Unos pocos discípulos siguieron a Jesús hacia la Pascua intuyendo algo especial en el Maestro, pero sin comprenderlo del todo, hasta que él -con sus enseñanzas, sus gestos de cercanía y amor, su poder para enfrentar el mal y el pecado- les abre los ojos y les hace “ver” y descubrir en él al Mesías prometido, la Palabra luminosa del Padre, la revelación de un amor liberador.
Comentario a Jn 9, 1-41
Unos pocos discípulos siguieron a Jesús hacia la Pascua intuyendo algo especial en el Maestro, pero sin comprenderlo del todo, hasta que él -con sus enseñanzas, sus gestos de cercanía y amor, su poder para enfrentar el mal y el pecado- les abre los ojos y les hace “ver” y descubrir en él al Mesías prometido, la Palabra luminosa del Padre, la revelación de un amor liberador.
De ese grupo de seguidores que “vieron” lo que otros no supieron ver surgen las primeras comunidades cristianas en Judea, Samaría y, más tarde, en otros lugares de Asia y Europa. Esas comunidades se enfrentaron muy pronto a la misma oposición a la que se enfrentó Jesús: sus miembros fueron rechazados por los suyos, expulsados de la comunidad judía, como unos herejes indeseables, y, más tarde, perseguidos por las autoridades de Israel y del Imperio Romano.
Esta historia es la que está detrás del capítulo nueve del evangelio de Juan que leemos hoy y que habla de un ciego que “estaba sentado y mendigaba” (es decir, incapaz de caminar por su pie y dependiente de otros), pero que en el encuentro con Jesús recupera la vista y, después de algunas dudas, reconoce a Jesús, a pesar de la oposición de las autoridades, y afirma: “Creo, Señor” y se postra ante él, en actitud de adoración. El ciego representa a los discípulos que, por fin, ven frente a los que se empeñan en no ver.
El evangelista pone en boca de Jesús una frase aparentemente enigmática, pero que da sentido a todo el relato: “Para un juicio yo he venido a este mundo: para que los que no ven vean y los que ven se conviertan en ciegos”. En castellano tenemos un proverbio que es parecido a esta frase de Jesús: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”. Los fariseos, sacerdotes y escribas, así como Pilatos, no querían ver nada que les llevara a perder los privilegios y a cambiar su vida; les faltaba humildad para salir de sí mismos y ver lo que tenían ante los ojos; se creían sabios, pero no fueron capaces de “ver” y reconocer al Mesías, mientras la gente sencilla, pobre y pecadora, que “no veían”, por su humildad y receptividad, fueron capaces de “ver” y reconocer al Mesías, aunque eso les costase ser expulsados de la sinagoga.
Me parece que también hoy hay muchos que se creen sabios, se ríen de los sencillos que siguen a Jesús y hasta los marginan en la sociedad. Ellos se creen los más listos, piensan que lo entienden todo, pero, ¡ojo!, su orgullo les puede cegar y les impide ver la gracia de Dios. Por el contrario los sencillos que se abren al encuentro con Jesús terminan por entender verdaderamente el valor del amor de Dios y reconocen en Jesús a su Maestro y Señor, aunque la sociedad los expulse.
Escuchar la palabra liberadora de Jesús y dejarse tocar por su “cuerpo” en la comunión es una manera de dejarse iluminar, de superar la ceguera del orgullo y “ver” al Señor que está cerca de nosotros. Puede que, al principio no nos demos cuenta, como le pasó al ciego, pero si persistimos en el diálogo sincero, él se nos revelará: “Yo soy”; y nosotros responderemos con emoción y una contenida alegría: “Yo creo, Señor”.
P. Antonio Villarino
Bogotá
PD. Puede ser interesante fijarse en los títulos que en este relato se dan a Jesús, porque ayudan a comprender como lo vieron las primeras comunidades cristianas:
- Rabbí (Maestro): 9,1
- Luz del mundo: 9,5
- Enviado: 9,7
- El hombre llamado Jesús: 9, 11
- Profeta: 9,17
- Cristo: 9, 22
- Hijo del Hombre: 9, 35
- Señor: 9, 36
El ciego de nacimiento:
ve, cree y anuncia
1Samuel 16,1.4.6-7.10-13; Salmo 22; Efesios 5,8-14; Juan 9,1-41
Reflexiones
El camino hacia la Pascua está marcado por grandes temas catequético-catecumenales-bautismales: la lucha con el tentador, contemplar el rostro de Cristo, los símbolos de agua, luz, vida. En el Evangelio de este domingo es central la figura de Jesús-Luz: Él es el que ve al ciego y va a su encuentro, le unta con barro los ojos, le ordena lavarse en la piscina de Siloé (que significa Enviado). El ciego va, se lava y vuelve con vista (v. 1.6-7). El signo es claro, pero tan solo para el que sabe verlo. Justamente, ese milagro tan patente de Jesús se convierte en signo de contradicción: ante el mismo hecho se producen dos reacciones (la del ciego y la de los fariseos) en direcciones opuestas.
El ciego avanza, gradualmente, hacia el descubrimiento del rostro-identidad de Jesús: de un mero hombre a un profeta, hombre de Dios, Señor… hasta postrarse con fe: “¡Creo, Señor!” (v. 38). Ahora el ciego se ha convertido, está completamente iluminado, en el cuerpo y en el espíritu. Mientras el ciego avanza en el descubrimiento de Jesús, los fariseos, por el contrario, se cierran cada vez más ante la luz, no aceptan el testimonio del ciego sanado, le mandan callarse y lo expulsan (v. 34). La obstinación del corazón lleva a la ceguera interior. Lamentablemente, ¡la fe se puede también rechazar o perder! Tan solo el que acepta que la verdad le cambie la vida, no le tendrá miedo a la luz, al amor, al servicio... Vale, a este respecto, el deseo de S. Agustín, bello, como siempre, también en el texto latino: “Servum te faciat caritas, quia liberum te fecit veritas” (que la caridad te haga servidor, ya que la verdad te ha hecho libre).
Todos nosotros necesitamos de un suplemento de luz. El Principito de Saint-Exupéry nos enseña: “Lo esencial es invisible a los ojos. Se ve bien solo con el corazón”. Las últimas palabras de Johann W. Goethe fueron: “¡Más luz!”. Jesús, con la palabra y el signo, trae la luz nueva que esclarece la realidad del pecado presente en el mundo. El pecado es esa vasta zona oscura, en la que se mueven las personas que no viven a la luz del Evangelio. En esa zona oscura está también la no-comprensión del sentido de la enfermedad, del dolor, de la desgracia, males que a menudo se vinculan, erróneamente, a pecados personales. Emblemática, a este respecto, es la historia de Job, a quien sus visitadores acusan de tener pecados escondidos. Asimismo, los apóstoles son un ejemplo de esa mentalidad: al ver al ciego de nacimiento, preguntan al Maestro: “¿Quién pecó: este o sus padres?” (v. 2). Es el típico planteamiento pre-cristiano del problema del sufrimiento: identificar la causa del dolor o de la enfermedad con el pecado, con el mal de ojo, el maleficio, o cualquier hechizo por parte de otra persona…
Es una mentalidad muy extendida incluso en ámbitos cristianos, típica de personas aún no bien evangelizadas. Pienso en mis años de trabajo misionero en la República Democrática de Congo, donde los problemas y los miedos de los ndoki (palabra en idioma lingala, para decir mal de ojo, brujos...) eran algo cotidiano: muchos cristianos (incluidos algunos catequistas y religiosos) aún no estaban interiormente libres de ello. También en América Latina, en Europa y ahora en Vietnam he visto situaciones parecidas. Se percibe que la vida, sin la luz del Evangelio, es, a menudo, sinónimo de tinieblas, miedos, venganzas, manejos oscuros... que serpentean incluso entre algunos cristianos de todas las latitudes. El corazón humano nunca está del todo convertido. La acción misionera de la Iglesia no se conforma con una evangelización superficial, sino que debe llegar al corazón de las personas y a los valores de las culturas, como enseña muy bien Pablo VI (véase la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, 1975, n. 18-20).
Es posible salir de esta mentalidad paganizante tan solo haciendo un camino de conversión permanente, aceptando interiormente y hasta el fondo a Cristo, que ha dicho: “Yo soy la luz del mundo” (v. 5), “la verdad los hará libres” (Jn 8,32). Esta es la clara invitación de San Pablo (II lectura) a caminar como hijos de la luz (v. 8; cfr. Mt 5,14), no tomando parte en las obras estériles y vergonzosas de las tinieblas (v. 11-12), sino mirando a Cristo: “Despierta... y Cristo será tu luz” (v. 14). Cristo es la luz, Él es el Enviado del Padre, la pila en la cual sumergirse con el bautismo. Es conmovedor y significativo el hecho que lo primero que este hombre ciego ve es el rostro de Jesús, aun antes del rostro de su madre. El camino de conversión a Cristo y de misión es posible tan solo si nos abrimos de par en par a Dios en una oración “de corazón a corazón”, como nos enseña el Papa Francisco. (*)
La luz de Cristo ayuda a comprender el sentido de la enfermedad y del dolor, como lo aprendemos del silencioso y paciente testimonio de muchas personas enfermas en el cuerpo, pero interiormente serenas. La fe es una luz nueva que nos permite captar el mensaje de vida presente en el dolor, la oportunidad de purificación y de salvación para sí y para los demás. La fe nos lleva a fiarnos de Dios, el Pastor que nos conduce por rutas seguras (Salmo responsorial). Él tiene caminos y criterios diferentes a los nuestros (I lectura): “El Señor ve el corazón” (v. 7) de las personas, como se ve en la elección de David. Este era el más pequeño, un pastor (cfr. Lc 2,8); sin embargo, Dios hace de él un rey. Los criterios de Dios son sorprendentes: sana al ciego, a un mendigo (v. 8), a un expulsado (v. 34); más tarde también Jesús será rechazado; pero Jesús lo acoge, se le auto-revela, hace de él un creyente, un testigo, un mensajero convencido (v. 30-33). Lo mismo que pasó con la Samaritana (cfr. domingo pasado). Dios nos sorprende: escoge a los últimos para anunciar y hacer crecer su Reino en el mundo.
Palabra del Papa
(*) “La experiencia de la misericordia de Dios es posible solo en un «cara a cara» con el Señor crucificado y resucitado «que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20). Un diálogo de corazón a corazón, de amigo a amigo. Por eso, la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene. De hecho, el cristiano reza con la conciencia de ser amado sin merecerlo. La oración puede asumir formas distintas, pero lo que verdaderamente cuenta a los ojos de Dios es que penetre dentro de nosotros, hasta llegar a tocar la dureza de nuestro corazón, para convertirlo cada vez más al Señor y a su voluntad”.
Papa Francisco
Mensaje para la Cuaresma 2020
P. Romeo Ballan, MCCJ
Es ciego de nacimiento. Ni él ni sus padres tienen culpa alguna, pero su destino quedará marcado para siempre. La gente lo mira como un pecador castigado por Dios. Los discípulos de Jesús le preguntan si el pecado es del ciego o de sus padres.
Jesús lo mira de manera diferente. Desde que lo ha visto, solo piensa en rescatarlo de aquella vida desgraciada de mendigo, despreciado por todos como pecador. Él se siente llamado por Dios a defender, acoger y curar precisamente a los que viven excluidos y humillados.
Después de una curación trabajosa en la que también él ha tenido que colaborar con Jesús, el ciego descubre por vez primera la luz. El encuentro con Jesús ha cambiado su vida. Por fin podrá disfrutar de una vida digna, sin temor a avergonzarse ante nadie.
Se equivoca. Los dirigentes religiosos se sienten obligados a controlar la pureza de la religión. Ellos saben quién no es pecador y quién está en pecado. Ellos decidirán si puede ser aceptado en la comunidad religiosa.
El mendigo curado confiesa abiertamente que ha sido Jesús quien se le ha acercado y lo ha curado, pero los fariseos lo rechazan irritados: “Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador”. El hombre insiste en defender a Jesús: es un profeta, viene de Dios. Los fariseos no lo pueden aguantar: “Empecatado naciste de pies a cabeza y, ¿tú nos vas a dar lecciones a nosotros?”.
El evangelista dice que, “cuando Jesús oyó que lo habían expulsado, fue a encontrarse con él”. El diálogo es breve. Cuando Jesús le pregunta si cree en el Mesías, el expulsado dice: “Y, ¿quién es, Señor, para que crea en él?”. Jesús le responde conmovido: No está lejos de ti. “Lo estás viendo; el que te está hablando, ese es”. El mendigo le dice: “Creo, Señor”.
Así es Jesús. Él viene siempre al encuentro de aquellos que no son acogidos oficialmente por la religión. No abandona a quienes lo buscan y lo aman aunque sean excluidos de las comunidades e instituciones religiosas. Los que no tienen sitio en nuestras iglesias tienen un lugar privilegiado en su corazón.
¿Quién llevará hoy este mensaje de Jesús hasta esos colectivos que, en cualquier momento, escuchan condenas públicas injustas de dirigentes religiosos ciegos; que se acercan a las celebraciones cristianas con temor a ser reconocidos; que no pueden comulgar con paz en nuestras eucaristías; que se ven obligados a vivir su fe en Jesús en el silencio de su corazón, casi de manera secreta y clandestina? Amigos y amigas desconocidos, no lo olvidéis: cuando los cristianos os rechazamos, Jesús os está acogiendo.
José Antonio Pagola
http://www.musicaliturgica.com
…y luego le dijo: Ve a lavarte a la alberca de Siloé -que signfca enviado-. Fue, se lavó, y volvió con vista
El hombre, la sociedad, los pueblos que no son libres son prisioneros de las sombras. Jesús se hizo hombre para conducir a los peregrinos en tinieblas al esplendor de la fe. El Apóstol de los Gentiles nos lo dice en su Carta a los Efesios, apartado “El Reino de la Luz”: “Descargad la ira sobre los rebeldes. No os hagáis cómplices suyos. Pues si en un tiempo erais tinieblas, ahora, por el Señor sois luz: fruto de la luz es toda bondad, justicia y verdad (Ef 5, 6-9). “No participéis en las obras estériles de las tinieblas, antes bien denunciadlas” (Ef 5 11). ¡Despierta, tú que duermes, levántate de la muerte y te iluminará el Mesías” (Ef 5, 14). Isaías había proclamado en el AT esta luz para cuantos habitan en sombras: “El pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz grande. Sobre los que habitan en la tierra en sombras de muerte, resplandeció una brillante luz” (Is 9, 2).
El cineasta Martin Scorsese (1942) narra en su película Silencio (Diciembre 2016). Un dramahistórico del siglo XVII, en el que dos jesuitas portugueses, Cristóbal Ferreira y Sebastián Rodrigues, viajan a Japón en busca de un misionero –Francisco Garupe– que, tras ser perseguido y torturado, ha renunciado a su fe. Ellos mismos vivirán el suplicio y la violencia con que los japoneses reciben y tratan a los cristianos. Los protagonistas –seres humanos en pleno viacrucis físico y ético– se ven convertidos en mártires, apostasía incluida, a causa de su fe. Los verdugos retoman su secular papel de samurais, la famosa élite de guerreros japonesa que, con verdadera destreza, saña, y sentido de venganza, saben prolongar el dolor sin compasión alguna en los que consideran enemigos.
En una entrevista, el director americano confiesa: “No soy un hombre religioso; Dios, si existe, lo sabe bien”. Y luego manifiesta que su film no es una lucha entre religiones –de hecho, hay una crítica clara a la imbecilidad de los extremismos religiosos condenados a llevar el odio allá donde ponen el pie–, es un combate entre el ser humano y el ente divino, en la lucha existente en el ser terrenal por aprehender la divinidad desde la bondad y la humildad más pura. Y finalmente, una confrontación con sus propios miedos y demonios al descubrir que todo el amor del mundo no va a poder jamás derrotar a aquellos que usan el odio irracional y la violencia salvaje como estilo de vida. Luego está el silencio del Dios al que se reza. Un silencio que también es pura barbarie y que acaba sin dar respuesta a la mayoría de los dilemas éticos que plantea la película.
En la misma época en que Scorsese ubica los hechos, un ilustre dramaturgo francés, Pierre Corneille (1606-1684), crea un nuevo estilo teatral, en el que los sentimientos trágicos son puestos en escena por primera vez en un universo plausible: el de la sociedad contemporánea. Escribe obras que exaltan los sentimientos de nobleza (El Cid), que recuerdan que los políticos no están por encima de las leyes (Horacio), o que presentan a un monarca que trata de recuperar el poder sin ejercer la represión (Cinna).
En la ópera “Catón in Útica”, de Vivaldi, decía el protagonista: “Habrá problemas si se enseña a los soldados a leer o a apreciar la música, porque entonces olvidarán el arte de la Guerra. Esto dice mucho sobre la capacidad del arte y la cultura en general de transformar nuestra sociedad en una sociedad menos violenta y más profunda.
”La libertad está hecha para ser compartida”, escribió el dramaturgo galo, que es lo que pretendían los héroes portuguesesen su épica aventura, y que otros ilustres personajes de la época calificaron con similares términos. ”La desgracia descubre al alma luces que la prosperidad no llega a percibir” (Pascal). Y también nuestra Teresa de Ávila: “Si en medio de las adversidades persevera el corazón con serenidad, con gozo y con paz, esto es amor”.
Lo mismo que el primer hombre fue creado del barro de la tierra, Jesús hizo barro con su saliva. Lo untó en los ojos del ciego y le mandó lavárselos con agua, y el ciego vio. En la Cuaresma tenemos que seguir renunciando a cuanto nos impide decirle con toda verdad: “Creo en ti, Señor”. Nos queda únicamente preguntarnos: ¿Qué hice, qué -hago, qué haré por él? Y una vez preguntados, darnos y aceptar honradamente la respuesta.
Una respuesta bañada en un mar de amor, y cuya llama jamás podrá apagarse, como cantó en su Poema LXXVIII Adolfo Bécquer.
AMOR ETERNO
Podrá nublarse el sol eternamente;
podrá secarse en un instante el mar;
podrá romperse el eje de la tierra
como un débil cristal.
¡Todo sucederá! Podrá la muerte
cubrirme con su fúnebre crespón;
pero jamás en mí podrá apagarse
la llama de tu amor.
Vicente Martínez
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