Jueves, 9 de marzo 2017
“El Instituto comboniano de Verona nace sin grandes apoyos, no sólo en medio de contradicciones sino también de una tortuosa oposición… Iniciado en 1867 como parte de una obra misionera (la Obra del Buen Pastor), entendida por Comboni en un sentido amplio – escribe P. Fidel González Fernández, misionero comboniano –, se desarrollará lentamente en diversas etapas hasta 1885, después de la muerte de Comboni, y desde esta fecha inicia por obra de los Jesuitas, llamados por el sucesor inmediato de Comboni, Mons. Sogaro, la transformación de aquel incipiente instituto en uno con fisonomía religiosa, según los módulos canónicos del tiempo todavía no precisos del todo.”

 

EL INSTITUTO COMBONIANO PARA LAS MISIONES AFRICANAS
EN SU PRIMERA ETAPA “SECULAR”

(Segunda parte)

La tercera fase de este proceso se abre en 1885, cuatro años después de la muerte de Comboni, con la transformación canónica del Instituto o Seminario comboniano de las Misiones Africanas en Verona, en el Cairo y en Sudán en una congregación religiosa en el sentido que este término iba adquiriendo en campo jurídico. Esto sucedía por obra del sucesor de Comboni como vicario apostólico de África Central, Mons. Francesco Sogaro, y con la cooperación de algunos jesuitas pedidos por él al provincial de la provincia lombardo-véneta de la Compañía de Jesús. Dicha transformación se hará según el estilo característico de las nuevas congregaciones religiosas de finales del siglo XIX e incluyendo en la vida del joven instituto muchos usos y reglas de la misma Compañía así como eran vividas en aquel tiempo. En práctica los jesuitas transforman el seminario o instituto comboniano en una congregación religiosa, dando a ella las características de la espiritualidad jesuita de la “restauración” y formas jurídicas concretas en todos los ámbitos (organización jurídica, formación de los miembros, vida interna, emisión de votos simples de pertenencia…).

Algunos miembros en formación del Seminario Misionero Africano de Verona iniciarán el noviciado según el estilo de los jesuitas. Son seminaristas y hermanos y un sacerdote recién entrado y por tanto también él en formación, Antonio Roveggio, pero ningún misionero en África o en Europa acepta formar parte, al inicio, de una tal transformación. Aquellos novicios pronunciarán los tres votos religiosos, que entonces era simples o privados. Por tanto, strictu sensu, no podían ser considerados religiosos hasta cuando llegó el cambio de la legislación canónica con León XIII en 1900 y la subsiguiente codificación canónica que entrará en el Código de 1917. Triunfará entonces la llamada estructura “congregacionalista religiosa”, aun si, hasta los documentos citados no era reconocida como tal[1]. Muchos institutos nacidos en el siglo XIX, y aun antes, con modalidades diversas se orientan a esta fórmula. Con la promulgación del nuevo Código de Derecho Canónico (CIC) en 1917 tuvieron que decidirse por una de las formas reconocidas canónicamente: la de las sociedades de vida apostólica o la de congregaciones religiosas en el sentido canónico actual.

La mayor parte de las sociedades que tenían votos privados, o un tipo de juramento similar, optaron por la vida religiosa estructurada según el nuevo Código. Los votos simples fueron reconocidos como públicos en el Canon 488. La nueva legislación canónica hizo prácticamente iguales desde el punto de vista canónico todas las nuevas congregaciones. Unificó las formas de régimen, de obligaciones, del itinerario formativo y de las reglas, reduciendo las diferencias a cuanto era considerado estrictamente necesario. En cambio las sociedades que optaron por seguir siendo de vida común, sin votos canónicos, pudieron conservar mayormente su propia fisonomía. Algunas de ellas más tarde decidirán convertirse en congregaciones religiosas en el sentido del CIC de 1917.

Lo dicho arriba ayuda a entender también la ausencia de Comboni y de referencias explícitas a él y a su carisma misionero en las Reglas del Instituto de los Hijos del Sagrado Corazón de Jesús. Recordamos que las referencias explicitas a Comboni durante los difíciles años de la “transformación” religiosa (1885-1895) son a menudo en clave polémica, sobre todo de parte de Mons. Sogaro, al cual sirven para reafirmar sus tesis[2].

Ciertamente la nueva legislación canónica que con dificultad se abre camino a lo largo del Ochocientos favoreció el reconocimiento de un dato de hecho, la existencia de la vida consagrada y religiosa en aquellos grupos, pero al mismo tiempo significó un notable empobrecimiento en cuanto a originalidad y vitalidad que cada uno de ellos podía aportar a la Iglesia y a sus actividades apostólicas. Estos datos históricos nos muestran la lógica de la dependencia de los institutos misioneros de Propaganda y la falta de visión histórica en el momento de transferimiento jurisdiccional de éstos a la Congregación de los religiosos (1989), que ha significado el olvido, por parte de Propaganda, de una historia precisa y de una raíz eclesial específica de tales institutos.

De todos modos la semejanza de las sociedades de vida apostólica con los institutos de vida consagrada se entiende a la luz del mismo CIC con su continuo reenvío a los cánones que rigen este particular género de vida, cosa que prueba una vez más los orígenes prácticamente iguales de ambas formas de vida que de una parte provienen de la misma experiencia eclesial y de la otra demuestran como en la historia de la Iglesia no siempre las nuevas formas de vida asociativa de vida consagrada logren reflejar las nuevas exigencias sino más bien viejos esquemas canónicos según categorías fijadas por situaciones diversas. El caso del Instituto comboniano lo demuestra claramente y nos permite al mismo tiempo constatar que las normas establecidas por el CIC de 1917 no se muestran plenamente afortunadas.

“Humildes orígenes”

Éste es el contexto eclesial en el que nace el Instituto de los Misioneros Combonianos. Algunos de los institutos misioneros mencionados nacen como petición expresa de un episcopado (es el caso del Instituto misionero milanés PIME)[3]. Muy distintos serán los orígenes y los apoyos, casi inexistentes, de la obra comboniana, nacida en la tribulación que la acompañará los primeros 50 años de su historia. El Instituto comboniano de Verona nace sin grandes apoyos, no sólo en medio de contradicciones sino también de una tortuosa oposición. Un superior general del Instituto comboniano escribirá en 1910: “No me alargaré, amadísimos hermanos, a recordarles la historia de nuestro Instituto: ustedes lo saben. A mí me basta sólo recordarles aquí que éste, como todas las obras de Dios, tuvo humildes los orígenes y tempestuosa la infancia[4].

Este juicio, que se refiere a los tiempos de la “transformación” religiosa (1885), se puede aplicar también a los orígenes de la primera fundación comboniana del Instituto o seminario Misionero Africano de 1867.

El único apoyo que Comboni habría podido obtener era el Instituto Mazza al cual aún pertenecía. Este apoyo, sin embargo, no sólo no se dio sino que se volvió una sorda oposición a sus planes. Comboni puso en pie su Seminario misionero africano con la aprobación formal del obispo de Verona, Luigi di Canossa, y el sostén de un monseñor romano que pronto se volvería un feroz opositor[5]. Comboni había fundado aquel Seminario en junio de 1867, en el contexto de una obra  mucho más amplia cooperación, la Obra del Buen Pastor. En ella tenían un papel importante la animación misionera y el sostén de eclesiásticos y laicos a la actividad misionera. Los obispos italianos lo acogieron favorablemente, pero después, Propaganda prohibió dicha obra, por motivo de un equívoco, considerándola en perjuicio respecto a las ya existentes obras misioneras de Lion y de París. Un año después del Seminario africano, murió el primer rector, Alejandro dal Bosco (a finales de 1868), y a Comboni le costará encontrar un sucesor adecuado.

El recién nacido Instituto para las Misiones Africanas, presentado a Propaganda como una obra sin futuro, se halla aparentemente abandonado por todos y en situación precaria, con una sola aprobación formal de parte del obispo de Verona y una benévola expectativa de parte de Propaganda. En esta situación se entienden las palabras de Comboni al obispo de Verona en octubre de 1867: “Las repulsas, las batallas, las cruces manifiestan que nuestra Obra es toda de Dios”[6].

A estas dificultades, se suman otras: Comboni para su Seminario misionero no tenía ni sede ni dinero para adquirir una, ni un grupo consistente y confiable de sacerdotes que continuaran su obra, ni el apoyo del episcopado, ni siquiera el véneto. Podía contar sólo consigo mismo y con el rector (que como ya dijimos, morirá un año después), con algunos sacerdotes seculares, con algunos camilos exclaustrados que adherían la nueva obra, algunas religiosas francesas y algunos muchachos y muchachas africanos (ex esclavos).

En la historia de los orígenes de muchas obras, institutos religiosos y misioneros, encontramos la figura de un fundador y una compañía de amigos y discípulos que lo siguen de cerca. El Fundador es el catalizador de la compañía. En la historia de la fundación comboniana, al flanco a la fuerte personalidad de Comboni, al inicio faltan las figuras de verdaderos discípulos que se consideren hijos y formen así una compañía fuerte, animada por un preciso sentido de pertenencia y fidelidad. Cosa que madurará gradualmente, sobre todo en el momento de su muerte. Es por eso que encontrar un rector-colaborador eficaz para su Seminario Africano, será para Comboni un problema crucial, que lo acompañará hasta la muerte. Los primeros dos que quería pone a la dirección de su Seminario, Dal Bosco y Antonio Squaranti, mueren uno después de otro. En trece años, deberá buscar otros cuatro rectores, mientras uno de ellos abandonará el Seminario sólo dos años después de rectorado. Faltaron, pues a Comboni, colaboradores permanentes, que compartieran plenamente su experiencia y sus ardientes ideales misioneros.

Otra dificultad fue el inmenso campo de trabajo que Propaganda le confiaba al nuevo Seminario-Instituto desde su nacimiento: la Misión de África Central. Aquella letal misión cosechó numerosas vida entre los miembros del nuevo Instituto, no permitiéndole que se desarrollara suficientemente ni dar una adecuada formación a sus miembros a través de la asistencia asidua del Fundador, que debía residir en África como superior eclesiástico y sólo ocasionalmente podía viajar a Europa para realizar su animación misionera.

A estas dificultades se sumarán, después de la muerte de Comboni, las disposiciones del Congreso de Berlín (1884-85) que limitarán fuertemente la acción del Instituto.

Por todos estos motivos, muchos consideraron una locura la aventura fundacional de Daniel Comboni. Incluso algunos años después de la fundación, el reducido número de misioneros, su no siempre adecuada formación, las muertes continuas, las enormes dificultades encontrada por aquella misión (al culmen de las cuales estará su casi total destrucción y el encarcelamiento de la mayor parte de sus misioneros por parte de las fuerzas musulmanas madhistas) muestran la grande desproporción entre las exigencias de aquella empresa y lo que el minúsculo instituto podía ofrecer.

En tal contexto, se entienden las continuas súplicas de Comboni a todos sus amigos para que rezaran por aquella obra y su acentuada insistencia sobre la experiencia del Misterio Pascual, que domina casi toda la vida de Comboni, sobre todo a medida que se acerca la línea de meta de su muerte. Así escribe Mons. Marinoni, director del Instituto misionero milanés: “La cruz es el verdadero único consuelo, porque es la huella de la obra de Dios. Después de la pasión y la muerte de J.C. vino la resurrección. Lo mismo sucederá con África Central”[7].

Respecto a esta fase histórica del Instituto para las Misiones Africanas, constatamos que su fundación se equipara en la historia del movimiento misionero bajo la dirección de Propaganda Fide y que su crecimiento ha sido arduo y su transformación lenta. En febrero de 1872 Comboni podía presentar a Propaganda Fide la documentación sobre su proyectado instituto misionero. En su relación hay una carta del obispo de Verona, Mons. di Canossa. En ella pide explícitamente a Propaganda que “conceda al Instituto de Verona para la Nigricia una misión particular en las regiones de África Central[8].

Iniciado en 1867 como parte de una obra misionera (la Obra del Buen Pastor), entendida por Comboni en un sentido amplio, se desarrollará lentamente en diversas etapas hasta 1885, después de la muerte de Comboni, y desde esta fecha inicia por obra de los Jesuitas, llamados por el sucesor inmediato de Comboni, Mons. Sogaro, la transformación de aquel incipiente instituto en uno con fisonomía religiosa, según los módulos canónicos del tiempo todavía no precisos del todo.

Conclusión

Estas notas ofrecen sólo algunos detalles históricos[9]. A este punto, es lícito ponerse una pregunta: ¿cuál es la raíz de estos movimientos y de las fundaciones misioneras que nacen de ellos? Una respuesta adecuada hay que buscarla en los dones que Dios ha dado a su Iglesia en este difícil periodo histórico. Ellos han sido una respuesta tempestiva a las distintas necesidades de los tiempos. Sin embargo, hay que tener presente también el ambiente social y cultural en el que nacen, se nutren y viven.

La dedicación al ejercicio de la caridad, a las obras de misericordia, la lucha contra la trata de los esclavos y la actividad misionera son expresiones de experiencias de gracia a las cuales hemos hecho referencia, expresadas según las modalidades culturales del momento. Se trata de una participación al Misterio de Cristo del que brotan principios de acción eclesial y social, que se manifiestan siempre en una humanidad precisa. Los dones de gracia concedidos a los fundadores de estas iniciativas, así como la experiencia cristiana que brota de ella, determinan las fundaciones y configuran su fisonomía eclesial, las huellas de experiencias cristianas y el estilo de las comunidades cristianas que inician en los nuevos territorios de misión[10].
Fidel González Fernández, mccj

 


[1] Mientras el derecho reconocía como religiosos únicamente las Órdenes con votos solemnes, la Santa Sede, durante todo el S. XIX, aprobaba con dificultad las “Congregaciones religiosas” con votos simples, continuando a afirmar que no eran “congregaciones religiosas propiamente dichas”. La constitución Conditae a Christo de León XIII de 1900 y las Normae de la Congregación de los obispos y regulares de 1901 adaptaron el derecho a la vida consagrada, reconociendo como religiosas las Congregaciones con votos simples.

[2] En la historia de los institutos religiosos son fenómenos que se repiten con frecuencia.

[3] Cf. C. Suigo, “Pio IX e la fondazione del primo Istituto missionario italiano a Milano”, en Pio IX, IV, 1 (1975), pp. 28-80; IV, 3 (1975), pp. 327-375; V, 1 (1976), pp. 51-87.

[4]Circular del Rev.mo P. Federico Vianello, en fecha 16 Luglio 1910, en el 25 aniversario de la transformación del Instituto para las Misiones Africanas  Verona en Congregación religiosa de los Hijos del Sagrado Corazon” en La Voce della Congregazione, Verona 1957, p. 32.

[5] Mons. Castellacci, vice regente de Roma. Se opuso a Comboni cuando rechazó seguir las extrañas revelaciones (que resultaron ser falsas) de una monja, sostenida por Mons. Castellacci, y los planes de este último que tergiversaban totalmente la fundación de Comboni. Cf. A. Capovilla, “Don Daniele Comboni e mons. Pietro Castellacci”, en AC, XIV, 2 (1976), pp. 115-174.

[6] Cf. Comboni a Canossa, de Verona, el 4.10.1867, en ACR, sec. A, c. 14/41.

7 Cf. Comboni a Mons. Marinoni, de Jartum, el 23.1.1879, en PIME, Vol. 28, pp. 15-30.

8 Carta de Canossa a Pio IX del 1.2.1872, en APF, SCOG, V. 999, 507r-508r; Cf. en D.C. Positio, vol. I, Doc. XIV, 1, a, pp. 606-608. Cf. Comboni a la Sociedad de Colonia, en Jahresbericht... Köln, 24 (1877), pp. 23-24.

9 Cf. La tratación documentada de la historia del Instituto Comboniano en: Fidel González, Comboni en el corazón de la misión. El movimiento misionero y la Obra comboniana; 1846-1910, Madrid 1993, cap. VI-XII.

10 Un examen e numerosas causas de canonización de fundadores y fundadoras de esta época muestran algunos puntos comunes: 1) una sensibilidad frente a los dramas de la época; 2) firme propósito de consagrarse a dar una respuesta a tal problemática; 3) nacen así compañías de mujeres y hombres que se quieren consagrar a tal fin; 4) forman compañías, a menudo buscando una aprobación – difícil de obtener – de parte del obispo diocesano y de Roma; 5) no obtienen un reconocimiento jurídico en base al derecho canónico de la época, en cuanto sobre este aspecto faltan disposiciones precisas; deberán esperar que las experiencias se abran camino lentamente, y llegar a León XIII y a Benedicto XV (Conditae a Christo, del 1900 y CIC del 1917).