Lunes, 8 de abril 2024
“En estas páginas deseo recuperar la presencia del Espíritu Santo en la misión de Jesús, especialmente en su Pasión-Muerte-Resurrección-Ascensión-Pentecostés. Es este mismo Espíritu el que anima nuestra misión hoy”, dice el padre Anthony Kimbowa Kibira, superior provincial de los Misioneros Combonianos en Uganda.
La misión vivida en el Espíritu Santo que la anima
Nuestra fe en Dios, que nos ama y nos llama a sí, requiere una continua reorientación. Debemos reconocer que en nuestra vida espiritual se produce un esquema que se repite: “orientación- desorientación- reorientación”. Dios crea un orden que nos da orientación, pero nuestra inclinación al pecado crea un desorden (desorientación) que nos muestra la necesidad de una reorientación de parte de Dios mismo. Eso puede comportar un sufrimiento que muchos no están dispuestos a asumir.
Este sufrimiento nace del hecho que todo momento de reorientación exige el abandono de viejos hábitos de vida y la adquisición de nuevos. Y no es fácil abandonar cosas a las que hemos consentido que nos definan: nuestro trabajo, nuestros éxitos, nuestros vicios y pecados. Pero muchas veces la definición que hemos adquirido es la de un yo “más pequeño” (“falso”), mientras que nuestra verdadera identidad radica en lo que somos a los ojos de Dios, el cual, a través del don de nuestra familia misionera sigue “redefiniéndonos”.
El concepto filosófico africano ubuntu nos recuerda que nuestro sentido del yo se constituye a partir de las relaciones que tenemos con las otras personas: “Yo soy porque nosotros somos”.
Nuestra identidad misionera radica en la misión que Dios ha confiado a nuestro padre y fundador San Daniel Comboni, el cual nos ha dejado como herencia la participación en esta noble misión, o sea, mirar al Crucifijo y contemplar la profundidad de por el mundo (cfr. Escritos 2721). Podemos vivir esta misión solo con y en la fuerza del Espíritu Santo, que es el don del Padre y del Hijo.
En estas páginas deseo recuperar la presencia del Espíritu Santo en la misión de Jesús, especialmente en su Pasión-Muerte-Resurrección-Ascensión-Pentecostés. Es este mismo Espíritu el que anima nuestra misión hoy.
Empujados por el Espíritu Santo
Es importante recordar que ha sido el Espíritu Santo el que ha animado la misión de Jesucristo, el verdadero misionero del Padre. Su misma encarnación h sucedido por obra del Espíritu Santo. Esto nos muestra cuan cercano a nosotros quiere ser Dios.
Mientras los evangelistas Mateo y Lucas usan el verbo “conducir” para describir la ida de Jesús al desierto antes de iniciar su ministerio público, Marcos usa el verbo “empujar”: “Enseguida el Espíritu lo empujó al desierto; y en el desierto permaneció cuarenta días, tentado por Satanás. Estaba entre las bestias salvajes y los ángeles lo servían” (Mc 1,12-13).
Es bueno recordar que el párrafo que precede la ida de Jesús al desierto habla del bautismo de Jesús en el Jordán. Es allí donde Jesús es llamado por la voz del cielo “Hijo mío, el amado” (Mc 1, 11). Esta es su identidad y, plenamente consciente de ello, vence las tentaciones del maligno, que trata de convencerlo de usar el poder para fines contrarios a la misión divina. La venida del Espíritu sobre Jesús en el Jordán y su permanencia con él en el desierto, a donde lo ha impulsado, nos lleva al Espíritu que aleteaba sobre el caos primordial para hacer nacer la belleza de la creación (cfr. Gn 1, 2). Jesús es presentado ahora como el nuevo Adán que rehace el paraíso originario. Su misión, por tanto, es la de restaurar, sobre todo, la justa relación entre Dios y el ser humano, entre el ser humano y el resto de la creación.
Como discípulos misioneros, estamos invitados a seguir al Señor en nuestro desierto (esto es, las zonas áridas de nuestra vida) y afrontar las bestias salvajes que amenazan la vida en nosotros y en los otros. No olvidemos, sin embargo, que también existen los ángeles a nuestro servicio (cfr. Mc 1,12).
Los cuarenta días de Cuaresma nos han ayudado a afrontar nuestros deseos desordenados que muchas veces guían nuestras acciones y determinan nuestras decisiones. Hemos hecho la experiencia que descender con Jesús en nuestro desierto sin vida lo transforma en espacios de vida y amplía nuestros corazones para acoger a los otros.
Este camino nos ha preparado a celebrar la victoria de Cristo en Pascua. He aquí como el papa Francisco describe el camino cuaresmal como un recorrido en descenso: «La Cuaresma nos sumerge en un baño de purificación y de despojo: quiere ayudarnos a quitar todo “truco”, todo aquello de lo que nos revestimos para aparentar adecuados, mejores de lo que somos» (Homilía del Miércoles de Ceniza 2024). Esto, no solo nos ayuda a profundizar nuestra espiritualidad misionera, que es una vida de interioridad, sino también a recuperar nuestra verdadera identidad misionera, que trasciende todas nuestras prestaciones en el campo de la misión.
El sacrificio de la Cruz
El camino cuaresmal nos ha preparado a ser partícipes del misterio pascual de Cristo. El verdadero discípulo requiere un amor tan fuerte que pueda estar bajo la cruz. Cuando todos los oropeles del mundo caen, lo único que queda es Cristo sobre la Cruz. Es aquí donde él cumple su misión salvífica. Según el evangelio de Juan, sus últimas palabras son «Está cumplido» (Jn 19, 30).
En la Cruz vemos la reconciliación que Dios obra donde había ruptura humana. ¿No evoca esto en nosotros la convicción de nuestro Fundador, San Daniel Comboni, que nuestra identidad misionera consiste en «hacer causa común con el pueblo»? En Jesús crucificado somo llevados a la profundidad de Dios. Es ahí donde comprendemos más profundamente el amor que Dios tiene por nosotros y el compromiso absoluto que Dios pone en acto para darnos la vida, incluso en nuestros momentos de oscuridad y de derrota. Lo que vemos en la pasión de Jesús es un amor que recoge todos los pedazos dispersos y fragmentados de nuestra vida y los sana con ternura. Lo que vemos en la Cruz es un amor que no pierde nada de lo que puede ser salvado, ya sean nuestras derrotas, nuestras rupturas o nuestra vergüenza.
Haced esto en memoria de mí
Lo que somos (nuestra verdadera identidad) y lo que hacemos (el trabajo misionero) se enraízan en el misterio que celebramos cada día en la Santa Eucaristía. Cada vez que encontramos a Cristo en su sacrificio (la Eucaristía), se nos invita a salir de nuestra zona de confort y estar dispuestos a obrar como él. En su libro Being claimed by the Eucharist we celebrate (2022), Scott P. Detisch, un sacerdote de la diócesis de Erie, Pensylvania, nos invita a apreciar los cuatro verbos que aparecen en la institución eucarística: tomar, bendecir, romper y dar.
Estos cuatro verbos redefinen la identidad de aquellos que participan en la Eucaristía y, más aún, de aquellos que están llamados a ser testigos de Cristo (las personas consagradas): “Jesús tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio”.
El pan es Cristo mismo en su entrega por los otros. Nuestra vida, conformada con la de Cristo, es, por tanto, una vida para los demás. Él nos toma de entre los muchos (nos elige), nos bendice para que podamos ser una bendición para aquellos que nos son confiados, nos parte para que podamos ser compartidos con los otros. Lo que tiene que ser continuamente partido es nuestro ego, que normalmente busca la autoconservación y pretende continuamente ser importante.
Aquí te invito, hermano sacerdote, a prestar especial atención al momento en el que partes la hostia que ha sido transformada por el Espíritu Santo (aunque si con tus palabras) en el Cuerpo de Cristo. Recita una oración como esta: «Señor, tú me permites partir tu cuerpo; también yo te permito partir mi yo». Al final, él nos distribuye (nos envía) para que podamos ser consumados por un amor que se ofrece en misión. Nuestra vida de misioneros es “eucarística”. El Espíritu, trabajando constantemente en nosotros, nos transforma en pan para la vida del mundo. Nosotros, por tanto, hacemos memoria de Cristo a través del dono de sí; de lo contrario, la Eucaristía tiene poco o ningún efecto en nosotros.
El Espíritu lo ha resucitado
El corazón del mensaje pascual es que la muerte es “muy real”, pero el amor es más fuerte. Ser misioneros pascuales significa vivir cada día con alegría y gratitud a partir de y según esta maravillosa noticia, testimoniada fielmente en nuestras actitudes, palabras y acciones hacia cada persona que encontramos. Esto puede acontecer a través de nuestra disponibilidad a promover la paz y a denunciar las injusticias, a cuidar la creación, así como nuestra solidaridad y cercanía a los más pobres y abandonados.
Jesucristo, el Hijo de Dios, crucificado y resucitado, es el motivo radical y el fundamento de la misión. El hecho histórico de la resurrección de Cristo constituye el núcleo central del mensaje cristiano. Nuestra misión es portadora del mensaje de vida, que es Cristo mismo: El Viviente resucitado después de su pasión y muerte. Este es el anuncio esencial, sea para los que no son todavía cristianos, sea para despertar y purificar la fe de aquellos que han conocido a Cristo, pero han perdido los valores cristianos.
Sabemos que hay cristianos que se concentran casi exclusivamente en el Cristo sufriente en la Pasión, y difícilmente dan el salto de fe a la realidad de la resurrección. Les parece más fácil y consolador identificarse con el Cristo muerto, sobre todo, cuando viven situaciones de sufrimiento, depresión, pobreza, humillación y luto. El Espíritu del Señor resucitado nos impulsa a decirles: «¡Dejen que el Señor sane sus heridas!». Debemos recordar que la transformación y la sanación que experimentamos en nosotros mismos nos impulsa a ser canales de transformación y sanación para otros. Solo un misionero transformado puede transformar el mundo. Las personas rotas seguirán rompiendo a los demás.
Fortalecidos por el Espíritu del Señor resucitado
Para hacerles partícipes de su nueva vida de resurrección, Jesús se acerca a sus discípulos llenos de miedo y les desea la paz. En este encuentro de los discípulos con el Señor resucitado notamos algo que se parce a una nueva “creación”. Mientras la muerte del Maestro Jesús ha causado la dispersión de sus amigos, la resurrección los reúne. Están juntos, pero escondidos detrás de las puertas cerradas, como prisioneros en una tumba, paralizados por el miedo.
Jesús se presenta en medio de ellos y dice: “Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20, 22). Esta es la fuerza que disipa el miedo y re-crea. El Espíritu se da para el perdón de los pecados. El Espíritu quiere sanar las heridas de la separación y la división. Las grietas en nuestra relación con Dios y con los otros son sanadas radicalmente (a la raíz), de tal manera que la vida comunitaria sea de nuevo posible.
Recibimos el Espíritu Santo para reunir la familia de Dios. En el Espíritu Santo y a través de él podemos contribuir a la realización del sueño de Dios para el mundo. Al final, todos nos damos cuenta de que somos hermanos y hermanas (cfr. Fratelli tutti).
La experiencia que los discípulos viven el día de Pentecostés (Hechos 1, 2) nos muestra la acción del Espíritu santo que anima toda iniciativa misionera. En efecto, es el Espíritu santo que actúa a través de los Apóstoles: “Todos estaban llenos del Espíritu santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el modo que el Espíritu les daba el poder de expresarse (Hechos 2, 4) Aquellos que, el Viernes Santo, estaban desilusionados y llenos de miedo, están ahora llenos de Espíritu Santo, quien les habilita a hablar en otras lenguas. El mensaje proclamado tiene una relevancia universal.
El Espírito permite la comprensión recíproca. Todos están capacitados para comprenderlos y escuchar las maravillas d Dios. Esto crea un claro contraste con lo que en el pasado había causado la discordia en la Torre de Babel (Gen 11). Deseosos de fama, su lenguaje se vuelve tan confuso que no lograban entenderse.
El Espíritu Santo permite la comprensión recíproca porque las personas proclaman la acción de Dios, más que las conquistas humanas. Si vamos proclamando nuestros éxitos, desencadenaremos la envidia y el juicio de los otros. Si, por el contrario, somos testigos de lo que Dios está haciendo en medio de nosotros, estaremos en condiciones de invitar a otros a dejar que Dios obre también en ellos y a través de ellos. Vale la pena anotar que el efecto de la acción del Espíritu se advierte por primera vez en la comunidad de los apóstoles, cuando fueron exhortados a tener todo en común, de modo que a ninguno faltase lo esencial para la vida (Hechos 2, 42-47). Si queremos que nuestro anuncio sea creíble, debemos estar en condición de invitar a otros a que vengan y vean como vivimos.
Evangelización y discernimiento permeados por el Espíritu
La exhortación apostólica Evangelii gaudium del papa Francisco (2013) nos invita a ser evangelizadores llenos de Espíritu que ven la constante necesidad de ser animados por el Espíritu del Señor resucitado. Solo podemos evangelizar si conocemos la fuente de la que recibimos la vida, para ser capaces de suscitar vida en nuestra obra de evangelización. En caso contrario, nuestro anuncio arriesga de ser irrelevante, porque no toca los corazones. El mejor modo para dejarnos llenar del Espíritu del Señor es el de tener momentos de oración personal, en los que cada uno de nosotros trata de encontrar al Señor que habla a nuestros corazones y nos llena de vida nueva. Otro modo es la adoración comunitaria del Santísimo Sacramento, durante la cual nos ponemos juntos en presencia del Señor y le permitimos formarnos para enviarnos al mundo. Debemos dejar que el corazón del Señor hable a nuestro corazón, de tal manera que podamos llevar al mundo un mensaje capaz de cambiar el corazón de la gente. «La resurrección de Cristo no es una cosa del pasado; contiene una fuerza de vida que penetra el mundo» (EG, 276).
Como instrumentos de esta potencia irresistible, podemos afrontar todas las tempestades de muerte y oscuridad del mundo con la esperanza que, donde se siembra el Evangelio, los corazones pueden ser transformados. Aunque en nuestra misión estemos llenos del Espíritu santo, debemos ser conscientes de nuestras debilidades.
Habrá muchas paradas y dificultades (siendo la más grande nuestro “ego”) en nuestro trabajo misionero, pero la conciencia de la presencia del Espíritu nos hace movernos incluso contra las corrientes del espíritu de nuestro tiempo. Nuestra Regla de Vida nos recuerda que somos consagrados para ser colaboradores del Espíritu Santo (RV 56). El Espíritu Santo es el verdadero protagonista de la evangelización; nosotros no somos más que partícipes en su acción. Según nuestra identidad carismática de Misioneros Combonianos, dejamos que el Espíritu Santo nos mueva hacia los “Gólgota” dispersos por el mundo, para llevar a los perdedores de la sociedad la bella noticia de la victoria pascual. El Espíritu Santo que hemos recibido nos ayuda en el discernimiento, esto es, a distinguir entre lo que podemos hacer y lo que solamente podemos entregar al Señor de la misión en la oración. Y cuando sintamos que no podemos orar, el Espíritu ora por nosotros.
Preguntas para la reflexión y el compartir
Padre Anthony Kimbowa Kibira, mccj