Mateo agrupa siete parábolas en un solo capítulo, el 13, que hoy comenzamos a leer. No es probable que Jesús haya dicho todas estas parábolas de una sentada. Mc y Lc las colocan en distintas circunstancias. La parábola es un género literario muy apropiado para hablar de realidades trascendentes. [Foto: El Sembrador, de Vincent Van Gogh (1888)].

Misión con la esperanza de Dios,
sembrador obstinadamente pródigo

Isaías 55,10-11; Salmo 64; Romanos 8,18-23; Mateo 13,1-23

Reflexiones
Pocas cosas hay en la naturaleza tan pequeñas, casi invisibles, y, sin embargo, tan poderosas y sorprendentes como las semillas. Son incontables, las hay de toda especie, entran por todas partes, las pisoteamos, se pegan a la ropa sin que uno se dé cuenta; parecen insignificantes, pero son fuertes, resistentes y encierran enormes capacidades de desarrollo. Todas las plantas del bosque, del campo, de la huerta o del jardín tienen su origen de un puñado de semillas: en ellas la Naturaleza ha concentrado potencialidades de desarrollo casi infinitas. Jesús, como buen Maestro y atento observador de la naturaleza, en la parábola de hoy – llamada del sembrador – (Evangelio) teje su conocida y extraordinaria enseñanza partiendo de las semillas. Se puede analizar esta parábola bajo tres perspectivas: el sembrador, la semilla y los terrenos; las tres con alcance universal.

Ante todo, el sembrador sorprende por su prodigalidad. Actúa como un ‘inexperto’, un ‘derrochador’, tira la semilla por doquier, casi sin querer darse cuenta dónde cae: al borde del camino, entre piedras y espinas, y por fin en tierra buena. El sembrador es símbolo de esperanza: spes in semine (la esperanza está en la semilla) se dice. El sembrador es imagen del Dios de vida, de esperanza y misericordia; un Dios campesino pródigo y obstinado en el reparto de sus dones: es capaz de transformar un corazón de piedra en corazón de carne, y de hacer que una semilla florezca de la roca. Un Dios que ama a todos, quiere que su palabra llegue a todos, “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2,4). Nuestro Dios es como el campesino: paciente, tenaz, espera siempre, sabe esperar, respeta los tiempos de maduración de cada uno. Por eso, en la vida y en las culturas seculares de los pueblos, aunque todavía no estén evangelizados, encontramos dones y valores que tienen su origen y van a tener su plenitud en Dios, que es Padre de todos y dador de todo bien.

La semilla es la Palabra de Dios, el mismo Jesús, Verbo y don del Padre, Dios en carne humana, Él, que es la plenitud del Reino. El anuncio misionero del Evangelio de Jesús hace crecer los valores presentes en las culturas, los purifica y los lleva a la perfección. Con razón, ya San Justino (+ 165) llamaba a estos valores las semillas del Verbo. Palabra eficaz del Padre, el Verbo es como la lluvia (I lectura) que baja del cielo para empapar la tierra, fecundarla y hacerla germinar para que dé nuevos frutos (v. 10). Esta semilla divina tiene una potencialidad infinita: ofrece salvación a todos; no hay barreras que logren impedir que la salvación llegue a todas partes, a cualquier persona, incluida la más perdida. En el mundo, que es el campo del Padre – ¡siempre encantador al contemplarlo! – (Salmo responsorial), no existen personas o realidades irrecuperables. Este es el fundamento del optimismo cristiano: tenaz, por encima de toda resistencia. Esta es la esperanza que da aliento al misionero: él confía en las sorprendentes potencialidades de la Palabra que va sembrando, espera siempre que la semilla produzca frutos, pone en juego su vida para salvarse a sí mismo y a los demás.

Dios ha optado por dejarse condicionar por los diferentes terrenos. Él ofrece generosamente su salvación a todos, pero no coacciona a nadie, respeta y confía en la libertad humana. Los diferentes terrenos, es decir, cada persona, tienen la capacidad de acoger o de rechazar la semilla. Este es el drama de la existencia humana, con su facultad de escoger entre camino, piedra, espinas o tierra buena. E incluso esta última con diferentes grados de respuesta: producir 30, 60, 100 por uno (v. 8.23). (*) Dentro de los recovecos del corazón humano se inserta la obra del Espíritu (II lectura), que está presente también en la creación que sufre aguardando la plena salvación de los hijos de Dios (v. 23).  

En la historia de las misiones y en la actividad evangelizadora se descubren a menudo tesoros de santidad y de gracia, incluso allí donde todo parece árido, pedregoso, prematuro. Algunos ejemplos lo confirman. En Darfur (región occidental de Sudán, devastada por un sinfín de violencias, Dios hizo brillar la grandeza humana y espiritual de una exesclava, santa Josefina Bakhita. Otros ejemplos. Entre los horrores de la guerra civil del Congo (1964), Dios hizo brotar la luz de la beata Clementina Anuarite, mártir de la castidad y del perdón. Entre las tierras buenas, cabe recordar también los testimonios de santa María Goretti, santa Madre Teresa de Calcuta, Gandhi y muchos otros, conocidos a nivel de las Iglesias locales. Hablando de tierras, la historia muestra que los tiempos se alternan según las épocas, las personas, los acontecimientos: hay épocas de acogida y buenos frutos, de cerrazón, rechazo o nuevos retoños.

No olvidemos, en fin, que en la parábola de hoy Jesús habla del sembrador, no del cosechador. En la sociedad y en la Iglesia muchos preferirían la tarea de cosechadores y vendimiadores en lugar de sembradores; pero Jesús nos invita a ser sembradores de vida, solidaridad, compasión, esperanza. Hoy la Iglesia nos invita a pedir al Padre, con el poder del Espíritu, “la disponibilidad a acoger el germen de tu palabra, que sigues sembrando en los surcos de la humanidad, para que fructifique en obras de justicia y de paz”. (Oración colecta).

Palabra del Papa

(*) “El sembrador es Jesús. Notamos que, con esta imagen, Él se presenta como uno que no se impone, sino que se propone; no nos atrae conquistándonos, sino donándose: echa la semilla. Él esparce con paciencia y generosidad su Palabra, que no es una jaula o una trampa, sino una semilla que puede dar fruto… si nosotros lo acogemos. Por ello la parábola se refiere sobre todo a nosotros: habla efectivamente del terreno más que del sembrador. Jesús efectúa, por así decir una “radiografía espiritual” de nuestro corazón, que es el terreno sobre el cual cae la semilla de la Palabra. Nuestro corazón, como un terreno, puede ser bueno y entonces la Palabra da fruto - y mucho -, pero puede ser también duro, impermeable. Ello ocurre cuando oímos la Palabra, pero nos es indiferente, precisamente como en una calle: no entra”.
Papa Francisco
Angelus, domingo 16 de julio de 2017

P. Romeo Ballan, MCCJ

Mateo 13,1-23

SALIR A SEMBRAR

Antes de contar la parábola del sembrador que «salió a sembrar», el evangelista nos presenta a Jesús que «sale de casa» a encontrarse con la gente para «sentarse» sin prisas y dedicarse durante «mucho rato» a sembrar el Evangelio entre toda clase de gentes. Según Mateo, Jesús es el verdadero sembrador. De él tenemos que aprender también hoy a sembrar el Evangelio.
Lo primero es salir de nuestra casa. Es lo que pide siempre Jesús a sus discípulos: «Id por todo el mundo…», «Id y haced discípulos…». Para sembrar el Evangelio hemos de salir de nuestra seguridad y nuestros intereses. Evangelizar es “desplazarse”, buscar el encuentro con la gente, comunicarnos con el hombre y la mujer de hoy, no vivir encerrados en nuestro pequeño mundo eclesial.
Esta “salida” hacia los demás no es proselitismo. No tiene nada de imposición o reconquista. Es ofrecer a las personas la oportunidad de encontrarse con Jesús y conocer una Buena Noticia que, si la acogen, les puede ayudar a vivir mejor y de manera más acertada y sana. Es lo esencial.
A sembrar no se puede salir sin llevar con nosotros la semilla. Antes de pensar en anunciar el Evangelio a otros, lo hemos de acoger dentro de la Iglesia, en nuestras comunidades y nuestras vidas. Es un error sentirnos depositarios de la tradición cristiana con la única tarea de transmitirla a otros. Una Iglesia que no vive el Evangelio, no puede contagiarlo. Una comunidad donde no se respira el deseo de vivir tras los pasos de Jesús, no puede invitar a nadie a seguirlo.
Las energías espirituales que hay en nuestras comunidades están quedando a veces sin explotar, bloqueadas por un clima generalizado de desaliento y desencanto. Nos estamos dedicando a “sobrevivir” más que a sembrar vida nueva. Hemos de despertar nuestra fe.
La crisis que estamos viviendo nos está conduciendo a la muerte de un cierto cristianismo, pero también al comienzo de una fe renovada, más fiel a Jesús y más evangélica. El Evangelio tiene fuerza para engendrar en cada época la fe en Cristo de manera nueva. También en nuestros días.
Pero hemos de aprender a sembrarlo con fe, con realismo y con verdad. Evangelizar no es transmitir una herencia, sino hacer posible el nacimiento de una fe que brote, no como “clonación” del pasado, sino como respuesta nueva al Evangelio escuchado desde las preguntas, los sufrimientos, los gozos y las esperanzas de nuestro tiempo .No es el momento de distraer a la gente con cualquier cosa. Es la hora de sembrar en los corazones lo esencial del Evangelio.

José Antonio Pagola
http://www.musicaliturgica.com

DIOS ES LA SEMILLA, QUE YA ESTÁ EN MÍ

Mt agrupa siete parábolas en un solo capítulo, el 13, que hoy comenzamos a leer. No es probable que Jesús haya dicho todas estas parábolas de una sentada. Mc y Lc las colocan en distintas circunstancias. La parábola es un género literario muy apropiado para hablar de realidades trascendentes. Al partir del conceptos simples, tomados de la vida cotidiana y que todo el mundo conoce, trata de proyectar nuestra conciencia hacia una realidad que va más allá de lo material. La parábola por estar pegada a la vida misma, mantiene el frescor de lo genuino y auténtico a través del tiempo y las culturas.

El relato en sí no es significativo. A mí poco me importa cómo nace y da fruto la semilla. Pero ese relato, en sí anodino, da que pensar, cuestiona mi manera de ser, me dice que otro mundo es posible y espera de mí una respuesta vital. Esta propuesta solo se puede hacer con metáforas. En toda parábola existe un punto de inflexión que rompe la lógica del relato. En esa quiebra se encuentra el verdadero mensaje. En esta parábola, la ruptura se produce al final. En la Palestina de entonces, el diez por uno, se consideraba una excelente cosecha. Tu tierra puede llegar a producir el ciento por uno. ¡Una locura!

El objetivo de las parábolas es sustituir una manera de ver el mundo miope por otra abierta a una nueva realidad llena da sentido. Obliga a mirar a lo más profundo de sí mismo y a descubrir posibilidades insospechadas. La parábola es un método de enseñanza que permite no decir nada al que no está dispuesto a cambiar, y a decir más de lo que se puede decir con palabras, al que está dispuesto a escuchar. Quien la oye, debe hacer realidad la utopía del relato y empezar a vivir de acuerdo con lo sugerido.

La explicación, que los tres evangelistas ponen a continuación, no aporta nada al relato. Las parábolas no admiten explicación. Jesús no pudo caer en la trampa de intentar explicarlas. La alegorización de la parábola es fruto de la primera comunidad, que intenta extraer consecuencias morales. Para descubrir el sentido hay que dejarse empapar por las imágenes. La parábola exige una respuesta personal no retórica, sino vital; obliga a tomar postura ante la alternativa de vida que propone. Si no se toma una decisión, es que ya se ha definido la postura: continuar con la propia manera de ver y vivir la realidad.

Los exégetas apuntan a que, en un principio, los protagonistas de la parábola fueron el sembrador y la semilla. El objetivo habría sido animar a predicar sin calcular la respuesta de antemano. Hay que sembrar a voleo, sin preocuparse de donde cae. La semilla debe llegar a todos. En línea con la primera lectura, pretende que se descubra la fuerza de la semilla en sí, aunque necesite unas mínimas condiciones para desarrollarse.

No debemos dar importancia a la cantidad de respuestas. La intensidad de una sola respuesta puede dar sentido a toda la siembra. La sinuosa y larga trayectoria de la existencia humana queda justificada con la aparición de un solo Francisco de Asís o de una Teresa de Calcuta. Por eso Jesús pudo decir: El Reino ya está aquí, yo lo hago presente. Debemos comprender que el Reino puede estar creciendo cuando el número de los cristianos está disminuyendo. Su plena manifestación depende solo de uno.

Más tarde se dio a la parábola un cariz distinto, insistiendo en la disposición de los receptores, y dando toda la importancia a las condiciones de la tierra. Esta alegorización no sería original de Jesús sino un intento de acomodarla a la nueva situación de los cristianos, cambiando el sentido original y haciéndola más moralizante. Aún en un sentido alegórico, no debemos pensar en unas personas como tierra buena y otras, mala. Más bien debemos descubrir en cada uno de nosotros la tierra dura, las zarzas, las piedras que impiden a la semilla fructificar. En la misma parcela hay tierra buena, piedras y zarzas.

No debemos identificar la “semilla” con la Escritura. Lo que llamamos “Palabra de Dios”, es ya un fruto de la semilla. Es la manifestación de una presencia que ha fructificado en experiencia personal. La verdadera “semilla”, es lo que hay de Dios en nosotros. Lo importante no es la palabra, sino lo que la palabra expresa. Esa semilla lleva millones de años dando fruto, y seguirá cumpliendo su encargo. El Reino de Dios está ya aquí, pero su manera de actuar es paciente. La evolución ha sido posible gracias a infinitos fracasos.

Podemos recordar el prólogo de Jn. “En el principio ya existía La Palabra”; “y la palabra era Dios”; “En la Palabra había Vida”. La semilla es el mismo Dios-Vida germinando en cada uno de nosotros. Dios está en sus criaturas y se manifiesta en todas ellas como algo tan íntimo que constituye la semilla de todo lo que es. No debemos dar a entender que nosotros los cristianos somos los privilegiados que hemos recibido la semilla (Escritura). Dios se derrama en todos y por todos de la misma manera (a voleo)Dios no se nos da como producto elaboradosino como semilla, que cada uno tiene que dejar fructificar.

Generalmente caemos en la trampa de creer que dar fruto es hacer obras grandes. La tarea fundamental del ser humano no es hacer cosas, sino hacerse. “Dar fruto” sería dar sentido a mi existencia de modo que al final de ella, la creación entera estuviera un poco más cerca de la meta. La meta de la creación es la UNIDAD. Yo no tengo que dar sentido a la creación sino impedir que por mi culpa pierda el sentido que ya tiene. Mi tarea sería no entorpecer la marcha de la creación entera hacia la consecución de su objetivo final.

Porque se trata de alcanzar la unidad en el Espíritu, esa plenitud de ser no la puedo encontrar encerrándome en mí mismo sino descubriendo al otro y potenciando esa relación con el otro como persona. Y digo como persona, porque generalmente nos relacionamos con los demás como cosas, de las que nos podemos aprovechar. Cuando hago esto, me hago menos humano. Descubriendo al otro y volcándome en él, despliego mis mejores posibilidades de ser. Hemos llegado a lo que es la esencia de lo humano.

“El que tenga oídos que oiga”. Esa advertencia vale para nosotros hoy igual que para los que la oyeron de labios de Jesús. En aquel tiempo, era la doctrina oficial la que impedía comprender el mensaje de Jesús. Hoy siguen siendo los prejuicios religiosos, los que nos mantienen atados a falsas seguridades, que nos sigue ofreciendo una religión muy alejada de los orígenes. El aferrarnos a esas seguridades es lo que sigue impidiendo una respuesta al mensaje, adecuada a nuestra situación actual. El evangelio es fácil de oír, más difícil de escuchar y cada vez más complicado de vivir.

Descubrir cuál sería el fruto al que se refiere la parábola sería la clave de su comprensión. El fruto no es el éxito externo, sino el cambio de mentalidad del que escucha. Se trata de situarse en la vida con un sentido nuevo de pertenencia, una vez superada la tentación del individualismo egocéntrico. El fruto sería una nueva manera de relacionarse con Dios, consigo mismo, con los demás y con las cosas.

Fray Marcos
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