Redescubrir el corazón de Jesús: una prioridad misionera
Somos “Misioneros Combonianos del Corazón de Jesús”. El Corazón, por tanto, forma parte de nuestro nombre: nos define y es un elemento esencial de nuestro ADN.
El Corazón de Jesús es un corazón profundamente humano («Tan humano sólo Dios podría serlo», dice Boff). Nuestra misión, por tanto, es vivir y testimoniar la humanidad de Jesús –a la luz del carisma comboniano– en un mundo que corre el riesgo de deshumanizarse cada vez más.
¿Quieres conocer el corazón de Dios? Mira qué compasión siente Jesús ante la multitud perdida (Mc 6,34); mira qué tristeza siente cuando traicionamos nuestra humanidad (Mc 3,5); mira cómo se alegra de la fe de los pequeños (Mt 11,25); mira con qué amor Jesús quiere abrazarnos, como la gallina abraza a sus polluelos (Lc 13,34); mira con qué pasión lucha y está dispuesto a dar la vida por nosotros (Jn 10,11-15). No hay Dios fuera del corazón y de la humanidad de Jesús.
Desgraciadamente, hoy esta humanidad está fuertemente cuestionada por una cultura basada en «una concepción de la persona humana que admite la posibilidad de tratarla como un objeto... Los demás ya no son percibidos como hermanos y hermanas en humanidad, sino que son vistos como objetos» (Mensaje del Santo Padre Francisco para la celebración de la XLVIII Jornada Mundial de la Paz, 2015, No esclavos, sino hermanos). Se trata de esa “globalización” o “patología de la indiferencia” que el Papa denuncia a menudo y que toma la forma de una cultura y una economía del “descarte”.
En este contexto, redescubrir y vivir la humanidad del corazón de Jesús es una prioridad misionera: Francisco nos recuerda que frente a la «globalización de la indiferencia» estamos llamados a hacernos «artífices de una globalización de la fraternidad» (id).
El Corazón como fuente y meta de la misión
«Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente... Yo, a cuantos amo, reprendo y corrijo; ten, pues, celo y conviértete» (cfr. Ap 3,15-19).
El Corazón es la fuente de la misión, y revela la plenitud de su amor en la Cruz. Si dejamos que Dios derrame su ardor en nuestro corazón, seremos misioneros apasionados: nuestra vida y nuestra palabra “ardiente” calentarán y contagiarán. Si, por el contrario, seguimos teniendo un corazón tibio, no podremos anunciar ninguna Buena Noticia. Pero Jesús no se resigna a nuestra tibieza: nos reprende, nos corrige, nos sacude, porque quiere que nuestro amor esté a la altura del suyo.
El Corazón es también la meta de la misión, porque la finalidad de la evangelización es ayudar a Dios a entrar en el corazón de las personas, para que permanezcamos en Él: «El que me ama… mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). «Permaneced en mí y yo en vosotros» (Jn 15,4).
Permanecer en Jesús significa permanecer en su amor a los hermanos, especialmente a los últimos; permanecer en su lucha por la paz; permanecer en su sed de justicia; permanecer en su capacidad de perdonar; permanecer en su fidelidad a la causa del Reino; permanecer en su abandono confiado en las manos del Padre. Esta intimidad con el Corazón es la fuente y la meta de la misión.
Un corazón grande y un corazón pequeño: las dos dimensiones del amor
«Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,7).
Sabemos que la palabra “cielo” significa Dios, el corazón de Dios. En este pasaje, Lucas nos está diciendo que el corazón de Dios es grande, pero al mismo tiempo es pequeño: grande en el sentido de que puede acoger a todos y no excluye a nadie, pero pequeño en el sentido de que basta poco para llenarlo, basta poco para conmoverlo. Basta que se sienta abrazado con sincero afecto por uno solo de sus hermanos... y el corazón de Jesús se llena de alegría.
La pequeñez y la grandeza del Sagrado Corazón corresponden a las dos dimensiones de su amor. Por una parte, Jesús llora por uno de sus amigos, por Lázaro: «Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: “¡Cómo lo quería!”» (Jn 11,35-36). Por otra parte, Jesús llora por toda Jerusalén, representando a la comunidad, a la sociedad en su organización política y religiosa: «Al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella, mientras decía: “¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos”» (Lc 19,41-42).
También nosotros, misioneros, estamos llamados a llorar y alegrarnos por Lázaro, a entrar en los sufrimientos y alegrías de las personas a las que acompañamos; y llamados a llorar y alegrarnos por Jerusalén, preocupándonos de que las estructuras políticas y económicas de la ciudad estén verdaderamente al servicio de la paz y del bien común. En este último caso, el llanto y la alegría son expresiones de lo que Francisco llama “amor social” y “amor político” (LS 231). En otras palabras, el corazón de Jesús, por una parte, está abierto a los grandes horizontes de la Historia y al compromiso por la justicia y la paz; por otra, se centra en los problemas y las heridas que bloquean la vida de las personas, y se apasiona por las esperanzas, los abrazos y los encuentros que configuran y dan sentido a nuestra vida cotidiana.
Jesús resume así el principal deseo de su corazón: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,10). Cristo quiere que todos sus hermanos y hermanas tengan una vida plena, una vida humana, una vida hermosa, a todos los niveles: personal, familiar, comunitario y político.
Esta doble dimensión del amor del Corazón está también muy presente en la vida y en la espiritualidad de San Daniel Comboni. Por un lado, nuestro Fundador se preocupó de liberar a algunos esclavos, para que su vida personal pudiera ser la de un hombre libre; por otro, lanzó un gran proyecto, “Regenerar África con África”, soñando con la regeneración de todo un continente, a nivel religioso, cultural y político.
A veces puede ocurrir que acompañemos con gran atención y pasión las dificultades cotidianas de la gente, pero luego seamos completamente ajenos a los problemas sociales y políticos que a menudo son la con-causa de esas dificultades. O podemos saberlo todo sobre los problemas sociales y políticos, pero entonces nos falta la ternura y la paciencia para acompañar las pequeñas alegrías y dificultades de la vida cotidiana de las personas. El Misionero Comboniano del Corazón de Jesús cultiva ambas dimensiones, inseparables entre sí.
Abrazar a nuestros hermanos
Para Jesús era muy importante sentirse abrazado: «Yo en ellos y Tú en mí» (Jn 17,23). La vida plena de Cristo consiste en sentirse en comunión con el Padre («Tú en mí») y en comunión con los hermanos («Yo en ellos»): el Nazareno quiere que su vida y su historia estén entrelazadas con la vida y la historia de sus hermanos.
Jesús no podía vivir fuera de esta comunión, por eso quiere implicar a los misioneros, en primer lugar a Comboni, en su deseo de abrazar a la humanidad: «El católico miró a África al puro rayo de su Fe; y descubrió allí una infinita miríada de hermanos, pertenecientes a su misma familia... Entonces, llevado por el ímpetu de aquella caridad encendida con divina llamarada en la falda del Gólgota... para abrazar a toda la familia humana, sintió que se hacían más frecuentes los latidos de su corazón, y una fuerza divina pareció empujarle hacia aquellas bárbaras tierras, para estrechar entre sus brazos y dar un beso de paz y de amor a aquellos infelices hermanos suyos...» (Escritos 2742). Jesús suscita en Comboni un deseo irreprimible de abrazar y ser abrazado por los africanos, le envuelve en un misterio que le empuja literalmente a ese abrazo, y hace latir más deprisa su corazón. Este es el Dios que experimentó nuestro Fundador: un Dios que casi le da un ataque de taquicardia por la alegría de poder abrazar por fin a sus hermanos y hermanas africanos.
Para la mentalidad imperialista de la época, el africano era una persona a la que esclavizar. Comboni, en cambio, sentía a los africanos como miembros de su propia familia, y quería darles un abrazo y un beso. Esta es, pues, la misión que Jesús confía a nuestro Fundador: estrechar en sus brazos a nuestros hermanos y hermanas más olvidados. ¡Que el Padre nos ayude a ser verdaderamente Misioneros del Corazón de su Hijo!
Textos para meditar
Para la reflexión personal y comunitaria
Hermano Alberto Degan, mccj