Leemos hoy la historia de Lázaro, amigo de Jesús resucitado en Betania, donde vivía con sus hermanas Marta y María. Las primeras palabras de la narración nos presentan a un enfermo. Con toda probabilidad, la enfermedad de este hombre, como la del paralítico al que bajan por un tejado o la del que lleva 38 años al lado de la piscina, es más espiritual que corporal. (...)
Misioneros de la vida
Ez 37,12-14; Sl 129; Rom 8,8-11; Jn 11,1-45
Reflexiones
La vida es el tema común de las lecturas de este V domingo de Cuaresma: la vida que vence los sepulcros, como lo profetiza Ezequiel (I lectura); la vida que se nos da por medio del Espíritu que habita en nosotros, como insiste San Pablo (II lectura); la vida nueva que es Jesús mismo (Evangelio): “Yo soy la resurrección y la vida” (v. 25). Hay un ‘crescendo’ temático hacia la Pascua; aumentan los signos: agua, luz, vida… Con sabia pedagogía, la Iglesia acompaña a los cristianos hacia la Pascua, instruyéndolos con catequesis bautismales, adecuadas para los catecúmenos que se preparan a recibir el Bautismo, y para los fieles bautizados que renovarán las promesas bautismales. En el III domingo de Cuaresma el símbolo era el agua, en el diálogo entre Jesús y la Samaritana; el domingo pasado el tema central era la luz, en la sanación del ciego de nacimiento; hoy el signo es la vida, con la resurrección de Lázaro. Los tres signos van acompañados de insistentes afirmaciones de Jesús sobre su identidad y su misión, con palabras que hacen referencia a la autodefinición de Dios a Moisés en el Éxodo: “Yo-Soy” (Ex 3,14). Jesús hace suya esta definición divina afirmando: Yo soy el Mesías, Yo soy la luz del mundo, Yo soy la vida.
En estos tres domingos son múltiples las referencias al sacramento del Bautismo, tanto en las lecturas bíblicas como en otros textos litúrgicos (antífonas, oraciones, prefacio…). En las jóvenes Iglesias misioneras, aunque no solo en ellas, la noche de Pascua asume una solemnidad particular con los sacramentos de la iniciación cristiana que se administran a numerosos catecúmenos, adultos y jóvenes. Se trata de fiestas que llenan el corazón y la vida de los misioneros, de los pastores de las Iglesias locales y de las comunidades cristianas.
La resurrección de Lázaro se encuentra en la mitad del Evangelio de Juan (en el capítulo 11 de 21); pero es, sobre todo, el centro temático: se trata, quizás, de la mayor manifestación de Jesús como “verdadero Dios y verdadero hombre”.
- Es verdadero hombre, lleno de fuertes sentimientos: es amigo de Lázaro y de las hermanas de Betania, se turba, se conmueve profundamente, se echa a llorar, ora intensamente al Padre, grita con voz potente... Con sus lágrimas Jesús justifica las nuestras en la muerte de los seres queridos. La fe no es incompatible con las lágrimas; todos lloran, incluido Jesús… Este Evangelio no prohíbe las lágrimas, las enjuga; no quita el dolor, sino que lo consuela y lo comparte; no elimina la muerte, pero delante de la muerte canta la vida.
- Y es verdadero Dios, del que manifiesta el amor y el poder devolviendo la vida al amigo muerto, para que la gente crea que Él ha sido enviado por el Padre (v. 42). Así, este espectacular milagro pone de manifiesto tres valores que van juntos: amor, fe y vida. Porque “la vida es vida tan solo allí donde hay amor” (Gandhi). Las hermanas Marta y María hacen hincapié en la amistad: “Señor, aquel que tú amas está enfermo”. Jesús va a Betania atraído justamente por la amistad con esa familia. Él va y lleva la solución también para el mal extremo que es la muerte: “Yo soy la resurrección y la vida” (v. 25). Jesús dice soy, no solo seré. Ahora, no en un vago futuro.
En su realidad divino-humana, Jesús realiza su misión como cercanía, haciéndose, como el samaritano, próximo al que sufre (cfr. Lc 10,34), aportando soluciones a los problemas. Pero al Salvador que se acerca es necesario salirle al encuentro, como las hermanas Marta y María (v. 20.29), con corazón abierto. Solamente en este encuentro se realiza la salvación. Porque solo “del Señor viene la misericordia, la redención copiosa” (Salmo responsorial). También en esta ocasión se dan reacciones opuestas. Por una parte, las súplicas confiadas de las hermanas que logran el milagro extraordinario del retorno a la vida de Lázaro y muchos judíos creen en Jesús (v. 45); por otra, no obstante la evidencia del signo, los enemigos de Jesús se cierran cada vez más, se concitan para darle muerte (Jn 11,46-53) y deciden matar también a Lázaro (Jn 12,10).
Jesús no ha venido para darnos una vida raquítica, empobrecida, mediocre, subdesarrollada... sino para que tengamos vida en abundancia (cfr. Jn 10,10). ¡En la vida presente y futura! El proyecto primigenio y permanente de Dios es la vida: “La gloria de Dios es el hombre viviente”, es decir, que el hombre viva (S. Ireneo). “No estamos sobre la tierra para guardar un museo, sino para cultivar un jardín lleno de flores y de vida” (S. Juan XXIII). “El primer desafío es el desafío de la vida. La vida es el primer don que Dios nos ha hecho y la primera riqueza que el hombre puede gozar. Y el Estado tiene precisamente como tarea primordial la tutela y la promoción de la vida humana” (S. Juan Pablo II).
La Iglesia anuncia el Evangelio de la Vida. En un mundo duramente marcado por muertes injustas, precoces e inocentes, cada cristiano - y más aún el misionero - está llamado a hacer una firme y definitiva apuesta por la vida: acogerla, promoverla, defenderla, anunciarla, detectar hasta los pequeños signos de su presencia, proteger sus brotes, llevarla a plenitud... Los grandes temas de la Cuaresma (agua, luz, vida...) son dones para vivirlos, compartirlos y comunicarlos. ¡Estamos todos llamados a ser misioneros de la vida!
Palabra del Papa
“Poner el Misterio pascual en el centro de la vida significa sentir compasión por las llagas de Cristo crucificado presentes en las numerosas víctimas inocentes de las guerras, de los abusos contra la vida tanto del no nacido como del anciano, de las múltiples formas de violencia, de los desastres medioambientales, de la distribución injusta de los bienes de la tierra, de la trata de personas en todas sus formas y de la sed desenfrenada de ganancias, que es una forma de idolatría. Hoy sigue siendo importante recordar a los hombres y mujeres de buena voluntad que deben compartir sus bienes con los más necesitados mediante la limosna, como forma de participación personal en la construcción de un mundo más justo. Compartir con caridad hace al hombre más humano, mientras que acumular conlleva el riesgo de que se embrutezca, ya que se cierra en su propio egoísmo. Podemos y debemos ir incluso más allá, considerando las dimensiones estructurales de la economía… con el objetivo de contribuir a diseñar una economía más justa e inclusiva que la actual”.
Papa Francisco
Mensaje para la Cuaresma de 2020
P. Romeo Ballan, MCCJ
Jn 11, 1-45
Leemos hoy la historia de Lázaro, amigo de Jesús resucitado en Betania, donde vivía con sus hermanas Marta y María. Las primeras palabras de la narración nos presentan a un enfermo. Con toda probabilidad, la enfermedad de este hombre, como la del paralítico al que bajan por un tejado o la del que lleva 38 años al lado de la piscina, es más espiritual que corporal. A este propósito, podemos hacer las siguientes reflexiones:
1. Lázaro me representa a mí, llamado a la vida
“No nos quedemos maravillados porque Lázaro tuvo la suerte de vivir algunos años más y la mala suerte de tener que morir otra vez. Este milagro es solamente el anuncio de la verdadera resurrección, la cual no consiste en una prolongación de la vida, sino en la transformación de nuestra persona. La resurrección es primeramente espiritual y empieza desde ya, cuando por la fe el hombre sale de su manera de vivir, para abrirse a la vida de Dios”. (Biblia latinoamericana). Lázaro es como la síntesis de la humanidad enferma, atenazada por el miedo a la muerte. Lázaro somos nosotros, enfermos de una vida mortecina (sin amor, sin fe verdadera, sin saber muy bien para qué hacemos las cosas).
2. Lázaro es llamado por su nombre
A Lázaro -como a Pedro, a Juan, a María y a los otros discípulos- Jesús los llamó por su nombre, lo eligió –“no me eligieron ustedes a mí, sino yo les elegí a ustedes–, sacándolo de la tumba para que viva como hijo, porque el buen pastor lo conoce personalmente. Como a Lázaro, también a nosotros nos conoce por nuestro nombre. No somos seres anónimos en la masa de los que asisten a misa. Somos únicos a los ojos de Dios, que es un Dios de vida y no de muerte.
3. Lázaro, enfermo de muerte, representa también a los discípulos cansados
Dado que este evangelio fue escrito después de décadas de vida cristiana (con sus heroísmos, pero también con sus fracasos y deserciones) es de suponer que en la figura de Lázaro el evangelista se refiera a comunidades o grupos de discípulos que han perdido el entusiasmo, que han dejado de ser fieles, que se han dejado “morir” y hasta “enterrar”… hasta el punto de llevar cuatro días enterrados y oliendo mal. Este Lázaro enfermo de muerte representa a muchos cristianos y consagrados que parecen haber perdido el fervor primero, que ya no escuchan la voz del pastor, que se desinteresan por los buenos pastos…
Ante una situación en la que parece que algunos discípulos se desaniman y abandonan la fe, el autor de la carta a los Hebreos les escribe con palabras muy sentidas: “Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, pues quien nos ha hecho la promesa es digno de fe… Nosotros no somos de los que se echan atrás cobardemente y terminan sucumbiendo, sino de aquellos que buscan salvarse por medio de la fe” (Cfr Hb 10, 23-39).
Contemplando la figura de Lázaro me pregunto: ¿Estoy yo acaso también “muerto” espiritualmente? ¿Me he encerrado en alguna “tumba” hasta el punto de permitir que algo se pudra dentro de mí y comience a “oler mal”? En ese caso, la Semana Santa es un buen momento para escuchar la voz de Jesús que me dice: “Amigo, sal fuera, sal de tu tumba; ven fuera y déjame darte un abrazo de amor y de vida, porque mi amor por ti no muere nunca”.
P. Antonio Villarino, MCCJ
SÍ QUIERO MORIR YO
Juan 11,1-45
Jesús nunca oculta su cariño hacia tres hermanos que viven en Betania. Seguramente son los que le acogen en su casa siempre que sube a Jerusalén. Un día, Jesús recibe un recado: «Nuestro hermano Lázaro, tu amigo, está enfermo». Al poco tiempo Jesús se encamina hacia la pequeña aldea. Cuando se presenta, Lázaro ha muerto ya. Al verlo llegar, María, la hermana más joven, se echa a llorar. Nadie la puede consolar. Al ver llorar a su amiga y también a los judíos que la acompañan, Jesús no puede contenerse. También él «se echa a llorar» junto a ellos. La gente comenta: «¡Cómo lo quería!».
Jesús no llora solo por la muerte de un amigo muy querido. Se le rompe el alma al sentir la impotencia de todos ante la muerte. Todos llevamos en lo más íntimo de nuestro ser un deseo insaciable de vivir. ¿Por qué hemos de morir? ¿Por qué la vida no es más dichosa, más larga, más segura, más vida?
El hombre de hoy, como el de todas las épocas, lleva clavada en su corazón la pregunta más inquietante y más difícil de responder: ¿qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? Es inútil tratar de engañarnos. ¿Qué podemos hacer ante la muerte? ¿Rebelarnos? ¿Deprimirnos?
Sin duda, la reacción más generalizada es olvidarnos y «seguir tirando». Pero, ¿no está el ser humano llamado a vivir su vida y a vivirse a sí mismo con lucidez y responsabilidad? ¿Solo hacia nuestro final nos hemos de acercar de forma inconsciente e irresponsable, sin tomar postura alguna?
Ante el misterio último de la muerte no es posible apelar a dogmas científicos ni religiosos. No nos pueden guiar más allá de esta vida. Más honrada parece la postura del escultor Eduardo Chillida, al que en cierta ocasión le escuché decir: «De la muerte, la razón me dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es limitada».
Los cristianos no sabemos de la otra vida más que los demás. También nosotros nos hemos de acercar con humildad al hecho oscuro de nuestra muerte. Pero lo hacemos con una confianza radical en la bondad del Misterio de Dios que vislumbramos en Jesús. Ese Jesús al que, sin haberlo visto, amamos y al que, sin verlo aún, damos nuestra confianza.
Esta confianza no puede ser entendida desde fuera. Solo puede ser vivida por quien ha respondido, con fe sencilla, a las palabras de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida. ¿Crees tú esto?». Recientemente, Hans Küng, el teólogo católico más crítico del siglo XX, cercano ya a su final, ha dicho que, para él, morirse es «descansar en el misterio de la misericordia de Dios». Así quiero morir yo.
José Antonio Pagola
http://www.musicaliturgica.com