraño festín con unos extraños invitados. Pero aquel anochecer al raso, mientras salían las primeras estrellas, los que rodeábamos a Jesús nos sabíamos huéspedes de un rey.

Un  rey sentado entre nosotros, que llevaba unas sandalias tan polvorientas como las nuestras, dormía también a la intemperie y, cuando hablaba, tenía el acento inconfundible de los campesinos de Galilea.

Dolores Aleixandre
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