de P. Teresino Serra mccj,
Superior General
Es bello llegar al Capítulo General 2009 con el gozo de poder decir: hemos sido fieles al Evangelio de Cristo y al Evangelio de Comboni. Todo Capítulo General plantea siempre una pregunta sobre la fidelidad al carisma y a nuestra identidad como Instituto.
Roma, 28.6.2009
Murió fuera de su diócesis y casi olvidado en 1973, pocos meses antes de mi ordenación sacerdotal. Un obispo de aquéllos con corazón de buen pastor lo acogió en su diócesis y fue su amigo hasta el último día. Incomprendido por el clero y amado por la gente vivió su sacerdocio con autenticidad y austeridad, pobreza e inteligencia evangélica. Se presentaba como un gruñón, aunque, al final, todos acudían a él para confesarse o pedirle consejos. Amaba a los seminaristas a quienes decía sin muchos preámbulos: “Recuerden que el seminario es como una sala de espera, a menudo incómoda. La vida verdadera está fuera de los muros. Allá afuera hay gente que trabaja, suda y sufre en silencio. Cristo no envió a sus discípulos al seminario. Seminario era estar con él entre la gente, particularmente la gente pobre. (…) Si os han dicho que “allá afuera está todo el mal y acá adentro todo el bien… o peor todavía, que el mal son los otros y nosotros el bien” recordad que no es así, a veces es más bien todo lo contrario”.
Obviamente que don Gesuino no podía durar mucho tiempo en el seminario. Tampoco en la diócesis. Después de muchos años, todos dicen que fue un hombre de Dios incomprendido; uno de aquellos profetas que reciben aplausos después de muertos y mientras están vivos son lapidados. Hay una página de su diario que no deja lugar a dudas: “Si el Evangelio es pobreza que conduce hasta la renuncia de todo; si es sacrificio hasta el don de sí, si es servicio hasta lavar los pies de los hermanos, si es igualdad hasta no admitir estar por encima de los otros, si es confianza en el más allá hasta del desapego absoluto de las cosas de este mundo, si es esto, nosotros los cristianos y sobre todo los eclesiásticos hemos traicionado el Evangelio”.
Fidelidad a la misión
Es bello llegar al Capítulo General 2009 con el gozo de poder decir: hemos sido fieles al Evangelio de Cristo y al Evangelio de Comboni. Todo Capítulo General plantea siempre una pregunta sobre la fidelidad al carisma y a nuestra identidad como Instituto.
Abramos entonces el Evangelio de Mateo. Juan el Bautista envió algunos de sus discípulos a Jesús para plantearle una sencilla pregunta: “¿Quién eres? ¿Qué dices de ti mismo?” Y Jesús respondió: “Id a contar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres” (Mt 11,1-5). Esta es la carta de identidad de Cristo Jesús: el Dios-Hombre preocupado y ocupado con los últimos, con los olvidados, con quien busca fe, esperanza y amor verdadero.
Ahora bien, ¿cuál es nuestra carta de identidad? ¿Cómo se presenta el Instituto a los ojos de la gente, a los ojos de quien cree en nosotros, de quien cree en nuestra misión?
Los documentos capitulares y la regla de vida presentan nuestra carta de identidad: “Somos enviados a los pueblos y grupos humanos más pobres y marginados, realidad de minorías no alcanzadas por la Iglesia o descuidadas por la sociedad; grupos todavía no –o no suficientemente- evangelizados, que viven en las fronteras de la pobreza por causas históricas y por los efectos negativos de la globalización y de la economía de mercado. Comboni había identificado estos pueblos con la Nigrizia de su tiempo” (DC ’03, 36).
Más aún: “En su actividad de evangelización, el misionero se compromete en la liberación del hombre del pecado, de la violencia, de la injusticia, del egoísmo, de la necesidad y de las estructuras opresivas. Tal liberación culmina y se consolida en la plena comunión con Dios Padre y entre los hombres” (RV, 61).
Los documentos describen todo bien. Pero, ¿qué sucede en la realidad del Instituto? Nuestro Instituto ha escrito páginas de gracia, de sacrificio y de donación en el libro de la historia de la misión. Su pasado es orgullo de Dios y de Comboni. A pesar de eso, el Capítulo General debe revisitar el Instituto, revisar nuestra acción misionera y evaluar si todas nuestras presencias están en sintonía con nuestra espiritualidad y nuestro carisma. Además, es tarea del Capítulo General recolocar el carisma, es decir, volver a los orígenes y, con realismo comboniano, retomar el sendero trazado por Comboni mismo. Recolocar el carisma significa también redesignar el dónde y el cómo de nuestra acción evangelizadora.
Siguiendo los pasos de Comboni
Refundar es un verbo que circula en los encuentros de superiores generales. Refundar es quizá un término riesgoso y no apto que podría ser sustituido por otro más aceptable. Muchos institutos, en su historia, han pasado un momento y una experiencia de refundación. Los refundadores habían tomado conciencia de que sus comunidades o institutos habían perdido la capacidad de responder a las necesidades reales de la sociedad, de la Iglesia y de las legítimas aspiraciones de sus miembros. También hoy se respira aire de refundación; se exige más radicalidad evangélica y reubicar el carisma en sintonía con el actual momento social, cultural, económico y eclesial.
Refundar es palabra válida, si con ella se quiere expresar la necesidad de llevar el Instituto a su fundamento que es el Señor Jesús: “El fundamento ya está puesto y nadie puede poner otro, porque el fundamento es Jesucristo” (1Co 3, 11) Este proceso, además, puede resultar fructífero si con él se quiere llevar al Fundador la vida del Instituto.
Objetivo principal de refundar es hacer lo que Comboni haría hoy en fidelidad al Espíritu Santo: hacer nuevo y relevante el carisma misionero heredado y trasmitirlo a las nuevas generaciones. Quiere decir descubrir críticamente cuál es nuestra especificidad; es decir, distinguir los aspectos de la vida comboniana que son absolutamente irrenunciables de aquellos que no lo son.
Estamos llamados a refundar, a renovarnos a pesar de las incertidumbres del futuro. La disminución numérica, la preocupación por nuevas vocaciones, el envejecimiento y las dolorosas deserciones pueden crear falta de prospectivas, necesidad de redimensionamientos, búsqueda de nuevos equilibrios. En tales condiciones debemos caminar con confianza y esperanza. La esperanza debe ser puesta en Dios que cree en el Instituto, y en nosotros que creemos en la misión de Comboni por la cual estamos dispuestos a la conversión y al cambio. Tenemos la esperanza de que este Capítulo se transforme en un Pentecostés comboniano: el Espíritu nos sacuda y nos lance fuera según sus esquemas y su voluntad.
Voces que debemos escuchar
Recordaba yo a Don Gesuino como uno de los muchos hombres y mujeres que en la Iglesia han transformado su vida en un evangelio visible y fácil de leer. Tantos, como don Gesuino, han amado la Iglesia y la misión, pero su mensaje fue entendido demasiado tarde. Así sucedió también a Comboni y a muchos de sus misioneros y misioneras.
En un Capítulo General es justo y necesario escuchar a todos y particularmente aquellas voces proféticas que, sin duda, suscitará el Espíritu. En la vida religiosa, es fácil que radique aquel prejuicio: renovarse=rebelarse, cambiar=destruir, carisma personal=rareza, popularidad=orgullo.
“Pensar con la propia cabeza es pecado para los católicos – escribía con amargura Giovanni Papini – lo nuevo asusta siempre, mientras que la tradición no asusta y anima el quaeta non movere”. Jesús no vivió sin mover las aguas y el Espíritu Santo creó una explosión en el Cenáculo y empujó a aquellos hombres miedosos hacia un mundo con un modo de pensar y vivir opuesto al suyo. Ay si privásemos al Capítulo General de aquellas voces carismáticas e incómodas expresadas por hermanos y comunidades o enteras provincias. Y ¿si se equivocan? Mejor la equivocación humana que la aridez de quien no escucha al Espíritu.
No son tiempos fáciles para ninguno. Pero tampoco es tiempo para desanimarse, sino para renovar nuestra confianza en Aquel que ha creído en nuestra historia, en Aquel que ha guiado al Instituto en estos 150 años. Es bueno escuchar la voz del optimismo: “¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir¡ ” Poned los ojos en el futuro, hacia el cual os impulsa el Espíritu para seguir haciendo con vosotros grandes cosas” (Vita consecrata, 110) Hay que arriesgar y fiarse del Espíritu de Dios que “produce el efecto despertador, que nos hace salir del sueño de la noche, nos provoca y nos llama a iniciar una jornada nueva. El Espíritu nos recuerda que para iniciar el día es necesario permanecer en él y seguirlo fielmente… hay que vestirse con los vestidos del día, saber donde poner nuestros pies y para quién será el sudor y el cansancio del día entero” (P. J. M. Arnaiz).
Desafíos que afrontar
Masas de gente siempre en aumento se mueven huyendo de realidades de sufrimiento y tragedia. Se desplazan desperadas en busca de fortuna. Todo instituto misionero está llamado a ir al encuentro de estas multitudes sufrientes; a estar presentes en aquel acumularse doloroso. Estar presentes en estas junglas urbanas y deshumanizantes de las grandes ciudades; estar presentes en estos desiertos urbanos marcados por el crimen, la violencia o la inmensa soledad de gente que vive rodeada de millones de personas y cúmulos de riquezas. ¿Cómo podremos encontrar un camino para entrar en estas realidades y predicar el Evangelio de la esperanza y de la fraternidad?
Más aún, ¿cómo podremos ser sembradores de esperanza en estos refugios humanos a marcados tantas veces por la desesperación, el fatalismo y afligidos por un sistema económico esclavizante?
A pesar de nuestros numerosos compromisos en 35 naciones, hemos dado respuestas modestas pero generosas en varias partes: Nairobi, Ciudad de México, Lima, Sao Paolo, Sao Luis, Nápoles, Chicago, Johannesburgo, Roma y otras ciudades.
Podremos seguir respondiendo a estos desafíos de todos los días si somos hombres valientes, que se atreven a renunciar a los viejos compromisos para ser libres de asumir nuevas iniciativas, que se atreven a probar lo nuevo y arriesgarse al fracaso. Pero no podremos dar respuestas satisfactorias si no confiamos los unos en los otros y si no nos animamos mutuamente. Ningún instituto misionero debe rendirse y perderse en el pesimismo y en el sentido de la derrota. Debe en cambio ser siempre fuente de una esperanza que anime a imaginar y crear lo nuevo.
Otra pregunta: ¿Osamos acoger y seguir a hermanos, a menudo jóvenes, que tienen intrepidez de afrontar esos nuevos desafíos con valor y espíritu de iniciativa, sabiendo que pueden poner en discusión mucho de lo hemos hecho? ¿O preferimos más bien ser dejados en paz, no correr riesgos y vivir nuestro carisma al seguro…domesticados?
La fuerza de la credibilidad
La misión necesita ser impulsada con mayor audacia hacia las fronteras de la pobreza y de la evangelización. Al lado del impulso vital, capaz de dar testimonio y de darse hasta el martirio, está siempre al acecho la “insidia de la mediocridad en la vida espiritual, del aburguesamiento progresivo y de la mentalidad consumista” (Caminar desde Cristo, 12) Cuando empiezan las comodidades y el bienestar, comienza al mismo tiempo la decadencia de un instituto y el fracaso de la misión.
La vida misionera y consagrada debe ser signo profético y creíble, o sea, debe continuar la búsqueda para encontrar formas de profecía y credibilidad, no sólo personales sino también institucionales. Debe volver a un estilo de vida más sencillo y pobre, sobrio y esencial.
No hay misión sin pobreza, la pobreza que se vuelve solidaridad con los últimos y los olvidados, y denuncia en defensa de los derechos humanos más elementales.
La pobreza es un voto por el cual es más difícil encontrar palabras que suenen verdaderas. Las mujeres y los hombres comprometidos con la Iglesia misionera que más se han acercado a la verdadera pobreza son a veces los más críticos al respecto. Ellos saben que cuanto decimos sobre la pobreza y sobre la “opción por los pobres” podría ser sólo retórica. Bien lo sabemos ellos y nosotros cuán terrible sea la vida del pobre, privado a menudo de esperanza, con la cotidiana y desgastante violencia, el tedio y la incertidumbre.
La pobreza es terrible y crea sufrimiento, lágrimas y desesperación. La pobreza del consagrado es válida si sirve al bien de los pobres, si crea esperanza en ellos y si es presencia significativa para nuestros hermanos y hermanas que respiran degradación, inseguridad y desesperación. Una de las más fundamentales exigencias del voto de pobreza es ciertamente la de vivir con una simplicidad tal que nos permita ver al mundo de modo diferente. El mundo aparece distinto si se ve desde la mesa del rico epulón o la cuenca del pobre Lázaro.
Formados por la misión
“Un carisma –escribió Pablo VI. No puede contentarse con personas mediocres, no puede ser vivido en cualquier modo: o se vive en plenitud o se le traiciona”. También don Gesuino Mulas escribió en su diario: “De verdad, a Cristo o se le da todo o no se le da nada”. Un carisma vivido fiel y creíblemente es gracia para todos, especialmente para los jóvenes en formación. Por eso, ha sido una de nuestras prioridades acompañar a nuestros candidatos en las diversas etapas para prepararlos adecuadamente a la misión.
Formación significa dar una forma, es transformación para que uno sea luego presencia de vida entre la gente en la misión. Comboni fue claro: formar significa ayudar al candidato a entrar en la lógica evangélica del grano de trigo: morir, desaparecer; consumirse para ser vida para los otros. Sin medios términos, Comboni estableció que no se aceptase en el Instituto ningún candidato que no tuviese la voluntad y determinación de consagrarse y dar la vida por la misión. No quería en su instituto almas muertas en cuerpos bien alimentados. Quería gente santa y capaz de hacerse “todo a todos”; de vivir en las situaciones más arduas y difíciles.
No es fácil encontrar el sistema justo para una formación idónea a la misión. Sueño que un día se encuentre por fin la respuesta justa, la fórmula justa para formar para la misión, en misión, con la misión.
Pero hay otra virtud insustituible que es fuerza en la formación de nuestros candidatos: nuestro testimonio personal y comunitario. Hoy más que antes estamos llamados a dar testimonio con entusiasmo evangélico de la misión y a volver atractivo, joven y auténtico nuestro carisma. Los jóvenes, y los no jóvenes, se alejan de lo habitual, de estancado, viejo e incapaz de decir algo nuevo.
Cuidar nuestras vocaciones
La preocupación por las vocaciones es propia de todo instituto, congregación y diócesis. Y la antífona es la misma para todos: oremos por las vocaciones, sabiendo que el lago es pequeño, los peces pocos y los pescadores muchos. Pero Dios mira y va adelante con sus planes y métodos. Dios tiene también una respuesta: ora también por tu propia vocación, apréciala y sígueme. Como número en nuestro instituto vamos bien. A veces por el número escaso en Europa no consideramos o no nos damos cuenta que Dios está cambiando el Instituto, que le está dando otra forma, es decir, lo está formando con una visión toda suya. Comboni soñaba un Instituto multicultural, un cenáculo rico de diversidad y unido por la misma vocación para la misión. Este sueño de Comboni lo estamos viviendo gracias a las vocaciones provenientes de todos los continentes.
En el Instituto somos 1740 miembros, es decir, tenemos 1740 vocaciones combonianas que pueden y deben colaborar por Cristo y a la missio Dei.
Creo también que Dios sigue enseñándonos algo de prioritario y evangélico: la vocación y el papel de los laicos. Los laicos son una fuerza inmensa y poderosa todavía por explotar. Cuando oramos por las vocaciones pedimos a Dios también la sabiduría de darnos cuenta de tantos laicos que quieren participar en la missio Dei con el carisma comboniano. Sigamos orando por nuestra vocación. Cada día Dios nos llama. Hay una sola respuesta: Hineni, aquí estoy. Mándame.
Permanecer en él
El vino bueno para el final. La espiritualidad es un tema que nos está a pecho, porque todos sabemos que no hay misión sin contemplación, que no hay vocación sin oración. Si no se trabaja con Dios nuestra acción será siempre “cosa humana”. “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los constructores”, recuerda el salmista. Sabemos también que “El misionero reconoce que no puede hacer nada sin Cristo que lo envía y que la difusión del Evangelio está ligada a la oración. Sin ésta le faltaría una fuerza interior insustituible, y una visión puramente humana invadiría toda su actividad” (RV, 46.1).
Comboni nos ha enseñado que la misión parte de Cristo. Es el mismo Cristo quien nos lleva a la misión. ¡Quien ha descubierto a Cristo – nos recuerda Benedicto XVI – debe llevar a otros hacia él. Una gran alegría no se puede guardar para uno mismo. Es necesario transmitirla. En numerosas partes del mundo existe hoy un extraño olvido de Dios. Parece que todo marche igualmente sin él. Vuestro anhelo primero y supremo debe ser testimoniar que es necesario escuchar y amar a Dios con todo el corazón” (XX Jornada Mundial de la Juventud, 21 de agosto de 2005; A las personas consagradas 10 diciembre 2005).
La evangelización es nuestra misión prioritaria y, como misioneros, no podemos no hablar de “lo que hemos visto y oído” (He 4,20). El misionero comunica pues una experiencia vivida, no sólo doctrina. Con una espiritualidad insuficiente el evangelio de la misión permanece herido.
Confiar en Dios
Todos los institutos viven una hora pascual, un momento de disminución numérica y también de espera. Ésta, sin embargo, no es una hora de decadencia espiritual; es una hora de pobreza y la pobreza es una virtud pascual.
Aunque quedásemos pocos, tenemos la tarea de ser semilla fecunda, un poco de levadura capaz de fermentar lenta y pacientemente en el terreno del mundo, de la historia y de la Iglesia. Y cuando hayamos hecho todo lo que debíamos hacer, agradezcamos a Dios reconociéndonos siervos suyos. Comboni nos enseña que lo importante es “no poner obstáculos a Dios”.
31 de mayo 2009, Solemnidad de Pentecostés.
P. Teresino Serra, mccj
Superior General