Después del periodo de Cuaresma y Pascua y las festividades de Pentecostés, de la Santísima Trinidad y del Corpus Christi, retomamos ahora los domingos del Tiempo Ordinario, que habíamos interrumpido al inicio de la Cuaresma. Estamos en el décimo domingo. En este año litúrgico del “ciclo B” nos acompaña el evangelio de San Marcos. Retomamos desde el capítulo tercero. (...) [Foto: L’Osservatore Romano]

¿Dónde estás? ¿Fuera o dentro? ¿Perdido o encontrado?

Quien blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás.
Marcos 3,20-35

Después del periodo de Cuaresma y Pascua y las festividades de Pentecostés, de la Santísima Trinidad y del Corpus Christi, retomamos ahora los domingos del Tiempo Ordinario, que habíamos interrumpido al inicio de la Cuaresma. Estamos en el décimo domingo. En este año litúrgico del “ciclo B” nos acompaña el evangelio de San Marcos. Retomamos desde el capítulo tercero.

Jesús, después del arresto de Juan Bautista, había comenzado su ministerio, anunciando la buena nueva del Reino e invitando a la conversión. Recorre toda la región de Galilea, pero establece su morada en Cafarnaún, en la casa de Pedro y Santiago. Su predicación profética, acompañada por los signos/milagros de liberación, suscita el entusiasmo de las multitudes, pero también provoca el recelo y la oposición de las autoridades religiosas y políticas. Jesús es un rabino demasiado libre, no respeta las “reglas”, no observa el sábado, convive con publicanos y pecadores… En resumen, es una amenaza para la élite religiosa y política, por lo que se proponen eliminarlo (Marcos 3,6). Sus familiares se preocupan y desde Nazaret bajan a Cafarnaún “para llevárselo; decían: Está fuera de sí”.

La intervención de los familiares de Jesús sirve de marco al tema central del evangelio de hoy, es decir, la conclusión de la investigación de los escribas enviados desde Jerusalén: “Este está poseído por Beelzebú y expulsa a los demonios por medio del príncipe de los demonios”. Jesús los llama y, con parábolas, trata de abrir sus ojos a la novedad de lo que estaba ocurriendo. Concluye diciendo: “En verdad os digo: todo será perdonado a los hijos de los hombres, los pecados y también todas las blasfemias que digan; pero quien blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás: es culpable de un pecado eterno”. El pasaje concluye con la llegada de sus familiares que, “estando fuera, enviaron a llamarlo”. Y en este momento Jesús anuncia su pertenencia a una nueva familia nacida de la escucha de la Palabra de Dios: “He aquí mi madre y mis hermanos. Porque quien hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, hermana y madre”.

¿Dónde estás?

Acercándonos al pasaje del evangelio comenzando desde la primera lectura y, concretamente, desde la primera pregunta que Dios hace al hombre, después del pecado: “¿Dónde estás?”. Esta pregunta, aparentemente inútil porque Dios sabe bien dónde me encuentro, es una pregunta clave, fundamental para tomar conciencia de nuestra realidad existencial. Es una pregunta que Dios hace a cada hombre y mujer de todos los tiempos.

Generalmente, evitamos hacernos esta pregunta, la esquivamos. Con tal de no escucharla, llenamos nuestra vida de ruidos para ahogarla. ¡Porque el silencio nos da miedo! Con tal de no escucharla, llenamos nuestra agenda de cosas por hacer, incluso de obras buenas. ¡Porque no tener nada que hacer nos inquieta! Con tal de no escucharla, vivimos nuestra vida proyectados hacia el exterior. ¡Porque el encuentro con nuestro interior nos asusta! Con tal de no escucharla, nos adaptamos al pensamiento común. ¡Porque asumir nuestra responsabilidad nos parece demasiado arriesgado! Con tal de no escucharla, nos anestesiamos con el entretenimiento despreocupado, con los placeres de la vida y nuestras pequeñas “drogas”.

¿Dónde estás? Sin embargo, esta pregunta persiste y no se rinde, por débil que parezca. ¡Emerge, incluso de repente, y no nos deja vivir a medias! Es una interpelación que parece perseguirnos y no nos deja en paz. Cuando es ignorada, se esconde detrás de nuestra insatisfacción, de sentirnos siempre fuera de lugar, de la inquietud sobre el sentido de la vida y la amargura que critica todo y a todos…

La blasfemia contra el Espíritu Santo

Pero hay un momento en el que, por nuestra obstinación en silenciar esta voz, ella se calla para siempre. La persona se cierra en sí misma, no se deja cuestionar e identifica su pequeña porción de verdad con la verdad absoluta. ¿Podría ser también esta una modalidad de esa inquietante “blasfemia contra el Espíritu Santo” de la que habla Jesús en el evangelio de hoy? Es una situación dramática porque la Luz es llamada tinieblas, la Verdad es llamada mentira y Dios es llamado Satanás. Es un pecado imperdonable porque la persona se auto-blinda en su pretensión de autosuficiencia. No pensemos que tal circunstancia sea inverosímil o excepcional. En realidad, es una situación muy actual. Sus manifestaciones son variadas: en las noticias falsas, en la envidia que denigra o mancha al prójimo, en la justificación del odio, en la proclamación de “guerras santas”, en la sordera al grito de los pobres, en la justificación de la injusticia bajo el pretexto del derecho a la propiedad privada o de la legalidad de un sistema económico injusto…

Esta “blasfemia contra el Espíritu Santo” no es algo que ocurra de un día para otro. Se trata de un imperceptible deslizamiento hacia la mentira existencial, de una progresiva costumbre al mal o de la corrupción de la propia conciencia.

¿Cómo evaluar “dónde estamos”?

El evangelio de hoy nos sugiere criterios para evaluar “dónde estamos”. De hecho, se habla de tres grupos de personas que se acercan a Jesús: los escribas que ya han juzgado y condenado a Jesús en su corazón; los familiares de Jesús que “salieron para llevárselo” y que, “estando fuera, enviaron a llamarlo”; y, finalmente, aquellos “que estaban sentados alrededor de él” y que Jesús define como su verdadera familia, “porque quien hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, hermana y madre”.

Los tres grupos nos sugieren tres series de cuestiones para nuestra reflexión:

1) ¿Cuáles podrían ser mis deslizamientos hacia la falsedad? ¿Cuáles son mis hábitos en ciertos defectos o debilidades que tiendo a minimizar o justificar? Responder a la pregunta “¿Dónde estás?” significa reconocer y confesar nuestra situación real.

2) ¿Dónde estoy? ¿Estoy “fuera”, en el umbral de la puerta, quizás presentando pretensiones ante el Señor porque “nos pertenece”? ¿O estoy “dentro” en el círculo de su nueva familia que escucha y hace la voluntad del Padre? No demos por sentada la respuesta, porque hay quienes se creen dentro y están fuera y quienes parecen estar fuera y están dentro, como es el caso de la madre de Jesús en el grupo de los familiares. El caso de los dos hijos en la parábola del hijo pródigo puede ser un ejemplo elocuente.

3) Podríamos considerar otra situación en la que todos, en cierto sentido, nos encontramos en algunos momentos del camino de la vida. Hay quienes están “fuera” y quienes están “dentro”, pero también hay quienes están ausentes, lejos, que se han extraviado en los muchos meandros de la vida. Todos somos o perdidos o encontrados. No es fácil, sin embargo, reconocerse ante nosotros mismos y los demás que estamos perdidos. Nos falta el coraje de reconocernos como una “oveja perdida”. Entonces nos escondemos detrás de una bonita fachada, detrás de un rol o una máscara. Tal vez intentamos encontrar el camino por nuestra cuenta, sin pedir ayuda, y nos encontramos cada vez más enredados. La única verdadera salida es clamar al Señor como el salmista: “Me he perdido como oveja descarriada; busca a tu siervo.” (Salmo 119,176).

Para concluir…

Quisiera citar una reflexión de Martin Buber (filósofo y teólogo de origen judío) sobre la pregunta de Dios “¿Dónde estás?”.

“Adán se esconde para no tener que rendir cuentas, para escapar de la responsabilidad de su propia vida. Así se esconde todo hombre, porque todo hombre es Adán y está en la situación de Adán. Para escapar de la responsabilidad de la vida que se ha vivido, la existencia se transforma en un mecanismo de ocultación. Precisamente escondiéndose así y persistiendo siempre en este escondimiento “ante el rostro de Dios”, el hombre se desliza siempre, y cada vez más profundamente, en la falsedad. De este modo se crea una nueva situación que, de día en día y de ocultamiento en ocultamiento, se vuelve cada vez más problemática. Y es una situación que se puede caracterizar con extrema precisión: el hombre no puede escapar del ojo de Dios, pero, tratando de esconderse de él, se esconde de sí mismo. Incluso dentro de sí conserva ciertamente algo que lo busca, pero a ese algo le hace cada vez más difícil encontrarlo. Y es precisamente en esta situación que lo alcanza la pregunta de Dios: quiere turbar al hombre, destruir su mecanismo de ocultamiento, mostrarle a dónde lo ha conducido un camino equivocado, hacer nacer en él un ardiente deseo de salir de allí.” (El camino del hombre).

P. Manuel João Pereira Correia mccj
Verona, junio de 2024

“No hay peor ciego que el que no quiere ver”

Comentario a Mc 3, 20-35

Después del tiempo de Pascua y Pentecostés -y los domingos extraordinarios dedicados la Santísima Trinidad y al Corpus Christi-, retomamos ahora la lectura continuada del evangelio de Marcos en su capítulo tres. En el texto de hoy se mezclan varios temas aparentemente diferentes: (la familia de Jesús, el rechazo de Jerusalén, el discipulado), pero a mí me parece que todo lo leído se puede reducir a una sola cuestión: ¿Rechazamos o aceptamos a Jesús como Maestro? ¿Estamos abiertos a es- cuchar su llamado a la conversión?

Precisamente, el gran pecado de Jerusalén, de los escribas en este caso, (y al parecer también de una parte de la familia natural de Jesús) fue no reconocer el Reino de Dios que se hacía presente de una manera muy clara y fuerte en la persona de Jesús. Los escribas confundían el mal con el bien, diciendo que Jesús llevaba dentro un espíritu del mal. Y algunos de sus familiares llegaron a pensar que Jesús no estaba en su sano juicio.

Hoy se habla mucho de la “posverdad”, es decir de una mentira tan repetida en las redes sociales que muchos la confunden con la verdad, a pesar de ser una clara mentira. Pues algo parecido ya les pasaba a los escribas de Jerusalén y a algunos parientes de Jesús: preferían mantenerse en la mentira que abrirse a la verdad de Dios.

Esto les pasa por tener los oídos tapados por sus intereses egoístas, los ojos del espíritu cerrados para ver las maravillas del Reino y los corazones endurecidos para cambiar y convertirse. Nos puede pasar a nosotros también que, cuando intuimos que Dios nos habla y nos pide un cambio, preferimos no escuchar, no ver, no abrir el corazón. Como dice el dicho, “no hay peor ciego que el que no quiere ver”.

Esto es lo que en el evangelio se llama “blasfemia contra el Espíritu santo”, es decir, “el rechazo obstinado a reconocer los signos y la acción de Dios en los signos de su santo Espíritu, en cerrar los ojos a la positividad de la predicación profética y de la actividad de Jesús, interpretándolas como acción demoníaca” (R. Pesch).

Pero, por otra parte, hay algunas personas sencillas que, al escuchar a Jesús y al ver las obras de misericordia que hace, abren los oídos y los ojos, se dejan tocar el corazón y se ponen a caminar detrás de Jesús como discípulos. Estos –dice Jesús- son “mi madre y mis hermanos”. Estos son mi familia verdadera, porque comparten conmigo el amor del Padre y la pasión por cumplir su voluntad, su proyecto del Reino de verdad y de amor, de justicia y libertad.

A estos se les dirá más tarde: “Vengan benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me dieron de comer…”.

La pregunta para nosotros hoy es: ¿De qué parte estoy yo? ¿Me encierro en mí mismo o escucho la propuesta de renovación de Jesús? ¿Soy un escriba interesado en mantener mi propia “posverdad” (falsedad) o estoy abierto al cambio que Dios me pide en este momento de mi vida?

P. Antonio Villarino, MCCJ