A Jesús le preocupaba mucho que sus seguidores terminaran un día desalentados al ver que sus esfuerzos por un mundo más humano y dichoso no obtenían el éxito esperado. ¿Olvidarían el reino de Dios? ¿Mantendrían su confianza en el Padre? Lo más importante es que no olviden nunca cómo han de trabajar. Con ejemplos tomados de la experiencia de los campesinos de Galilea les anima a trabajar siempre con realismo, con paciencia y con una confianza grande. No es posible abrir caminos al Reino de Dios de cualquier manera. Se tienen que fijar en cómo trabaja él. (...)

¡Es tiempo de Siembra!

¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios?
Marcos 4, 26-34

Estamos en el cuarto capítulo del evangelio de San Marcos, el capítulo de las parábolas. El evangelista relata tres en este capítulo: la parábola del sembrador, la más desarrollada, y las dos pequeñas parábolas que encontramos en el pasaje del evangelio de hoy. Las tres parábolas tienen como protagonista la semilla y todas tratan tanto de “la Palabra” (9 veces en este capítulo) como del “Reino de Dios” (3 veces).

Aprender de la naturaleza

Las plantas tienen un papel particular en las lecturas de hoy: el cedro y los árboles del bosque (primera lectura, Ezequiel 17,22-24); la palma y el cedro (Salmo 91); el trigo, la mostaza y las plantas del huerto (evangelio). Para hablar del Reino de Dios, el Señor no nos hace grandes y complicados razonamientos, sino que nos invita a observar las realidades simples de la naturaleza y a aprender de ellas. ¡Aprender también del mundo vegetal, porque todo lleva la huella del Creador!

Nosotros, en cambio, estamos demasiado ocupados con cosas “mucho más importantes” y a menudo no tenemos ni ojos ni oídos para ver y oír estas realidades que nos hablan sin cesar. Necesitamos momentos de contemplación para cultivar el espíritu de San Francisco y captar la voz de las criaturas, hasta el punto de tener que decir como él: “¡Cállate, cállate, sé bien lo que quieres decirme!”.

¿De qué habla esta semilla?

El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga. Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha.

¿De qué habla esta semilla? Esta semilla nos habla de HUMILDAD. La humildad de la pequeñez y debilidad; la humildad de ser arrojado a tierra, de desaparecer y morir en el terreno. Un terreno que la semilla no ha elegido, que quizás no es el ideal para germinar. Esta humildad nos asusta. Nosotros, por instinto, deseamos ser el “cedro plantado en lo alto de un monte, imponente, que se convierte en un cedro magnífico”, del que hablaba Ezequiel. ¡Ay, Jesús no quiso ser el cedro imponente, sino un grano de trigo: “Si el grano de trigo, caído en tierra, no muere, queda solo; si en cambio muere, produce mucho fruto.” (Juan 12,24).

¿De qué habla esta semilla? Esta semilla nos habla de PACIENCIA. La paciencia de saber esperar para germinar y crecer, primero el tallo, luego la espiga, luego el grano lleno en la espiga. Esta no es nuestra lógica. A nosotros siempre nos falta tiempo, por lo que queremos tener todo enseguida. ¡Ya no somos capaces de tener paciencia!

¿De qué habla esta semilla? Esta semilla nos habla de CONFIANZA. La confianza en el extraordinario poder que la semilla lleva dentro. La confianza en que ningún obstáculo es insuperable y que incluso es posible romper la roca. Esa semilla, en su pequeñez y debilidad, no se rinde ni se desanima. Y así, de la confianza nace una novedad de vida que nada hacía prever. ¡Desafortunadamente, nosotros calculamos todo y la confianza no entra en nuestros cálculos!

¿Y qué nos dice el grano de mostaza?

¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo? Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra.

¿Qué nos dice el grano de mostaza?

Nos dice que no nos desanimemos por nuestra pequeñez: “No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha placido daros el Reino.” (Lucas 12,32).

Nos dice que cultivemos la paciencia: “Miren al agricultor: espera con constancia el precioso fruto de la tierra hasta que reciba las primeras y las últimas lluvias.” (Santiago 5,7).

Nos dice que crezcamos en confianza: “Si tuvieran fe como un grano de mostaza, podrían decir a este sicómoro: ‘Desarráigate y plántate en el mar’, y les obedecería.” (Lucas 17,6).

¿De qué hablan la semilla y el grano de mostaza?

Nos hablan del Reino, de la presencia humilde de Dios en el mundo, en la historia, en nuestra propia vida.
Nos hablan de la Palabra, que no vuelve a Dios sin haber cumplido su misión (Isaías 55,11).
Nos hablan de la siembra, para decirnos que este nuestro tiempo eclesial ya no es de cosecha. Quizás nos habíamos ilusionado de poder vivir en una época perpetua de frutos, sin cuidar la siembra. La temporada de la cosecha ha terminado y ha llegado “el invierno eclesial”. Hay que volver a sembrar. Hemos vivido de rentas demasiado tiempo y el granero se ha vaciado. Se corre el riesgo de pasar hambre. Hay que remangarse y sembrar.

Nos dicen que sembremos una palabra nueva, que sembremos las semillas del granero del cielo, de las palabras “que salen de la boca de Dios”. Nos dicen que solo la Palabra de Dios “es viva, eficaz y más cortante que cualquier espada de doble filo”, la única capaz de alcanzar las profundidades del corazón humano. (Hebreos 4,12-13). ¿Estaremos dispuestos a escuchar estas voces?

Hoy todos hablamos de crisis en nuestras iglesias. Casi todos ven la necesidad de volver a empezar de nuevo, partir del evangelio y adoptar el estilo de vida de las primeras comunidades. Pero, ¿quién está dispuesto a entregar su vida? Todos esperamos un golpe de ingenio, una propuesta pastoral que renueve el rostro de la iglesia. San Daniel Comboni decía a sus misioneros que estaban llamados a “ser una piedra escondida bajo tierra, que quizás nunca salga a la luz, y que forme parte del cimiento de un nuevo edificio que solo los descendientes verán surgir del suelo”. Si esto era cierto para los misioneros de África del siglo XIX, lo es igualmente para los cristianos del siglo XXI: convertirse en piedras vivas de los cimientos de una nueva “cristiandad”.

Para la reflexión personal durante la semana

¡El cristiano del futuro está llamado a recorrer el camino de la humildad, la paciencia y la confianza!

1. Abundan las piedras ornamentales de fachada. ¿Estoy dispuesto a recorrer el camino de la humildad, para convertirme también en una piedra fundamental de la iglesia del mañana?
2. Todos deseamos un rostro nuevo y más atractivo de la iglesia, pero tal vez esperamos una operación cosmética o un cambio de estructuras. ¿Estoy dispuesto a recorrer el camino de la paciencia, para emprender una verdadera y ardua conversión personal?
3. Todos estamos un poco tentados por el pesimismo catastrófico (“¡No hay nada más que hacer, todo va mal!”) o por el optimismo ingenuo (“¡Bah, todo irá bien!”). Ambos corren el riesgo de paralizarnos. ¿Estoy dispuesto a salir de esta lógica, para emprender el camino evangélico de la confianza, gemela de la esperanza?

Simón Pedro nos dice: “¡Voy a pescar!”, es decir, ¡a sembrar! Que toda la iglesia pueda responder: “¡Vamos también nosotros contigo!” (Juan 21).

P. Manuel João Pereira Correia mccj
Verona, junio de 2024

La semilla brota y crece por sí misma

Comentario a Mc 4, 26-34

En este XI domingo ordinario, leemos una pequeña parte del capítulo cuarto de Marcos, pero yo les invito a leer todo el capítulo, para tener una idea más global de lo que el evangelista nos quiere transmitir. A partir de esa lectura les comparto dos reflexiones:

1) Una multitud junto al lago de Galilea

Como sabemos, Jesús tuvo su sede por algún tiempo en Cafarnaúm, una pequeña ciudad costera del lago de Galilea. Allí su presencia causó gran entusiasmo y la gente se agolpaba para escucharle, porque tenía palabras de una claridad, de una sencillez y de una relevancia que saltaba a la vista y “calentaba el corazón”. Jesús, campesino entre campesinos, pescador entre pescadores, obrero entre obreros, se sentía sus anchas con aquella gente sencilla, sometida a tantos sufrimientos y durezas de la vida, hambrienta de verdad y de sentido, que no encontraba respuestas en unas tradiciones religiosas rutinarias, esclerotizadas y poco relacionadas con la realidad de sus luchas cotidianas. Por el contrario, desde una cercanía afectiva a sus preocupaciones y luchas, así como desde una experiencia de contemplación en el desierto y la montaña, Jesús se explaya en relatos parabólicos, que explicaban el misterio de Dios y de su “Reino” en un lenguaje ligado a las experiencias del campo, del mar y del trabajo cotidiano.

Recuerdo cuando empecé a predicar en la lengua local de mi pueblo natal, cuando en aquel tiempo los sacerdotes hablaban siempre en la lengua oficial, que era la propia de las autoridades y de las instancias oficiales. Algunas personas, emocionadas, me decían: “me parece estar escuchando al abuelo conversando junto al hogar de la cocina”. Es que entonces pasaba algo muy raro: fuera del templo la gente hablaba de sus cosas en su propia lengua, pero, entrando para el culto, a pocos metros de distancia, se cambiaba diccionario y el cura hablaba en una lengua formalizada y rígida, que se alejaba de la vida cotidiana. La verdad del Evangelio, sin embargo, tiene más que ver con la vida de cada día que con los libros. Todos los que tenemos alguna responsabilidad en la transmisión del Evangelio de Jesus (padres, maestros, catequistas, sacerdotes…) debemos fijarnos en este Maestro que habla en parábolas, que expresa la fe en las categorías de la vida ordinaria, sabiendo que nuestra vida espiritual se mide, no por las palabras refinadas que usamos, sino por nuestro estilo de vida concreta, del que las palabras son expresión.

2) El trigo no necesita que tiren de él

Discúlpenme esta obviedad, pero me parece que sirve para entender bien lo que nos dice Jesús en el evangelio de hoy: “la semilla brota y crece… la tierra produce espontáneamente primero el tallo, luego la espiga y el grano”.

Jesús nos dice que el Reino de Dios es como una semilla que Dios siembra en nuestro corazón, en nuestra comunidad, en nuestra familia… y crece por sí solo, en la medida en que la tierra acoge la semilla y está bien cuidada. Para que el trigo produzca fruto no sirve de nada tirar de él hacia arriba, como quien quisiera estirarlo y hacerlo crecer a la fuerza, en contra de su naturaleza. No, el trigo debe crecer por sí mismo, según la fecundidad que Dios mismo le ha dado.

¿No les parece que a veces hay padres que pretenden hacer crecer a sus hijos a la fuerza, como si quisieran jalarlos hacia arriba y hacerles dar un fruto para el que a lo mejor no les ha destinado Dios? ¿No les parece que a veces, en la vida comunitaria o de familia queremos sustituirnos a las personas y obligarlas a ser como a nosotros nos gustaría que fueran? ¿No nos pasa a nosotros mismos que nos empeñamos en parecer todopoderosos, infalibles e inmaculados en un esfuerzo prometeico que nos vuelve amargos, hipercríticos y perenemente negativos?

Me parece que, con la parábola de la semilla que crece por sí sola, Jesús nos invita, no a ser indiferentes, pasivos o perezosos, pero sí serenos y confiados; confiados en la semilla de Verdad y de Amor que Dios ha sembrado en nosotros y alrededor de nosotros. Esa verdad y Amor crecen y dan su fruto de buenas obras por sí mismos. Lo que tenemos que hacer cultivar la tierra y liberarla de espinas y escombros que pueden ahogar la semilla y no permitir que brote y se desarrolle.
P. Antonio Villarino, MCCJ

CON HUMILDAD Y CONFIANZA
Marcos 4,26-24
Homilia del teólogo José Antonio Pagola

A Jesús le preocupaba mucho que sus seguidores terminaran un día desalentados al ver que sus esfuerzos por un mundo más humano y dichoso no obtenían el éxito esperado. ¿Olvidarían el reino de Dios? ¿Mantendrían su confianza en el Padre? Lo más importante es que no olviden nunca cómo han de trabajar. Con ejemplos tomados de la experiencia de los campesinos de Galilea les anima a trabajar siempre con realismo, con paciencia y con una confianza grande. No es posible abrir caminos al Reino de Dios de cualquier manera. Se tienen que fijar en cómo trabaja él.

Lo primero que han de saber es que su tarea es sembrar, no cosechar. No vivirán pendientes de los resultados. No les han de preocupar la eficacia ni el éxito inmediato. Su atención se centrará en sembrar bien el Evangelio. Los colaboradores de Jesús han de ser sembradores. Nada más.

Después de siglos de expansión religiosa y gran poder social, los cristianos hemos de recuperar en la Iglesia el gesto humilde del sembrador. Olvidar la lógica del cosechador, que sale siempre a recoger frutos, y entrar en la lógica paciente del que siembra un futuro mejor.

Los comienzos de toda siembra siempre son humildes. Más todavía si se trata de sembrar el Proyecto de Dios en el ser humano. La fuerza del Evangelio no es nunca algo espectacular o clamoroso. Según Jesús, es como sembrar algo tan pequeño e insignificante como “un grano de mostaza” que germina secretamente en el corazón de las personas.

Por eso, el Evangelio solo se puede sembrar con fe. Es lo que Jesús quiere hacerles ver con sus pequeñas parábolas. El Proyecto de Dios de hacer un mundo más humano lleva dentro una fuerza salvadora y transformadora que ya no depende del sembrador. Cuando la Buena Noticia de ese Dios penetra en una persona o en un grupo humano, allí comienza a crecer algo que a nosotros nos desborda.

En la Iglesia no sabemos cómo actuar en esta situación nueva e inédita, en medio de una sociedad cada vez más indiferente y nihilista. Nadie tiene la receta. Nadie sabe exactamente lo que hay que hacer. Lo que necesitamos es buscar caminos nuevos con la humildad y la confianza de Jesús.

Tarde o temprano, los cristianos sentiremos la necesidad de volver a lo esencial. Descubriremos que solo la fuerza de Jesús puede regenerar la fe en la sociedad descristianizada de nuestros días. Entonces aprenderemos a sembrar con humildad el Evangelio como inicio de una fe renovada, no transmitida por nuestros esfuerzos pastorales, sino engendrada por él.
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