Roma, Sábado, 2 de marzo 2013
El Consejo General eligió “Fraternidad: caminos de reconciliación” como tema para nuestra Formación Permanente y espiritualidad en el año 2013. En este itinerario que se nos propone se nos invita ante todo a reflexionar sobre nuestra FRATERNIDAD, o sea, ¿qué quiere decir ser hermanos? ¿Qué significa tener hermanos?
P. Manuel João Pereira Correia
La fraternidad hoy en día es un “bien” cada vez más escaso. No solamente porque “hay menos hijos” y más “hijos únicos”. La fraternidad forma parte de la tríada libertad, igualdad, fraternidad que constituyen los fundamentos de nuestras democracias surgidas de la Revolución Francesa. Pero mientras que las dos primeras han arraigado, la tercera se resiste a echar raíces. Tal vez necesita un suplemento o un algo que no puede ser impuesto.
Es verdad que se habla mucho de “fraternidad universal” y ha crecido la sensibilidad social. Desgraciadamente, sucede a menudo que es como la “fraternidad digital” de la web, que está al alcance de la mano con un simple clic, pero no consigue fraternizar con el vecino de casa, ni siquiera con aquellos que viven juntos. El rechazo creciente de la común paternidad de Dios por una parte, y las dificultades de convivencia entre las culturas que entran en contacto mediante la inmigración, por otra, debilitan cada vez más los lazos de la fraternidad humana.
Ser y tener hermanos es una de las experiencias humanas más hermosas, profundas y universales. Intentaremos reflejar esta realidad a la luz de la Escritura y de la tradición comboniana.
1. SER hermanos, una relación privilegiada
Dos personas son hermanos o hermanas cuando comparten a nivel jurídico o natural uno o ambos progenitores. Biológicamente, los hermanos presentan un patrimonio genético semejante. Naturalmente, esto no significa que sean “iguales”. Muy diversos factores contribuyen a hacerlos “diferentes” en el carácter y la personalidad, como el orden de nacimiento o su historia personal, el ejercicio de la libertad de etc. etc.
“Hermano” y hermana” también pueden tener un sentido más extenso. En ciertas circunstancias se refieren a un grado estrecho de parentela o a la pertenencia al mismo grupo étnico.
Analógicamente, dos personas pueden llamarse hermanos por la unión de amistad o de compenetración entre ellas. También la afinidad que se crea entre las personas “agrupadas” en torno a un interés o ideal común puede convertirse en una forma de “hermandad” (con-fraternidad) y los miembros llamarse “hermanos”. Como en nuestro caso.
En resumen, la palabra hermano o hermana son de las más usadas y apreciadas, como una forma especial de relación entre las personas. En este sentido, cuando nos llamamos “hermanos” hablamos de una relación particular y privilegiada que existe entre nosotros por el hecho de compartir el mismo ideal de vida. Según santo Tomás de Aquino, cuanto más importante es lo que tenemos en común, tanto más profunda es la amistad. Por ello algunos Padres de la Iglesia (Basilio y Agustín) consideraban la comunidad monástica como la perfección de la amistad.
2. NACER hermanos, una dimensión original
En el Antiguo Testamento la palabra hebrea “hermano” (ah) aparece más de 600 veces. Añadiendo su equivalente en griego en el Nuevo Testamento y en los LXX, pasa de las mil. Señal de la importancia concedida a las relaciones fraternas.
Mientras la “pareja” Adán-Eva es el prototipo de la humanidad que funda el primer contacto relacional (varón y hembra), la “pareja” Caín-Abel es el prototipo de la fraternidad. Abel no es llamado hijo de Adán sino “hermano de Caín”. Abel le es dado a Caín como “hermano”. Siete veces se repite en el relato la palabra “hermano”. Cada hombre/mujer es hermano/hermana. La fraternidad es una unión antropológica original, un vínculo entre todas las personas. La “fraternidad humana” es previa a cualquier otra. La persona percibe quien es, su identidad profunda, acogiendo la fraternidad. Es en esta “dimensión horizontal” establecida entre hermanos (más bien que en la “vertical” de la relación más estereotipada entre hijos y padres) que la persona crece en su capacidad de relacionarse con los demás. Caín será un “desarraigado” sin relaciones, perdido, precisamente porque suprimió al hermano, una parte de sí mismo.
Esta fraternidad radical, dice Enzo Bianchi, “exige que mi identidad sea una identidad que surge también del otro que está a mi lado. Yo soy antes que nada un hermano, y sólo así, si siento al hombre hermano, siento a Dios como Padre”.
Caín (el nombre podría significar el celoso) el primogénito, más fuerte, agricultor sedentario… rechaza la alteridad del hermano. Abel (hebel, es decir “soplo”, débil, y tal vez por esto Dios tenía una “debilidad”, una predilección por él), pastor nómada, con una “religiosidad” diferente… Caín es celoso de su condición de nacimiento, de estar solo sin competidores; ve en Abel un antagonista, una amenaza, y decide suprimirlo. Y así el prototipo de la fraternidad se rompe trágicamente.
¿Dónde está tu hermano? (Gn 4,9). Es la segunda gran pregunta que Dios planteará al hombre, después de aquella otra ¿dónde estás? (Gn 3,10). La semejanza fonética en el hebreo bíblico de las dos preguntas “Aye Ka” y “Ay (ahí)ka (“donde estás” y “¿Dónde está tu hermano”), sugieren una correlación entre las dos.
El Génesis aparece como la historia dramática de la fraternidad (ver los hijos de Noé; Isaac e Ismael; Jacob y Esaú; José y sus hermanos)…Del mismo modo que la relación de pareja, también la de la fraternidad quedó profundamente marcada por el pecado.
La historia de la salvación será un largo y tedioso redescubrimiento – tras todas las máscaras y rostros - de la “semejanza” fundamental que proviene de la “imagen” recóndita que llevamos dentro de nosotros. Una imagen, a menudo desfigurada por adherencias, como los dos famosos bronces de Riace, encontrados hace 40 años.
¿Dónde está tu hermano? La pregunta va dirigida a cada uno de nosotros, invitándonos a releer nuestras relaciones fraternas: ¿en qué relación vivo con los demás, con el “otro”? ¿Veo en él un antagonista y enemigo, o mi complemento y aliado? ¿Lo acojo o lo “suprimo”?
3. HACERSE hermano, la misión de Jesús
Jesús viene a restaurar el plan de hermandad concebido por el Padre. Para esto se hace “hermano universal”. Se sienta a la mesa con todos, publicanos y pecadores incluidos, “sin sentir vergüenza de llamarlos hermanos” (Heb 2,11). Antes bien se hace hermano de “los más pequeños” (Mt 25,40).
No se trata de una utópica y abstracta “fraternidad universal”, como aquella de la Revolución Francesa. Ni siquiera de una simple filantropía o solidaridad humana. La “fraternidad tiene su epifanía en la cruz” (Enzo Bianchi). Él, el Primogénito se hace guardián del hermano menor y va a buscarlo a los infiernos. Jesús responde al Padre por Caín, ¿”Dónde está tu hermano”?: “Los he custodiado y no he perdido a ninguno de los que me has dado” (Jn 17,12).
Cristo resucitado llama a sus discípulos “hermanos” (Jn 20,17). De este modo inaugura un nuevo prototipo de fraternidad, una comunidad de hermanos, “que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios” (Jn 1,13).
De “extranjeros y enemigos” que éramos, Cristo nos reconcilió en su cuerpo (Col 1,21). La comunidad cristiana, la Iglesia, nace como “fraternidad”. El Nuevo Testamento habla de un vínculo de philadelphia (amistad, amor fraterno, de la palabra adelphos, hermano). Pedro inventa el término adelphotes, fraternidad, para designarla. “Amad la fraternidad” (1P 2,17), dice refiriéndose a la Iglesia. Es interesante advertir que a partir del siglo III-IV, debido a la fuerte clericalización, el vocabulario eclesial de la fraternidad casi desapareció, incluyendo la patrística, sobreviviendo a duras penas en las comunidades monásticas.
Con el Vaticano II la fraternidad volvió a entrar en el lenguaje común. Pero ¿Estamos convencidos de ser “todos Hermanos”? (Mt 23, 8). A juzgar por la larga lista de esclarecedores títulos eclesiásticos (que se mantienen también en la vida religiosa) ¡estamos muy lejos de ser ¡“simplemente hermanos”!
4. VIVIR como hermanos, patrimonio comboniano
El número 36 de la Regla de Vida dice: “los misioneros combonianos acogen con gratitud el don de la vida comunitaria a la que el Espíritu del Señor les ha llamado, mediante la inspiración primigenia del Fundador”.
Comboni, por convicción y experiencia, atribuía gran importancia a que sus misioneros viviesen y trabajasen en comunidad. Y esto fue un motivo de enfrentamientos con Carcereri, el cual quería multiplicar las estaciones misioneras en detrimento de la vida común. En el reglamento para los misioneros, Comboni dice: nuestros misioneros… viven juntos como hermanos en la misma vocación… sin rivalidades o pretensiones… dispuestos a compadecerse y a ayudarse mutuamente” (E 1859).
Esta fraternidad no es “frailuna” sino apostólica, íntimamente unida al ser del misionero comboniano. Podremos decir que brota de la inspiración del Plan de Comboni, cuando contemplando “la caridad encendida con divina llamarada sobre el Calvario salió del costado del crucificado para abrazar a toda la familia humana”; descubrió en los africanos “una miríada infinita de hermanos pertenecientes a su misma familia, que tienen un Padre común en el cielo”. Esta “visión” alimentada por la “virtud divina” de la caridad lo impelía a “estrechar entre sus brazos y dar el beso de paz y de amor” a estos hermanos (E 2742).
Tal inspiración carismática del Fundador se convirtió en patrimonio del Instituto. En la regla de 1921 y 1924 (antes y después de la separación) encontramos un hermoso y significativo ejemplo (ver recuadro)… “El espíritu propio de la Congregación es el espíritu de caridad… Que debe unir a todos, como hijos en torno a su padre, el Corazón Divino de Jesús. Por ello todos se glorían del nombre de Hijos del Sagrado Corazón, se amarán con verdadera caridad, como hermanos, compadeciéndose mutuamente de sus defectos y faltas; ayudándose en sus necesidades y profesando estima y respeto hacia todos los hermanos…”. (243-4) Este rico patrimonio fue retomado y transmitido en la actual Regla de Vida. Efectivamente, la primera característica del Instituto comboniano sigue siendo “una comunidad de hermanos” (RV 10).
Conclusión: los hermanos no nacen, se hacen
¿Adónde nos ha llevado esta reflexión sobre la fraternidad? Me ciño a mencionar tres conclusiones.
1. La fraternidad es un valor apreciado y buscado pero también una realidad frágil y delicada, debido al instinto cainita que llevamos en nosotros. Hay que estar vigilantes porque “el pecado acecha a la puerta” de nuestro corazón” (Gn 4,7). Hay que preguntarse si detrás del victimismo de ciertos “Abeles” no se esconde un disfraz de Caín decidido a “suprimir” al hermano, aunque sea simplemente ignorándolo. La fraternidad es posible solamente en el perdón mutuo. Entonces la comunidad se convierte en “lugar del perdón y de la fiesta” (Jean Vanier).
2. La dificultad de general de vivir la fraternidad, también la biológica, debería llevarnos a redimensionar nuestros juicios, a veces demasiado negativos, sobre nuestras comunidades. A menudo tomamos como punto de referencia (¿ideal?) la hermandad creada por los lazos de sangre, olvidándonos de la triste y frecuente realidad de hermanos que no se hablan durante años e incluso llegan a odiarse. A menudo lo que les une es simplemente la solidaridad clánica. Tensiones y dificultades son naturales, y tal vez don y gracia, como inevitables dolores de parto. Después de todo, el esfuerzo para vivir como hermanos en comunidades internacionales, con una marcada diversidad de culturas, lenguas, edad, caracteres, sensibilidad y formación… Es ya un pequeño milagro de la gracia. La gente de fuera a menudo lo detecta y con razón.
Un ojo más optimista y benevolente es capaz de gozar y alabar al Señor por la fraternidad que ya existe entre nosotros, en vez de amargarse o acusar a los demás por lo que “todavía” nos falta.
3. Puede parecer una falsa premisa, el dar por supuesto que “somos” todos hermanos, y se razona en consecuencia. Somos hermanos efectivamente, pero in fieri. Es bueno que recordemos que en realidad los hombres están “en estado de guerra”. Este es nuestro verdadero punto de partida. Solamente el Señor hace posible la comunidad. “él es nuestra paz” (Ef 2,14). “Sin Cristo no podremos conocer ni siquiera al hermano ni acercarnos a él. Es nuestro mismo yo que nos atranca el camino. Cristo franqueó el camino que conduce a Dios y al hermano” (Bonhoeffer, Vita comune).
Como pone de manifiesto el documento “La vida fraterna en comunidad” (VFC), nosotros somos con-vocados, es decir, llamados juntamente (N. 44), a “convertirnos en hermanos”. Del don de la comunión brota la tarea de la construcción de la fraternidad, es decir, de hacerse hermanos y hermanas en una determinada comunidad donde somos llamado a vivir juntos” (N. 11). La comunidad religiosa es “el lugar donde se hacen hermanos”.
En otras palabras, con la profesión comboniana no nos hemos convertido en hermanos, sino que hemos emprendido el camino para llegar a ser tales. Esto implica una “elección” de renovar cada día el compromiso de construir la fraternidad. Decía el humanista Picón de la Mirándola (siglo XV): “en el ser humano naciente, el Padre infundió semillas de todo tipo y gérmenes de toda especie de vida. Los cuales crecerán en aquel que los cultive y en él darán sus frutos”. La fraternidad no es una planta que crece sola sino que hay que cultivarla y cuidarla. De lo contrario, las espinas y la maleza la sofocarán. Cada uno de nosotros se encontrará más tarde o más temprano, ante una encrucijada. Para algunos será la conclusión dramática de tener que dar la razón a Sartre: “el infierno son los otros”. Para otros, el descubrimiento sorprendente de sor Emmanuelle: “el paraíso son los otros”.
Cuando la comunidad es el “lugar donde se realiza diariamente el paso del ‘yo’ al ‘nosotros’” (VFC 39), podremos decir “¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!”. Entonces anticiparemos proféticamente la fraternidad futura, donde – según lo que dice el jesuita Drexel (siglo XVII) en su Tabla de los gozos del paraíso – cada bienaventurado participará de la felicidad de todos, y todos gozarán de la felicidad de uno, como si fuese la propia felicidad. (en el paraíso) Todos pueden decir de cada individuo: es otro yo mismo: así que cada uno está tan contento de la felicidad de su compañero como de la propia”.
P. Manuel João P. Correia