Viernes 16 de junio 2023
Tanto la solemnidad del Corpus Christi como la del Sagrado Corazón de Jesús son concreciones últimas del modo como se nos revela el Dios trinitario: el Padre nos da al Hijo en la Eucaristía realizada por el Espíritu; el corazón traspasado del Hijo nos da acceso al corazón del Padre; y el Espíritu de ambos brota de la herida para el mundo.
“En aquel tiempo, Jesús exclamó: -Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.” ( Mt. 11,25-30).
Se podría pensar que después de la solemnidad de la Santísima Trinidad, en la que culmina todo el Año Litúrgico, las celebraciones restantes sólo podrían significar un declive. Pero esto sería desconocer que el misterio trinitario de Dios sólo se nos revela mediante la entrega perfecta de Jesús. Tanto la solemnidad del Corpus Christi como la del Sagrado Corazón de Jesús son concreciones últimas del modo como se nos revela el Dios trinitario: el Padre nos da al Hijo en la Eucaristía realizada por el Espíritu; el corazón traspasado del Hijo nos da acceso al corazón del Padre; y el Espíritu de ambos brota de la herida para el mundo.
El evangelio designa a Jesús como “humilde de corazón”, pero en un contexto eminentemente trinitario: la afirmación de que al conocimiento recíproco del Padre y del Hijo sólo tienen acceso aquellos a los que el Hijo se lo quiera revelar, y éstos son precisamente los pequeños, “la gente sencilla” o, en el sentido de Jesús, los «humildes»; aquellos, por tanto, que tienen ya sentimientos afines a los del Hijo. Pero el Hijo no tiene estos sentimientos únicamente a partir de su encarnación, sino que los tiene, como «Hijo» que es, desde toda la eternidad: su actitud frente al Padre, al que, como origen de la divinidad, designa como «más grande» que él mismo, su actitud de perfecta obediencia y disponibilidad, no es más que la respuesta a la actitud del Padre, que no oculta nada a su Hijo, sino que le da y le revela todo lo que Dios tiene y es, hasta lo último, hasta lo más profundo e íntimo de sí mismo.
Es casi como si la «herida del costado» más original, de la que brota lo último, fuese la herida de amor del propio Padre, de la que hace brotar lo último que tiene. Cuando el Hijo encarnado invita a los que están cansados y agobiados a encontrar su alivio en él, está siendo en el mundo la imagen perfecta del Padre: su Espíritu es el mismo.
… En la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús celebramos la prueba última y definitiva de que el Dios trinitario no es sino amor: en un sentido absoluto e inconcebible que nos supera infinitamente.
Hans Urs von Balthasar. LUZ DE LA PALABRA. Edc. ENCUENTRO.
EL REINO. Cap. XI
Tomás, tú has introducido tu dedo en mi corazón abierto: ¿ha sentido también tu alma lo que significa: Yo soy manso y humilde de corazón? ¿Has adivinado, discípulo, este misterio que es el más íntimo del corazón que me llega verdaderamente al alma y me llena hasta el borde? Si lo hubieras entendido, amigos, ¿caminaríais pesadamente por el terno camino hacia Emaús con el espíritu entorpecido y con el alma llena de tristeza y os devanaríais los sesos preguntándoos por qué tenía yo que sufrir y morir, por qué no aparece ya mi Reino, por qué vuestra esperanza – vuestra infantil esperanza – se quebró como un juguete, pues la vuestra no puede menos de recomponerse cada día y quebrarse al mismo tiempo? Mirad, yo mismo destruyo esa esperanza vuestra en un Reino inmediato, los tronos a la derecha y a la izquierda, tinglados de gloria, una Iglesia victoriosa, que domina las naciones desde la salida del sol hasta el ocaso; esa esperanza en la que llamáis la paz de Cristo en el Reino de Cristo, y que no es otra cosa que vuestro anhelo de tranquilidad y existencia segura en el reino de este mundo. Quieres pruebas convincentes de que he resucitado, quieres verlo y no creerlo, Tomás, quieres ver y no creer en este Reino; quieres ver las llagas en lugar de sentirlas y lograr por el dolor juntamente conmigo la victoria del Reino.
Pero ¿dónde he vencido yo sino en la cruz? ¿Estáis ciegos, como los judíos y paganos, para imaginar que el Gólgota habría sido mi precipitación y mi bancarrota, y pensáis que más tarde, pasados tres días, me habría recuperado de mi muerte y subiría penosamente del abismo del Hades emergiendo una vez más entre vosotros? Mirad: este es mi misterio, y no hay otro en el cielo y en la tierra: Mi cruz es la Salvación, mi muerte es la victoria, mi obscuridad es la Luz. Cuando yo yacía en el lugar del suplicio, y cuando sentí la angustia en el alma porque creía que mi pasión era vana, era abandonada y deshechada, y todo era tinieblas, y sólo el odio de la masa silbaba en torno a mí de manera escarnecedora, mientras el cielo callaba, cerrado como una boca despectiva, en medio de este infortunio mi sangre huía a través de las abiertas puertas de las manos y de los pies, y mi corazón se encontraba cada vez más solitario en cada latido, la fuerza escapaba de mí a torrentes, y en mí sólo había desmayo, fatiga mortal y una repugnancia infinita – y finalmente se aproximaba el misterioso y último lugar a la orilla del ser, y después la caída en el vacío, y el vuelco en el abismo sin fondo, la desesperación, el fin, la aniquilación-: la tremenda muerte, con la que yo sólo he muerto (a todos vosotros se os ha ahorrado gracias a mi muerte y ya nadie experimentará lo que significa esto: muerte): esa fue mi victoria. Mientras yo caía y caía, surgía el Nuevo Mundo. Mientras yo dormía, mi esposa, la Iglesia, se liberaba de toda debilidad, se fortalecía. Mientras yo me perdía y me deshacía totalmente y salía de la cámara de mi yo y me encontraba sin refugio (ni siquiera en Dios) y expulsado hasta del rincón de mi persona: yo despertaba en el corazón de mis hermanos. ¿No he dicho yo que la semilla tiene que caer a tierra y morir y que sólo así produce mucho fruto? Pues sin morir permanecería ella sola. Pero ¿qué es lo que sucede con una muerte semejante? La semilla deja de ser una semilla, la raíz absorbe los jugos vitales, y el tallo los consume totalmente, y si la espiga plena a lo largo del año se mece al viento y al sol, ¿dónde ha quedado la semilla? ¿Quién se acuerda del obscuro desarrollo en el negro y húmedo suelo, mientras pasan por sus dedos las doradas mazorcas? La semilla ha sido consumida y ha resucitado en la espiga: ella misma y no ella misma. Y esto millones de veces en todo el campo, y de manera renovada año transformación año: la parábola del Reino y de mi amor.
Pero vosotros, hijos, ¿qué es lo que queréis? Os veo armados de escalas y tratáis de encaramaros a ellas fatigosamente, subir a toda costa. Sois pequeños de estatura, y subís a un árbol para verme, y muchas veces yo soy el árbol. Una de vuestras escalas se llama oración, meditación y humildad, y con ellas imagináis que vais a llegar hasta mí. A otra de esas escalas la llamáis virtudes y ésta tiene muchos y altos retoños, sobre la escala de la virtud os encaramáis a ella ágilmente y os miráis de reojo para ver quién lo puede hacer mejor. Hasta habéis explicado que la humildad es una virtud y le ejercitáis como se ejercita un instrumento musical . tenéis constantemente en la boca mis sagradas expresiones de mortificación, de pobreza interior, de paciencia en el sufrimiento, y asimismo mi sagrado ejemplo: el pesebre y la cruz; a la más pequeña molestia la llamáis cruz, a la renuncia más natural sacrificio. Hasta mi cruz os sirve de escalera para lograr vuestros deseos. Quizá vosotros sufrís para actuar después tanto más. Vuestra apetencia de gloria es también el poder de la Iglesia, la queréis grande y hermosa y amplia, y si vosotros mismos no mandáis, veis con satisfacción como ella pastorea a las naciones como si fueran un rebaño. ¡Qué tenaz en vosotros este impulso de poder!, ¡cómo vive escondido en todos los que por mi nombre han muerto al mundo!, ¡qué dulce es el canto de la antigua serpiente: Conoceréis y seréis como dioses! Y algunos buscan el último puesto sólo porque desde un punto de vista secreto es el primero. Prestad atención: ¿no conocéis la decepción de que el mundo olvida aplaudir vuestra humildad? ¡Y qué pegados estáis a vuestra dignidad espiritual y cómo apreciáis la religión de los hombres de acuerdo con el hecho de que os saluden o no! Buscáis la santidad: señal de que no la tenéis. El santo (yo lo soy) no anda tras ella. Ignorándola, despreocupado, no prestando atención a sí mismo, cae de hinojos ante sus hermanos para lavarles sus cansados pies; olvidando su propia hambre de Dios, se sienta a la mesa y se mueve en torno para servirles.
¿En quién pensé cuando, siendo un niño que tiritaba de frío, yacía en el pesebre, sino en vosotros? ¿De qué hablaba en el resplandor del Tabor con Moisés y Elías, sino de la pasión que iba a sufrir por vosotros? ¿Para quién pedí al padre los signos sino para vosotros? ¿Y para qué recorrí catorce estaciones sino por vosotros? ¿Y mi divinidad misma y el abrazo de mi Padre: por quién los abandoné sino por vosotros? ¿Queréis seguirme? ¿Queréis llamaros discípulos míos? Que os guíe el sentido que me animó a mí: yo, siendo esencialmente Dios, no me aferré convulsivamente a ser igual a Dios, sino que me enajené y aniquilé, tomé figura de siervo, me hice semejante a los hombres, me rebajé hasta vestirme del vestido cotidiano del hombre, siendo obediente, obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Vosotros me decís: Maestro, tú vienes de arriba, eres rico y no podías ganar nada, eras Dios, ¿cómo podías desear la vida divina? Pero nosotros somos pequeños, y en nosotros todo ansía superación, y es una tendencia innata en nosotros, criaturas, el poder poseer a Dios. Vosotros que habláis así no sabéis de qué espíritu sois. ¿Ansiáis la semejanza con Dios? Entonces miradme. Entonces seguid mi camino. ¿Vosotros pensáis que yo nada podía ganar, porque ya era Dios? ¿Es este el Dios que yo os he revelado? ¿El Dios sin indigencia, el Dios que se basta a sí mismo tal como lo proponen los sabios de este mundo? Mi amor hacia vosotros ha ridiculizado su filosofía, pues no fue bastante para mí ser Dios; creí que con mi plenitud echaba de menos vuestra indigencia y os quise demostrar mi divinidad sólo de una manera, despojándome de ella para convertirme en siervo vuestro. ¿Qué queréis de mí cuando vuelva al Padre? Yo soy el camino y no hay otro fuera de mí, yo soy la puerta, el que salta por encima del muro es un ladrón – aunque pretenda apoderarse de la vida eterna.
Esto fue lo más divino de Dios (y mi empeño consistió en mostrarlo): Dios era tan libre que podía entregarse a sí mismo. Vosotros llamáis amor a vuestra tendencia a la plenitud. Pero ¿quién conoce la naturaleza del amor sino Dios, pues Dios es amor? No es amor el que vosotros le amarais a él, sino el que él os haya amado y entregado su alma por vosotros, sus hermanos. Esta fue su eterna bienaventuranza, que él sintió el gusto de prodigarse en un vano amor hacia vosotros. Esta fue su única supra-mundana, que en el misterio del pan y del vino se multiplicó como la nieve y la arena del mar, para alimentaros con vida divina. Esta fue su autosuficiencia, que empezó a sentir hambre y sed, y en la persona de sus miembros padeció toda clase de pobreza, de ignominia, de prisión, de desnudez y enfermedad. Esta, hermanos míos, fue su victoria, que vencí mi divinidad y en la figura de siervo puede revelar al Señor y con el perfil del pecado pude manifestar el contenido del amor. Esta fue mi victoria, que fuera de Dios entendí cómo ser en Dios. Que me hice todo en todo lo que no era yo.
¿Entendéis lo que significa entregarse? Por la libertad despojarse de su libertad, por amor renunciar a la libertad, no ser ya señor sobre sí mismo; no poder determinar ya a donde se dirige mi ruta; dejarse, entregarse al curso de las consecuencias, que nos conducen por caminos involuntarios – ¿a dónde? -. Te precipitaste de una de las más altas rocas: tu caída fue libre, y sin embargo, una vez que te precipitas, la espada se precipita sobre ti, y ruedas como una piedra muerta hasta el fondo del abismo. Así decidí darme. Entregarme. ¿A quién? Por igual. Al pecado, el mundo, a todos vosotros, al demonio, a la Iglesia, al Reino de los cielos, al Padre… Para ser simplemente el entregado. El cuerpo, sobre el que se congregan los buitres. El consumido, el comido, el bebido, el arrojado, el derramado. La pelota. El explotado. El que ha sido exprimido hasta las heces, el que ha sido pisado hasta la infinitud, el atropellado, el que ha sido presionado hasta el fin, el que se ha ensanchado hasta el océano. El que ha sido disuelto. Este era el plan. Esta era la voluntad del Padre, y cumpliéndola con obediencia (lo realizado era ya obediencia) he llenado el mundo desde el cielo hasta el infierno, y todas las rodillas se doblan ante mí y todas las lenguas deben confesarme. Ahora soy todo en todos; y por esta razón, la muerte que me liquidó, es mi victoria. Mi ocaso, mi caída vertiginosa, mi marcha hacia abajo (bajo mí mismo), hacia todo lo extraño, antidivino, hacia el infierno: esta fue la ascensión de este mundo hacia mí, hacia Dios. Fue mi victoria.
Vosotros estáis en Dios – a costa de mi divinidad. Vosotros tenéis el amor – yo lo perdí por vosotros. Esta pérdida es mi Reino. Mi Reino no es de este mundo, pero el mundo está en mi esfera. Cuando en la cruz mi corazón trasudó en el lagar, toda la fuerza se había ido ya, sólo padecía el vacío y el desmayo, y de él se deslizaba gota a gota el no – poder – más, el apenas – querer – todavía; cuando toda la sangre había escapado del corazón y todo el espíritu del alma, todavía entonces sangraba la nada: cuando la lanza hizo la incisión(visiblemente en el corazón de carne e invisiblemente en el alma, en el espíritu, en Dios) escapó de mí el agua de la plena consunción, Dios mismo se había consumido en mí. Lo inagotable había quedado agotado. El mar del ser permanecía seco. La vida se había extinguido, el amor era amado.
Esta fue mi victoria. En la cruz era la Pascua. En la muerte había saltado en pedazos el sepulcro del mundo. En la precipitación al vacío estaba la Ascensión a los cielos. Ahora yo lleno el mundo, y en definitiva toda alma vive de mi muerte. Y cuando un hombre decide abandonarse a sí mismo, la propia limitación y estrechez, su voluntad, su poder, su cerrazón, renunciar a su oposición, allí brota mi Reino. Pero como los hombres hacen esto sólo a regañadientes, y lo prefieren todo antes que entregarse a mi gracia, por eso debo acompañarlos por los anchos caminos a lo largo de toda su vida, hasta que sean conscientes de la verdad; comprendan que ellos no entienden, abran sus rígidos dedos y se dejen sumergir en mi corazón. Hasta que sientan que el suelo vacila de tal manera que ya no hagan de lo increíble un nuevo punto de vista, y no cierren lo que está abierto convirtiéndolo en celda superior, haciendo más bien que el abandono y la entrega se conviertan en una protección segura y que la locura de Dios sea sublime sabiduría. Hasta que ellos, desacostumbrándose de mirar hacia sí mismos, me miren finalmente a mí como si fuera ésta la primera vez. Hasta que de lejos el horizonte del Reino ilumine el crepúsculo, a ellos que conocen tan bien el cristianismo. Hasta que ellos, hartos de madurez y de cálculo entiendan por vez primera las palabras: Si no os hiciereis como niños… Los niños son indefensos, los niños se mueven en las mareas del alma como navecillas sin timón. Cuando llora un niño, llora todo él, se entrega libremente a las lágrimas, no puede poner un muro de contención a las lágrimas, no tiene refugio donde acogerse ante esta inundación. Llora mientras puede llorar, al igual que el cielo llueve hasta que las nubes se vacían. Y cuando un niño se alegra, se transforma totalmente en alegría. Él vive plenamente, ilimitadamente y sin reflejos. Y cuando siente temor, es puro temor, y no tiene la capacidad (mortal) de erigir un muro de cristal entre lo impotente y su propia alma. Los sabios de este mundo os anuncian: Bienaventurado el que posee una cámara de asbesto, donde no le ataca ni el agua ni el fuego de la vida. Bienaventurado aquel que educó y moderó sus pasiones de tal manera que formen un muro infranqueable en torno a su ciudadela, libre de ataques que puedan venir del destino. Pero yo os digo: Bienaventurado el que, como los niños, se expone a la existencia nunca dominada, el que no supera, sino que se somete a mi gracia que siempre vence. Bienaventurados no los iluminados, los maduros, quienes nada tienen ya que hacer sino caer del árbol, sino más bien bienaventurados los que sufren maquinaciones y sobresaltos, los que cada día se encuentran ante mis enigmas y no pueden solucionarlos. ¡Bienaventurados los pobres de espíritu, los pobres en el espíritu! ¡Ay de los ricos, por segunda vez, ay de los ricos en el espíritu! Resulta más difícil al Espíritu (aun cuando ninguna cosa es imposible para Dios) mover su cebado corazón. Los pobres están dispuestos y son fáciles de dirigir. Semejante a los perrillos no apartan la mirada de la mano de su señor A ver si quizá les arroja un desperdicio de su plato. Con la misma atención siguen los pobres mis gestos, atienden al viento (que sopla en la dirección que quiere), aun cuando éste gire, conocen el tiempo que hace en el cielo e interpretan los signos de los tiempos. Mi gracia resulta modesta, pero los pobres se sienten contentos por pequeños dones. Por eso invité a mi convite a los pobres, mendigos, lisiados y paralíticos, y a aquellos que con sentido del humor ocuparon los puestos últimos de la sociedad respetable: los vagos y errantes, los que acampan a las afueras de las ciudades, los vagabundos, la chusma de las zanjas. Ellos son mis queridos, respetados huéspedes, el estar entre ellos es mi complacencia, yo fomento el trato confiado con los publicanos y mujeres públicas, pues todos ellos entrarán antes que vosotros en el Reino de los cielos. Simón, ¿ves esa mujer? Ella es una pecadora, pero ella ha amado mucho, y se ha tenido poca consideración a sí misma, por eso se le ha perdonado mucho y todo, y la dejo irse con el don de mi paz.
Mi plenitud se derramará en vasijas vacías. Yo sumergiré las raíces de la nueva esperanza. Depositaré el hijo de la promesa en el seno estéril de Sara. ¿De qué sirve vuestra piedad, la afectación de vuestra “vida espiritual”? Misericordia quiero y no sacrificio. Vosotros tendéis hacia la perfección. Es correcto, pero no seáis perfectos de manera diferente a como lo es vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre justos e injustos, hace llover sobre buenos y malos, que al criado de la hora undécima da el mismo denario que a aquel de los primeros que sufrió a lo largo del día. Vosotros tendéis a la perfección. Es correcto, pero os pregunto ¿para qué? ¿Por qué os impulsa la salvación de vuestros hermanos, por qué ardéis ante el escándalo que ellos reciben, por qué queréis sacrificaros en el impulso de vuestro amor, de vuestro deseo de ayudar? ¿Tratáis de disponer vuestro corazón para que sea limpio, como lo exige la ley respecto del cordero y del carnero, consumido por el fuego, en lugar del pecado del pueblo? Y os dais cuenta de que mientras el corazón depende del otro de este mundo los hermanos no creerán en mí, al predicarle la pobreza. Y mientras mi espíritu se mueve en la libertad personal que bien se merece, ¿cómo va a hablar de manera que se le preste crédito de la obediencia del Señor por la que ganó el mundo? Que estas obras sean un medio para vosotros, para que vosotros mismos os convirtáis en medio e instrumento del amor. Pues aun cuando hubierais alcanzado toda perfección, y hubierais llenado vuestros graneros celestiales con méritos hasta el mismo techo, si no tuvierais amor, no os serviría de nada.
Pero ¿qué fácil es, no es cierto? ¡Tener este amor! Mirad al mundo, miradlo con mis ojos: ved cómo se afana por las cosas vanas, cómo se lanza ansiosamente por los venenos, cómo se aturde en la desesperación, ved al hijo ultrajado, al joven contaminado, la muchacha corrompida, ved cómo el odio y la ansiedad codiciosa los empuja unos contra otros de una manera brutal y horrible, cómo sus corazones se endurecen, se corrompen, se pudren, cómo en su danza van enredándose cada vez más en sus lazos, cuán horriblemente sucumben al abierto abismo. Es el curso del mundo, dicen los hombres y ríen: ¡quién va a cambiar el curso del mundo! Pero vosotros no os deis por derrotados, más bien, como si se os hubiera introducido un cuchillo, saltad hacia arriba: ¡No queremos eso! Arrojaos a la brecha. Ya sabéis que yo, vuestro Dios, he redimido al mundo. Mediante la gracia podéis echar un vistazo a mi obra. ¿Está completa? ¿Ha muerto el pecado? ¿No tenéis más que hacer que un simple dar gracias? ¿Ya ha tenido lugar ese giro imponente de aquí hacia allí? ¿Está ya ahí el Reino? ¿Ha sido removida ya la piedra? ¿No ruge lleno de miedo el hombre atormentado? Vosotros arriesgaos, precipitaos bajo las ruedas, tratad de completar en vuestro cuerpo lo que falta, lo que verdaderamente falta, lo que parece que falta a mi pasión.
¿Y qué es ello, hijos míos? ¿Predicación? ¿Convencer a los hombres? Mi palabra divina se ha encontrado con vosotros muchas veces. ¿Acciones? ¿Lograr el Paraíso inmediatamente ya aquí en la tierra? ¿La Iglesia sin mancha? ¿La orden de los resucitados? Ya sabéis a dónde conduce esto. Lo estáis viendo hace ya largo tiempo, os esforzáis a este fin, y hasta sufrís heridas por ello. Y si volvéis la mirada hacia esos largos años, llenos de trabajo: ¿qué se ha logrado? Dos, tres, convertidos, quizá incluso veinte, cien. ¿Dónde están los otros? ¿Ya se ha realizado la obra, el mundo se ha convertido? ¿O sólo se ha comenzado la acción? ¿Acaso esos muros artificialmente dispuestos no amenazan con volver a precipitarse y a enterraros bajo sus ruinas? ¡Todo en vano! Vosotros levantáis la vista, ved – ¡por vez primera! – la cruz.
Ante la prepotencia del pecado sólo la gracia vence con su sobreabundancia. Las obras caen a tierra, como envolturas que se desprenden, con mayor rapidez cada vez, descubriendo el dulce fruto interior, en torno al cual gira finalmente todo: el anhelo ilimitado. La madera de las acciones creadoras se consume siempre en llama, hasta que finalmente, la desnuda llama del amor sobrevive sin necesidad de la leña. Vuestras acciones son buenas, pero las cadenas de Pablo eran mejores, y Juan nada tenía al final sino que únicamente le quedó la súplica del amor. Mi exigencia es cada vez más urgente, nada la sacia, ya nada le puede satisfacer, nada puede cerrar el vacío, que os absorbe, acallar las lágrimas que veis caer, cubrir la vergüenza del rostro ensalivado con la corona de espinas: así recogéis vuestra alma como un paño blanco y la eleváis hacia mí, y como yo me aliviaré con su uso, debe llevar en adelante mis huellas. Y como queda adherida en ella la imagen, comprende ahora también mi pasión, y comprendiéndola la realiza juntamente conmigo. No le ahorro esta vista. No hay dos clases de amor.
Juntas manan hasta el suelo la sangre y el sudor de nuestras almas. ¡Con qué diferencia! – lo sabéis vosotros. Yo llevé solo toda la carga, por eso vosotros dormís (¿cuándo no dormís?) y vuestra aportación llega siempre demasiado tarde; la cruz ha sufrido. Vosotros no lleváis el juicio, sino la gracia. Si la carga os aprieta, no deja de ser un juego. Mi yugo es suave, mi carga ligera. La cruz en vosotros es sólo una indicación. Vuestra corredención es sólo una analogía (una expresión de mi amor). Pero vale, yo mismo hago que valga. Yo completo vuestro defecto de plenitud, y vosotros debéis completar mi falta de plenitud. De lo contrario el amor ya no sería amor. Si yo no os lo permitiera. Participad de mi fracaso, gustad de la inutilidad de la redención. De esta materia hace mi Padre su gracia. Existe un juicio, en las manos del Padre hay una balanza. En uno de los platillos está presionando hacia abajo esa carga de inutilidad. En el otro está la ligera y ascendente esperanza. Y como se inclina el primer platillo, está decidido el juicio: la esperanza asciende, mi Reino vence ascendiendo.
Hans Urs von Balthasar, EL CORAZON DEL MUNDO. EL REINO, cap. XI