Su pueblo se enfrentaba al león solamente con la lanza, cuando éste amenazaba al rebaño. El desafió con las manos a quien oprimía a sus fieles. Permaneció con los suyos hasta la muerte.


? (Sudan)
Wau (Sudan)

“Me han descubierto”, murmuró el P. Bernabé zambulléndose en el pantano. En ese momento las ametralladoras empezaron a disparar a ritmo compacto. Las balas pasaban silbando por encima de su cabeza e iban a parar al barro que, en aquella estación, cubría gran parte del territorio denka.
El misionero daba grandes brazadas en el agua amarillenta y podrida, siguiendo una especie de canal en el que había ido a encontrarse.
“Debo procurar no mover demasiado la hierba – pensaba para sí -, pues si no me seguirán y los tendré encima en seguida”.
Después de unos interminables minutos se detuvo detrás de una pequeña ensenada. Se quitó el barro de los ojos y se puso a escuchar. Sólo se oía el crujido de las hierbas acuáticas movidas por el viento.
“Quizá se habrán marchado… Probablemente han disparato al azar con la esperanza de obligarme a salir fuera…”

En el ojo del ciclón
En poco más de medio siglo Sudán se encontraba por segunda vez en el ojo del ciclón. La primera comenzó en 1882, justo un año después de morir Mons. Comboni en Jartum, el 10 de octubre de 1881. Un líder musulmán, proclamándose “Madhi” (el esperado), desencadenó una especie de guerra santa contra el dominio turco-egipcio que detentaba el poder en Sudán. Con la velocidad de un torbellino que levanta las arenas del desierto, un ejército de hombre, mujeres, jóvenes y niños – en general todos los infelices, que sólo pueden esperar un mañana mejor – se reunió desde las aldeas al sur de Jartum y en su avance inexorable destrozó las misiones de Yebel Nuba, Berber, El-Obeid y Jartum, que habían costado muchas vidas de misioneros.
Profanaron también la tumba de Daniel Comboni y dispersaron sus huesos. La pasión religiosa enfurecía a los seguidores de El Mahdi y ninguna guarnición militar pudo resistir su ímpetu. El general Gordon trató de detenerlos cuando asaltaban Jartum, pero fue asesinado y su ejército pereció también (1885).
Algunos misioneros y Hermanas murieron durante su cautiverio junto a Ondurman. Otros 15 fueron sometidos un día tras otro a duros interrogatorios con el fin de hacerles renegar de la religión católica para pasar al Islam. Todos rehusaron. El Mahdi acabó por admirarlos y ponerlos como ejemplo a los suyos: “Mirad cómo estos infieles se mantienen firmes en su fe en tanto que muchos de vosotros confiáis muy poco en mí”.
Después de diecisiete años, en 1898, las hordas de El Mahdi, que ya había muerto, fueron derrotadas y dispersadas por el general Kitchener. Y Sudan acabó bajo el dominio anglo-egipcio.

Nueva penetración misionera
Los misioneros combonianos no habían permanecido ociosos. En los Institutos de Verona y El Cairo se habían multiplicado, dispuestos a penetrar por segunda vez en el corazón de Africa. Desde Sudán del norte pasaron a la parte meridional del país hasta llegar a los grandes lagos de Uganda. Se realizaba así un viejo sueño de Comboni.
Su itinerario quedó constelado de misiones, iglesias, escuelas, dispensarios, talleres para jóvenes africanos deseosos de aprender un oficio.
Sudán meridional, habitado por negros, no simpatizaba con la parte norte del país, habitada sobre todo por árabes, los antiguos esclavistas, bandidos que habían desangrado durante muchos años aldeas enteras, robando a jóvenes de ambos sexos que solían ir a parar a los mercados de esclavos del Mar Rojo.
Llegó el año 1955, fecha en la que en Sudán meridional se sublevó el ejercito constituido por negros contra los jefes árabes. Más de 1.000 soldados y 400 policías mataron a 450 árabes, soldados y civiles. Las tropas inglesas, transportadas en aviones, apaciguaron la revuelta y ajusticiaron a 342 sudistas. Pero Sudán ya era una patata caliente para los ingleses. Por eso el 1 de enero del 1956, la Gran Bretaña le concedió la independencia, dejando que la lucha entre el norte y el sur se endureciera más. Era el segundo ciclón que se estaba formando en el cielo de aquella nación.
En efecto, al año siguiente el gobierno sudanés, de inspiración musulmana, nacionalizó todas las escuelas católicas y protestantes; el domingo dejó de ser día festivo para los cristianos, teniendo que ceder el puesto al viernes (día festivo para los musulmanes); los misioneros no podía ya bautizar a los menores de edad, ni distribuir medicinas, ni salir de la misión sin permiso especial de la policía. Muchos cristianos sufrieron torturas y vejaciones, por lo general con pretextos políticos, pero dirigidas a hacerles renegar de la fe en Cristo para abrazar el Islam. Algunos pagaron con la vida su fidelidad, dando a los demás ejemplos de heroísmo cristiano.

Testigos incómodos
Mientras tanto, en los bosques iba progresando la guerrilla llevada a cabo por negros mal armados y hambrientos, contra las tropas gubernativas bien equipadas.
Los misioneros eran para los árabes unos testigos incómodos, por lo cual fueron expulsados, hasta que, en 1964, fueron expulsados todos: padres, hermanos y hermanas, 300 personas en total.
En Sudán meridional sólo quedó un obispo, muy pocos sacerdotes sudaneses, una cristiandad de 400.000 personas dispersas y aterradas y las misiones que, poco a poco, iban siendo tragadas por la selva.
El P. Bernabé regresó de Italia, donde había hecho sus estudios, precisamente en el momento en que su país iba a ser trastornado por la lucha política y por la persecucción religiosa, y fue uno de los pocos que quedaron. Tenía a su cargo a un gran número de cristianos a los que debía sostener y defender. Pero también a los sacerdotes sudaneses les acechaba la amenaza de muerte. Y cuando los misioneros europeos se marcharon, los árabes se sintieron libres para perpetrar sus crímenes.
Hacía dos años que el P. Bernabé había sido ordenado, así es que podía decirse que era un sacerdote aún novato.

Un adiós triste
El P. Bernabé Deng era un misionero comboniano de la tribu denka, ordenado sacerdote en Milán por el cardenal Montini (después papa Pablo VI) en 1962.
“Te dejamos como a una oveja entre lobos – le dijeron los misioneros al subir a los camiones militares que los iban a llevar al aeropuerto -, pero no te desanimes, el Señor nunca te abandonará. Permanece siempre unido al obispo, monseñor Ireneo; él te guiará”.
“En estos dos años ya me he fogueado; ahora no me falta más que continuar”, aseguró el P. Bernabé. Como buen denka que era no le faltaba el valor desde luego. Los hombres de su tribu estaban habituados a enfrentarse al león con la lanza, peleando cuerpo a cuerpo.

Fugitivo
El P. Bernabé llevaba ya quince días por el pantano para escapar de los soldados. Estaba cansado, hambriento, y de vez en cuando le atacaba el paludismo. Durante la noche iba de una cabaña a otra para pedir un poco de comida que le daba la gente, a pesar de carecer de todo por culpa de los soldados.
Sus parientes y amigos habían huido a Uganda, donde también él iría lo antes posible. Su misión, Awil, había sido transformada en prisión militar; la iglesia, profanada y los enseres sagrados, robados.
La tragedia comenzó una mañana cuando un guardia quiso matar a una mujer acusada de haber dado de comer a unos guerrilleros.
- No pueden matar a esta mujer, no ha hecho nada malo – intervino el P. Bernabé.
Por toda respuesta el soldado golpeó villanamente a la infeliz. El padre no pudo contenerse, sintió de repente que la sangre hervía en sus venas y se lanzó contra el árabe dándole un puñetazo en la barbilla.
Los gritos del soldado atrajeron a otros, y el padre tuvo que batirse en retirada desapareciendo entre los árboles del bosque.
La “caza” cesó cuando un tiro de fusil procedente de un matorral hirió en la pierna a uno de los soldados que lo acosaban.

Hay que marcharse
Mientras tanto, monseñor Ireneo Dud se afanaba por obtener de las autoridades un salvoconducto para su misionero. Fueron amables al decir que el padre podía ir a ver a su obispo cuando quisiera, que nadie le tocaría un pelo. La noticia corrió por el pantano y, unos días más tarde, vieron que el misionero, flaco y extenuado, entraba en casa del obispo en Wau.
- Ya no quedamos más que tres sacerdotes- le dijo el obispo en cuanto lo vio -, pero es mejor que tú te vayas. Te enviaré a Jartum y allí podrás estar tranquilo y descansar un poco.
- Gracias, me marcharé mañana en el avión, puesto que usted me lo ordena, pero esta tarde quisiera ir a visitar a algunos enfermos que están en una aldea cercana al pantano. No han podido huir con los demás y necesitan un poco de aliento… ahora que yo me voy a ir.

El martirio
Los días pasaban lentos y terribles para el corazón de monseñor Ireneo Dud. ¿Dónde había ido a para el P. Bernabé? Nadie sabía nada de él. Sólo al cabo de una semana las autoridades militares informaron al obispo que el P. Bernabé había muerto “en un accidente”. Pidió ver el cadáver, pero no accedieron a su demanda.
Unos cristianos valientes se internaron por la sabana que rodeaba el cuartel y quedaron horrorizados al dar con el cuerpo de su misionero.
En su cara se veían aún las señales de las torturas sufridas y el pecho estaba destrozado por una descarga de ametralladora.
Ante la evidencia de los hechos, los soldados se limitaron a declarar: “Ha sido por un error; lo confundimos con otro”. Era el 23 de agosto de 1965.
Luego un comerciante dijo que unos días antes, andando el misioneros por los alrededores de la misión de Wau, fue capturado por los soldados. Lo llevaron al patio del cuartel y después de asesinarlo lo arrojaron a la carretera.
Un mes antes otro sacerdote sudanés, el P. Arcángel Alí, del clero diocesano, había muerto del mismo modo en la misión de Rumbek.
De esta manera la joven Iglesia de Sudán fortalecía sus raíces con la sangre de los mártires.

Wau (Sudan) 2 de agosto de 1965 - años 29