El Evangelio de este domingo continúa con las bienaventuranzas del “discurso de la llanura” de San Lucas (Lc 6,17-49). Jesús indica cuál debe ser la conducta de sus discípulos. La esencia de su mensaje es: “Amad a vuestros enemigos”. Se trata de uno de los textos más impactantes del Evangelio, que exige una transformación radical de nuestras reacciones instintivas y de nuestros comportamientos sociales. [...]

Abrir las puertas del corazón

Yo os digo: amad a vuestros enemigos.
Lucas 6,27-38

El Evangelio de este domingo continúa con las bienaventuranzas del “discurso de la llanura” de San Lucas (Lc 6,17-49). Jesús indica cuál debe ser la conducta de sus discípulos. La esencia de su mensaje es: “Amad a vuestros enemigos”. Se trata de uno de los textos más impactantes del Evangelio, que exige una transformación radical de nuestras reacciones instintivas y de nuestros comportamientos sociales.

En el texto, Jesús utiliza hasta dieciséis imperativos. Sin embargo, sus palabras no constituyen una nueva legislación, sino que deben releerse a la luz de las bienaventuranzas. Son palabras de sabiduría divina que nos conducen al mismo corazón de Dios. Jesús, por paradójico que parezca, nos entrega la clave de acceso a las bienaventuranzas.

La historia de la salvación y la existencia cristiana son un camino, un proceso de paso del orden de la justicia (“ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie”: Éxodo 21,24) al orden de la gracia (“Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso”: Lc 6,36). Es un tránsito de la lógica retributiva a la lógica de la gratuidad, un cambio radical que Jesús propone a sus discípulos. San Pablo, en la segunda lectura (1 Corintios 15,45-49), presenta este proceso como el paso del “primer Adán” al “último Adán”, del hombre terreno al hombre celestial.

Las olas del Amor divino

El discurso de Jesús avanza en cuatro olas sucesivas, marcadas por cuatro imperativos cada una. Se trata del Amor de Dios que quiere cubrir toda la tierra, un tsunami divino que nos arrastra a esta aventura.

1. La primera ola está formada por cuatro imperativos dirigidos a los discípulos:
A vosotros que me escucháis, os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os maltratan.
El verbo utilizado aquí para “amar” no es el verbo griego philein (ser amigo, es decir, un amor de amistad, de reciprocidad), sino agapan (amar con un amor totalmente gratuito). Este amor se traduce en hacer el bien, bendecir y orar por la persona que nos considera su enemigo.

2. Sigue una segunda ola con cuatro ejemplos concretos, en segunda persona del singular, para hacer el discurso más directo y comprometedor: ofrecer la otra mejilla al violento, no negar la túnica al ladrón, dar a quien nos pide y no reclamar lo que nos han quitado. No se trata de comportamientos que deban seguirse al pie de la letra ni de renunciar a los propios derechos, sino de no responder al mal con mal y de renunciar a la violencia. Esto exige discernimiento para saber cómo actuar en cada situación en la que sufrimos injusticia. Se trata de vencer el mal con el bien: “No te dejes vencer por el mal, antes bien, vence al mal con el bien” (Romanos 12,14-21).

3. En el centro del discurso de Jesús encontramos la llamada “regla de oro”: “Lo que queráis que los hombres hagan con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos.”
Jesús da cuatro motivaciones: tres negativas y una positiva. Tres negativas: ¿Qué gracia, qué mérito, qué bondad, qué generosidad hay… si amáis a los que os aman? Si hacéis el bien a los que os hacen el bien? Si prestáis esperando recibir algo a cambio? Cualquiera es capaz de hacerlo. Luego, añade una cuarta motivación positiva: “Amad, en cambio, a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio, y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo.”

4. El pasaje concluye con la invitación a “ser misericordiosos, como el Padre es misericordioso”, y nos ofrece otras cuatro recomendaciones para asemejarnos a Dios: dos negativas y dos positivas: No juzguéis y no condenéis. Perdonad y dad.

¿Qué ley rige nuestra vida?

“¿Ojo por ojo, diente por diente?” Esta máxima nos parece bárbara y cruel, y hoy diríamos que nadie se atrevería a aplicarla. ¿Pero será realmente así? Sí, quizá no estrangulemos al otro con nuestras manos, pero con nuestras palabras… podemos arrastrarlo por el fango. O, en nuestra mente, alimentar el deseo de venganza. O despreciarlo con nuestra indiferencia. O incluso, en nuestro corazón, odiarlo y borrarlo de nuestra vida.

En realidad, el corazón humano no ha cambiado: solo se ha refinado. La ley del talión sigue rigiendo muchas de nuestras relaciones, incluso con el riesgo de instrumentalizar a Dios para justificar nuestra violencia. Un ejemplo claro es lo que está ocurriendo ante nuestros ojos en la guerra entre Rusia y Ucrania. Cuánta razón tenía el filósofo y creyente judío Martin Buber cuando afirmaba: “El nombre de Dios es el más ensangrentado de toda la tierra.”

¿Amar al enemigo?

“Bueno, yo no tengo enemigos”, solemos decir. Pero, en realidad, fabricamos enemigos todos los días. Una verdadera cadena de producción. Nuestros oídos escuchan una noticia negativa o nuestros ojos ven una imagen desagradable, la mente la procesa, la imaginación la agranda, el juicio dicta su sentencia y el corazón reacciona en consecuencia. Nos convertimos en jueces despiadados. Y qué difícil es desmontar este mecanismo. Se necesita una vigilancia constante. San Agustín dice: “La ira es una paja, el odio es una viga. Pero alimenta la paja, y se convertirá en una viga.”

Liberar a los prisioneros

En su discurso programático, Jesús afirma que ha sido enviado “a proclamar la liberación a los cautivos, a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor” (Lucas 4,18-19). Son muchas las prisiones que mantienen esclavizada a gran parte de la humanidad, pero ¿no habrá también nuestro corazón llegado a ser una prisión?

Demasiadas veces, en los rincones más oscuros de nuestra alma, hemos encerrado a muchas personas, condenándolas según la ley de “ojo por ojo, diente por diente.” La ocasión del Jubileo es un kairos de gracia, el momento oportuno para abrir de par en par las puertas del corazón.

P. Manuel João Pereira Correia, MCCJ

La novedad cristiana y misionera del perdón al enemigo

1Sam 26,2.7-9.12-13.22-23; Salmo  102; 1Cor  15,45-49; Lc  6,27-38

Reflexiones
¡Un mensaje inaudito, sobrecogedor, más allá de toda lógica! Sin embargo, Jesús nos lo propone  -es más, ¡lo ordena!-  en el Evangelio de hoy: “Amen a sus enemigos... hagan el bien... bendigan... oren por los que los injurian” (v. 27-28). La orden es única  -amar y perdonar al enemigo-  y Jesús la subraya con cuatro verbos sinónimos. Estas órdenes de Jesús en su discurso inaugural no nacen de teorías, son elementos autobiográficos, momentos de su vida: Él ha experimentado el amor y el perdón al enemigo. Por eso nos ha dato ante todo el ejemplo, además de la invitación a imitarlo. Nos basta pensar en Jesús que en la cruz ruega al Padre por quienes lo están crucificando: “Padre, perdónales...” (Lc 23,34). Jesús sigue revelando su autorretrato. Había empezado en el discurso programático de las Bienaventuranzas (Evangelio del domingo pasado), hablando de sí mismo: pobre, perseguido... Hoy Él desarrolla el mismo tema, evidenciándonos hasta qué punto ha amado  -y hay que amar-  a los enemigos.

¿Un mensaje imposible de realizar? Por supuesto, si no existieran el ejemplo de Cristo, la ayuda de su gracia  y el testimonio de cristianos  -más numerosos de lo que se piensa-  que han sido capaces de perdonar y de responder al mal con el bien. Nos encontramos ante una novedad cualitativa del Evangelio, que supera los contenidos de las otras religiones. En efecto, el amor al enemigo y el perdón no se hallan en las culturas de los pueblos; son auténticas novedades misioneras del Evangelio. El gesto de David que perdona la vida del rey Saúl (I lectura) es ciertamente magnánimo, pero se limita a no hacer mal al enemigo. Jesús nos invita a ir más allá: amen... hagan el bien a los que los odian (v. 27). Hay que subrayar la razón que mueve a David a cumplir su gesto de clemencia: respetar al “ungido del Señor” (v. 9.23). Toda persona es imagen de Dios, aunque afeada. Por tanto, ¡hay que respetarla!

El mensaje de Jesús sobre el amor y el perdón al enemigo revela el rostro auténtico de Dios: “Sean misericordiosos (compasivos), como su Padre es misericordioso” (v. 36). Hay que leer estas palabras paralelamente a las de Mateo: “Sean perfectos, como el Padre...” (Mt 5,48). Pero con una diferencia y una novedad importantes: Mateo se dirige a un público judío-cristiano con experiencia de la ley y de su cumplimiento ‘perfecto’. Lucas, en cambio, habla a personas procedentes del mundo pagano y escoge el término ‘misericordia’ para designar el rostro de Dios: Padre “rico en misericordia” (Ef 2,4).

Jesús ha optado por un rechazo total, enérgico, a la violencia. ¡De todo tipo! Venga de donde viniere. Él enseña a resolver los conflictos con métodos pacíficos, no-violentos: los métodos de Dios, amante de la vida y de la paz. Jesús no nos ordena sentir ‘simpatía’ por el que nos hace mal, ni tampoco ‘olvidar’: dos actitudes psicológicas y emocionales que no dependen de un acto de voluntad. Su mensaje va más allá. Recomienda el diálogo en diferentes instancias y no excluye tampoco legítimas sanciones (Mt 18,15-17). Indica sobre todo caminos nuevos, tales como el perdón y la oración: “oren por los que los injurian” (v. 28-30).

Con la oración el hombre entra en el mundo de Dios, sintoniza con la manera de pensar y de actuar de Dios; comprende que el Padre misericordioso no rechaza nunca a nadie y perdona a todos, siempre. “Perdonar” quiere decir “hiper-donar”, donar más, dar en exceso: algo propio de Dios y del que vive como Él. El hombre aprende de Dios a perdonar y recibe de Él la fuerza para hacerlo. Amar y perdonar al enemigo serían valores inviables, si estuviéramos abandonados a nosotros mismos. Nos hace falta un suplemento de energía, que solo Dios nos puede dar. Perdonar es un don que purifica el corazón y libera de la agresividad; perdonar es una gracia que Dios otorga al que se la pide; perdonar es posible para el que primeramente ha hecho la experiencia del amor gratuito y universal de Dios. (*)  Da prueba de ello la vida de muchos personajes ligados a la historia misionera.

- Empezando por el primer mártir de la Iglesia: el diácono San Esteban, en Jerusalén, aun bajo una granizada de piedras, oraba de rodillas por sus asesinos (Hch 7,60).

- En los comienzos de la evangelización de Japón, el jesuita S. Pablo Miki, mientras moría crucificado junto con 25 compañeros sobre la colina de Nagasaki (1597), declaró: “Con gusto le perdono al emperador y a todos los responsables de mi muerte, y les ruego que se instruyan en torno al bautismo cristiano”.

- S. Josefina Bakhita, africana nacida en Sudán, vendida cinco veces como esclava, al final de su vida (1947) afirmaba no haber guardado nunca rencor a los que le habían hecho mal.

- La B. Clementina Anuarite, joven religiosa congoleña (24 años), tuvo la fuerza de decirle al jefe de los rebeldes ‘simba’ que la estaba matando (Isiro, 1964): “Yo te perdono”.

- La B. Leonela Sgorbati, italiana de 66 años, misionera de la Consolata en Somalia, herida mortalmente (2006) mientras iba a trabajar en el hospital, repitió tres veces: “Yo perdono, perdono, perdono”.

- Todos recordamos el gesto de perdón de S. Juan Pablo II hacia su agresor, Alí Agcá (1981).

Estos testigos  -y muchos otros menos conocidos-  han descubierto la cumbre de las Bienaventuranzas: ¡la fuerza, el gozo de perdonar!

Palabra del Papa

(*)  “Dar y perdonar es intentar reproducir en nuestras vidas un pequeño reflejo de la perfección de Dios, que da y perdona sobreabundantemente. Por tal razón, en el evangelio de Lucas escuchamos:  «Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso..., perdonen, y serán perdonados» (6,36-37)... La medida que usemos para comprender y perdonar se aplicará a nosotros para perdonarnos... Jesús no dice: ‘Felices los que planean venganza’, sino que llama felices a aquellos que perdonan y lo hacen «setenta veces siete» (Mt 18,22). Es necesario pensar que todos nosotros somos un ejército de perdonados... Mirar y actuar con misericordia, esto es santidad”.
Papa Francisco
Exhortación apostólica Gaudete et Exsultate (19-3-2018) n. 81-82

P. Romeo Ballan, MCCJ

“Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer”

Comentario a Lc 6, 27-38 

El mejor comentario a este pasaje de Lucas puede ser una famosa frase atribuida a S. Juan de la Cruz: “Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor”. De eso se trata, de sembrar amor para que el amor crezca en nosotros y en el mundo que habitamos.

La Carta a  los Romanos nos ayuda a comprender el alcance de esta enseñanza suprema de Jesús: “A nadie devuelvan mal por mal; procuren hacer el bien a todos. Hagan lo posible, en cuanto de ustedes dependa, por vivir en paz con todos… No se dejen vencer por el mal, venzan el mal con la fuerza del bien” (12, 17-21).

El autor de dicha Carta cita también un  proverbio: “Si tu enemigo tiene hambre, dale comer; si tiene sed, dale de beber” (Prv 25, 21).

No hay que mirar esta enseñanza de Jesús como una “obligación” costosa y casi imposible, casi como si Jesús quisiera hacernos la vida difícil. No. Lo que Jesús quiere es mostrarnos el camino de la verdadera felicidad, ensanchando el corazón, siendo creativos y rompiendo la cadena del mal. Si a un ojo golpeado, respondemos con el golpeo de otro ojo, quedaremos satisfechos por la venganza conseguida, pero no quedaremos mejor sino pero, incrementando el mal, en vez de superarlo. Sin embargo, si uno tiene la valentía y la fe para perdonar y mirar adelante, en vez de revolverse en el pasado, está creando algo nuevo, está dándose la oportunidad de que la misericordia se imponga y el amor triunfe, para alegría propia y ajena.

Frecuentemente nosotros nos enzarzamos en una serie de reacciones en cadena: Me insultó, yo le insulto a mi vez; me trató con desdén, yo le contesto con la misma moneda; me hirió, yo trato de hacerle una herida más dolorosa; me gritó, yo alzo más la voz….

Sin embargo si uno tiene el coraje de olvidar la ofensa, confía en el amor gratuito de su Señor y, fiado en su palabra, mira adelante, su corazón se serena y se hace capaz de crear algo nuevo, algo mejor.

“Así como Dios es misericordioso, los que nos llamamos seguidores de Cristo debemos actuar con misericordia hacia los que nos rodean. Este es el corazón de la vida cristiana: darnos a nosotros mismos para que los demás mejoren. El mundo no vive así y el reino de Satanás no practica la misericordia. Pero los que pertenecen al reino de Dios se esfuerzan por vivir de acuerdo con la enseñanza de Cristo: Os doy un mandamiento nuevo: Amaos los unos a los otros” (Jn 13,34)”. (Comentario bíblico internacional).

Naturalmente sólo el Espíritu de Dios puede hacernos comprender bien esta enseñanza sublime. Tampoco se trata de vivir eso en plenitud desde el principio. Se trata más bien de un camino que se emprende, un estilo que se adopta, una meta que se acepta y que marca nuestra vida. Cada día, cada herida, cada avance… es un paso hacia esa madurez del amor cristiano.
P. Antonio Villarino, comboniano, MCCJ

Lucas 6,27-38
José A. Pagola

SIN ESPERAR NADA

¿Por qué tanta gente vive secretamente insatisfecha? ¿Por qué tantos hombres y mujeres encuentran la vida monótona, trivial, insípida? ¿Por qué se aburren en medio de su bienestar? ¿Qué les falta para encontrar de nuevo la alegría de vivir?

Quizás, la existencia de muchos cambiaría y adquiriría otro color y otra vida sencillamente si aprendieran a amar gratis a alguien. Lo quiera o no, el ser humano está llamado a amar desinteresadamente; y, si no lo hace, en su vida se abre un vacío que nada ni nadie puede llenar. No es una ingenuidad escuchar las palabras de Jesús: «Haced el bien… sin esperar nada». Puede ser el secreto de la vida. Lo que puede devolvernos la alegría de vivir.

Es fácil terminar sin amar a nadie de manera verdaderamente gratuita. No hago daño a nadie. No me meto en los problemas de los demás. Respeto los derechos de los otros. Vivo mi vida. Ya tengo bastante con preocuparme de mí y de mis cosas.

Pero eso, ¿es vida? ¿Vivir despreocupado de todos, reducido a mi trabajo, mi profesión o mi oficio, impermeable a los problemas de los demás, ajeno a los sufrimientos de la gente, me encierro en mi «campana de cristal”?

Vivimos en una sociedad en donde es difícil aprender a amar gratuitamente. Casi siempre preguntamos: ¿Para qué sirve? ¿Es útil? ¿Qué gano con esto? Todo lo calculamos y lo medimos. Nos hemos hecho a la idea de que todo se obtiene «comprando»: alimentos, vestido, vivienda, transporte, diversión…. Y así corremos el riesgo de convertir todas nuestras relaciones en puro intercambio de servicios.

Pero, el amor, la amistad, la acogida, la solidaridad, la cercanía, la confianza, la lucha por el débil, la esperanza, la alegría interior… no se obtienen con dinero. Son algo gratuito, que se ofrece sin esperar nada a cambio, si no es el crecimiento y la vida del otro.

Los primeros cristianos, al hablar del amor utilizaban la palabra ágape, precisamente para subrayar más esta dimensión de gratuidad, en contraposición al amor entendido sólo como eros y que tenía para muchos una resonancia de interés y egoísmo.

Entre nosotros hay personas que sólo pueden recibir un amor gratuito, pues apenas tienen nada que poder devolver a quien se les quiera acercar. Personas solas, maltratadas por la vida, incomprendidas por casi todos, empobrecidas por la sociedad, sin apenas salida en la vida.

Aquel gran profeta que fue Hélder Câmara nos recuerda la invitación de Jesús con estas palabras: «Para liberarte de ti mismo lanza un puente más allá del abismo que tu egoísmo ha creado. Intenta ver más allá de ti mismo. Intenta escuchar a algún otro, y, sobre todo, prueba a esforzarte por amar en vez de amarte a ti solo».

NADA HAY MAS IMPORTANTE

Para muchas personas, el perdón es una palabra sin apenas contenido real. La consideran un valor con el que se identifican interiormente, pero nunca han pedido perdón ni lo han concedido. No han tenido ocasión de experimentar personalmente la dificultad que encierra ni tampoco la riqueza que entraña el acto de perdonar.

Sin embargo, el clima social que se ha generado entre nosotros, con enfrentamientos callejeros, insultos, amenazas y agresiones, al mismo tiempo que abre heridas y despierta sentimientos de odio y rechazo mutuo, está exigiendo, a mi juicio, un planteamiento realista del perdón.

Las posturas ante el perdón son diferentes. Muchos lo rechazan como algo inoportuno e inútil. En algunos sectores se escucha que hay que «endurecer» la dinámica de la lucha, «hacer sufrir» a todos, «presionar» con violencia a la sociedad entera; desde esta perspectiva, el perdón sólo sirve para «debilitar» o «frenar» la lucha; hay que llamar al pueblo a todo menos al perdón. En otros sectores, se dice que es necesario «mano dura», «cortar por lo sano», «devolver con la misma moneda»; el perdón sería, entonces, un «estorbo» para actuar con eficacia.

Otros lo consideran, más bien, como una actitud sublime y hasta heroica, que está bien reconocer, pero que en estos momentos es mejor dejar a un lado como algo imposible. Ya hablaremos de perdón, amnistía y reconciliación cuando se den las condiciones adecuadas. Por ahora es más realista y práctico alimentar la agresividad y el odio mutuo.

Hay, además, quienes se erigen en jueces supremos que dictaminan lo que se podría tal vez perdonar y lo que resulta «imperdonable». Ellos son los que deciden cuándo, cómo y en qué circunstancias se puede conceder el perdón. Por otra parte, si se perdona, será para recordar siempre al otro que ha sido perdonado; el perdón se convierte así en lo que el filósofo francés, Olivier Abel, llama «eternización del resentimiento».

Sé que no es fácil hablar del perdón en una situación como la nuestra. ¿Cómo perdonar a quien no se considera culpable ni se arrepiente de nada?, ¿a quién perdonar cuando uno se siente herido por un colectivo?, ¿qué significa perdonar cuando, al mismo tiempo, es necesario exigir en justicia la sanción que restaure el orden social? Cuestiones graves todas ellas, que muestran el carácter complejo del perdón cuando se plantea con rigor y realismo.

Sin embargo, hay algo que para mí está claro. Nada hay más importante que ser humano. Y estoy convencido de que el hombre es más humano cuando perdona que cuando odia. Es más sano y noble cuando cultiva el respeto a la dignidad del otro que cuando alimenta en su corazón el rencor y el ánimo de venganza.

Entre nosotros se está olvidando que lo primero es ser humanos. Inmenso error. Un pueblo camina hacia su decadencia cuando las ideologías y los objetivos políticos son usados contra el hombre. Mientras tanto, el mensaje de Jesús sigue siendo un reto: «Haced el bien a los que os odian.»

¿QUÉ ES PERDONAR?

El mensaje de Jesús es claro y rotundo: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian».

¿Qué podemos hacer con estas palabras?, ¿suprimirlas del Evangelio?, ¿tacharlas como algo absurdo e imposible?, ¿dar rienda suelta a nuestra irritación? Tal vez, hemos de empezar por conocer mejor el proceso del perdón.

Es importante, en primer lugar, entender y aceptar los sentimientos de cólera, rebelión o agresividad que nacen en nosotros. Es normal. Estamos heridos. Para no hacernos todavía más daño, necesitamos recuperar en lo posible la paz y la fuerza interior que nos ayuden a reaccionar de manera sana.

La primera decisión del que perdona es no vengarse. No es fácil. La venganza es la respuesta casi instintiva que nos nace de dentro cuando nos han herido o humillado. Buscamos compensar nuestro sufrimiento haciendo sufrir al que nos ha hecho daño. Para perdonar es importante no gastar energías en imaginar nuestra revancha. Es decisivo, sobre todo, no alimentar nuestro resentimiento. No permitir que la hostilidad y el odio se instalen para siempre en nuestro corazón. Tenemos derecho a que se nos haga justicia; el que perdona no renuncia a sus derechos. Lo importante es irnos curando del daño que nos han hecho.

Perdonar puede exigir tiempo. El perdón no consiste en un acto de la voluntad que lo arregla rápidamente todo. Por lo general, el perdón es el final de un proceso en el que intervienen también la sensibilidad, la comprensión, la lucidez y, en el caso del creyente, la fe en un Dios de cuyo perdón vivimos todos. Para perdonar es necesario a veces compartir con alguien nuestros sentimientos, recuerdos y reacciones. Perdonar no quiere decir olvidar el daño que nos han hecho, pero sí recordarlo de otra manera menos dañosa para el ofensor y para uno mismo.

El que llega a perdonar se vuelve a sentir mejor. Es capaz de desear el bien a todos incluso a quienes lo habían herido. Quien va entendiendo así el perdón, comprende que el mensaje de Jesús, lejos de ser algo imposible e irritante, es el camino más acertado para ir curando las relaciones humanas, siempre amenazadas por nuestras injusticias y conflictos.
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