La predicación del Bautista sacudió la conciencia de muchos. Aquel profeta del desierto les estaba diciendo en voz alta lo que ellos sentían en su corazón: era necesario cambiar, volver a Dios, prepararse para acoger al Mesías. Algunos se acercaron a él con esta pregunta: ¿Qué podemos hacer?

Por una Navidad de misericordia, compartida y misionera

Sofonías  3,14-17; Salmo  Is 12,2-6; Filipenses  4,4-7; Lucas  3,10-18

Reflexiones
A primera vista, estamos ante dos mensajes contrapuestos: la insistente invitación a la alegría (I y II lectura), y el exigente llamado a un cambio de vida, a la conversión (Evangelio). El contraste es tan solo aparente, como se desprende de los textos de hoy. Es más, alegría y conversión van juntas, porque el Señor es la raíz de ambas: la conversión al Señor genera alegría y fraternidad.

El lenguaje de Juan el Bautista (Evangelio) es duro, parece obsoleto, inaceptable hoy en día: se atreve a amonestar a las fuerzas del orden, a los recaudadores de impuestos, a todos… Llama a toda categoría de personas a cambiar su manera de vivir. Juan se había mostrado en el desierto, a orillas del río Jordán, “predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Lc 3,3). El evangelista Lucas da cuenta, sin tapujos, del lenguaje duro del Precursor, que sacude a sus oyentes, llamándolos “raza de víboras”: los invita a dar “dignos frutos de conversión”, buenos frutos, para no ser arrojados al fuego (Lc 3,7-9). Pero, ¿qué tipo de conversión? ¿Cuáles son sus frutos?

El domingo pasado la llamada a la conversión se refería, ante todo, al retorno a Dios (dimensión vertical de la conversión), disponiendo el corazón para acoger su salvación. Hoy Juan da indicaciones precisas y concretas para una conversión que atañe directamente a las relaciones con los demás (dimensión horizontal). Lucas da cuenta de tres grupos de personas que, alcanzadas por la furia profética del Precursor, le preguntan: “¿Qué hacemos?” (v. 10.12.14). Es una pregunta frecuente en los escritos misioneros de Lucas, cuando habla de conversiones: la muchedumbre el día de Pentecostés, el carcelero de Filipos, Pablo mismo en el camino de Damasco (cfr. Hch 2,37; 16,30; 22,10). La pregunta indica la disponibilidad para un cambio de vida: es la actitud básica en cualquier conversión y, al mismo tiempo, es una súplica para que otra persona nos ayude a responder a Dios. A esta persona la llamamos habitualmente acompañante, misionero en general, que puede ser sacerdote, laico, religiosa, maestro, catequista...

Los tres grupos de personas que se presentan ante el Bautista son: la gente (personas no siempre bien definidas), los publicanos (los recaudadores de impuestos, por tanto, los odiados colaboracionistas con el imperio extranjero), los soldados (personas acostumbradas a modales duros). Son categorías consideradas a menudo como irrecuperables... El Bautista no les tiene miedo, los acoge y les da respuestas pertinentes y concretas, que atañen a las relaciones con los demás, con el prójimo: compartir vestidos y alimentos (v. 11), justicia en las relaciones con los demás (v. 13), respeto y misericordia hacia todos (v. 14). (*) Se trata de relaciones que se establecen sobre la base del quinto y séptimo mandamiento. La novedad cristiana consiste en mirar a los demás desde la postura del que les lava los pies, como Jesús; desde el compromiso preferencial en favor de los necesitados.

Juan va más allá de su predicación y de su persona, mirando a una intervención cualitativa del Espíritu Santo (v. 16), que se manifestará en Pentecostés como un bautismo de fuego (Hch 2). Entonces el Espíritu hará nuevas todas las cosas, renovará sobre todo el corazón de las personas y unirá pueblos diferentes en el único lenguaje del amor. Será entonces más fácil comprender que la conversión a Cristo exige justicia y compasión hacia todos, conlleva el compartir con el necesitado. Así Juan  -modelo para los misioneros de cualquier época-  “anunciaba al pueblo el Evangelio” (v. 18). Hoy el misionero, por fidelidad a Cristo, está llamado a anunciar misericordia, esperanza  solidaridad. Juan no solicita un cambio en el campo religioso (oraciones, ayunos…), sino en el campo ético: ser solidarios, justos, honestos, respetuosos y, además, humanos, amables.
La adhesión personal a Cristo y el anuncio de su Evangelio conllevan siempre la alegría, como se ve por las insistentes invitaciones de Sofonías y de San Pablo (I y II lectura), y de otros textos litúrgicos. Ante todo, porque Dios goza y se complace en nosotros, nos renueva con su amor, hace fiesta con nosotros. Por eso el profeta grita: “No temas, no desfallezcan tus manos”, porque el Señor es para nosotros un salvador poderoso (v. 16-18). Pablo vuelve a insistir sobre la razón de la alegría del creyente: porque el Señor está cerca, está presente (v. 4-5). No hay motivos para angustiarse, porque podemos siempre recurrir a Él en la oración, que fortalece nuestra alegría (v. 5-7).

La alegría de la Navidad es auténtica solo si es compartida con gestos concretos en favor del que sufre. He aquí un ejemplo entre muchos otros. En un pueblo de campo, una familia de marroquíes (musulmanes) acaba de sufrir una doble desgracia (la muerte de la madre y de un niño). El párroco no ha dudado en organizar entre los feligreses una colecta en beneficio de esa familia (el papá y otros hijos huérfanos). Ha sido una iniciativa concreta, inmediata, eficaz, para una Navidad compartida, auténtica, misionera. Solamente así la Navidad es cristiana. En el corazón de los fieles que acogen iniciativas semejantes, Jesús nace de veras. ¡Solo así la fe se fortalece y se difunde! Celebrar la Navidad significa descubrir que el verbo necesario para renovar la humanidad es ‘dar’, compartir: no hay amor más grande que dar la vida…; hay más alegría en dar que en recibir… Son palabras del Niño Jesús que nace en Belén, don del Padre, que amó al mundo hasta dar a su Hijo… ¡Para que el mundo, salvado por la misericordia del Padre, tenga vida en abundancia!

Palabra del Papa

(*)  “Son tres respuestas para un idéntico camino de conversión que se manifiesta en compromisos concretos de justicia y de solidaridad. Es el camino que Jesús indica en toda su predicación: el camino del amor real en favor del prójimo... Es preciso convertirse, es necesario cambiar dirección de marcha y tomar el camino de la justicia, la solidaridad, la sobriedad: son los valores imprescindibles de una existencia plenamente humana y auténticamente cristiana”.
Papa Francisco
Angelus del domingo 13-12-2015

P. Romeo Ballan, MCCJ

La receta del Bautista
para cambiar la sociedad

Comentario a Lc 3, 10 18

Una figura clave del Adviento es Juan el Bautista, un profeta sin pelos en la lengua que apareció en la orilla del Jordán antes de que Jesús de Nazaret tomara el testigo y se lanzara a caminar por pueblos y campos anunciando el Reino de Dios. A diferencia del Bautista, Jesús fue más positivo en su vida y en su predicación. Él vivió y testimonió el “sueño de su Padre”, el sueño de una humanidad amada por Dios y fraterna, que confía en Dios y en sí misma, se deja iluminar por su Palabra-Sabiduría, cuida a los pequeños y enfermos, se sabe perdonada y sabe perdonar cuando alguien falla, se deja “gobernar” por el Dios de la Vida, del Amor y de la Paz. Ese es el sueño de Jesús, el “banquete” de la vida al que nos invita  a participar.

Pero Jesús no era un “buenista” ingenuo y romántico, que confunde los sueños con la realidad o las buenas palabras con las acciones que cambian las cosas. Él conocía al ser humano y sabía que en nuestro mundo hay injusticia y corrupción, falso ritualismo religioso, abuso y desprecio de los más débiles, sufrimiento injusto e intolerable. Por eso Jesús se unió al movimiento altamente crítico y profético del Bautista, que pedía cambios profundos en la manera de vivir de todos, si no queremos que nuestra vida y nuestra sociedad sea “quemada en el fuego que no se apaga”.

Hoy precisamente leemos un texto de Lucas en el que se nos recuerdan las respuestas del Bautista a una serie de personas que preguntaban qué tenían que hacer, en qué tenían que cambiar para que el “reino de Dios” fuera una realidad en sus vidas y en la sociedad. Miren y vean si sus respuestas no son muy actuales para hoy mismo:

- El que tenga demasiadas cosas, que comparta la mitad.  ¿Cómo podemos tolerar que algunos tengan muchísimo, sobrándoles abundantemente de todo, y otros carezcan de los más elemental? No podemos pedir que todos tengan lo mínimo para vivir con dignidad, sin salir de nuestra zona de confort, bien asegurada y protegida.

- El que sea funcionario público, que cumpla la ley, sin abusar de ella y sin aprovecharse para ganar más de lo que le corresponde. Hoy todos nos lamentamos y escandalizamos de la corrupción que corroe nuestras organizaciones políticas. Con razón. Pero el Bautista nos alerta: no seamos hipócritas; exijámonos a nosotros mismos lo que exigimos a los demás.

- El que tenga poder (militar o de otro tipo) no ejerza violencia ni caiga en la tentación de extorsionar a nadie. En muchos países la extorsión es una de las plagas que sufre la gente en los barrios periféricos de las grandes ciudades. Por otra parte, la mayoría de nosotros tiene algún tipo de poder sobre otros. ¿Abusamos de ese poder?

¿Basta con esto? No, dice el Bautista. Eso es solo el inicio, es como desbrozar el campo, limpiar la corrupción de nuestra vida y de la sociedad. Pero, después hay que dejarse “bautizar con Espíritu Santo y fuego”, es decir, dejar que el amor de Dios nos invada y haga de nosotros creaturas nuevas, hijos que viven con alegría su condición de hijos. Eso es lo que aporta Jesús de Nazaret, esa es su Buena Noticia, ese es el vino nuevo que nos alegra la vida. Eso es la Navidad, la alegría de ser hijos en el Hijo.

Que nuestra conversión y cambio (Adviento) nos prepare para recibir este don gratuito de sabernos hijos amados, capaces de amar sin fronteras (Navidad).

P. Antonio Villarino
Bogotá

¿QUÉ PODEMOS HACER?
José A. Pagola

Lucas 3, 10-18

La predicación del Bautista sacudió la conciencia de muchos. Aquel profeta del desierto les estaba diciendo en voz alta lo que ellos sentían en su corazón: era necesario cambiar, volver a Dios, prepararse para acoger al Mesías. Algunos se acercaron a él con esta pregunta: ¿Qué podemos hacer?

El Bautista tiene las ideas muy claras. No les propone añadir a su vida nuevas prácticas religiosas. No les pide que se queden en el desierto haciendo penitencia. No les habla de nuevos preceptos. Al Mesías hay que acogerlo mirando atentamente a los necesitados.

No se pierde en teorías sublimes ni en motivaciones profundas. De manera directa, en el más puro estilo profético, lo resume todo en una fórmula genial: “El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, que haga lo mismo”. Y nosotros, ¿qué podemos hacer para acoger a Cristo en medio de esta sociedad en crisis?

Antes que nada, esforzarnos mucho más en conocer lo que está pasando: la falta de información es la primera causa de nuestra pasividad. Por otra parte, no tolerar la mentira o el encubrimiento de la verdad. Tenemos que conocer, en toda su crudeza, el sufrimiento que se está generando de manera injusta entre nosotros.

No basta vivir a golpes de generosidad. Podemos dar pasos hacia una vida más sobria. Atrevernos a hacer la experiencia de “empobrecernos” poco a poco, recortando nuestro actual nivel de bienestar para compartir con los más necesitados tantas cosas que tenemos y no necesitamos para vivir.

Podemos estar especialmente atentos a quienes han caído en situaciones graves de exclusión social: desahuciados, privados de la debida atención sanitaria, sin ingresos ni recurso social alguno… Hemos de salir instintivamente en defensa de los que se están hundiendo en la impotencia y la falta de motivación para enfrentarse a su futuro.

Desde las comunidades cristianas podemos desarrollar iniciativas diversas para estar cerca de los casos más sangrantes de desamparo social: conocimiento concreto de situaciones, movilización de personas para no dejar solo a nadie, aportación de recursos materiales, gestión de posibles ayudas…

Para muchos son tiempos difíciles. A todos se nos va a ofrecer la oportunidad de humanizar nuestro consumismo alocado, hacernos más sensibles al sufrimiento de las víctimas, crecer en solidaridad práctica, contribuir a denunciar la falta de compasión en la gestión de la crisis… Será nuestra manera de acoger con más verdad a Cristo en nuestras vidas.
http://www.musicaliturgica.com

Compartir las lágrimas para poder compartir también la sonrisa
Papa Francisco

En el Evangelio de hoy hay una pregunta que se repite tres veces: «¿Qué cosa tenemos que hacer?» (Lc 3, 10.12.14). Se la dirigen a Juan el Bautista tres categorías de personas: primero, la multitud en general; segundo, los publicanos, es decir los cobradores de impuestos; y tercero, algunos soldados. Cada uno de estos grupos pregunta al profeta qué debe hacer para realizar la conversión que él está predicando. A la pregunta de la multitud Juan responde que compartan los bienes de primera necesidad. Al primer grupo, a la multitud, le dice que compartan los bienes de primera necesidad, y dice así: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo» (v. 11). Después, al segundo grupo, al de los cobradores de los impuestos les dice que no exijan nada más que la suma debida (cf. v. 13). ¿Qué quiere decir esto? No pedir sobornos. Es claro el Bautista. Y al tercer grupo, a los soldados les pide no extorsionar a nadie y de acontentarse con su salario (cf. v. 14). Son las respuestas a las tres preguntas de estos grupos. Tres respuestas para un idéntico camino de conversión que se manifiesta en compromisos concretos de justicia y de solidaridad. Es el camino que Jesús indica en toda su predicación: el camino del amor real en favor del prójimo.

De estas advertencias de Juan el Bautista entendemos cuáles eran las tendencias generales de quien en esa época tenía el poder, bajo las formas más diversas. Las cosas no han cambiado tanto. No obstante, ninguna categoría de personas está excluida de recorrer el camino de la conversión para obtener la salvación, ni tan siquiera los publicanos considerados pecadores por definición: tampoco ellos están excluidos de la salvación. Dios no excluye a nadie de la posibilidad de salvarse. Él está —se puede decir— ansioso por usar misericordia, usarla hacia todos, acoger a cada uno en el tierno abrazo de la reconciliación y el perdón.

Esta pregunta —¿qué tenemos que hacer?— la sentimos también nuestra. La liturgia de hoy nos repite, con las palabras de Juan, que es preciso convertirse, es necesario cambiar dirección de marcha y tomar el camino de la justicia, la solidaridad, la sobriedad: son los valores imprescindibles de una existencia plenamente humana y auténticamente cristiana. ¡Convertíos! Es la síntesis del mensaje del Bautista. Y la liturgia de este tercer domingo de Adviento nos ayuda a descubrir nuevamente una dimensión particular de la conversión: la alegría. Quien se convierte y se acerca al Señor experimenta la alegría. El profeta Sofonías nos dice hoy: «Alégrate hija de Sión», dirigido a Jerusalén (Sof 3, 14); y el apóstol Pablo exhorta así a los cristianos filipenses: «Alegraos siempre en el Señor» (Fil 4, 4). Hoy se necesita valentía para hablar de alegría, ¡se necesita sobre todo fe! El mundo se ve acosado por muchos problemas, el futuro gravado por incógnitas y temores. Y sin embargo el cristiano es una persona alegre, y su alegría no es algo superficial y efímero, sino profunda y estable, porque es un don del Señor que llena la vida. Nuestra alegría deriva de la certeza que «el Señor está cerca» (Fil 4, 5). Está cerca con su ternura, su misericordia, su perdón y su amor. Que la Virgen María nos ayude a fortalecer nuestra fe, para que sepamos acoger al Dios de la alegría, al Dios de la misericordia, que siempre quiere habitar entre sus hijos. Y que nuestra Madre nos enseñe a compartir las lágrimas con quien llora, para poder compartir también la sonrisa.
Angelus 13.12.2018