Hoy escuchamos la parte final del discurso de Jesús sobre el pan, después de la multiplicación de los panes. En la primera parte del discurso, Jesús se presentó como el Pan/Palabra bajado del cielo, lo que provocó murmuraciones entre los “judíos”, quienes creían, en cambio, que era la Torá/Ley la Palabra bajada del cielo. En esta segunda parte, Jesús da un paso más, afirmando que no solo su Palabra es pan, sino su misma persona.

Del Pan de la Palabra al Pan Eucarístico

El pan que yo daré es mi carne.
Juan 6,51-58

Hoy escuchamos la parte final del discurso de Jesús sobre el pan, después de la multiplicación de los panes. En la primera parte del discurso, Jesús se presentó como el Pan/Palabra bajado del cielo, lo que provocó murmuraciones entre los “judíos”, quienes creían, en cambio, que era la Torá/Ley la Palabra bajada del cielo. En esta segunda parte, Jesús da un paso más, afirmando que no solo su Palabra es pan, sino su misma persona: “El pan que yo daré es mi carne”. ¡Algo inimaginable! “Entonces los judíos discutían acaloradamente entre ellos: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. ¡Jesús pasa de la figura del maná a la de cordero pascual!

El discurso de Jesús se vuelve realmente duro y escandaloso para los “corazones incircuncisos” (Jeremías 9,26). Lejos de suavizar el tono y mitigar el lenguaje, parece que Jesús lo exacerba. Como marco de esta sección del discurso, encontramos al principio (v.51) y al final (v.58) la afirmación de Jesús: “El que come este pan vivirá para siempre”. Y luego, cuatro veces, en forma positiva y negativa, Él reitera la necesidad de comer su carne y beber su sangre para tener vida: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” / “Si no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes”.

En este punto, Jesús habla de una manera muy física y cruda para no dar lugar a una interpretación simbólica o parabólica. Notamos la insistencia casi enfática en la concreción de las palabras utilizadas: pan/comida/bebida: 7 veces; comer/beber: 11 veces; carne/sangre: 10 veces; vida/vivo/vivir/resucitar: 10 veces. El Pan de la Palabra ahora se convierte en el Pan de la Eucaristía, es decir, el cuerpo y la sangre de Jesús, su humanidad.

Mientras Jesús hablaba del Pan/Palabra, se podía dar una interpretación simbólica, como la Sabiduría de la que se habla en la primera lectura (Proverbios 9,1-6). Pero aquí no se trata solo de una nueva doctrina o sabiduría: “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Y esto desconcierta a sus oyentes. Al añadir el “beber la sangre”, el escándalo es total porque se trataba de algo prohibido, un pecado castigado con la muerte (ver Levítico 17). Naturalmente, sus oyentes no podían entender este discurso, pero los lectores cristianos de San Juan sí podían comprenderlo muy bien. A ellos se dirige el evangelista. Este texto, de hecho, es una catequesis sobre la Eucaristía, quizás introducido en el cuarto evangelio en un segundo momento. Y había razones para insistir en la concreción del cuerpo, carne y sangre, porque hacia finales del primer siglo había corrientes gnósticas que despreciaban el cuerpo y la materia, arriesgándose a vaciar y negar la encarnación. Por eso San Juan se preocupa en insistir en que el Verbo se hizo carne.

Puntos de reflexión

1. La Eucaristía, ¿símbolo o realidad? El evangelio de hoy nos invita a reflexionar sobre la Eucaristía. El riesgo de una interpretación puramente simbólica de los elementos eucarísticos del pan/carne y del vino/sangre siempre está presente. Dejando de lado el hecho de que varias iglesias protestantes ven la Eucaristía como un acto simbólico, no se puede decir que todos los católicos creen en la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas. Según una encuesta del Pew Research Center de 2019, alrededor del 69% de los católicos estadounidenses cree que el pan y el vino son símbolos, mientras que solo el 31% cree en la presencia real. Por lo tanto, la mayoría está en claro contraste con la fe de la Iglesia. Es de esperar que la fe y la conciencia de comunicar el cuerpo y la sangre de Cristo sea común entre quienes participan regularmente en la Santa Misa. Sin embargo, según el consejo de San Pablo, “Que cada uno se examine a sí mismo, y luego coma del pan y beba del cáliz” (1 Corintios 11,28-29). Cada uno de nosotros mire ese Pan colocado en nuestras manos y renueve su profesión de fe y de amor: “¡Mi Señor y mi Dios!”. Existe el peligro, de hecho, de recibir la comunión por automatismo y con cierta indiferencia, sin el impulso de amor y gratitud.

2. Diálogo entre la vida y la mesa eucarística. “Nuestra vida debe dialogar con esta mesa” (Card. Tolentino). Si mi vida no se siente interpelada por la Eucaristía, hay algo que no encaja. La Eucaristía nos ofrece una visión diferente de la vida y propone una forma diferente de enfrentar la existencia. La Eucaristía es un programa de vida. En particular, debemos preguntarnos si nuestra mesa doméstica está en sintonía con la mesa eucarística, como lugar de comunión, diálogo, acogida, solidaridad…

3. El Pan de la Eucaristía como camino. A menudo hablamos del Pan eucarístico como alimento que nos sostiene en nuestro camino de peregrinos. Sería conveniente verlo también como el mismo Camino que nos lleva al Banquete escatológico del encuentro gozoso y fraterno de toda la humanidad, objeto de nuestra esperanza. Esto implica que nuestros caminos cotidianos no sean dispersos, de alejamiento o de extravío, sino que nos conduzcan a la Eucaristía dominical. ¡Una vida cristiana sin la brújula de la Eucaristía se convierte fácilmente en un vagar sin rumbo y, a la larga, desemboca en un laberinto!

P. Manuel João Pereira Correia, mccj
Verona, agosto de 2024

El banquete de la vida

Comentario a Jn 6, 51-58

Este domingo es el cuarto de los cinco en los que nos detenemos a meditar el capítulo sexto de Juan. A estas alturas ya hemos podido comprobar como Juan usa su “método envolvente” y circular, con el que nos conduce hacia el núcleo de la verdad que nos quiere comunicar. Esta verdad es a la vez muy sencilla y muy profunda: Vivir en comunión con Jesucristo es el camino de la vida plena en todos sus sentidos (la “vida eterna”).

No es Moisés, no es el pan del desierto, no es el dinero, no son las filosofías brillantes las que nos iluminan de una manera clara y segura. Es la comunión vital con Jesucristo la que nos alimenta, nos ayuda a caminar en medio de las dificultades y transforma nuestra vida en una especie de banquete, de fiesta, de vida gozosa, gracias a la Palabra luminosa y al Amor verdadero de Dios hecho carne en Jesús de Nazaret.

Esa verdad no la podían aceptar los fariseos, porque les escandalizaba la humanidad de Jesús de Nazaret, tan concreta, tan frágil, tan poca cosa, pero, al mismo tiempo, tan reveladora de la cercanía del Padre. Los discípulos, por el contrario, acogen esta verdad, hacen experiencia de ella y dan testimonio de lo que han vivido, como lo hace Juan. Juan pone en boca de Jesús siete frases que parecen similares, pero que avanzan como las olas del mar; se repiten, pero avanzan completando la riqueza del significado global. Les invito a releerlas con calma, tratando de identificar cada frase, su similitud y su diferencia.

A mi juicio, son siete maneras distintas de decir el mismo concepto: “comer” (que, como sabemos, quiere decir “creer en”, “entrar en comunión con”) la “carne” (humanidad) de Jesús es “tener vida”; es participar en el banquete sagrado que el Padre tiene preparado para que sus hijos gocen de la vida, como le pasó al hijo pródigo, para quien el Padre organiza una fiesta, a pesar de su gran error.

En todas las culturas, comer juntos, participar en un banquete, es la manera de celebrar la alegría de la vida, la alegría de pertenecer a una familia o a un determinado grupo social. De la misma manera, en la Biblia se habla muchas veces de Dios como el padre de familia que invita a todos sus hijos a un banquete.

A diferencia de Caín, Jesús es el nuevo Abel que reinstaura la comunión con la naturaleza, la humanidad y el Padre. Su palabra, su vida, su persona y la comunidad de discípulos son la expresión viva y garantía de esta nueva armonía y comunión. Su humanidad (su carne) entregada por amor (sangre derramada) es la mediación que Dios nos da para renovar esta comunión, que hace de la vida un banquete, una fiesta, una verdadera vida en plenitud.

El pan compartido es sacramento de esta comunión. Comer este pan (sacramento de la carne de Jesús) y beber el vino (sacramento de su sangre derramada) es aceptar plenamente el banquete del amor al que Dios nos invita, es entrar en sintonía con el Reino del Padre hecho persona en Jesucristo, es hacer de la vida una fiesta de fraternidad y servicio mutuo.

Pero ¡atención! Comer el pan-cuerpo de Jesús no puede ser un rito vacío de vida. Así sería un “maná” más que se pudre y no da vida. Comer el pan-cuerpo de Jesús no es un rito más, no es una formalidad más. Si es eso, pierde todo su sentido. Comer el pan-cuerpo de Jesús en verdad es identificarse con Él, pensar como Él, sentir como Él, actuar como Él, amar como Él, como decía San Pablo: “no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”.
P. Antonio Villarino, MCCJ

Alimentarnos de Jesús
Juan 6, 51-58

José Antonio Pagola

Según el relato de Juan, una vez más los judíos, incapaces de ir más allá de lo físico y material, interrumpen a Jesús, escandalizados por el lenguaje agresivo que emplea: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?». Jesús no retira su afirmación, sino que da a sus palabras un contenido más profundo.

El núcleo de su exposición nos permite adentrarnos en la experiencia que vivían las primeras comunidades cristianas al celebrar la eucaristía. Según Jesús, los discípulos no solo han de creer en él, sino que han de alimentarse y nutrir su vida de su misma persona. La eucaristía es una experiencia central en los seguidores de Jesús.

Las palabras que siguen no hacen sino destacar su carácter fundamental e indispensable: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Si los discípulos no se alimentan de él, podrán hacer y decir muchas cosas, pero no han de olvidar sus palabras: «No tendréis vida en vosotros». Para tener vida dentro de nosotros necesitamos alimentarnos de Jesús, nutrirnos de su aliento vital, interiorizar sus actitudes y sus criterios de vida. Este es el secreto y la fuerza de la eucaristía. Solo lo conocen aquellos que comulgan con él y se alimentan de su pasión por el Padre y de su amor a sus hijos.

El lenguaje de Jesús es de gran fuerza expresiva. A quien sabe alimentarse de él le hace esta promesa: «Ese habita en mí y yo en él». Quien se nutre de la eucaristía experimenta que su relación con Jesús no es algo externo. Jesús no es modelo de vida que imitamos desde fuera. Alimenta nuestra vida desde dentro.

Esta experiencia de «habitar» en Jesús y dejar que Jesús «habite» en nosotros puede transformar de raíz nuestra fe. Ese intercambio mutuo, esta comunión estrecha, difícil de expresar con palabras, constituye la verdadera relación del discípulo con Jesús. Esto es seguirlo sostenidos por su fuerza vital.

La vida que Jesús transmite a sus discípulos en la eucaristía es la que él mismo recibe del Padre, que es Fuente inagotable de vida plena. Una vida que no se extingue con nuestra muerte biológica. Por eso se atreve Jesús a hacer esta promesa a los suyos: «El que coma de este pan vivirá para siempre».

Sin duda, el signo más grave de la crisis de la fe cristiana entre nosotros es el abandono tan generalizado de la eucaristía dominical. Para quien ama a Jesús es doloroso observar cómo la eucaristía va perdiendo su poder de atracción. Pero es más doloroso aún ver que desde la Iglesia asistimos a este hecho sin atrevernos a reaccionar. ¿Por qué?
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