Realizó su vocación a costa de lágrimas muy amargas. Amó la poesia y a los leprosos. Su madre lo siguió hasta Roma para detenerlo
Varazze (SV - Italia)
Rungu (R.D.Congo)
Nacido en Varazze (Savona), Italia, el P. Lorenzo era hijo de Juan, capitán de marina, y de Maria Patrone. Su madre lo sorprendía muchas veces meditando en el muelle con los ojos fijos más allá del horizonte.
-¡Vente a casa, Lorencito! ¡El mar te da vértigos!
No eran vértigos. Era un ansia de surcar aquellas aguas y de explorar las tierras y los pueblos que habitaban al otro lado.
El sueño de surcar los mares pronto se transformó en un deseo muy determinado: ir a aquellos pueblos extranjeros para predicarles el Evangelio como había leído en las biografías de los grandes misioneros.
Ya no tengo lágrimas
Después de haber hecho sus estudios primarios y secundarios y el primero de teología en el seminario de Savona, el P. Lorenzo llamó a la puerta de los misioneros combonianos. El Señor empezó en seguida a hacerle saborear la amargura de la cruz. Primero con su lucha terrible por la oposición de su padre, que no "toleraba" de ningún modo un hijo misionero. Luego, su muerte, un año después de su entrada en la congregación. Lorenzo fue a su casa a consolar a su madre, le dijo que la quería muchisimo, que la llevaba siempre en el corazón y... partió de nuevo.
En 1943 su único hermano pereció trágicamente en el mar al hundirse el acorazado Roma, junto a la isla de la Magdalena, por obra de los alemanes.
Su madre quedó así completamente sola y además enferma. Lorenzo, que era sacerdote desde hacia tres años, acudió a Savona con el corazón destrozado.
-Lorenzo, ahora solo me quedas tu.
-Madre... el Señor... -pero no logró decir nada más y se volvió al instituto comboniano.
-El P. Lorenzo parece otro hombre: el dolor ha transformado su rostro dándole un aire duro -comentó en esa ocasión un compañero.
Quiero llamarme Teofano
El P. Lorenzo se reía rara vez: un aire de melancolía daba a su rostro un atractivo irresistible.
" ¡Quién sabe qué estará tramando!" -decían sus compañeros.
El día de su profesión quiso llamarse Teófano. "Siempre me ha gustado Teófano Vénard, explicaba, porque es un mártir que para ir a su misión tuvo que dejar a personas que quería mucho..."
Ordenado sacerdote en Verona, el 9 de junio de 1940, fue destinado corno profesor en los seminarios misioneros de Crema, Brescia y Trento. Era muy hábil y sabia hacerse comprender de todos. Daba lecciones complementarias a los que tenían particulares dificultades. Era algo riguroso para dar las notas, pero en los exámenes públicos sus alumnos llamaban la atención.
Uno de ellos, que en el primer examen había obtenido dos bajo cero, pasào en los exámenes públicos con ocho, y, desde entonces, no tuvo ya ninguna dificultad.
Cuando los alumnos estaban cansados, el P. Lorenzo decía: " ¡Atención!, voy a leer una poesía mía." Los temas de esas obras siempre eran tristes o patéticos: la muerte de su hermano, su madre, el mar, el silencio de las selvas, la blancura de la nieve...
Durante sus años de profesor obtuvo el titulo de maestro. Su tesis verso sobre el arte de los azande, pueblo maravilloso del Africa central... Pueblo que unos años más tarde seria el suyo.
De allí no me echarán
En 1955 marchó a África. En su interior se desencadenó una lucha tremenda porque su madre no quería darle el permiso de partir, ni su bendición. "El párroco me llevo a casa, hablo a mi madre que tuvo un desvanecimiento y repetía llorando que se moriría cuando yo me fuera..." El P. Lorenzo escapo con las lagrimas en los ojos, y su madre lo siguió hasta Roma para hacer un intento supremo por retenerlo. Cuando llego, el avión en que viajaba su hijo acababa de salir unos minutos antes.
Al llegar a su destino escribió: "EI viaje en avión me causó la impresión de una mano poderosa, divina, que me levantaba y colocaba en una tierra que ya conocía. La moral esta muy alta. Estoy contento y gozo de una serenidad que nunca me hubiera imaginado."
Desde Mupoi, en Sudan meridiana!, escribió a sus antiguos compañeros del seminario de Varazze:
"Mupoi, 14 febrero 1955... Despegué de Roma el domingo 16 de enero, a las veinte treinta, y llegué a Jartum, capital de Sudan, la mañana del 17. A las nueve de ese mismo día ya estaba embarcado en el barca «Fatima» que, piloteado por un Hermano comboniano, estaba a punto de levar anclas para dirigirse al sur. En algunos puntos el Nilo parece un mar por la majestad de su curso; en otros parece un canal veneciano en cuyas orillas la naturaleza primitiva y silvestre asombra por su belleza.
Me hubiera gustado seguir por el Nilo, aunque fuese ocho días más, pero siendo ya el calado difícil, o mejor dicho imposible, tuvimos que atracar en Messher-el-rek la tarde del 24 de enero. De allí un Chevrolet de seis cilindros (son los vehículos que resisten estos viajes y estos caminos) empezó su marcha que iba a cruzar unos 200 kilómetros llevando a seis personas a través de pantanos, entre la sabana y la selva. Jirafas, antílopes, gacelas y avestruces fueron nuestra distracción entre interminables y desagradables sacudidas. A las cinco horas de camino llegamos a Wau, centro del Bahr el Ghazal.
El calar de estas comarcas, en una llanura abierta y pantanosa, es sofocante; el termómetro marcaba, en pleno mes de enero, en mi habitación de 33 a 37 grados. Nos quedamos aquí basta el 29 de enero en que pusieron a nuestra disposición otro Chevrolet para proseguir nuestro viaje. La distancia era de 300 kilómetros y la meta la vertiente del Nilo y el Congo.
El día 30, que era domingo, celebré a las seis de la mañana en la iglesia repleta de fieles: todos negros, atentos y recitando al unísono una oración ininteligible para mi. Realmente me resultó muy atractivo y recogido el sacrificio que por primera vez ofrecía a Dios en la iglesia de una auténtica misión. Vi ante mi a la persona que más quiero, mi madre, y a otras a las que me siento unido con el pensamiento y el recuerdo, y rogué por ellas. Un nativo, que durante mi misa había salido con el fusil para procurarnos una suculenta comida, volvió pronto con unas gallinas. Así afrontamos el resto del viaje en buenas condiciones físicas.
Después de tres horas entrábamos en la hermosa avenida de nuestra misión de Mupoi. Nunca había imaginado un lugar tan atractivo: a 1.000 metros de altura, con una flora exuberante, un clima muy soportable, una fauna de especies variadísimas y, sobre lodo, un campo de trabajo muy prometedor.
En un solo año, desde junio de 1953 hasta junio de 1954, fueron administrados 2.600 bautismos a adultos y 614 a niños. Tenemos ocho hospitales, seis orfelinatos, tres leproserías y las consultas médicas y farmacéuticas fueron 86.000. Se edita también una revista mensual con el titulo «Ruru gene» (Camino recto) con una tirada de 2.650 ejemplares.
Una observación sencilla y elocuente: los protestantes son 5.800 y los musulmanes 450. Otras actividades esperan la posibilidad de realización. Precisamente en estos días se acaban de cocer 200.000 ladrillos. Edificios que se añaden a las 76 escuelas elementales, profesionales y de magisterio con 3.000 alumnos, y a las escuelas catequéticas que son 242 y cuentan con 7.000 alumnos."
El P. Lorenzo fue gustosamente a desempeñar su ministerio entre los leprosos de Ezo; después de unos días de misión escribía: "Vivo saboreando día a día la alegría de mi vocación." Es emocionante la carta en que cuenta su primer encuentro con los enfermos:
"Tuve mi primer encuentro con los leprosos el domingo 8 de mayo, en una mañana espléndida. Eran 90 entre hombres y mujeres, jóvenes de ambos sexos... personas, en gran parte, en una edad que les da el aspecto de tener grandes energías físicas, aunque la lepra ya empezaba a desfigurarlas.
Ya había tenido un encuentro con los desheredados de la sociedad el día de Pascua, cuando monseñor Ferrara distribuía la sagrada comunión. Entre los numerosísimos alumnos y alumnas de nuestra escuela de Mupoi se acercaron a la mesa de Jesús algunos leprosos.
Después de recorrer 80 kilómetros llegué a Ezo bajo la impresión de aquella mañana de Pascua. Mi compañero, que trataba familiarmente con los leprosos, fue reconocido en cuanto nos volvimos a la izquierda, en torno a la escultura de madera, hecha por sugerencia de los ingleses y que representa en la entrada de la leprosería a un «desheredado de la sociedad» con los brazos en alto y una mano apretando la otra muñeca para mostrar a los viandantes los síntomas mas evidentes de la terrible enfermedad.
Vinieron a nuestro encuentro moviendo los brazos y saludándonos con verdadera alegría, diciéndose uno al otro: «Son los padres». Advertí que el rostro de algunos no podía expresar alegría y emoción, pues la enfermedad les había fijado una expresión dura y severa, la «facies leonina» (así llamada porque los labios y la nariz, hinchados terriblemente, recuerdan los del león).
Cuando bajamos entre ellos, se me acercó una anciana ajada más que por los años por toda una red de arrugas.
Un grupo de niños me salió al encuentro. Examiné con mis ojos todo su cuerpo: no había nada que revelase la enfermedad, todo era normal…, excepto lo que en todas las partes del mundo, y yo diria que especialmente en Africa, caracteriza al niño: su vivacidad y espontaneidad.
Aquella mañana de domingo, sintiéndonos sobre todo misioneros, emprendimos de nuevo nuestro viaje que iba a durar hasta las cinco de la tarde. De nada nos sirvió recorrer la carretera que Inglaterra y Francia pusieron corno limite entre Sudan y Africa Ecuatorial Francesa, trazada sobre el dorso de la inmensa vertiente y abierta en el seno de imponentes boscajes y selvas. No nos interesaron los parajes de valles adornados con millones de ramas de palma «deleb», no nos extasiaron visiones lejanas de montanas, escenarios ciclópeos difíciles de imaginar. Cuerpos humanos destruidos, seres separados de otros, movimientos lentos sobre canillas óseas o hinchadas hasta dar una medida mayor que el tronco, miradas tristes, voz rauca de sollozo... y muchas manchas.
Recordando toda esa masa oscura y entristecedora, pensé largamente en mi primer encuentro con los leprosos confiando en que me daría a mi mismo totalmente por ellos."
El día mas triste
Los acontecimientos que agitaron a Sudan a partir de 1955 fueron interpretados por el P. Lorenzo a la luz de la fe. Escribía al abad del convento de Tre Fontane de Roma:
"Me parece que este trastorno lo ha permitido Dios para sacudir los ánimos de nuestros cristianos que, al sufrir, rezan.
No creen en nosotros los misioneros por lo que decimos, sino por lo que hacemos. Los negros nos quieren, pero es preciso que crean más y estén más convencidos de la verdad de nuestra santa fe.
Quisiera gritar a todos mi contento y alegría -que cada día es más completa y rebosante-, después de haber dejado a mi madre, la única persona querida que me queda en Italia. ¡Como recompensa el Señor!"
En 1963 el P. Lorenzo fue expulsado de Sudan junto con los demás misioneros y ese día fue el más triste de su vida. Por eso, después de unos meses de permanencia en Italia, pidió ir a Zaire. "Ya veras, madre, corno de allí no me echaran." Y la buena ancianita sonreía y acariciaba los cabellos de su hijo que después de todo se había portado muy bien.
Partió con el primer grupo de combonianos enviados al entonces Congo y después de pocos meses de estancia selló con su sangre el suelo africano recibiendo la garantía de que ya nadie lo arrancaría de su querida tierra adoptiva.
Unos meses después, su madre recibía una larga carta de una religiosa belga. En ella se transparenta la espiritualidad del P. Lorenzo. Por eso la publicamos.
"Salzinnes, 7 mayo 1965.
Queridísima señora Piazza, madre queridísima de nuestro querido P. Lorenzo, el Hermano Mosca le enviará esta carta. Yo no le he escrito porque desconozco sus señas y porque no sé si tendrá a alguien que traduzca el francés. Ahora sé que el Hermano Carlos podrá hacerlo.
Querida señora: el Señor le ha pedido un terrible sacrificio llevándose a su hijo. Yo he tenido la gran suerte de tratarlo de cerca y de trabajar con él durante un año; era un santo sacerdote, un santo misionero, un santo hermano para mi y para todos. Gracias a él y a sus compañeros, los padres Antonio y Evaristo y el Hermano Carlos, nuestra misión de Rungu ha progresado en un año más que antes en muchos. Esos santos misioneros han cambiado realmente el rostro de la misión. El P. Lorenzo, en particular, tenía una influencia enorme en el ambiente de la escuela. Los maestros y las maestras le eran muy adictos y los alumnos tenían gran confianza con él. Muchos le están agradecidos por haber hallado el verdadero camino del amor de Dios y haber conservado su pureza.
Desde que los rebeldes llegaron a Rungu, el 20 de agosto, venía a casa todos los días para tener noticias y animarnos.
El primer día que llegaron los rebeldes vino a verme a la sacristía para decirme: « ¡Sor Maria Bernarda, levantemos el corazón, sursum corda!»
Luego todos, misioneros y Hermanas, huimos al bosque, donde nos sentíamos más seguros.
El 28 de noviembre las cuatro Hermanas nos reunimos con los Padres, de los cuales estabamos antes separadas. El domingo 29 el P. Lorenzo celebró la Misa para nosotras y algunos habitantes de la aldea y comulgamos de su mano. Esa misma noche vino a despertarnos porque teníamos que huir mas lejos. Me parece que desde esa noche presentía su muerte, porque frecuentemente se alejaba de nosotras, se tendía corno para dormir, pero yo veía muy bien que no dormía: estoy segura de que hablaba con Dios y le pedía la fuerza de resistir hasta el final.
El 30 de noviembre, antes de salir del bosque por primera vez, me confesé con él: me hablo de la confianza con palabras tan convincentes que no olvidaré jamas.
El 1 de diciembre tuvimos que rendirnos. Le seguí por el sendero que iba a la misión; le recordé las palabras que me había dirigido sobre la confianza en Dios. Me miro profundamente como sabía hacerlo, sin decir una palabra. Estoy segura de que su sacrificio estaba aceptado.
Un día, cuando estábamos en la misión sometidos a vigilancia, vino a decirme muy emocionado: «Los simba me han separado de mi madre». Había encontrado una fotografía donde estaban ustedes dos, rota en dos partes, justo por la mitad.
Yo fui la ultima que le hablé antes de entrar en nuestra prisión. Su aspecto era sereno, no resignado, sino «ofrecido», sometido a lo que Dios quisiera.
Querida madre, sin duda ha llorado usted al leer esta carta... Yo lloro al escribirla, pero me parece que le gustaría a usted tener algún recuerdo de su querido hijo. Yo le rezo como a un santo, le hablo y le pido consejo: ¡esta tan cerca de nosotros! Estoy segura que también usted lo encuentra muy cercano: la quería mucho y hablaba de usted con gran cariño.
Madre, yo la abrazo con lodo el corazón corno usted podría abrazarlo y le aseguro que no pienso ni una vez en él, querido y santo P. Lorenzo, sin pensar también en usted."
“El P. Lorenzo -escribió su anciano párroco- pensó más en el modo de trabajar por Cristo y por las almas, que en el modo de morir. Pero de hecho, entre las eventualidades de la vida misionera esta también la muerte cruenta, conscientemente aceptada. Por tanto, el misionero que es asesinado es un verdadero mártir en el sentido estricto de la palabra."