La liturgia nos presenta hoy de manera contundente el testimonio de Juan (el Bautista), tal como lo presenta el evangelista Juan en su primer capítulo. El evangelista introduce en el contexto del grandioso prólogo-himno de inicio sobre el “Logos-Palabra” que “estaba junto a Dios”, la figura carismática de un Juan muy humano, casi como un modo de conectar la eternidad con la historia concreta del pueblo de Israel. (...)

Juan: Saber reconocer a Dios en la historia
Un comentario a Jn 1, 6-8,19.28

La liturgia nos presenta hoy de manera contundente el testimonio de Juan (el Bautista), tal como lo presenta el evangelista Juan en su primer capítulo. El evangelista introduce en el contexto del grandioso prólogo-himno de inicio sobre el “Logos-Palabra” que “estaba junto a Dios”, la figura carismática de un Juan muy humano, casi como un modo de conectar la eternidad con la historia concreta del pueblo de Israel.

Juan (el Bautista) apareció en el momento de confusión y desorientación que vivía su pueblo como un vigía, como un profeta que llamaba a reconocer la realidad y a reaccionar buscando un cambio radical, aunque reconociendo su incapacidad para producir dicho cambio.

Él “no era la luz, sino testigo de la luz”. No era el Mesías, tampoco era el profeta esperado. Era “La voz del que clama en el desierto: Allanen el camino del Señor”.

Desde su retiro en las orillas del Jordán, desde su deseo profundo de que se produjese un cambio radical en la vida de su pueblo, desde su absoluta humildad, desde la confianza de que Dios no abandonaría a su pueblo, el Bautista mantenía las “antenas” de su espíritu abiertas y alerta para descubrir los signos de Dios en la historia. Por eso, cuando oyó hablar de Jesús de Nazaret, reconoció en él al Mesías, al que bautizaría en espíritu y verdad, al “cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.

El reconocimiento del Bautista llevaría a otros a seguir las huellas de Jesús y sembrar las semillas de un nuevo pueblo de Dios, un pueblo guiado por la Palabra eterna del Padre que se hizo persona concreta en Jesús de Nazaret.

Al contemplar la figura profética y lúcida de Juan el Bautista, también nosotros tratamos de comprender de qué manera Dios se nos hace presente hoy entre nosotros en su Palabra eterna hecha temporal, concreta, personalizada en la Palabra escuchada cada domingo en la Eucaristía. En eso consiste precisamente la Navidad: en que acojamos la Palabra eterna en la precaria historia concreta de nuestra vida temporal.
P. Antonio Villarino, MCCJ

El desafío misionero
de descubrir y anunciar al Desconocido

Is 61,1-2.10-11; Lc 1,46-54; 1Tes 5,16-24; Jn 1,6-8.19-28

Reflexiones
“El que llega primero al manantial bebe el agua más pura”. Este proverbio de Tanzania tiene el gusto del agua fresca de los montes, despierta el sentido de alegría que es típico de Adviento, siempre y cuando se viva en vigilante espera. En este domingo “gaudete” (alégrense), la invitación litúrgica a la alegría es insistente: en el canto de entrada, la oración colecta, I y II lectura, salmo responsorial… San Pablo explica el motivo del gozo cristiano: “¡el Señor está cerca!” (Fil 4,4-5). Para Pablo (II lectura) la alegría se alimenta en la oración y en la fidelidad al Espíritu (v. 17-19). Muy oportunamente San Juan Pablo II incluía, entre las características de la espiritualidad misionera, “la alegría interior, que viene de la fe” (RMi 91). (*) Esta alegría se manifiesta con signos concretos en la esperanza, apertura y confianza en Dios y en los hermanos. El misionero es testigo y portador de esperanza, seguridad, consuelo, toda vez que se acerca a los que sufren y a los más débiles.

El profeta (I lectura) invita al pueblo, liberado de la esclavitud, a alegrarse: hay “una buena noticia” para los que sufren, libertad para los prisioneros, un año de misericordia para todos (v. 1-2). El pueblo puede desbordar de gozo con el Señor (v. 10), que es capaz de renovar al mundo con nuevos brotes (v. 11). De este himno de alegría se hace eco María, la primera creyente, con su cántico de alabanza por las “obras grandes” que el Poderoso hace por sus siervos (salmo responsorial). En María está la voz de la Iglesia peregrina y misionera entre gozos y tribulaciones. ¡Está la voz de cada uno de nosotros! Está sobre todo la voz de Jesús, quien en la sinagoga de Nazareth hizo suyo el programa del profeta, sintiéndose ungido y enviado para llevarlo a cabo (Lc 4,18-21).

Juan el Bautista (Evangelio) tiene conciencia de ser un “enviado” (v. 6) para allanar el camino del Señor (v. 23); se reconoce tan solo como voz de Otro que es mayor que él. En efecto, Dios es la Palabra; Juan es solo voz de Él, porque no tiene un mensaje propio. Él sabe que la fuerza está en la Palabra, no en el portavoz. Así como la energía está en la semilla, no en el que la esparce. Juan es testigo de este dinamismo de la misión, que le sobrepasa. Él se alegra de esto, contento con disminuir, consciente de ser tan solo “el amigo del novio”, y es justo que Él, el novio, crezca (Jn 3,29.30). Ante esa severa comisión oficial de encuesta que llega de la capital, Juan el Bautista, al igual que en otras circunstancias, da prueba de ser un modelo inspirador para los misioneros, hasta el martirio. (Lo explica bien el teólogo A. Rétif, en su libro Juan el Bautista, misionero de Cristo, Seuil-EMI, 1960).

En el terreno de la misión, la fuerza transformadora viene de Dios, suya es la Palabra. El misionero está llamado a ser su voz, a esparcir la semilla en los campos del mundo. De todo ello el apóstol es testigo, pero no es ni la Palabra, ni la semilla, ni el campo. El misionero es solo voz, es enviado a anunciar. Al igual que el Bautista, el misionero “es simplemente una voz que anuncia, un testigo que atrae la atención sobre Alguien que es más importante. El testigo auténtico señala al Señor, pero en seguida se pone de lado. Tiene miedo a robar espacio al Señor… Juan es testigo de un Dios que está aquí, en medio de nosotros. Sin embargo, se trata de una presencia por descubrir; no todos la ven, y por tanto hace falta un profeta que la señale” (Bruno Maggioni).

El desafío misionero para todo cristiano y para la comunidad de los creyentes consiste en descubrir a Cristo que está en medio de nosotros, muy a menudo desconocido (Jn 1,26), y en señalarlo a todos como ya presente en el mundo. Presente no solo en la Palabra revelada y en los Sacramentos, sino también en los pobres, en los migrantes, en los que sufren, en los últimos y oprimidos, que son Cristo mismo: “¡A mí me lo hicieron!” (Mt 25,40). Presente también en las aspiraciones del que no es cristiano, en el corazón del que dice no creer en nada, en la vida del que trabaja por la paz... El misionero está consagrado y “enviado para dar la buena noticia” (Is 61,1), con la vida y la palabra, como afirma S. Pablo: “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Cor 9,16). Aunque el pregonero no es dueño de los corazones que acogen el anuncio. Lo mismo que el Bautista, el cristiano misionero hace un camino de progresiva madurez interior: primero descubre la Palabra, se alimenta de ella, y luego se convierte en testigo y mensajero. Superando miedos y barreras humanas, geográficas, culturales... ¡Por doquier!

Palabra del Papa

(*) “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”.
Papa Francisco
Exhortación apostólica Evangelii Gaudium (2013) n. 1

P. Romeo Ballan, MCCJ