No es fácil saber cómo Dios se abre hoy camino en la conciencia de cada uno. La «parábola del trigo y la cizaña» nos invita a no precipitarnos. No nos toca a nosotros identificar a cada individuo. Menos aún excluir y excomulgar a quienes no se identifican en el «ideal de cristiano» que nosotros nos fabricamos desde nuestra manera de entender el cristianismo y que, probablemente, no es tan perfecta como nosotros pensamos.
Un comentario a Mt 13, 24-43
En tres domingos consecutivos (el anterior, el actual y el próximo), leemos el capítulo 13 de Mateo, que está dedicado a exponernos siete parábolas de Jesús sobre el Reino de Dios. El domingo pasado nos detuvimos en la parábola del sembrador y los diferentes tipos de tierra en la que cae la buena semilla. Hoy leemos tres parábolas: el trigo y la cizaña, el grano de mostaza y la levadura. Las tres empiezan con la siguiente fórmula: “Sucede con el reino de los cielos como…” y nos va explicando a qué se parece el reino de los cielos:
Como vemos, son tres características que, según Jesús, tienen las cosas de Dios:
1. Lo bueno crece en medio de lo no tan bueno. Un santo ha dicho una frase que muchos repetimos con mucha esperanza: “Siembra amor y recogerás amor”. Eso es verdad, pero no podemos ser ingenuos; en este mundo, junto a la semilla del bien existe también la semilla del mal: orgullo, envidia, oposición injusta, intereses egoístas…
Ante la existencia del mal podemos adoptar tres actitudes:
2. El Reino parece pequeño y empieza de manera casi insignificante, pero termina creciendo y dando sombra. Las cosas de Dios no empiezan de manera llamativa, sino humilde. Puede ser una palabra dicha en una reunión, un gesto de comprensión, una ayudita en el momento preciso… Muchas pequeñas cosas que pueden contribuir a formar un hijo, levantar a una persona de su tristeza, poner en marca una obra de caridad que termina ayudando a cientos de personas, dando un primer paso hacia la reconciliación…
3. El Reino trabaja desde dentro, transformando las personas desde el corazón y las sociedades desde las personas. A veces parece poca cosa en comparación con las muchas necesidades, con las enormes injusticias, con la prepotencia de las estructuras poderosas. Pero nunca debemos despreciar el poder de la levadura de la verdad, la justicia y el amor.
P. Antonio Villarino
Bogotá
El trigo, al final, vencerá a la cizaña
Sabiduría 12,13.16-19; Salmo 85; Romanos 8,26-27; Mateo 13,24-43
Reflexiones
¡Está prohibido poner barreras y crear separaciones entre buenos y malos, entre santos y malvados! ¿Por qué existe el mal en el mundo? ¿De dónde viene la cizaña? Nos lo explica Jesús. En las tres parábolas del Evangelio (cizaña, grano de mostaza y levadura) afloran las enseñanzas de la parábola del sembrador (cfr. domingo XV): la insignificante pequeñez de la semilla en comparación con sus potencialidades internas; el dueño que siembra buena semilla en su campo, mientras que el enemigo siembra allí la cizaña; la vengativa impaciencia de los criados y la tolerante paciencia del dueño… (v. 25.28-29). Al final, en el tiempo de la cosecha y la siega, llega el momento del balance definitivo: se evalúan los resultados, con el consiguiente premio o castigo (v. 30). Nuevamente, Jesús mismo nos da la clave para interpretar su parábola, que se aplica a la vida de cada uno (todos somos un poco buenos y un poco menos), a la vida y a la historia de la Iglesia, la cual está llamada a vivir inmersa en un mundo de violencias y de injusticias, pero siempre animada por la esperanza y la paciencia de Dios. En cada tiempo y lugar, la Iglesia misionera “debe continuar su peregrinación entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” (S. Agustín, De civitate Dei).
El santo Papa Karol Wojtyla, en uno de sus libros, nos ha dejado un comentario autorizado sobre el mysterium iniquitatis que azota el mundo y la historia, y sobre la coexistencia del bien y del mal, haciendo una referencia explícita a la parábola de hoy: “La manera como el mal crece y se desarrolla sobre el terreno sano del bien constituye un misterio. Misterio es también esa parte de bien que el mal no ha logrado destruir y que se propaga, a pesar del mal, avanzando incluso sobre el mismo terreno. Es inmediata la alusión a la parábola evangélica del trigo y de la cizaña… En efecto, esta parábola puede considerarse como una clave de toda la historia del hombre. En distintas épocas y en diferente medida, el trigo crece junto a la cizaña y la cizaña junto al trigo. La historia de la humanidad es el teatro de la coexistencia del bien y del mal. Esto significa que, si el mal existe al lado del bien, el bien, sin embargo, persevera al lado del mal y crece, por así decirlo, sobre el mismo terreno, que es la naturaleza humana” (cfr. Memoria e Identidad, p. 14).
La aplicación de este mensaje al mundo misionero es inmediata. Ante el mal que avanza o la cerrazón y maldad de muchas personas, a menudo el misionero y el educador se ven tentados a jugar el papel de los siervos de la parábola, que quieren arrancar en seguida la cizaña (v. 28). A menudo ostentan el cuchillo del ‘celo’ para aplicar el aut-aut (o-o). Jesús, el divino sembrador del buen grano, invita a tener más paciencia y misericordia, concede tiempo para la maduración, respetando los tiempos de Dios, el único juez que sabe lo que hay en el corazón humano.
Aun teniendo la fuerza incontenible del Evangelio (v. 31-32), la misión comienza siempre en situaciones de pequeñez y de fragilidad de cara a la fuerza poderosa del maligno. El misionero es, ciertamente, portador de una levadura capaz de renovar el mundo desde dentro (v. 33), pero actúa en los tiempos largos de la paciencia, de la escasa relevancia, de la derrota momentánea y de la tolerancia. Ya lo había prefigurado el libro de la Sabiduría (I lectura): oh Dios, “tu soberanía universal te hace perdonar a todos” (v. 16). Mientras los poderosos de la tierra a menudo se exceden y abusan del poder, Dios es siempre “poderoso soberano”, juzga con mansedumbre, nos gobierna “con gran indulgencia” (v. 18). El Dios cristiano manifiesta su omnipotencia sobre todo perdonando y usando misericordia. En efecto, Él otorga a sus hijos la “dulce esperanza” de que, tras el pecado, da “lugar al arrepentimiento”. Este es el estilo de Jesús, que el discípulo y el misionero asumen como programa de vida y de acción. (*)
El corazón humano es un campo de buen grano mezclado con cizaña, bajo la presión del maligno y los embates de la intolerancia. Necesitamos que el Espíritu (II lectura) venga en ayuda de nuestra debilidad (v. 26), nos sostenga en el tiempo de la coexistencia del bien y del mal, aliente nuestra esperanza y nos eduque según el corazón misericordioso de Dios (v. 27).
Palabra del Papa
(*) “No es el poder lo que redime, sino el amor. Este es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres”.
Benedicto XVI
Homilía en el solemne inicio del Pontificado, Roma, 24 de abril de 2005
P. Romeo Ballan, MCCJ
Mateo 13,24-43
DIOS CONOCE A LOS SUYOS
Dejadlos crecer juntos.
Vivimos en una sociedad caracterizada por lo que algunos autores llaman «la diseminación religiosa». Podemos encontramos con creyentes piadosos y con ateos convencidos, con personas indiferentes a lo religioso y con adeptos a nuevas religiones y movimientos, con gente que cree vagamente en «algo» y con individuos que se han hecho una «religión a la carta» para su uso particular, con personas que no saben si creen o no creen y con personas que desean creer y no saben cómo hacerlo.
Sin embargo, aunque vivimos juntos y mezclados, y nos encontramos diariamente en el trabajo, el descanso y la convivencia, lo cierto es que sabemos muy poco de lo que realmente piensa el otro acerca de Dios, de la fe o del sentido último de la vida. A veces ni las parejas conocen el mundo interior del otro. Cada uno lleva en su corazón cuestiones, dudas, incertidumbres y búsquedas que no conocemos.
Entre nosotros se llama «increyentes» a los que han abandonado la fe religiosa. No parece un término muy adecuado. Es cierto que estas personas han abandonado «algo» que un día vivieron, pero su vida no se asienta en ese rechazo o abandono. Son personas que viven de otras convicciones, difíciles a veces de formular, pero que a ellas les ayudan a vivir, luchar, sufrir y hasta morir con un determinado sentido. En el fondo de cada vida hay unas convicciones, compromisos y fidelidades que dan consistencia a la persona.
No es fácil saber cómo Dios se abre hoy camino en la conciencia de cada uno. La «parábola del trigo y la cizaña» nos invita a no precipitarnos. No nos toca a nosotros identificar a cada individuo. Menos aún excluir y excomulgar a quienes no se identifican en el «ideal de cristiano» que nosotros nos fabricamos desde nuestra manera de entender el cristianismo y que, probablemente, no es tan perfecta como nosotros pensamos.
«Sólo Dios conoce a los suyos» decía san Agustín. Sólo él sabe quién vive con el corazón abierto a su Misterio, quién responde a su deseo profundo de paz, amor y solidaridad entre los hombres. Los que nos llamamos «cristianos» hemos de estar atentos a los que se sitúan fuera de la fe religiosa, pues Dios está también vivo y operante en sus corazones. Descubriremos que hay en ellos mucho de bueno, noble y sincero. Descubriremos, sobre todo, que Dios puede ser buscado siempre por todos.
José Antonio Pagola
http://www.musicaliturgica.com
SE PARECE A…
Las “cosas de Dios” nos parece que deben ser tan elevadas que cuando alguien las explica de manera asequible apenas nos las creemos y solemos “pedir una explicación”. Esto también les sucedió a los discípulos incluso con el Señor; por eso, cuando Jesús les hablaba en parábolas, le pedían que les aclarara lo que les había contado. La simplicidad cuesta mucho. Demasiado. Asociamos la complejidad a Dios, cuando es todo lo contrario. Por eso a los seguidores del Maestro les resultaba asombroso que no necesitaran ser doctos y “entendidos” en la materia para comprender un mínimo del estilo con el que el Señor había planteado su forma de implementar el Reino.
Que el mismo Jesús utilizara imágenes de la cotidianeidad para hacernos ver cómo es el reino de los cielos es maravilloso. Con ello quiere decir que la Creación es tan rica y significativa que tiene capacidad para remitir a lo divino; transmite así, que lo natural, lo común, encierra verdades hondas. Además, de este modo el mensaje resulta accesible a la mayoría; y entre todos, no solo podemos hacernos una idea, de verdad, de cómo está funcionando ya el Reino, sino saber dónde buscarlo y dónde mirar para encontrarlo.
Tres comparaciones propone el Señor en el evangelio de hoy:
En la primera identifica el Reino con su persona –se parece a un hombre que sembró buena semilla–. Y explica que la semilla son ya los ciudadanos de ese reino, es decir, los que viven con Él y en Él. Pero junto al trigo crece la cizaña. Una compañía nada agradable que a veces ahoga al mejor de los frutos. Una imagen de las mezclas tan potentes que se dan en la vida. Sin embargo, solo a Dios le corresponde recoger la cosecha y separarlos. Porque Él siempre estará atento para que no se pierda ningún tallo, ramita, u hojarasca, por pequeña que sea, que contenga algo aprovechable y salvable. Recolectar así es laborioso, pero se gana mucho (y sobre todo, ganamos todos).
En la segunda, el Reino es como un minúsculo grano de mostaza, de un tamaño parecido a la punta de un alfiler, que la persona siembra en su huerto. El Señor se hace semilla; y no entra en nuestra vida como un huracán, sino como una brisa suave; tampoco como una tormenta, sino como una suave lluvia. Apenas se percibe su presencia, pero va penetrando y haciendo su obra.
En la tercera, compara el Reino de los cielos con la levadura. Un ingrediente muy apreciado por los cocineros pues hace crecer de forma asombrosa la harina que utilizamos para elaborar, por ejemplo, lo bizcochos y el pan. Lo curioso es que con una medida casi ridícula es suficiente para que salgan unas raciones generosas. No hay proporción entre cada uno de los ingredientes. Con un poco de levadura bien repartida la masa “se crece”.
Tres parábolas que nos ayudan a grabarnos a fuego algunas ideas importantes: que el Reino no es otro que Jesús, su persona, pero que en esta vida está amenazado; que no nos corresponde a nosotros cosechar (siempre nos llevaríamos a alguien por delante); y que su apariencia es pequeña y penetra en la realidad de una forma apenas perceptible, en lo oculto, entremezclado con la realidad, y allí, dentro, queda activo y activado, creciendo a su ritmo de una manera misteriosa.
María Dolores López Guzmán
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