Estamos leyendo el capítulo 25 de Mateo, que recoge el discurso escatológico de Jesús en Jerusalén, inmediatamente antes de la Pasión. Este capítulo tiene tres partes. Hoy leemos la tercera; en los domingos anteriores leímos las dos partes precedentes (sobre las diez vírgenes y los diez talentos). Esta tercera parte, que habla de lo que se conoce como “juicio final, es la que la liturgia nos propone para este último domingo del año litúrgico dedicado a la Solemnidad de Cristo Rey.
Apostar por la caridad:
“¡a mí me lo hicieron!”
Ez 34,11-12.15-17; Sl 22; 1Cor. 15,20-26.28; Mt 25,31-46
Reflexiones
La fiesta de Cristo Rey, último domingo del año litúrgico, tiene un evidente mensaje unitario, que se proyecta sobre el pasado, el presente y el futuro de la vida humana. En ella está siempre presente Cristo Salvador, el Emanuel (Dios con nosotros): Él ha venido a Belén en carne humana (Mt 1,23), camina con nosotros en la vida diaria (Mt 28,20), vendrá en la etapa final como rey-pastor y juez (Evangelio). Su presencia está siempre marcada por el amor: es portadora de consuelo en el sufrimiento y es motivo de esperanza en la espera del juicio final. El Evangelio de hoy describe ese último momento con palabras severas (v. 41-46), que, sin embargo, no están en contradicción con el Jesús bueno, “amigo de publicanos y pecadores” (Lc 7,34), quien se hizo hombre para “buscar lo que estaba perdido” (Lc 19,10). De modo emblemático, inmediatamente después de la escena del juicio, Mateo coloca a Jesús que “va a ser entregado para ser crucificado” (Mt 26,2).
Jesús, el Pastor bueno que da su vida por las ovejas (Jn 10), encarna el proyecto de Dios, rey-pastor, del cual Ezequiel (I lectura) pone en evidencia el amor atento por las ovejas: las busca, las cuida, las cuenta, las reúne, las conduce, las apacienta… El salmista canta su seguridad y felicidad, porque el pastor está cerca (Salmo). Para San Pablo (II lectura) todo el mal, incluida la muerte, será vencido y sometido a Cristo y al Padre, para que “Dios sea todo en todos” (v. 28).
Según la literatura bíblica (ver Dn 7) y extra-bíblica, las escenas de juicio no se proponen describir lo que ocurrirá, sino enseñar cómo comportarse hoy. Más que una información sobre el futuro, se nos indica un programa para vivir hoy. A la luz del juicio final, Jesús revela la calidad que han de tener nuestras acciones; nos enseña cómo plantear la vida, cómo elegir el buen camino para no equivocarnos. El único camino es el suyo: el amor y el servicio a los necesitados. En efecto, “al atardecer de nuestra vida, seremos juzgados sobre el amor” (S. Juan de la Cruz). El Evangelio de hoy nos dice ya cuál va a ser el test para el examen en el juicio final.
El amor a los últimos abre las puertas del Reino de Dios: “Vengan, ustedes, los benditos de mi Padre…” (Evangelio, v. 34). Jesús indica el camino para alcanzarlo. Enumera cuatro veces seis obras de amor a personas necesitadas: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos, encarcelados. Ayudar a estas personas es tarea de cada cristiano y es parte del trabajo diario de los misioneros. Y lo es igualmente para los seguidores de todas las religiones. Estas obras de amor son un terreno común de encuentro con todas las personas de buena voluntad. Encontramos una lista de estas obras en Is 58,6-7. Pero ya en el antiguo Egipto (2° milenio a.C.), el Libro de los muertos (cap. 125) ponía en los labios del difunto estas palabras: “Yo he hecho lo que agrada a los dioses. He dado pan al hambriento, he dado agua al sediento, he vestido al que estaba desnudo, he acogido al que estaba de paso”.
A estas obras de gran valor humano Jesús aporta una novedad decisiva: Él se identifica con los más débiles y pequeños, hasta decir “a mí me lo hicieron” (v. 40). Los últimos son realmente los destinatarios privilegiados de las opciones del Señor. Por tanto, la opción preferencial por los pobres no es una libre elección alternativa, sino una obligación para la Iglesia, como lo afirmaba enérgicamente San Juan Pablo II al final de su vida, invitando a los cristianos a “apostar por la caridad”. Es una opción en la cual está en juego la misma fidelidad de la Iglesia a su Señor. (*) La Jornada Mundial de los Pobres, creada recientemente por el Papa Francisco, que hemos celebrado el domingo pasado, es un nuevo estímulo a poner en práctica esta opción.
Es fuerte el testimonio misionero del B. Carlos de Foucauld (su fiesta el 1° de dic.), que vivió intensamente la presencia de Cristo en los pobres entre los cuales quiso vivir, los beduinos del desierto, todos ellos musulmanes. Pocos meses antes de morir escribía: “Creo que no hay otra palabra del Evangelio que me ha impresionado tanto y ha transformado mi vida, como esta: «Lo que ustedes hacen a uno de estos pequeños, me lo hacen a mí». Si se piensa que tales palabras son de la Verdad increada, palabras de la boca que ha dicho: «Esto es mi Cuerpo… Esta es mi Sangre», con qué fuerza nos sentimos impulsados a buscar y amar a Jesús en estos pequeños, pecadores, pobres”. Carlos de Foucauld, el hermano universal, supo reconocer la presencia de Cristo, a la par, tanto en la Eucaristía como en los pobres, incluidos los no cristianos. ¡Fue un verdadero testigo misionero! Próximamente será proclamado santo.
Palabra del Papa
(*) “Tenemos que saber descubrir (a Cristo) sobre todo en el rostro de aquellos con los que Él mismo ha querido identificarse: «He tenido hambre y ustedes me han dado de comer, he tenido sed... fui forastero... desnudo... enfermo... encarcelado y han venido a verme» (Mt 25,35-36). Esta página no es una simple invitación a la caridad: es una página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo. Sobre esta página, la Iglesia comprueba su fidelidad como Esposa de Cristo, no menos que sobre el ámbito de la ortodoxia… Ateniéndonos a las indiscutibles palabras del Evangelio, en la persona de los pobres hay una presencia especial Suya, que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos” (los pobres).
San Juan Pablo II
Carta apostólica Novo Millennio Ineunte (6-1-2001), n. 49
P. Romeo Ballan, MCCJ
Estamos leyendo el capítulo 25 de Mateo, que recoge el discurso escatológico de Jesús en Jerusalén, inmediatamente antes de la Pasión. Este capítulo tiene tres partes. Hoy leemos la tercera; en los domingos anteriores leímos las dos partes precedentes (sobre las diez vírgenes y los diez talentos). Esta tercera parte, que habla de lo que se conoce como “juicio final, es la que la liturgia nos propone para este último domingo del año litúrgico dedicado a la Solemnidad de Cristo Rey.
Para una reflexión sobre este conocido texto, les propongo detenernos en cuatro títulos que se le dan a Jesucristo:
El Hijo del Hombre
Este es el título preferido por Jesús. Está tomado ciertamente del Antiguo Testamento y especialmente de la profecía de Daniel, donde, según comenta la Biblia de Jerusalén, “designa a un hombre que misteriosamente supera la condición humana”. El Hijo del Hombre es también el jefe del pueblo santo que, humilde y siervo, termina triunfando en la gloria de Dios. Así sucedió con Jesús y sucederá con nosotros, si permanecemos unidos a Jesús. A pesar de las apariencias, no estamos destinados a la destrucción, sino a compartir la gloria del Padre y de su Hijo. Hoy es un día para reafirmar nuestra esperanza en el triunfo de la muerte sobre la vida, el amor sobre el odio, la verdad sobre la mentira.
El Pastor
Jesús aparece en este texto como el pastor “que separa las ovejas de los cabritos”. Sabemos que Jesús es el Pastor bueno que se preocupa por cada una de sus ovejas. Pero eso no debe conducirnos a una falsa percepción de un Jesús “bonachón” (disculpen la expresión, “tonto”), como si para él todo fuese igual, como le pareciera igual lo bueno que lo malo, lo injusto que lo justo. De ninguna manera. Hoy se nos dice claramente que cada uno recogerá lo que ha sembrado.
El Rey
Jesús se presenta como el Rey que acoge a los “benditos de su Padre” para darles la heredad del Reino preparado para ellos desde la fundación del mundo. El Reino de Dios es una de las categorías usadas preferentemente por Jesús. Los judíos, que en un principio no tenían rey, se empeñaron en tener uno; y por un poco de tiempo les fue bien, especialmente con David y Salomón que quedaron en la historia como ejemplo de reyes positivos para su pueblo. Pero después la experiencia de la monarquía fue decepcionante, hasta que el pueblo comprendió que solo Dios merecía el respeto y el título de un verdadero Rey. También nosotros podemos preguntarnos: ¿Quién es nuestro rey? ¿En quién ponemos nuestra confianza? Ciertamente, tenemos necesidad de políticos, sindicalistas, filósofos… sacerdotes. Pero no nos confundamos: el único verdadero rey de nuestras vidas es Jesucristo. Es él que para nosotros es la ley, la enseñanza, la luz que ilumina nuestra vida.
El pequeño, el hambriento….
Jesús se presenta como el pequeño, el hambriento, el desnudo, el forastero, el enfermo, el encarcelado… Y es sobre el trato que damos a este “Jesús pequeño, hambriento, forastero…” que el Pastor, el Rey, el Hijo del Hombre darán su juicio definitivo.
La vida cristiana tiene muchas dimensiones: la oración, la escucha de la Palabra, la familia, el trabajo honesto y bien hecho, etc. Pero hoy, como en otras ocasiones, nos recuerda lo esencial: servirlo en los pequeños con los que Él se identifica. Por eso la caridad, incluso la organizada en Caritas, es una parte importantísima de la Iglesia. Una parroquia no puede contentarse con una liturgia bien hecha, tiene que organizar la caridad.
P. Antonio Villarino, MCCJ