El domingo pasado veíamos a Jesús junto al lago de Galilea conversando con una multitud de personas hambrientas de verdad sobre las cosas del Reino de Dios en un lenguaje cercano e inspirador. Hoy vemos como, terminada su conversación, al atardecer de aquel mismo día, invita a sus discípulos a atravesar el lago e ir “a la otra orilla”. Para mí esta expresión tiene un valor que va mucho más allá del primer significado literal. (...)

Nuestra vida entre dos orillas

¡Pasemos a la otra orilla!
Marcos 4,35-41

El domingo pasado escuchamos dos breves parábolas del cuarto capítulo del Evangelio de Marcos, dedicado a las parábolas de la siembra. Hoy el evangelio nos presenta el episodio de la tempestad calmada que cierra el capítulo. Este relato de san Marcos es de una gran riqueza simbólica que corre el riesgo de escapársenos si lo leemos solo como uno de los muchos milagros obrados por Jesús.

Comencemos con la invitación de Jesús: “¡Pasemos a la otra orilla!” Esta invitación puede ser una clave de lectura de nuestra vida humana y de creyentes. Pasamos de orilla en orilla, hasta alcanzar la orilla eterna. Quisiera señalar tres de estos “pasajes” como estímulo para discernir qué orillas nos esperan hoy.

Jesús dijo a sus discípulos: ¡Pasemos a la otra orilla!”
¡De nuestra orilla a la otra orilla!

El pasaje al que se refiere Jesús, en el evangelio de hoy, es muy preciso. Se trata de dejar la orilla familiar del Israel creyente para ir hacia la orilla de los pueblos paganos. Es el pasaje hacia la misión de la iglesia. Este pasaje nunca ha sido fácil ni sereno. Pasar “a la otra orilla” ha implicado enfrentar un mar de obstáculos, de persecuciones, de prejuicios, de riesgos y de incógnitas.

Un ejemplo emblemático es el caso de Pablo y sus compañeros en misión, invitados a pasar de la orilla oriental hacia Europa: “Durante la noche apareció a Pablo una visión: era un macedonio que lo suplicaba: ¡Ven a Macedonia y ayúdanos! Después de que tuvo esta visión, inmediatamente tratamos de partir para Macedonia, considerando que Dios nos había llamado para anunciarles el Evangelio.” (Hechos 16,9-10).

Sin embargo, la invitación de Jesús es una metáfora de la vida y de nuestra existencia. La vida exige de nosotros una gran elasticidad. No se crece sin pasajes. A veces estos pasajes ocurren naturalmente, sin traumas. Otras veces, son dolorosos y requieren la travesía de un mar tormentoso, en la oscuridad de la noche y con vientos contrarios, arriesgando naufragar. La vida exige de nosotros una gran disponibilidad – mental, psíquica y espiritual – al cambio. A menudo resistimos, preferimos quedarnos “en el aquí” conocido y tranquilo, en lugar de ir hacia un “allá” desconocido e incierto. Pero quien se detiene está perdido o incluso ya está muerto, solemos decir.

La vida no ama el inmovilismo, tanto en la vida natural como en la de la fe. A veces enfrentar el desafío del cambio nos es impuesto por la misma vida: un duelo, una enfermedad, una crisis matrimonial, una relación rota… Se necesita valor para enfrentar ciertas situaciones dramáticas y encontrar un nuevo equilibrio. Otras veces es el mismo Señor quien nos invita a salir de nuestra mediocridad, a ir hacia “el otro”, a acoger al pobre y al extranjero, a abrirnos a la vida, a asumir un nuevo compromiso…

Preguntémonos: ¿cuáles son los pasajes que la vida me está pidiendo y cómo los estoy afrontando? ¿A qué travesías me está invitando el Señor? ¿Estoy intentando eludirlas?

Maestro, ¿no te importa que nos perdamos?”:
¡De la orilla de la duda a la de la confianza!

En los pasajes a menudo nos encontramos enfrentando las tempestades de la vida. Entonces, en medio de la tormenta, nos asalta la duda: ¿pero es realmente cierto que el Señor está conmigo, está con nosotros? Esta ha sido siempre la Gran Tentación: “¿Está el Señor en medio de nosotros o no?” (Éxodo 17,7). Si hay algo que el Señor no soporta es precisamente esto: dudar de su presencia. Porque esto significa dudar de su esencia: Emanuel, Dios con nosotros (ver Salmo 94 y la carta a los Hebreos, cap. 4). Esta tentación puede sobrevenirnos tanto a nivel personal, particularmente en algunos momentos dramáticos de la existencia, como a nivel social y eclesial, en este tiempo nuestro de cambios epocales, es decir, de pensar que ya no hay futuro para esta sociedad o que la barca de la iglesia está por hundirse.

Esta duda nunca nos abandonará definitivamente. Algunos salmos nos confortan porque dan voz y expresión a esta nuestra duda, que tal vez, por vergüenza, habríamos preferido callar: “¡Despierta! ¿Por qué duermes, Señor? ¡Levántate!… ¿Por qué escondes tu rostro?… ¡Levántate, ven en nuestra ayuda!” (Salmo 44). Sí, a menudo tenemos la impresión de que Él se duerme. Tal vez se duerme porque confía en nosotros. Es más, nos confía la continuación de su misión. Este sueño de Cristo, además, es una alusión post-pascual a su muerte y a su “lejanía” después de la resurrección, cuando el huracán de la persecución se abatirá sobre los cristianos, amenazando con hacer naufragar la frágil barca de Pedro. El sueño de Jesús, sin embargo, no es el del profeta Jonás que “bajó al fondo de la nave, se acostó y dormía profundamente” (Jonás 1,5), ajeno a la angustia de sus compañeros de viaje que enfrentaban la tempestad. El sueño de Jesús es el de la confianza del Salmista: “En paz me acuesto y luego me duermo, porque tú solo, Señor, me haces reposar confiado.” (Salmo 4,9). Además, Jesús tiene el corazón del amante: “Yo duermo, pero mi corazón vela” (Cantar de los Cantares 5,2). Él, Jesús, duerme en la popa, es decir, al timón, pero su corazón vela por sus compañeros de viaje.

No nos hagamos ilusiones. Todo nuestro viaje de fe será un permanente pasaje de la duda a la confianza, hasta alcanzar la orilla de la serenidad del abandono filial.

¿Por qué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?”:
¡De la orilla de la incredulidad a la de la fe!

La incredulidad deja a Dios fuera de la barca. Se cuenta solo con las propias fuerzas. A veces ni siquiera contamos con los demás porque “quien hace por sí mismo, hace por tres”, dice el proverbio. Se trata de una lógica prometeica, voluntarista e individualista de la vida. Esto puede sucedernos también a nosotros, los llamados creyentes. Pensamos que navegamos en la barca de Cristo, pero en realidad, nos hemos embarcado en otra barca, la del materialismo o del espíritu mundano, del poder o del bienestar. En la barca de Cristo impera la lógica del riesgo, de dar la vida, mientras que en la barca del mundo predomina la ley del “sálvese quien pueda”.

Preguntémonos, entonces, si estamos en la barca correcta cuando enfrentamos ciertos pasajes o problemas decisivos de nuestra existencia. Una cosa es viajar con Jesús, aunque parezca que duerme, y otra es haberlo olvidado en la orilla. Esta es la tentación de prescindir de la fe cuando enfrentamos los problemas concretos de la vida. Peor aún si hemos domesticado a un Jesús a nuestra medida. A Cristo hay que tomarlo “tal como es”: “Lo tomaron tal como estaba, en la barca”. Y “tal como él es” siempre nos sorprenderá: “¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”.

P. Manuel João Pereira Correia mccj
Verona, junio de 2024

Pasar a la otra orilla

Comentario a Mc 4, 35-41

Superar fronteras
El domingo pasado veíamos a Jesús junto al lago de Galilea conversando con una multitud de personas hambrientas de verdad sobre las cosas del Reino de Dios en un lenguaje cercano e inspirador. Hoy vemos como, terminada su conversación, al atardecer de aquel mismo día, invita a sus discípulos a atravesar el lago e ir “a la otra orilla”. Para mí esta expresión tiene un valor que va mucho más allá del primer significado literal. Sabemos que “en la otra orilla”, habitaban personas de otra cultura y otras prácticas religiosas, con las que Jesús quiere rencontrarse y compartir su cercanía. De hecho, varias veces, en los evangelios Jesús empuja a los discípulos a no permanecer estáticos, a caminar hacia otras aldeas y ciudades, a salir al encuentro de samaritanos, pecadores y paganos.
Esta actitud misionera de Jesús fue asumida por la Iglesia ya desde los primeros tiempos, inmediatamente después de la Resurrección, hasta nuestros días. Pablo fue empujado por el Espíritu a superar la frontera entre Asia y Europa, pasando a Macedonia; Francisco Javier expandió el Evangelio hacia las fronteras de China; Daniel Comboni contribuyó a abrir las fronteras de África a La Iglesia… Y así tantos otros.
También hoy la Iglesia no puede permanecer anclada en lo de siempre. También hoy el Espíritu de Jesús la invita a ir hacia otras orillas, cruzar otras fronteras: para compartir el Evangelio con la humanidad del siglo XXI en los cinco continentes: con los refugiados y emigrantes, con los jóvenes sin futuro, con los ancianos abandonados, con las personas sin un sentido para sus vidas… Todos debemos preguntarnos: ¿Cuál es la orilla hacia la que Jesús me invita a remar? ¿Cuál es la frontera que mi familia, mi parroquia, mi comunidad debería cruzar, para no quedar anclados en un pasado ya superado?

Lanzarse al mar y afrontar la tempestad
Sabemos que el mar en la Biblia representa muchas veces una imagen del mal que hay en el mundo, con sus peligrosos oleajes y tempestades, que pueden destruir nuestra pequeña embarcación personal o la misma Iglesia, muchas veces frágil y temerosa.
De hecho, si uno sale de su pequeño mundo protegido, en el que tiene todo controlado, seguramente va al encuentro de obstáculos y problemas, cuya dificultad no está seguro de poder superar. Cuando uno sale de los muros de la parroquia o de su comunidad (donde nos conocemos y nos protegemos en un ritmo estable de vida y de actividades), puede encontrarse con un mundo hostil, que no acepta nuestro modelo de vida, que se opone o hasta lo ridiculiza. A veces el mundo exterior puede desatar verdaderos vendavales que amenazan con destruir nuestra débil fe o nuestra frágil comunidad.
En esos momentos, los discípulos no actuaron como si nada, no se fingieron súper-héroes, reconocieron su miedo y oraron, como quizá pocas veces lo habían hecho. Era el momento de volverse hacia el Señor y gritar con sinceridad y convicción: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?”.

Aunque no parezca, el Señor va con nosotros
La narración de Marcos nos transmite la experiencia de los miembros de la primera comunidad que, siendo zarandeados por las persecuciones y otras dificultades, dudaron y pasaron miedo, pero al final experimentaron que el Señor estaba con ellos, a pesar de su poca fe.
Para ello es importante que, para cualquier iniciativa misionera que emprendamos, llevemos al Señor “en nuestra barca”. No vayamos en misión sólo con nuestro entusiasmo o nuestro ingenio y creatividad. Si la misión es solo una iniciativa nuestra, cuando llegue la tormenta, nos hundiremos. Pero, si llevamos al Señor con nosotros (en su Palabra, en sus sacramentos, en su Espíritu, en su comunidad), cuando llegue el momento, sentiremos su presencia, podremos gritar, él nos responderá… y llegaremos a la otra orilla de la misión.
P. Antonio Villarino
Misionero comboniano

Una pregunta Fe y amor para relanzar la Misión
Job 38,1.8-11; Salmo 106; 2Corintios 5,14-17; Marcos 4,35-41

Reflexiones
Insistente recorre los 16 capítulos del Evangelio de Marcos, desde el comienzo hasta el final: “¿Quién es Jesús?” En el pasaje del Evangelio de hoy, Marcos pone en los labios de los discípulos la pregunta: “¿Quién es este? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!” (v. 41). Los numerosos milagros de curaciones y la doctrina nueva, enseñada con autoridad por un Maestro tan sorprendente (1,27), confluyen en la profesión de fe en Jesús por parte de dos testigos oculares coincidentes: Pedro y el centurión. En efecto, en la mitad del Evangelio de Marcos, tenemos la solemne afirmación del apóstol Pedro: “Tú eres el Cristo” (8,29); y, al final, el centurión pagano, al pie de la cruz, declara: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (15,39). Esta afirmación queda ratificada inmediatamente con la resurrección (16,6).

El Evangelio de Marcos, aun dentro de su brevedad y concisión, es una respuesta gradual y completa a esa pregunta inicial sobre la identidad de Jesús, con un mensaje global y cautivador. “El catecúmeno en el Evangelio de Marcos - el cristiano de hoy, cada uno de nosotros - está invitado a comprender que Dios está a punto de tomar posesión de su vida y sale a su encuentro con una misteriosa iniciativa, que él está llamado a aceptar” (Carlos M. Martini). Marcos, en su temática evangelizadora, dedica poco espacio a los discursos y a las parábolas de Jesús; prefiere realzar los episodios de su vida y los milagros, que él sabe narrar con vivacidad de imágenes y emociones.

Esto se ve claramente también en el milagro de la tempestad calmada (Evangelio): el fuerte huracán, la barca casi llena de agua, el grito desesperado de los discípulos, Jesús que duerme tranquilamente sobre un almohadón, a popa... Sin embargo, a Jesús le basta una palabra para que cese el viento. Se acaba el miedo de los discípulos, pero quedan “espantados” (v. 41) por haber presenciado una manifestación del Señor. La narración, rica en elementos para la catequesis, culmina en la oración acongojada de los discípulos, que, al final, profesan su fe en Jesús “a quien el viento y las aguas le obedecen” (v. 41). De esta manera, le reconocen el poder divino, propio de Aquel que ha impuesto un límite al mar (I lectura) y ha roto la arrogancia de sus olas (v. 11).

En la cultura de muchos pueblos, el mar (con su fuerza, los cetáceos, tiburones...) se presenta a menudo como antagonista de la divinidad, símbolo de fuerzas negativas, enemigas del hombre. Por el contrario, el Dios de la Biblia es más potente que el mar, al que domina. Por eso, la escena evangélica de hoy constituía un mensaje de consolación para las primeras comunidades cristianas que empezaban a experimentar la persecución y, a la vez, era una invitación a los catecúmenos a poner su confianza en Jesucristo y en su nueva propuesta de vida. Él es siempre Emanuel, Dios con nosotros, aun en medio de las pruebas y borrascas de todo tipo. Incluso cuando duerme - el sueño del cuerpo o el sueño de la muerte - Jesús comparte con nosotros las situaciones de peligro: ha subido y se queda en la barca con los discípulos. Nunca será derrotado: tiene siempre la última palabra de vida. Significativamente, Marcos usa aquí, por dos veces, el verbo griego típico de la resurrección (egheiro), para indicar que Jesús se ha despertado, se puso en pie (v. 38.39); está vivo, presente. Pero, “el Señor no viene a resolver tus dificultades, sino a vivir contigo en las dificultades. Esta es la liberación, el misterio cristiano, el misterio de Dios” (Siervo de Dios don Orestes Benzi).

La narración del milagro de la tempestad calmada es una página de teología bíblica sobre el misterio del dolor en el mundo, que de suyo reclama la presencia providente y todopoderosa de Dios. Frente al dolor, todas las lógicas humanas claudican. La figura de Job (I lectura) es emblemática. La única ancla de salvación es fiarse de Dios y gritarle, a la vez con dureza y confianza, nuestra desesperación, como el salmista, como los discípulos: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” (v. 38). Con la certeza de que - ¡cuándo y cómo Él lo sabe! - Él tiene siempre en reserva la palabra para calmar la tempestad: “¡Silencio, cállate!” 

La experiencia del dolor, el quebranto por la muerte de personas inocentes, la indignación por las violencias e injusticias, nos empujan a elevar la mirada hacia la Cruz, hacia el Corazón traspasado de Jesucristo. El amor de Jesús que hemos recibido y la experiencia de ser salvados por Él nos mueven a amarlo siempre más y hacer que otros lo conozcan, para que todos lo amen. (*) San Pablo (II lectura), usando una expresión fuerte que no es fácil traducir, afirma que “el amor de Cristo nos apremia” (v. 14), nos empuja, nos aprieta, nos domina, nos quebranta el corazón, nos llama a la conversión y a la misión.

Pidamos en la oración que el Señor fortalezca nuestra fe, para que en las tempestades de la vida podamos ver Su presencia fuerte y amable, y demos testimonio de ella con la vida y la palabra.

Palabra del Papa

(*) Especial: Retomamos aquí una buena parte de la meditación del Papa Francisco sobre el Evangelio de hoy (Mc 4,35-41), la tarde del 27 de marzo de 2020, en la plaza de San Pietro, vacía, durante el momento extraordinario de oración en tiempos de pandemia por Covid-19.

«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades… Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino solo juntos.

Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre - es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo -. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40). Tratemos de entenderlo…

La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad… Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos: esa pertenencia de hermanos.

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela, se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”.

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti… Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida…: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo… Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras.

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere… El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual… escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado…

Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que solo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a… permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad… Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza.

Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú nos cuidas” (cfr. 1P 5,7).

P. Romeo Ballan, MCCJ