Navidad 2024
Queridas amigas y queridos amigos,
para mi reflexión y los deseos de Navidad, quisiera tomar como inspiración una reflexión navideña de mi ilustre compatriota San Antonio de Lisboa, que los sabios de Padua adoptaron, amaron y honraron. En uno de sus Sermones de Navidad, el Santo afirma:
“El Ángel dijo a los pastores: Os anuncio una gran alegría. Hoy os ha nacido un Salvador. Esto concuerda con lo que se dice en el Génesis: Ha nacido Isaac. Y Sara dijo: Dios me ha dado motivo para reír, y quien lo sepa reirá conmigo. Sara se interpreta como princesa o carbón. Es figura de la Virgen gloriosa, princesa y nuestra Reina, inflamada por el Espíritu Santo, como si fuese un carbón ardiente. Dios la ha hecho hoy motivo de risa, porque de ella ha nacido nuestra risa: 'Os anuncio una gran alegría, porque ha nacido la risa, ha nacido Cristo.' Hoy hemos oído esto del ángel: Quien lo sepa reirá conmigo. Riamos, pues, y alegrémonos junto a la Santísima Virgen, porque Dios nos ha dado la risa, es decir, la causa de nuestra alegría con Él y en Ella: Hoy os ha nacido un Salvador. Si alguien estuviera al borde de la muerte o en una prisión dolorosa y le anunciaran: Aquí está quien te salvará, ¿no reiría, no se alegraría? Ciertamente. Alegrémonos también nosotros con conciencia pura, con caridad sincera, porque hoy nos ha nacido un Salvador.”
La celebración de la Navidad cada año trae consigo una alegría que, lamentablemente, contrasta con el tsunami de injusticias y sufrimientos que parece arrollar cualquier destello de esperanza en un mundo de paz, justicia y fraternidad que todos soñamos. La alegría de esta Navidad de 2024 parece particularmente amenazada por una ola altísima y aterradora de violencia y odio, que penetra de manera arrolladora a través de las pantallas de nuestros televisores y otros medios, que a menudo la amplifican, alimentando nuestros miedos.
En el trágico contexto en el que vivimos, ¿podemos todavía encontrar un motivo para alegrarnos en la fiesta de la Navidad?
Muchos de nosotros piensan que la Navidad es una fiesta para los niños, y todos nosotros, como por arte de magia, en Navidad volvemos a ser niños, al menos por un día, soñando con un mundo diferente: bueno, bello, armonioso, libre de guerras, injusticias y divisiones. ¡Oh, bendita inocencia! Lamentablemente, al día siguiente —el día de San Esteban, el primer mártir— parece encargarse de despertarnos a la dura y cruda realidad. Y para los soñadores más empedernidos, al tercer día llega inevitablemente la noticia de otra matanza de inocentes, realizada por un nuevo “Herodes”, que los despierta brutalmente. Sí, lamentablemente la Navidad era solo un sueño: bello, pero siempre una quimera.
Sin embargo, la Navidad es realmente un sueño, pero no el nuestro: ¡es el sueño de Dios! Cada año, en Navidad, el Ángel del Padre, su Mensajero y Apóstol, se presenta a nosotros como un Niño, pobre entre los pobres, llorando como cualquier otro ser humano, para recordarnos que Dios es fiel a sus promesas.
Es hermoso y reconfortante contemplar al Niño en el pesebre, con los brazos abiertos y una sonrisa en el rostro. Logra arrancarnos una sonrisa, como cualquier niño, por cierto. Cada nacimiento es una sonrisa de esperanza; el de Jesús es la sonrisa de Dios.
Tiene toda la razón el Santo cuando afirma: “Os anuncio una gran alegría, porque ha nacido la risa, ha nacido Cristo” y nos invita a reír: “Riamos, pues, y alegrémonos junto a la Santísima Virgen, porque Dios nos ha dado la risa.”
La risa, sin embargo, no parece gozar de buena fama en la Iglesia, desde los tiempos de los antiguos Padres, nuestros primeros teólogos. “Cristo nunca rió,” afirma San Juan Crisóstomo. Otros confirman que en los evangelios leemos que lloró, pero nunca que haya reído. En este contexto, parecería tener razón Nietzsche, cuando afirma que el cristianismo “ha matado la risa.”
¡Dios, sin embargo, ríe! El Paraíso es la Patria de la Risa y Dios es su autor. Podría decirse que Dios crea para compartir con nosotros la plenitud de su felicidad. Creando el universo, Él le infunde alegría, constatando, hasta en siete ocasiones, que lo que ha creado es bueno y bello. Pensamos que el Espíritu Santo no es solo el Amor entre el Padre y el Hijo, sino también la Alegría del Padre y del Hijo, que Él ha engendrado. ¡La Alegría y la Risa habitan en el seno de la Trinidad!
Qué triste es ver que muchos de nosotros, tanto en la sociedad como en la Iglesia, nos hemos convertido en “observadores permanentes” del mal que reina en el mundo. Parece que para muchos la crítica generalizada se ha convertido en una especie de adrenalina cotidiana.
Tal vez hoy el ángel de la “gran alegría” nos invitaría, como lo hizo en su tiempo con el profeta Isaías: “¡Súbete a un monte alto, tú que anuncias buenas noticias a Sión! ¡Alza tu voz con fuerza, tú que anuncias buenas noticias a Jerusalén! ¡Alza tu voz, no temas; anuncia a las ciudades de Judá: ‘¡Aquí está vuestro Dios!’” (40,9).
He aquí mi deseo para la Navidad y para el Jubileo de la Esperanza: que cada uno de nosotros se convierta en un “observador permanente” del bien en el mundo, capaz de reconocer la infinita y silenciosa cantidad de gestos de amor que alimentan la esperanza y hacen sonreír a Dios.
Estos gestos son las semillas invisibles de bondad, esparcidas por aquella “multitud inmensa que nadie podía contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua”, contemplada por Juan en el Apocalipsis (7,9).
Esta inmensa multitud es similar a pequeños arroyos, o incluso a modestas gotas de agua pura, que juntas confluyen en el gran río que todavía hoy brota del Edén y se divide en cuatro cursos para regar toda la tierra (Génesis 2,10).
¡Feliz Navidad a todos ustedes, con una sonrisa!
P. Manuel João Pereira Correia, mccj