El silencio de Dios a siempre sido una de las experiencias de quien camina en la fe. El último libro sobre el silencio de Dios en la vida de Madre Teresa, inspira una reflexión a papa Benedicto XVI. P. Antonio Furioli analiza esta experiencia como componente de la vida apostólica portando también el ejemplo de Comboni.
por P. Furioli Antonio mccj
Profesor de espiritualidad en el Teresianum (Roma)
La luz inunda de vida a cada ser viviente haciéndole verse como lo que es verdaderamente, es decir, una persona que se percibe a sí misma y a sus semejantes como seres conscientes, libres, capaces de relaciones interpersonales, etc… Luz es sinónimo de conocimiento, familiaridad, fiabilidad, concordia, unidad, confianza, sencillez, etc… mientras tiniebla es el equivalente a misterio, temor, no fiabilidad, separación, aislamiento, ignorancia, etc...
El Ades griego, los Infiernos de los Romanos, el Valhalla (o Valhöll) de la mitología de los Vikingos y de otros pueblos escandinavos, el Sheol hebreo o el Infierno cristiano son el lugar de las tinieblas densas e impenetrables, manto espeso de oscuridad perpetua y hostil. En él una soledad glacial separa al ser y lo inmoviliza para siempre, en su total pobreza, donde ninguna mirada se cruzará jamás con la del otro, como en una instantánea robada furtivamente a la vida del hombre o de un fotograma que dura un batir y cerrar de ojos. Es el lugar de la soledad irreversible o de la eterna incapacidad de relación, comunión y solidaridad.
Tenemos testimonios importantes de todo esto en la Biblia: “Vivían en las tinieblas y en sombras de muerte” (Sal. 107, 10), especialmente en la experiencia íntimamente lacerante de Job, el primer místico pre-cristiano de la noche oscura del creyente: “(…) antes de que me vaya para no volver, hacia la tierra de las tinieblas y sombras de la muerte, tierra nebulosa y de desorden, donde la luz es como las tinieblas” (Jb. 10, 21-22) o de los grandes orantes de Israel “Has alejado de mí amigos y conocidos, solo las tinieblas me acompañan” (Sal. 87, 19).
“Y dijo Dios: «¡Sea la luz!». Y la luz fue. Dios vio que la luz era buena y separó la luz de las tinieblas y llamó a las tinieblas noche.” (Gn. 1, 3-5). La noche es una realidad desconocida y totalmente extraña al Hexameron[1]. Las tinieblas y la noche oscura no fueron creadas ni queridas por Dios, porque son el símbolo del mal. Aborto del acto creador e inventor de Dios. No son sus criaturas, no participan de la plenitud de su Ser apasionado por el hombre. “En el principio Dios creó el cielo y la tierra. La tierra era informe y desierta y las tinieblas cubrían el abismo y el espíritu de Dios revoloteaba sobre las aguas” (Gn. 1, 1-2), donde 'tinieblas' y 'abismo' son dos realidades negativas, que se atraen y repelen simultáneamente. Según el dictado del Génesis las tinieblas parecen pre-existir a la acción creadora y ordenadora del Pantocrator. Ellas son el símbolo del caos primitivo imperante en toda la creación, realidad subversiva que se opone al orden armónico, que dispone cada cosa en el puesto que le asignó su Ordenador supremo. La noche y las tinieblas son signo de lo inexistente, la nada “separada” de todo, incapaces de infundir el calor natural de la Vida[2], que palpita en plenitud solo en Dios como su fuente. Las tinieblas son símbolo de negatividad, de confusión, de lo que es amorfo, algo informe no querido por el Artífice supremo, por el Pantocrator providente del cosmos. Las tinieblas comunican la idea de algo tramado en secreto contra el inocente e indefenso, símbolo del silencio además de incapacidad de relación. La mañana y la tarde demarcan y paran la sucesión inminente de los acontecimientos de la creación: “Pasó una tarde, pasó una mañana, día primero” (Gn. 1, 5); ellas designan la progresión eurítmica y genial de la acción creadora de Dios. Cuando la noche termina y resbala perezosamente eclipsándose en el entumecimiento falaz del sueño, la mañana se despierta orgullosa, segura de sí, inaugurando su innata actividad febril. Aunque la noche sea tan solo potencia incipiente de las tinieblas, sin embargo es incapaz de oponerles una resistencia significativa y duradera. La noche cínica y burlona en la acepción joánica del término (cf. Jn 1, 4-9), aparece solamente a la caída y desde entonces su seguimiento de un hombre cada vez más rastrero, ha sido continuo e imparable. JHWH es el Kyrios de la mañana, dominio indudable de la luz pura, limpia y transparente: “Luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9), mientras que Satanás es el príncipe de las tinieblas y de lo que se quiere esconder, porque se trama en secreto. Satanás, por naturaleza, es incapaz de comunión. “¿Qué unión puede haber entre la luz y las tinieblas?” (2 Cor. 6, 14), se pregunta con indignación, en la continua búsqueda de sentido un gran escrutador y experto de los Textos Sagrados de Israel, Pablo de Tarso, discípulo predilecto de Gamalièl[3], un célebre estudioso de la Torah.
La noche no es solo la falta pasiva de luz. Los siquiatras saben bien que cada forma de “pasividad” incluso sólo aparente, oculta una sorda pero activa resistencia a la comunicabilidad. La tiniebla de la que se habla en este contexto es fuga desesperada hacia el interior de sí misma como en un laberinto insoluble, porque incapaz de sustraerse a la luz y para esconderse se cubre de una oscuridad culpable, manifestando un comportamiento demoníaco y plenamente consciente de su negación o de su reiterada negación a abrirse, a desvelar un secreto escondido celosamente.
En la Última Cena, la habitación alta o superior (cf. Mc. 14, 15; Lc. 22, 12) donde Jesús instituyó la eucaristía estaba llena de luz. Fue precisamente en aquella circunstancia cuando Satanás entró en Judas (cf. Lc. 22, 3) y desde aquel momento Judas no pudo quedarse sumergido en el esplendor de la luz: “Salió enseguida. Y era de noche” (Jn. 13, 30). Las tupidas tinieblas de la sombría noche del mal se tragaron ávidamente a Judas sin restituirlo, haciéndose cómplices de su tremendo e incomunicable secreto de traicionar al Hijo del Hombre (cf. Lc. 22, 6.48).
También la traición de Pedro ocurre en el corazón de la noche (cf. Jn. 18, 17.25-27), como si las densas tinieblas hiciesen de torpe seno protector de una realidad tan siniestra y perversa: “Esta es vuestra hora, es el imperio de las tinieblas” (Lc. 22, 53). Y Jesús nos pone en guardia sobre un hecho históricamente incontrovertible, del que cada uno de nosotros es testigo atónito e impotente todos los días[4]: “Los hijos de este mundo, (…) son más astutos que los hijos de la luz” (Lc. 16, 8). “La luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron” (Jn. 1, 5). “Yo he venido al mundo como la luz, para que quien crea en mí no permanezca en tinieblas” (Jn. 12, 46). Si por una parte nos entristece por nuestras múltiples connivencias, por otra Pablo nos restituye la esperanza perdida, asegurándonos que también nosotros hemos sido iluminados por Cristo, para ser totalmente transformados de tinieblas en luz: “Vosotros sois todos hijos de la luz y del día; nosotros no somos de la noche, ni de las tinieblas” (1Ts. 5, 5) y esto porque Dios “habita una mansión de luz inaccesible” (1 Tm 6, 16).
Para quien se limite a considerarla desde el exterior, la vida mística podría sugerir la idea de una isla feliz, una especie de envidiable “Paraíso en la tierra”, donde el creyente, colmado de gracia, no debe hacer otra cosa que acogerlo con espíritu humilde y agradecido, dejándose guiar por ella hasta la unión transformante con Dios. Una interpretación semejante de la “vida mística” no correspondería a la verdad y por tanto daría una idea equivocada. Para convencernos de ello no hace falta más que escuchar el magisterio autorizado de los doctores-místicos de la Iglesia. La alegría que Dios ha concedido a los místicos nos da tan solo una idea muy pálida de las alegrías que en la escatología final serán una consoladora realidad, pero los místicos, antes de llegar a ella, han tenido que afrontar y superar las purificaciones más dolorosas y difíciles[5]. Es pura presunción aspirar a la vida mística, sin antes pasar por una ascesis severa y rigurosa. Pero conforme la vida se hace más austera y se intensifican las mortificaciones de nuestros apetitos desordenados, las gracias de Dios se hacen cada vez más importantes. Los favores divinos tienen una identidad propia inconfundible: hieren el corazón como las correcciones más severas que no se olvidan jamás. A quien se aferre a las alegrías sensibles, Dios se negará a concederle sus alegrías más puras y elevadas, pero al creyente que sea fiel, Dios lo configurará íntimamente a Sí.
Jesús, en el Evangelio, había puesto en guardia a los discípulos de todos los tiempos sobre las fáciles pero engañosas ilusiones: “Si uno no renace de lo alto, no puede ver el Reino de Dios” (Jn. 3, 3; ver también 4-8). Condición previa e indispensable para renacer es por tanto morir a sí mismos: “Si el grano caído en tierra no muere, permanece solo; si por el contrario muere, produce mucho fruto. El que ama su vida la perderá y el que odia su vida en este mundo la conservará para la vida eterna” (Jn. 12, 24-25). Morir a sí mismos para renacer después en Dios es una condición esencial para todos los cristianos, sin descuentos ni atajos. Los místicos no están exentos, precisamente porque la vida mística es una forma espacialísima de unión con Dios y no se llega a ella sino por medio de una profunda y continua expoliación interior[6]. Más aún, los místicos, más que los otros creyentes, están expuestos a las duras exigencias de la ascesis evangélica: “La causa por la que le es necesario al alma para llegar a la divina unión de Dios pasar esta noche oscura de mortificación de apetitos y negación de los gustos en todas las cosas, es porque todas las afecciones que tiene en las criaturas son delante de Dios puras tinieblas, de las cuales estando el alma vestida no tiene capacidad para ser ilustrada y poseída de la pura y sencilla luz de Dios, si primero no las desecha de sí, porque no pueden convenir la luz con las tinieblas”[7]. El creyente se esforzará en perseguir la pobreza espiritual y la desnudez de los sentidos, que consiste en el deseo sincero de ir hacia Dios privado de cualquier apoyo y consuelo, sea exterior o interior[8]. Cuanto más uno se despoja de sí mismo tanto más crece en él la fascinación por el inefable misterio de Dios, que da un conocimiento puro, espiritual, alegre y lleno de un amor que apaga el alma[9]. Espoleado sin tregua por el amor, el corazón se dilata; el Señor se inclina sobre el discípulo amado y se le revela en una intimidad desconocida hasta entonces: “Mi noche no conoce tinieblas, todo resplandece de luz.”[10]. Esta íntima unión con Él, le dará la fuerza y tenacidad para soportar las pruebas más duras y afrontarlas con los esfuerzos más valientes. Experimentar en sí mismo la atracción irresistible de la presencia de Dios, es señal de que la vida mística se ha iniciado. Recordamos, sin embargo, que la gracia de Dios sin nuestra colaboración no nos llevará a ninguna parte. De hecho, a las gracias singulares de Dios, hace falta corresponder con una generosidad sin par.
En la “escuela de los místicos” trataremos de ver en qué consiste la vida mística e individuar cuales son las características que se requieren a quienes quieren llegar hasta el fondo por este camino lleno de obstáculos, que lleva a la unión transformante con Dios.
Para S. Juan de la Cruz la vida mística tiene un doble aspecto doctrinal, que podríamos dividir del modo siguiente:
1. un aspecto ético-moral, que recuerda a los creyentes que deben llegar a ser cada vez más dignos de Dios (cf. Lev. 11, 44). A este nivel el creyente hace una viva experiencia de sus pecados, porque desagradan sumamente a Dios y eso constituye pare él una lenta agonía interior[11]. Ama a Dios hasta tal punto que daría gustoso la vida incluso por una sola mirada suya, sabiendo que no sería capaz de sostenerla (cf. Ex. 33, 20).
2. un aspecto ascético-espiritual, que subraya lo irreconciliable que es el amor de Dios con el de uno mismo[12]. Esta doctrina evidencia la unión entre purificación y contemplación mística, entre la vía purgativa y la unitiva. No debemos considerar sólo lo que Dios nos exige a nosotros pecadores, sino el requisito fundamental para la iniciación a ese género de vida que Él reserva a sus Amigos (cf. Jn. 15, 15). Dios no le podrá atraer eficazmente hacia Sí sin hacerle cada vez más digno de él, es decir hacerle de hecho “capax Dei”[13]. Es un tremendo engaño tratar de sustraerse a esta lógica o soñar un medio más fácil que sustituya esta conversión lenta y costosa de la naturaleza humana. De hecho, al final, solo “los puros de corazón” (Mt. 5, 8) serán admitidos a contemplar el rostro resplandeciente y amigo de Dios: “Arde mi corazón: quiero ver a mi Señor”[14] (cf. Sal. 11, 7; 17, 15). La ascesis requerida por esta doctrina es muy exigente, pero la alegría íntima que transmite es una anticipación de la alegría indecible de comunión con Dios, de la que gozaremos en el día de la parusía final, cuando en el momento en el que el Señor aparecerá “No habrá más noche y tampoco necesidad de luz de lámpara, ni de sol: el Señor Dios les iluminará, y reinarán por los siglos de los siglos.” (Ap. 22, 5); Él nos presentará la plenitud de sus dones y nosotros lo contemplaremos tal como Él es de verdad: “En tu luz veremos la luz” (Sal. 36, 9).
En el transcurso de la purificación pasiva, el creyente experimenta de vez en cuando fuertes angustias de muerte, que le hacen presagiar el carácter especialmente penoso y purificador de la noche espiritual. Para los creyentes que no son llamados a un grado tan elevado de intimidad con Dios, la noche de purificación será breve pero frecuente[15]; para aquellos, a los que Dios llama a grados muy avanzados de unión con Él y que tienen la gracia de responder con prontitud y generosidad, la noche del espíritu será larga y terrorífica, más allá de lo que podamos decir: “Mi alma te anhela de noche” (Is 26, 9). En los inicios de la vida mística, Dios pide al creyente el don incondicional de sí mismo. Es necesaria la docilidad heroica de quien no niegue el mínimo sacrificio al Señor. En estas características se puede cotejar el misterio de dolor y alegría que califican la vida del creyente cristiano.
La noche de los sentidos y la noche del espíritu constituyen el doble escalafón de la purificación pasiva. La noche de los sentidos no es más que la primera etapa de un largo camino de fe, que el creyente tendrá que seguir para alcanzar la unión transformante con Dios. La purificación de los apetitos sensibles es ya una gran gracia. Pero hasta que el creyente no ha sido purificado por este fuego divino que consuma y no es consumido (cf. Ex. 3, 2), es indigno e incapaz de acercarse a Dios. Esta dolorosa fase de purificación pasiva tiene como finalidad la lenta pero gradual transformación del creyente. Paradójicamente el instrumento del que Dios se sirve para purificarlo, es la misma contemplación a la que él aspira apasionadamente con todas sus fuerzas. El fin último de sus aspiraciones es a la vez el cruel instrumento de sus sufrimientos más íntimos: “En la cual aspiración, llena de bien y gloria y delicado amor a Dios para el alma, yo no querría hablar, ni aun quiero, porque veo claro que no lo tengo de saber decir, y parecería que ello es, si lo dijese. Porque es una aspiración que hace al alma Dios, en que, por aquel recuerdo del alto conocimiento de la Deidad, la aspira el Espíritu Santo con la misma proporción que fue la inteligencia y noticia de Dios en que la absorbe profundísimamente en el Espíritu Santo, enamorándola con primor y delicadeza divia, según aquello que vio en Dios; porque, siendo la aspiración llena de bien y gloria, en ella llenó el Espíritu Santo al alma de bien y gloria, en que la enamoró de sí sobre toda lengua y sentido en los profundos de Dios.”[16]
El ininterrumpido anhelo, el fervor interior por conseguir la comunión con Dios son tan exigentes para la fragilidad constitutiva del creyente, que al inicio todo eso es motivo de un gran sufrimiento. “Desnúdales las potencias y afecciones y sentidos, así espirituales como sensitivos, así exteriores como interiores, dejando a oscuras el entendimiento, y la voluntad a secas, y vacía la memoria, y las afecciones del alma en suma aflicción, [amargura y aprieto, privándola] del sentido y gusto que antes sentía de los bienes espirituales, para que esta privación sea uno de los principios que se requiere en el espíritu para que se introduzca y una en él la forma espiritual del espíritu, que es la unión de amor. Todo lo cual obra el Señor en ella por medio de una pura y oscura contemplación”[17]. El dolor que el creyente experimenta es tan intenso, que tiene la impresión de que Dios se hubiese puesto contra él y que, a su vez, él mismo se hubiese rebelado contra Dios. Le parece que Dios lo haya abandonado: “Tus huellas se hicieron invisibles.” (Sal. 76, 20); este sentimiento es tan desolador y penoso que le hace gritar con cólera a duras penas contenida: “Señor ¿por qué me has elegido, y has hecho ser un peso para mí mismo?” (Jb. 7, 20). “Cuando Cristo llama a un hombre, le pide que muera”, escribió Dietrich Bonhoeffer[18] en pleno conflicto mundial. El sufrimiento tiene como finalidad la fortaleza interior del creyente, haciéndole experimentar su innata fragilidad hasta el punto de no poder resistir, de destruirse por la dureza de la prueba. Los sentidos y las facultades del alma son destruidas, vencidas, hasta el punto de provocar un dolor tan intenso que si pudiese elegir elegiría sin duda la muerte a esa lenta e incesante agonía: “La muerte, antes que estos dolores” (Jb 7, 15). Nadie podría soportar semejante agonía, si no le ayudara una gracia especial. Esta gracia se le confiere por su unión con Dios.
Las acciones realizadas por el creyente hasta entonces, aparecen de pronto en toda su crudeza y el bien que pensaba haber hecho, parece esfumarse de repente en la nada. Su acción hasta entonces sostenida por todo lo que felizmente tenía en su memoria, su imaginación, su percepción sensorial, su capacidad de relación, etc… de repente dejan de existir; es un abismo sin fondo que se abre, un tremendo vacío existencial, un abismo de pobreza y de miseria personal. La inteligencia no percibe más que incertidumbre y extravío interior, precisamente porque Dios purifica la sensibilidad del creyente con la aridez. Las facultades humanas, despojándose de sus capacidades sensoriales y operativas, van a tientas en la oscuridad más absoluta. Es un tormento indecible, lleno de dudas, ansias y miedos. Así purifica Dios al creyente, podando, limando, destruyendo, quemando todos los valores que constituyen su realidad sensible y afectiva. Esta purificación tiene una doble finalidad:
1. es un despojamiento que libra al entendimiento de todas las consideraciones puramente humanas para familiarizarlo con los valores, métodos, juicios y criterios de Dios;
2. es una purificación que cura las laceraciones que le ha procurado el orgullo, la voluntad de llegar a ser algo, y hace al corazón puro y disponible para obrar por motivos transparentes.
El camino es largo y durísimo, pero se debe corresponder a estas purificaciones pasivas de Dios con generosidad humilde y constante, sin rebelarse ni negarle nada: debemos aceptar su ruda acción en nosotros. Son muy pocos los que perseveran hasta el final[19]. Pero allí donde el hombre falla, Dios interviene para ayudarlo. Todo lo que Dios pide al creyente es que se abandone ciegamente en El y se fíe, repitiendo como Job: “Dios puede matarme si quiere pero yo pondré mi esperanza en él” (Jb 13, 15, Vulgata), o como sugiere el actualísimo libro de oración del pueblo de Israel: “Espera en el Señor, sé fuerte, ten ánimo, espera en el Señor” (Sal. 27, 14).
Esta lenta y dolorosa purificación es obra de Dios, por tanto no debe ser interpretada por el creyente como negligencia culpable o tibieza, debida a un bajón del fervor o a otra cosa. El mismo creyente, al principio de esta transformación, no la comprende y de hecho no siente sus beneficios. Habituado como está a las consolaciones sensibles, trata de buscarlas de nuevo y al no encontrarlas, se queda con una sensación de desorientación, vacío y disgusto; sin embargo si persevera con coraje, pronto empezará a gustar alegrías nunca experimentadas antes[20]. El único apoyo eficaz en esta situación de desolación es la consoladora y reconfortante compañía de la fe: “Así como Dios es tiniebla para nuestro entendimiento, así ella también ciega y deslumbra nuestro entendimiento; y así, por este solo medio, se manifiesta Dios al alma en divina luz, que excede todo entendimiento. Y, por tanto, cuanto más fe el alma tiene, más unidad está con Dios. Que esto es lo que quiso decir san Pablo en la autoridad que arriba dijimos, dicendo: El que se ha de juntar con Dios, conviénele que crea(Heb 11, 6); esto es, que vaya por fe caminando a Él, lo cual ha de ser el entendimiento ciego y a oscuras en fe sólo, porque debajo de esta tiniebla se junta con Dios el entendimiento y debajo della está Dios escondido.”[21]
Las tinieblas de la aridez mística en vez de obstaculizar, favorecen e intensifican la acción de Dios en el creyente. El fervor y el deseo de servir a Dios como merece son tan fuertes, que el creyente se indigna consigo mismo, sintiéndose incapaz e inadecuado para realizar las propias aspiraciones, incluso si son sinceras. Él ya no tiene ninguna forma de complaciente benevolencia hacia sí mismo ni busca el consentimiento de los otros, tan preocupado como estaba antes de su juicio y agrado. Se dará con docilidad a Jesucristo y no consentirá tener otra voluntad que no sea la Suya; no tendrá otra ambición mas que la de estarle íntimamente unido en la vida y en la muerte.
A veces experimenta la dolorosa sensación de que Dios trate por todos los medios de humillarlo, contrariarlo, crucificarlo. El tormento que deriva de ello supera con mucho todo lo que ha sufrido hasta entonces. Lleno de emociones, comprende la verdad de las palabras de la Sagrada Escritura, para la que Dios es el que nadie puede soñarse resistir a Su cólera: “¿Hasta cuando Señor, estarás airado?: ¿para siempre? ¿Arderá como fuego tu cólera?” (Sal. 78, 5); “Si consideras las culpas, Señor, ¿quien podrá resistir?”(Sal. 130, 3; cf. 2 Cr. 20, 6; Rm. 9, 19ss; Ap. 6, 17).
Día tras día experimenta con mayor sufrimiento su deseo irrealizable de servir y amar a Dios como se merece. A esta prueba cruel responde rindiéndose amorosamente a él. Inmerso en una larga noche de oscuridad, experimenta el fuego devorador de la purificación pasiva que lo consuma lentamente como en una inexorable agonía. Al final, y de forma del todo imprevista, hundido aún en la oscuridad y en la prueba, de pronto se encuentra invadido, poseído, habitado por la luz de Dios, cuando todavía su voluntad está árida, desolada e inconsciente de su unión con El: “transformaré ante ellos las tinieblas en luz” (Is. 42, 16)[22]. Un amor ávido de una intimidad más estrecha cada día, en la medida en que este espíritu filial vaya formándose en él, empezará finalmente a comprender a Dios: “Mis pasiones han sido vencidas; no ha quedado en mí materia alguna de purificación. Solo existe el borboteo de un agua viva que en silencio susurra dentro de mi y me dice: «Ven al Padre.»”[23] Esta penosa agonía, esta muerte mística[24] son la coronación más bella de la vida del creyente.
Gonxha Agnes Bojaxhiu (Skopje 26 agosto 1910 – Calcuta 5 septiembre 1997), que por amor de los últimos entre los últimos se convirtió en Teresa de los pobres en 1948, hasta tal punto compartió la pobreza material y espiritual, que experimentó el abandono en una terrible oscuridad, entre los tormentos de la más negra soledad interior. En un desconsolado diálogo-oración con Jesucristo, Madre Teresa se siente dirigir estas palabras precisas: “Tu eres la persona más inepta, débil y pecadora pero precisamente por eso quiero usarte para mi gloria. ¿Te puedes negar?[25] Madre Teresa se identificó hasta tal punto con los más pobres entre los pobres que llegó a compartir con ellos la viva percepción de no ser amados ni interesar a nadie. Ella encarnó el ideal de la fe inquebrantable que se hace amor total en la humilde diakonia de los pobres, a quienes se les da más porque son sacramento de Cristo sufriente y por tanto lo representan mejor que cualquier otro: “Hay una terrible oscuridad en mi, como si cada cosa estuviese muerta. Y ha sido así más o menos desde que empecé mi trabajo (…) me encuentro como en un túnel (…) recito las oraciones de la comunidad y me esfuerzo por sacar de cada palabra la dulzura que debe tener, pero mi oración de unión no existe, no rezo más.” Madre Teresa vivió hasta las últimas consecuencias el amor por Cristo y por sus pobres, sin ser sostenida por una fe sensible en Dios: “Me has rechazado, me has tirado, no soy querida ni amada. Llamo, me agarro, quiero, pero no hay nadie que me responda. Nadie, nadie. Sola… ¿Donde está mi fe?… Hasta aquí en lo profundo, no hay mas que vacío y oscuridad. Dios mío, como duele esta pena desconocida… ¿Por qué me atormento? Si no hay ningún Dios tampoco el alma y ni siquiera tú, Jesús, eres verdadero… Yo no tengo ninguna fe. Ninguna fe, ningún amor, ningún celo. La salvación de las almas no me atrae, el Paraíso no significa nada para mí… No tengo nada, ni siquiera la realidad de la presencia de Dios.”[26] ¿Cómo pudo Madre Teresa asociar la oscuridad de la fe[27] al inagotable empeño por los demás? La respuesta surge espontánea de su misma existencia: para engendrar una obra nueva y más grande en la Iglesia, porque nada sale a la luz si antes no se ha pagado un precio muy caro. Escribiendo a las Hermanas fundadas por ella para darles directrices que les ayudasen en las fronteras de la caridad, Madre Teresa de los pobres interpretaba el dolor en términos de fe teologal y de cooperación al plan de la salvación universal que Dios tiene para la humanidad: “(…) sin el sufrimiento nuestro trabajo sería solo una obra social, muy buena y útil, pero no sería la obra de Jesucristo, no formaría parte de la redención. Jesús nos quiso ayudar, haciéndonos compartir su vida, soledad, agonía y hasta su misma muerte.”
A este respecto Benedicto XVI durante la reciente Ágora de los jóvenes en la llanura de Montorso cerca de Loreto (del 1 al 2 de septiembre de 2007), dijo: “Todos nosotros, incluso los que creemos, conocemos el silencio de Dios. Hace poco se publicó un libro[28] con las experiencias espirituales de Madre Teresa donde se muestra abiertamente lo que ya sabíamos: con toda su caridad, su fuerza de fe, ella sufría por el silencio de Dios.”[29] El tema tocado por el Papa sobre la experiencia del silencio prolongado de Dios que tuvo Madre Teresa, nos lleva derechos al corazón de las problemáticas que estamos analizando aquí, es decir, al Dios que calla y se retira, el “Dios que se esconde.”[30] “El silencio y el vacío son tan grandes, que miro pero no veo, escucho pero no oigo.”[31] Se trata de una dolorosa presencia-ausencia de Dios, que está ciertamente vivo en el alma a pesar de que ella no lo experimente. Eso equivale a un verdadero martirio interior para quien no percibe a Dios y experimenta ese terrible e insoportable sentido del vacío: “(…) cuando trato de elevar mi pensamiento al cielo, el vacío es tan aplastante, que los mismos pensamientos vuelven como puñales afilados y hieren mi alma. Se me dice que Dios me ama. Y sin embargo la realidad de la oscuridad, del frío y del vacío es tan grande, que nada toca mi alma. ¿Que haya cometido un error rindiéndome tan ciegamente a su llamada?[32]
Juan Pablo II, en preparación al tercer milenio cristiano, había tocado el tema de la noche oscura o de la prueba de la fe: “(…) una ayuda relevante nos puede venir del gran patrimonio que es la «teología vivida» de los Santos. Ellos nos ofrecen preciosas indicaciones que nos permiten acoger más fácilmente la intuición de la fe, debido a las luces particulares que algunos recibieron del Espíritu Santo, o también a través de la experiencia que hicieron de esos estados terribles de prueba que la tradición mística describe como «noche oscura». No raras veces los Santos vivieron algo semejante a la experiencia de Jesús en la cruz en el cruce paradójico de bienaventuranzas y de dolor. En el 'Diálogo de la Divina Providencia' Dios Padre muestra a Catalina de Siena cómo en las almas santas pueden estar presentes a la vez la alegría y el sufrimiento: «Y el alma está feliz y dolorida: dolorida por los pecados del prójimo, feliz por la unión y el afecto de la caridad que ha recibido en sí misma. Estos imitan al Cordero inmaculado, a mi Hijo Unigénito, quien estando en la cruz estaba feliz y dolorido». De la misma manera Teresa de Lisieux vive su agonía en comunión con la de Jesús, verificando en si misma la paradoja de Jesús feliz y angustiado: «Nuestro Señor en el huerto de los Olivos gozaba de todas las alegrías de la Trinidad, y sin embargo su agonía no era menos cruel. Es un misterio, pero le aseguro que, por lo que yo misma pruebo, entiendo algo».”[33] A veces los Santos experimentaron en su alma la angustia de Cristo en la Cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Sal. 22). La Madre Teresa está unida a Jesús precisamente por una fe y un amor tales que la llevan a compartir la experiencia de Jesús en Getsemani y en la Cruz. Son las densas tinieblas de los períodos di aridez espiritual, de desolación interior, de falta de arrojo en la oración, de experiencia de lejanía e incluso de ausencia de Dios: “Señor, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Yo era la hija de Tu amor, siendo ahora la más odiada, la que Tú has rechazado, la que has echado lejos como no querida y no amada. Yo llamo, me agarro, busco pero nadie me responde. Nadie, nadie. Sola… ¿Donde está mi fe? Incluso aquí abajo en lo profundo, no hay mas que vacío y oscuridad. Dios mío, como hace daño esta pena desconocida… No tengo fe. No me atrevo a expresar las palabras y pensamientos que se amontonan en mi corazón y me hacen sufrir una agonía indecible.”[34]
Teresa había sacrificado por amor a los más pobres el conocimiento y la consolación de la unión con Dios, alternando el dolor atroz de esa pérdida con el anhelo incontenible de Dios, una inagotable sed de Dios: “Si la pena y el sufrimiento, mi oscuridad y separación de ti te da una gota de consolación, Jesús mío, haz de mi lo que quieras… Imprime en mi alma y en mi vida el sufrimiento de tu corazón… Quiero saciar tu sed con cada gota de sangre que puedas encontrar en mí. No te preocupes de volver pronto: estoy dispuesta a esperarte toda la eternidad.” “Quiero amar a Jesús como jamás ha sido amado por nadie hasta ahora. (…) No llegaré a ser santa, aún así seguramente seré una santa de la oscuridad. Seguiré estando ausente del Paraíso, para dar luz a quienes están en la oscuridad sobre la tierra. Quiero sufrir, si es posible, durante toda la eternidad.”[35] Y su solidaridad con los más pobres de entre los pobres, sobre todo con quien de rico que era se hizo pobre por amor nuestro (cf. 2 Cor. 8, 9), llega hasta las últimas consecuencias: “He llegado a amar la oscuridad, porque creo que es una parte, una pequeñísima parte, de la oscuridad y del sufrimiento de Jesús en la tierra … Hoy siento una alegría profunda, que Jesús no pueda sufrir más allá de su agonía, sino que quiera sufrirla verdaderamente a través de mí.”
En San Juan de la Cruz y en Santa Teresa de Jesús, “la Doctora y Maestra Mística de la vida espiritual”[36], la vida mística es esencialmente una vida de oración. Nosotros, aún sin quitar ninguna autoridad al magisterio de semejantes Doctores, debemos alargar nuestro horizonte si no queremos reducir a esta única tipología, por importante que sea, la amplia gama de las experiencias místicas, además de que en la dirección espiritual de los fieles sería arriesgado imponer una rigidez tal, que acabaría con encorsetar o hacer irrelevante la misma acción de Dios, autor y libre dispensador de todos los carismas.
En la Iglesia no existe solo la vida mística de contemplación y de oración, hay también una mística apostólica como la de Pablo de Tarso, el primer ideólogo de la misionología y del lento pero irreversible proceso de inculturación de la Iglesia (cf. Hech. 17, 22-28), de Bartolomé de Las Casas, Toribio de Mogrovejo, Vicente de Paúl, María de la Encarnación, Pablo de la Cruz[37], Justino de Jacobis, Daniel Comboni, Charles de Foucauld,… y muchos más, que fueron grandes místicos a pesar de que su itinerario espiritual no fuera exactamente el clásico y ya codificado de los grandes Doctores y Místicos del Carmelo[38].
Michel Wadding[39], en la primera mitad del siglo XVII, después de haber descrito la purificación pasiva de los contemplativos, trata de la diferencia existente entre ésta y las durísimas pruebas que debieron afrontar los misioneros de frontera: “Para todos aquellos a quienes Dios trata diversamente, a veces les hace sufrir un abandono lleno de desolaciones; pero los instrumentos más comunes de su purificación son las persecuciones, abominaciones, ignominias, las fatigas sin cuento de los viajes, los peligros por tierra y mar[40], las calumnias, los celos, las contradicciones. Y esta fue la vía que recorrieron Pablo, Atanasio, Tomás, Buenaventura, Ignacio, Francisco Javier, etc…”[41]. Esta última reflexión del misionero jesuita, irlandés de nacimiento pero mejicano de adopción, es fundamental, porque, según él, los hombres apostólicos son puestos a prueba por Dios de formas diversas, pero no menos reales de las usadas con quienes se dedican exclusivamente a la contemplación y a la oración. El aspecto más original de la doctrina de Michel Wadding[42], merecedor de ser profundizado, consiste precisamente en la interpretación de los sufrimientos apostólicos, como el equivalente de la purificación pasiva para iniciar al misionero a la contemplación infusa[43]. Oigamos lo que tiene que decir al respecto el autor mismo: “Conocí a varios de estos misioneros sobre los que Dios derramó en grado sumo la contemplación infusa, derramando sobre ellos en sus casuchas maltrechas la abundante cosecha de lo que sembraron con semejante generosidad en sus estaciones misioneras tan distantes entre sí…”[44]. Según M. Wadding[45] se dan importantes gracias místicas en la vida de los misioneros y estas a su vez son un importante apoyo a sus fatigas y su recompensa. En el ministerio apostólico el amor de Dios resalta con un esplendor tan puro e intenso, que se puede parangonar a la contemplación de los místicos más grandes de la Iglesia.
Las adversidades que los misioneros tuvieron que arrostrar por la predicación del Evangelio, tuvieron la finalidad de purificarlos en profundidad, además de transmitir una viva conciencia de sus límites y de ejercitarlos en toda forma de virtud. Sin embargo, estos despojos no fueron suficientes; los apóstoles perseguidos y oprimidos por fatigas constantes, llegaron al punto de considerarse realmente como la “basura del mundo, como el deshecho de todos” (1 Cor. 4, 13). El apóstol de los gentiles, en su vida, pasó por toda clase de pruebas y su cuerpo se debilitó aún más por la enfermedad: “tengo un aguijón clavado en mi carne, un agente de Satanás encargado de abofetearme” (2 Cor. 12, 7). Pablo después de haber implorado a Jesucristo que lo librase de las continuas aflicciones de su cuerpo: “¿Quien me librará de este cuerpo de muerte?” (Rm. 7, 24), se sintió decir como toda respuesta, no sin una cierta dureza: “Te basta mi gracia; mi potencia se manifiesta totalmente en la debilidad” (2 Cor. 12, 9).
Dios Padre quiere que cada apóstol del Evangelio se configure a su Hijo unigénito, quien para salvar al mundo “se despojó de sí mismo tomando la forma de esclavo” (Fil. 11, 6). De hecho, como Cristo ha redimido el mundo a través de la experiencia dolorosa de su abandono al Padre en la cruz, de la misma forma quienes se vacían en el ministerio apostólico en las misiones deben revivir su mismo misterio de dolor y de muerte: “En nosotros actúa la muerte en vosotros la vida” (2 Cor. 4, 12). Este hecho puede ofrecer una enseñanza y dar ánimos a los misioneros que, empeñados en la predicación del Evangelio, siguen con sus esfuerzos en la oscura noche del espíritu, sin sentir el mínimo consuelo por parte del Maestro al que predican con tanto celo. El misionero al que el Señor hace partícipe de su pasión, puede hacer suyas las palabras de Pablo: “Estoy crucificado con Cristo y ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20). Si nosotros los cristianos hubiésemos experimentado a qué precio se paga la santidad de la Iglesia, apreciaríamos mucho más los “gestos maravillosos” de los audaces testigos de la fe y su confesión de pertenencia incondicionada a Cristo y a su santa Iglesia.
La vida mística plasma de Cristo la acción del apóstol, de tal manera que Cristo no solo asocia al apóstol a su plan de salvación universal, sino que le hace se una a él y actúe por su medio. En vista de este fin específico es por lo que Dios sigue modelando al apóstol a imagen de Cristo, el Apóstol del Padre por antonomasia (cf. Hb. 3, 1), para transformarlo en un instrumento idóneo para la salvación de todos los pueblos. Es necesario que el apóstol se deshaga de toda forma de protagonismo narcisista y de visiones demasiado individualistas al realizar “sus” planes pastorales.
La purificación se obtendrá por el Espíritu Santo bien sea por medio de la contemplación intima, por la acción apostólica, por la feroz oposición de los hombres (cf. Jn. 15, 20), o por las incomprensiones y enfermedades, pero siempre producirá abundantes frutos de salvación, de los que sólo Dios podrá reivindicar el mérito. Cristo Jesús sirviéndose del apóstol para la salvación de los hombres, se revela sin ninguna duda como el Buen Pastor al que imitar y la Vía segura que recorrer hasta el final.
Desde los primeros días de su vida misionera (1857) Comboni sintió muy profundamente la desnudez que Dios le pedía cada vez con mayor insistencia. Él, único hijo que quedaba de una prole numerosa, pensando en el insoportable sacrificio de la separación de sus padres ancianos, escribiéndole al párroco de su pueblo natal comentaba: “Dos grandes dificultades me asustan, sin las que no me decido por la Misión, y las dos son formidables. La primera es el pensamiento de abandonar a dos pobres padres que no tienen otro consuelo en esta tierra que el de su único hijo.”[46] Pero agarrándome a la fe encuentro el coraje y la profecía del discípulo que se pone a seguir al Maestro que llama: “Soy un mártir del amor a las almas más abandonadas del mundo y vosotros os hacéis mártires por amor de Dios, sacrificando al bien de las almas a vuestro único hijo. Pero sed valientes, oh mis queridos padres.”[47] Comboni sufrió muchísimo por esta lacerante separación, pero nunca se lamentó de ello, al contrario, bendijo y agradeció siempre al Señor: “Bendito el Señor que me ha guiado por la vía de la Cruz.”[48] Y después de conocer la dolorosa noticia de la muerte de su madre, escribía así a su padre Luís, que se había quedado solo en la gran casa vacía de Limone sul Garda (Bs): “Ah! entonces ¿ya no vive mi madre?... ¿La inexorable muerte truncó el hilo de los días de mi buena madre?... ¿Os habéis quedado solo solito, después de haber visto a vuestro alrededor la feliz tropa de siete hijos, acariciados y amados por la que Dios eligió como compañera indivisible de vuestros días?… Sí; la cosa por divina misericordia es así. Sea bendito por siempre aquel Dios que así lo quiso: sea bendita la mano providente que se ha dignado visitarnos en esta tierra de exilio y de llanto.”[49]
Así preparaba Dios a Comboni al apostolado misionero en África. Purificándolo con elecciones difíciles de realizar y con el sacrificio de los afectos incluso los más sacrosantos y legítimos, Dios lo templaba para que su empeño misionero fuese acción de Cristo para los pueblos de África. Ante las exigencias de su vocación misionera ad Gentes, Comboni se había dado cuenta muy pronto[50] de que debía empezar todo de nuevo: tenía que renacer (cf. Jn. 3, 3), tenía que volver a hacerse niño (cf. Mt. 18, 3), y por último tenía que renunciar a todo, sí precisamente a todo, incluidos sus padres (cf. Mt. 10, 37; 16, 24; Lc. 14, 26; Jn. 12, 24-26). Una misión de vaciamiento de sí mismo, de humilde servicio para la llegada del Reino en medio de los hombres. Con el pasar del tiempo estos sentimientos fueron transformando a Comboni, haciéndolo “hombre nuevo” construido sobre la solidez rocosa de la fe. Pero en todo esto no había nada de autoexaltación o del fuego arrollador del neófito un tanto ingenuo e integral. Comboni sabía por experiencia que para llevar a Cristo a los pueblos en general y a los africanos en particular, se necesitaba sobre todo la gracia de Dios. Incluso si Cristo murió derramando su sangre por la salvación de todos los pueblos de la tierra, no todos conocen este hecho extraordinario. Por eso el lamento desconsolado común a Profetas y Apóstoles se repite y actualiza continuamente: “Señor, ¿quien creyó a nuestra predicación?” (Is. 53, 1). Los apóstoles sienten vivamente la falta de respuesta y el rechazo del Evangelio por buena parte de la humanidad: “Pero no todos han obedecido al Evangelio” (Rm. 10, 16), al que corresponde una motivación y un empeño aún más decidido e intenso por proclamar en todas partes y a todos el Evangelio de Cristo. También por este motivo de celo pastoral Comboni, en las Reglas del Instituto (1871), dejó en herencia su consigna más preciosa e importante para las generaciones de misioneros combonianos que vendrían después de él y que, como él, se confrontarían en la arena de la primera evangelización: “Se forjarán esta disposición esencial teniendo siempre los ojos fijos en Jesucristo, amándolo tiernamente, y procurando entender cada vez mejor lo que quiere decir un Dios muerto en cruz para la salvación de las almas.”[51] Palabras que recuerdan otras muy anteriores y autorizadas, pero en sorprendente sintonía con estas: “Quien quiera honrar de verdad la pasión del Señor debe mirar con los ojos del corazón a Jesús Crucificado, para reconocer en su carne la propia carne (…). A nadie se le niega la victoria de la Cruz (…). La sagrada sangre de Cristo apagó el fuego de aquella espada que cerraba el acceso al reino de la vida.”[52]
Convicción, ésta, que le traspasaba corazón, alma y mente con un agudo sufrimiento interior: “Si quieres curar una herida, él es médico. Cuando te encuentres sediento por la fiebre, él es fuente. Si la iniquidad te oprime, él es justicia. Cuando tienes necesidad de ayuda, él es fuerza. Si temes la muerte, él es vida, cuando desees el cielo, él es camino. Si huyes las tinieblas, él es luz, cuando tengas hambre, él es comida.”[53] Y por eso la íntima adhesión de Comboni al proyecto de salvación que estaba reservada por la gracia de Cristo a los Africanos, lo llevó a consagrar su vida a hacer causa común con aquellos que eran considerados los más pobres entre los pobres de su tiempo, por estar privados de la única riqueza capaz de hacerles hijos de Dios: la fe. Durante su vida que duró poco más de cincuenta años (1831-1881), algún rayo de luz rompería la densa noche de su alma, pero fueron sólo rayos fugaces de breve duración y después la noche volvería de nuevo a dominar sin oposición para probar la fe de Comboni: “Me he concentrado en ponderar seriamente si, considerada mi nulidad y debilidad, aún puedo ser útil de verdad al apostolado africano, que es sin lugar a dudas el más arduo y espinoso de la tierra, o si por el contrario le sea dañoso; tanto más cuanto que ahora, a causa de tantas fatigas, privaciones, enfermedades, fiebres, angustias, luchas y contradicciones sostenidas durante años, especialmente en el último terrible periodo de la hambruna y pestilencia, me he vuelto más sensible a los golpes de la adversidad, y mucho más débil para llevar las cruces. Pero como siempre se debe confiar solo en Dios y en su gracia, y que quien confía en sí mismo confía en el asno más grande de este mundo, sabiendo que las obras de Dios nacen siempre al pie del Calvario, y deben ir selladas con el sello adorable de su Cruz, he pensado abandonarme en brazos de la divina Providencia, que es la fuente de caridad para los miserables, y tutora siempre de la inocencia y de la justicia; y consiguientemente ponerme en las manos de mis Superiores verdaderos representantes de Dios y del Vicario de Jesucristo, de Vuestra Eminencia Rvdma, del Escmo. Card. de Canosa de V. E. y de la p.m. de sus venerados Predecesores en el gobierno de la S. Congregación designada a asistirme en mi santa Empresa.”[54] Esta no es una consideración aislada en el vasto repertorio de sus Escritos; su reflexión prosigue y avanza, pero siempre en la misma dirección. Su Noche apostólica ha llegado a su plenitud. Comboni está convencido de ser él precisamente el obstáculo más relevante en el camino de la evangelización de aquellos pueblos africanos, que Pío IX había confiado a sus cuidados pastorales. Así como la contemplación, paradójicamente, acaba siendo el instrumento de purificación del contemplativo, lo mismo sucede con el ideal apostólico que se hace el instrumento de purificación para el obrero del Evangelio: “En el curso de mi ardua y laboriosa empresa, más de cien veces me pareció estar abandonado de Dios, el Papa, los Superiores, y de todos los hombres (…). Viéndome tan abandonado y desolado, tuve cien veces la tentación más fuerte (…) de abandonarlo todo, consignar la obra a Propaganda, y ponerme humilde siervo a disposición de la Santa Sede, o del Card. Pref. o de cualquier Obispo. Pues bien, lo que no me hizo echarme atrás en mi Vocación (…), lo que me sostuvo para estar firme en mi [puesto n.d.r.] hasta la muerte, o a aceptar decisiones diferentes de la S. Sede, fue la convicción de la seguridad de mi Vocación, fue sempre e toties quoties porque el P. Marani me dijo el 9 de agosto de 1857, después de concienzudo examen: «vuestra vocación para las misiones de África, es una de las más claras que haya visto».”[55] Si es verdad que las palabras revelan el corazón del hombre[56], esta carta nos transmite la ilimitada soledad de un hombre que ha hecho la experiencia tremenda de haber sido abandonado por Dios, por los hombres, por todos. Y así llegó a encontrarse como sumergido en un amor doliente y en un dolor amante. De nuevo Pablo sugiere a Comboni los motivos de fe para vivir esta situación que parecía no tener soluciones: “Estoy seguro de que los sufrimientos del tiempo presente no pueden parangonarse con la gloria futura que un día se nos revelará. (…) Sabemos, además, que todo concurre al bien de los que aman a Dios, de los que él ha llamado según sus designios. Porque a los que conoció desde siempre, los destinó desde siempre a ser la imagen de su Hijo, llamado a ser el primogénito entre muchos hermanos; aquellos a quienes desde el principio predestinó, también los llamó; a los que llamó los justificó; a los que justificó los glorificó” (Rm. 8, 18. 28-30).
Lo que sorprende llegados a este punto es que el grado de abandono, de soledad y de desolación haya llegado a su vértice, que no haya lugar para otras pruebas y para otras amarguras: que se haya colmado la medida. Pero el corazón de los amantes está siempre lleno de insospechadas fuentes y nunca acaba de maravillar por su capacidad de saber amar otra vez: “Soy demasiado infeliz. Jesús me ayudará ciertamente, la Virgen Inmaculada y S. José me ayudarán: doy gracias a Jesús por las cruces, pero mi vida es un océano de aflicciones que me ha proporcionado quien es bueno y me ama. ¡Mi Dios! querido paraíso (…). Pero tengo el corazón empedernido. África se convertirá, (…) y Jesús ayudará a llevar la cruz. (…) Estamos preparados para aceptar las cruces. (…) Vd. rece por mi, que soy el hombre más afligido, y descorazonado del mundo, (…). Viva Jesús.”[57] La misión no puede realizarse cuando somos fuertes y seguros, sino sólo cuando somos frágiles, estamos desorientados, somos incapaces de seguir adelante: “Cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte” ( 2 Cor. 12, 10).
Comboni, en virtud de la muerte que encontraba todos los días, se había convertido en apóstol y misionero (cf. 1 Cor. 15, 31; 2 Cor. 12, 10). Aceptando bajar hasta el abismo de la Kénosis, era sabedor de que cuanto más dolorosa era su noche apostólica, tanto más cerca estaba el alba de su resurrección. La cruz y la resurrección no se equilibran recíprocamente. La resurrección domina y vence a la cruz para siempre. La resurrección es la palabra final de Dios a la humillación de su unigénito Hijo.
El tema central del mensaje misionero es que Cristo ha resucitado; significa por tanto que la Iglesia está llamada a vivir la vida de la resurrección “hic et nunc”, y que está llamada a ser en el mundo de hoy signo de contradicción respecto a las fuerzas del odio, del egoísmo como sistema de vida, y de la indiferencia extendida en la sociedad contemporánea.
Los místicos cristianos no han obtenido el privilegio del martirio, a pesar de ello han imitado en todo y muy de cerca la pasión del Señor. Cristo Jesús es el modelo único tanto de la contemplación como de la misión. Esta es la importancia fundamental y el carácter peculiar de la mística cristiana, y lo que la diferencia de las místicas de las otras grandes religiones de la humanidad haciéndola única, singular e irrepetible.
En realidad los itinerarios místicos ponen en evidencia la multiplicidad, complementariedad, y la gran disparidad de los carismas, dones insignes del Espíritu Santo a los creyentes para la edificación del pueblo santo de Dios. Estos dones tan ricos y diversos, sirven como soporte a las gracias todavía más grandes y elevadas. Ideal de la vida mística es llegar a la unión transformante con Dios por medio de una vida de contemplación, de ágape y de humilde diakonía de los pobres, autentica epifanía de Cristo en la tierra, porque “de rico que era, se hizo pobre por vosotros, para que fueseis ricos por medio de su pobreza” (2 Cor. 8, 9).
Sólo los místicos fueron capacitados por el Espíritu Santo para introducirse en aquel “secretum” o en aquel “absconditum”, en aquel’ “intus”[58] que nosotros hemos osado violar con filial y confidente confianza en el Padre Celeste, que vive en lo secreto (cf. Mt. 6, 6). Desde aquí abajo somos capaces de percibir una anticipación de las alegrías sobrenaturales, ver lo invisible, escuchar el murmullo imperceptible de Dios que se propone a nuestra atención, pero solo los místicos ven lo invisible, que se diferencia de todas las realidades creadas por su capacidad de saciar totalmente el inquieto y atormentado corazón del hombre. Estos solo perciben la débil voz de Dios, que no escucha más el estrépito y la palabrería petulante de nuestros discursos vacíos y hasta incluso de nuestras oraciones interesadas y monótonas: “porque nosotros no fijamos la mirada en las cosas visibles, sino en aquellas invisibles. Las cosas visibles duran un momento, las invisibles son eternas” (2 Cor. 4, 18).
ORACIÓN
Señor, la luz no se ahorra, se da para alumbrar, calentar y sanar
a quienes están enfermos de la noche del no amor y del influjo de las tinieblas.
Tú no te ahorras sino que te das y te comunicas.
Donde irrumpe la luz hay curación, liberación y muchos más signos que dan testimonio de la luz.
Señor, concede a tu Iglesia vivir una epifanía continua,
para que la predicación del evangelio vaya acompañada de signos, y le sea dado en plenitud el poder de sanar a los hijos que lleva en su seno.
AMEN
[1] Es un comentario sobre los seis días de la creación (Gn. 1,1-26) en forma de 'homilía' recogido en seis volúmenes, que se basan en el Hexameron de S. BASILIO EL GRANDE (329 ca. – 379).
[2] “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.” (Jn. 14, 6).
[3] “Se levantó entonces en el sinedrio un fariseo, de nombre Gamaliél, doctor de la ley, estimado por todo el pueblo” (Hech. 5, 34; cf. también 22, 3).
[4] “He dicho con espanto: «Todo hombre es un engaño»” (Sal. 115, 11); “Ríos de lágrimas surcan mis mejillas, porque no observan tu ley” (Sal. 119, 136 XVII Pe).
[5] Cf. S. TERESA DE JESÚS, Castillo interior, V, 2, 4-6, en Obras completas, BAC, Madrid 1989, 395-396
[6] El cristiano está dividido entre el amor a sí mismo y el amor a Dios (cf. 1 Cor 7, 32-34) “El día que me libré de mí mismo, empecé a saborear la oración.” (S. ALFONSO RODRIGUEZ, Traité de l’union et de la transformation de l’âme en Jésus Christ, Desclée de Brower, Paris 1899, p. 57).
[7] S. JUAN DE LA CRUZ, 1 Subida al Monte Carmelo, 4, 1, en Obras completas, BAC, Madrid 1978, p. 462.
[8] ID., 3 Subida al Monte Carmelo, 13, 1, en Obras completas o. c. p. 590
[9] “ (…) nos has hecho para ti, y nuestro corazón no está tranquilo hasta que no descanse en ti.” (S. AGUSTÍN, Confesiones1.)
[10] 10 de Agosto, Vísperas de S. Lorenzo, Antífona del Magnificat.
[11] “Cuando pecamos tenemos que sentir disgusto de nosotros mismos, porque los pecados disgustan sumamente a Dios. Y como constatamos que no estamos sin pecado, por lo menos en eso busquemos ser semejantes a Dios: en que nos disguste lo que disgusta a Dios. En cierto sentido estas unido a la voluntad de Dios, porque te disgusta todo lo que tu Creador odia.” (S. AGUSTÍN, Discursos, 3; en C.C.L. 41, 254).
[12] S. JUAN DE LA CRUZ, 1 Subida al Monte Carmelo, en Obras completas, o. c., 12, 2-3.5, pp. 481-482.
[13] S. AGUSTÍN, Sobre la Trinidad , XIV, 8.
[14] 22 de Julio, S. María Magdalena, Laudes matutinos, II antífona. Otro texto complementario a este dice: “Humilde y alegre te aparezca el rostro de Cristo y puedas contemplarlo por los siglos de los siglos.” (Recomendación a los moribundos, en Sacramento dell’unzione e cura pastorale degli infermi, C.E.I., L.E.V. 1979, cap. VII, p. 112).
[15] S. JUAN DE LA CRUZ, 2 Noche oscura, II, 1, 1, en Obras completas, o. c., pp. 673.
[16] ID., Llama de amor viva B, estrofa 4, 17, en Obras completas, o. c., p. 1101
[17] ID., 2 Noche oscura, III, 3, en Obras completas, o. c., p 676.
[18] Pastor y e teólogo evangélico alemán, uno de los protagonistas de la resistencia al Nazismo. Nacido en Breslavia (actual Wrocław, en Polonia), el 4 de febrero de 1906; muerto en el campo de concentración de Flossenbürg, Baviera, el 9 de abril de 1945.
[19] Cf. S. JUAN DE LA CRUZ, Llama de amor viva B, estrofa 2, 27, en Obras completas, o. c., p. 1035.
20 Cf. ID., 1 Noche oscura, 9, 4, en Obras completas, o. c., p. 659. Aquí se habla de los signos que permiten discernir la aridez que deriva de la purificación pasiva, de la que es fruto de la tibieza.
[21] ID., 2 Subida al Monte Carmelo, 9, 1, en Obras completas, o. c., p. 504.
[22] “Brillará en las tinieblas su luz, tu tiniebla será como el mediodía.” (Is. 58, 10); “Ni siquiera las tinieblas son oscuras para ti, y la noche es clara como el día; para ti las tinieblas son como la luz.” (Sal. 139, 12)
[23] S. IGNACIO DE ANTIOQUIA, Ad Romanos 8, 2.
[24] Cf. SAN PABLO DE LA CRUZ, La muerte mística, en Cartas, Roma 1977, vol. 5; sobre el tema cf. C. BROVETTO, Introduzione alla spiritualità di S. Paolo della Croce. Morte mistica e divina natività, Teramo 1955.
[25] Carta a Mons. Ferdinand Périer, arzobispo de Calcuta, enero 1947. Expresiones análogas dirigió Jesús a la Beata Angela de Foligno (1248-1309) y a Santa Gemma Galgani (1878-1903), por limitarnos a ellas dos solas.
[26] IDEM, 1956.
[27] S. GAETA, La fe choca con la "noche oscura", en Il segreto di Madre Teresa, Piemme, Casale Monferrato (AL) 2002.
[28] Cf. “Mother Theresa. Come, be my light. The private writings of the«Saint of Calcutta»” editado y con comentario de B. KOLODIEJCHUK, Doubleday books, New York 2007; en este libro se publicaron 60 cartas dirigidas a los directores espirituales y a los confesores de la religiosa (ejem. P. Michael Van Peet, P. Joseph Neuner, etc…).
[29] BENEDICTO XVI, Respuestas a los jóvenes participantes a la vigilia de oración, sábado 1° de septiembre de 2007; segunda respuesta del Papa a Sara (cf. www.zenit.org/article-11758?l=italian - 18k ).
[30] Para Blaise Pascal Dios a menudo permanece escondido para el hombre (Deus absconditus): o porque el hombre está tan en el pecado que no puede verlo, o para humillar a la inteligencia humana que, si descubriese a Dios, se enorgullecería.
[31] Carta a su director espiritual P. Michael Van der Peet, septiembre 1979.
[32] Súplica dirigida a Jesús aconsejada por su confesor; sin fecha.
[33] JUAN PABLO II, Novo millennio ineunte, 6 enero 2001, 27.
[34] Suplica dirigida a Jesús aconsejada por su confesor; sin fecha.
[35] Teresa de Calcuta debería ser proclamada “protectora de los incrédulos”, quienes aún sin creer están buscando a Dios (cf. Dt. 28, 29; Is. 59, 10; Sof. 1, 17; Hech. 17, 27). La palabra 'ateo' tiene un valor activo y otro pasivo, es decir negar a Dios, y también ser negados por Él. El primero es un ateismo sabedor mientras que el segundo es un ateismo de expiación.
[36] Definición de M. WADDING, en: Práctica de la teología mística, Puebla (México) 1681, 1° ed.
[37] Cf. J. LEBRETON, Tu solus Sanctus. Jésus Christ vivant dans les Saints. Études de théologie mystique, Beauchesne et ses fils, Paris 1949, pp. 171-205; 215-235.
[38] A los Santos Doctores Teresa de Jesús y Juan de la Cruz hay que añadir Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, proclamada doctora de la Iglesia por Juan Pablo II exactamente hace 12 años: el 19 de octubre de 1997 [cf. La piccola via, en 30 giorni, n. 7/8 (Julio-Agosto 2007), 43-58].
[39] Nacido en 1586 en Waterford (Irlanda) de Thomas y Mary Walsh. Huérfano, a corta edad fue enviado a estudiar primero a un colegio irlandés de Lisboa (1605-1607), más tarde al “Real Colegio de San Patricio de Nobles Irlandeses” en Salamanca (1607-1609). En 1609 entró en el noviciado de los Jesuitas en Villagarcía, donde conoció al célebre teólogo Francisco Suárez (1548-1617). En 1609 marchó a México, donde adoptó el nombre de Miguel Godínez con el que es conocido todavía hoy. En 1611 hizo su primera profesión simple. En 1616 se ofreció voluntario para las misiones de Japón. Desde 1618 hasta 1626 trabajó entre los grupos étnicos Sinaloa, Tepehuan (una tribu de Mayas, que vive en el noroeste de México). Se dedicó también a las tribus Conicaris, Basiroas y Tahatas. Después estuvo con los Híos (una tribu de Chínipas), seguidos de los Huvagueros y los Tehuisos. En 1626 hizo su profesión solemne. Pasó el resto de sus 18 años de vida como educador en los colegios de Ciudad de México, Puebla y Guatemala. Murió a finales de 1644. Se distinguió por el conocimiento profundo de los estados sobrenaturales y por la sabiduría en la dirección espiritual. Su obra “Práctica de la teología mística” fue publicada 40 años después de su muerte (1681) y tuvo 13 ediciones en 3 lenguas: español, italiano y latín. Fuera de España la obra fue divulgada por el P. Manuel-Ignacio La Reguera (2 vol. en fol, Roma 1740-1745) (Cf. L. M. MENDIZABAL, Godínez Michel, en Dictionnaire de Spiritualité, Beauchesne, Paris 1966, fsc. XLI, col. 565-570).
[40] Ver asonancias paulinas en 2 Cor. 11, 23-27; Hech. 14, 19.
[41] Praxis theologiae mysticae, trad. por HENRI WATRIGANT, 1921, p. 81. “Afirmo que se encontrará muy raramente un contemplativo lleno de delicias que no haya pasado antes por un periodo de desolación; si la contemplación llega sin estas experiencias, será una excepción a la regla o por lo menos una contemplación de breve duración.”(ibid., p. 91).
[42]En 1681, Mons. Alfonso de Cuevas y Dávalos, arzobispo de México, al conceder el imprimátur a la 1° edición del libro de M. Wadding, testimonió que su vida era totalmente conforme a la doctrina de sus escritos.
[43] Cf. E. J. BURRUS, Michael Wadding. Mystic and missionary (1586-1644), en The month, nuevas series, t. 11, n. 1, 1954, pp. 339-353.
[44] M. WADDING, Practice of Mystical Theology, vol. 3, cap. VII. Aquí se encuentra la historia más completa de su trabajo misionero, donde describe las privaciones de todo género de los misioneros jesuitas en México en el siglo XVII.
[45] “Un hombre de ingenio agudo, sano juicio, confiado en la ayuda de Dios, un hacedor de obras altruistas, un hombre unido a Dios y de sólida cultura, uno que luchó con todo tipo de apostolado por hacer que los hombres conocieran e hicieran el bien, prudente, buscador del bien común hasta el punto de sacrificarse a sí mismo, cortés y valiente, paciente y comedido, inspirador de otros por sus ejemplos más que persuasivo con sus palabras o amenazas.” (Practice of Mystical Theology ,vol. 3, cap. IX-X). Este es el retrato que W. hace de los superiores, pero que puede adaptarse a él mismo.
[46] D. COMBONI, Carta a Don Pietro Grana, Verona 4 de julio de 1857, en Gli scritti, Roma 1991, p. 6.
[47] ID., Carta a su padre, desde la tribu de los Kich (Sudán), 5 de marzo de 1858, en o. c., p. 65.
[48] ID., Carta a su padre, Korosco (Sudán) 9 de diciembre de 1857, en o. c., p. 55.
[49] ID., Carta a su padre, desde la tribu de los Kich (Sudán), 20 de novembre de 1858, en o. c., p. 114.
[50] El 6 de enero de 1849, de rodillas a los pies de su formador Don Nicola Mazza, juraba fidelidad al ideal misionero.
[51] D. COMBONI, Reglas del Instituto de las Misiones para la Nigrizia, 1871, en o. c., p. 835.
[52] S. LEÓN MAGNO, Discursos, en P. L., 54, 366.
[53] S. AMBROSIO, De virginitate, XVI, 99-106, en P. L. 16, 291-293.
[54] D. COMBONI, Carta al Card. Juan Simeoni, Verona 27 de agosto de 1880, en o. c., p. 1712; (subrayados añadidos).
[55] ID., Carta al P. José Sembianti, El-Obeid (Sudán) 16 de julio de 1881, en o. c., p. 1957.
[56] “La boca habla de la abundancia del corazón” (Mt. 12, 34); “La palabra revela el sentimiento del hombre” (Ecl. 27, 6).
[57] D. COMBONI, Carta al P. José Sembianti, 24 de junio de 1881, en o. c., p. 1931.
[58] “Ambulare cum Deo intus.” (De lætitia bonæ conscientiæ , en De imitatione Christi, lib. II, cap. 6, § 4).