Con sus gestos, el Buen Samaritano demostró que la existencia de cada uno de nosotros está ligada a la de los demás: la vida no es tiempo que pasa, sino que es tiempo de encuentro. Vivir indiferente al dolor no es una opción posible; no podemos dejar que nadie permanezca al margen de la vida: esto es dignidad. La exclusión o inclusión de quienes sufren en el camino define todos los proyectos económicos, políticos, sociales y religiosos. Jesús confía en la mejor parte del espíritu humano y con la parábola lo anima a adherirse al amor.
Por lo tanto, todos estamos llamados a una ciudadanía activa para construir lazos sociales para el bien común; reconstruir siempre de nuevo el orden político y social, el tejido de las relaciones, el proyecto humano. Se trata de crear un espacio de corresponsabilidad capaz de iniciar y generar procesos y transformaciones. Debemos participar activamente en la rehabilitación y el apoyo de nuestras sociedades heridas. Esto significa manifestar nuestro ser hermanos y hermanas que asumen el dolor de los fracasos, en lugar de fomentar el odio y el resentimiento. Sólo hace falta el deseo de ser pueblo, de ser constante e incansable en el compromiso de incluir, de integrar, de levantar a los caídos.
En términos prácticos, es posible partir desde abajo y caso por caso, luchar por lo que es más concreto y local. Busquemos a los demás y hagámonos cargo de la realidad que nos pertenece, sin temer al dolor y a la impotencia, porque ahí está todo el bien que Dios ha sembrado en el corazón del ser humano. Las dificultades que parecen enormes son la oportunidad de crecer y no la excusa para la tristeza inerte que favorece la sumisión. Lo esencial no es actuar solo, individualmente, de forma aislada o fragmentada, sino hacerlo juntos y crecer como pueblo inclusivo.
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