Roma, miércoles 7 de noviembre 2012
Al final de esa serie de reflexiones de los hermanos sobre la misión y la Palabra de Dios, el P. David Glenday, comparte, en forma epistolar, su modo de ver cómo la palabra de Dios lo plasmó misionero.
“Tu palabra fue el gozo y la alegría de mi corazón” Jeremías 15,16.

Querido Alberto,

Te agradezco de corazón haberme invitado a contribuir a Familia Comboniana compartiendo un poco de lo que significó para mí experimentar como la Palabra de Dios conformó mi llamada a ser misionero. Me es más fácil responderte con esta modalidad epistolar, dirigiéndome a ti en primer lugar, pero también a todos los hermanos que puedan leer estas sencillas consideraciones. Gracias a todos por vuestra comprensión.

Reflexionando sobre tu invitación tuve cada vez más claro cuán profunda e íntimamente mi vida haya sido modelada y forjada por la llamada a ser misionero, y como esta llamada haya sido, y lo sigue siendo, usando las palabras de nuestra Regla de Vida, la razón de mi existencia. Otra manera de explicarlo sería decir que para explicártelo debidamente tendría que escribir mi autobiografía, pero estoy convencido que todos estamos de acuerdo que esto no sea deseable. Permíteme pues, concentrarme solamente sobre algunos momentos en que experimenté de modo especial el gozo y la belleza de sentirme forjado por Dios y transformado por la Palabra.

En el principio era el Verbo (Jn 1,1)

No consigo recordar ni un solo momento en el que no haya experimentado a Dios que me manifestaba su palabra; Dios siempre estuvo allí, vivo y real, interesado e implicado conmigo y con el mundo, y siempre dispuesto y al alcance de la mano para entablar un diálogo.

Mi madre, una auténtica católica irlandesa, amaba la Misa, y descubrí que también a mí me gustaba, por lo que, desde la más tierna infancia participaba de cerca en la Eucaristía, como monaguillo; cierto que era todo en latín en aquel tiempo, pero no cabe duda que Dios me estaba hablando mediante las palabras y los gestos de la liturgia. Mi padre, presbiteriano escocés hasta que se hizo católico, a la edad de 71 años, sentía gusto por las Escrituras, y, la fascinación y el interés que él sentía suscitaron el mío. Recuerdo su entusiasmo por lo debates televisados y por los libros de William Barclay, un especialista bíblico de aquel tiempo en la Universidad de Glasgow, cuyos comentarios al Evangelio, ágiles y sencillos, merecen todavía hoy ser leídos y meditados.

Con estos antecedentes culturales, tal vez no sorprenda que, hasta donde puedo recordar, la primera vez que percibí el deseo de hacerme misionero fue durante una Misa dominical, cuando un Padre Blanco (Misionero de África) había venido a predicar una jornada misionera en mi parroquia en Escocia. Supongo que tendría yo alrededor de ocho o nueve años, pero las palabras de este misionero encendieron en mí una llama que, a Dios gracias, todavía arde.

Con el paso de los años, la reflexión sobre esta presencia poderosa y transformadora de la Palabra de Dios en mi infancia me fue llevando paulatinamente a la sublime realización descrita maravillosamente por Jeremías: “Antes de formarte en el seno materno te conocí, antes que salieras del seno te consagré, como profeta de las gentes te constituí”. En otras palabras, vivo, me muevo y existo en la Palabra, como dice el Papa Benedicto XVI. “Cada uno de nosotros es un pensamiento de Dios”. Cuanto más profundamente escucho y respondo a la llamada a sr misionero tanto más plenamente soy yo mismo. Mi verdadera vida empezó con una llamada, una Palabra, y yo vivo verdaderamente cuando le permito a esta llamada de guiarme y moldearme.

Ve a los que te enviaré (Jr 1,7)

También esta frase formó parte de mi experiencia, la Palabra de Dios guía de verdad. Es una Palabra que aspira a ser compartida y comunicada, a ser transmitida y gustada al mismo tiempo. Esta Palabra que se comunica crea comunicación entre culturas, lenguas y generaciones; esta Palabra me envía a mí y hace que yo vaya a gentes y comunidades que no conozco y que son diferentes de mí en muchos y no superficiales aspectos.

No puedo menos de sentir asombro ante la variedad y riqueza de las gentes y de los lugares a los que la Palabra me ha llevado. Es para mí un gran placer recordar, por ejemplo, el período transcurrido en la catedral de Gulu con el P. Ottolini, cuando utilizamos el material catequético de Lumko (de Suráfrica), y pudimos testimoniar la Palabra de Dios que era descubierta, vivida y proclamada en lengua acholi por las Pequeñas Comunidades de Base de nuestra parroquia. Una parte de esta experiencia para mí consistió en haber conocido a algunos hombres y mujeres extraordinarios, catequistas y dirigentes de comunidades que amaban entrañablemente la Palabra, como el hecho de estar en contacto con hermanos como el P. Vincenzo Pellegrini y el P. Simone Zanoner, con su pasión contagiosa de conocer a fondo y utilizar al máximo la lengua y la cultura acholi para transmitir el Evangelio.

Vino luego la revista Leadership y Kampala. En este centro urbano y multiétnico mi predecesor en la redacción, el P. Joe Bragotti, había intuido la necesidad de proporcionar un acercamiento completo y equilibrado a las Escrituras, como una alternativa a un estéril fundamentalismo que las sectas difundían de un modo muy agresivo. En este esfuerzo encontramos aliados voluntarios y capacitados entre los Padres Blancos y las Hermanas Paulinas. En nuestra parroquia de Mbuya había una gran hambre de la Palabra y, todos juntos, logramos dar respuesta a esta necesidad con una serie de encuentros los domingos por las tardes donde había siempre una gran animación por el descubrimiento compartido y el compromiso renovado por la misión.

También en Filipinas tuve mucha suerte. La parroquia salesiana de Mayapa, no lejos de Metro Manila, a donde iba para practicar el tagalog, estaba embarcada en un animado camino de renovación basado en la escucha de las Escrituras como comunidad, y me brindaba un ambiente en el que el terror que sentía en mis primeras homilías en la lengua nacional filipina se transformó paulatinamente en alegría por poder comunicar y compartir mediante un vehículo que podría tal vez parecer una barrera cultural insuperable. Luego, gracias al corazón amplio de los Claretianos, vinieron los años de trabajo en una de las comunidades más pobres en su parroquia en el centro de Manila, con la Misa semanal y los miércoles por la tarde con los grupos de reflexión sobre la Biblia.

Estos son solamente ejemplos y soy consciente que cada uno de nosotros podría ofrecer muchos más. El quid está en reconocer, celebrar y confiar gozosamente en la auténtica maravilla de nuestra llamada como misioneros; reconocer agradecidos la fundamental riqueza humana que ella nos proporciona; ver como la Palabra no nos hace antes que nada predicadores sino oyentes, acogiendo las maravillosas oportunidades de escuchar el Evangelio que nos es anunciado lenguas tantas y tan diversas y las experiencias culturales tan variadas.

Esta experiencia de gracia nos forja y nos plasma en muchos modos; esto quiere decir, por ejemplo, como dice nuestra Regla de Vida que la Palabra de Dios se convierte en nuestra oración fundamental, que nos comprometemos a aprender con amor y respeto la lengua de aquellos en medio de los que vivimos y ejercemos nuestro ministerio, que crecemos prestando atención al modo como Dios habla por medio de personas y acontecimientos, que somos curiosos desde un punto de vista cultural y responsables, que leemos, estudiamos y reflexionamos sobre las Escrituras con una pasión que crece y madura con el pasar de los años. De uno u otro modo aprendemos la verdad de lo que Jeremías había exclamado: “en mi corazón había como un fuego ardiente… me esforzaba por controlarlo, pero no lo conseguía” (20,9).

“Abrí una puerta ante ti” (Ap 3,8)

“El Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera, se le ha dado una vida nueva” (Benedicto XVI, Spe Salvi, 2).

“No debéis pensar que sea suficiente una renovación de vida, que se dice que se da una vez y para siempre, sino que la misma novedad, si se puede hablar así, tiene que ser renovada continuamente, día a día. Porque, como dice el Apóstol: ‘si nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se renueva día a día’ (Cor 4,16). Efectivamente, como una persona anciana envejece cada vez más… así también esta naturaleza nueva es continuamente renovada. Es perfectamente posible pasar de la vejez y las arrugas a la juventud, y lo más maravilloso de esto es que, mientras el cuerpo evoluciona de la juventud a la vejez, el alma, si de perfección se trata, evoluciona de la vejez a la juventud” (Orígenes).

La Palabra de Dios nos crea, la Palabra de Dios nos envía y la Palabra de Dios nos da vida, siempre. De una manera o de otra, en tiempos y lugares diferentes, esta es sin duda la experiencia de todos nosotros: que la Palabra que estaremos tentados de pensar que nos es conocida, se enciende con nueva vida, nos abre nuevos caminos para la reflexión, la oración y el compromiso, nos desafía a seguir creciendo y a ser conscientes de nuestro potencial, revela nuevas profundidades, produce nuevos frutos en nosotros, nos da el gusto, nos contagia un gozo nuevo, nos acompaña en momentos de dificultad nos mantiene humildes y con los pies en la tierra cuando todo marcha bien.

Poco a poco caemos en la cuenta que la llamada, la llamada misionera, es conocer la Palabra de Dios, testimoniarla, proclamarla y vivirla, escucharla, recibirla y compartirla, darle forma en este tiempo y en este modo, sí, es todo esto, desde luego, pero en fin de cuentas, la llamada es ser nosotros mismos personalmente una palabra en la Palabra: nuestra vida, nuestra manera de ser y de relacionarnos devienen el lugar donde el Evangelio se hace presente y es proclamado.

Como observa Gregorio Magno: “La Palabra crece con el que la lee”.

Por lo que a mí toca, descubrí de modo gradual tres espacios concretos en los que este crecimiento, esta formación permanente, se nos brinda de modo especial. El primero de estos espacios es el silencio de la oración personal en un espíritu de libertad y generosidad en la memoria viva del Jesús de los Evangelios que da comienzo a sus jornadas misioneras escuchando y hablando con el Padre y que por eso podía decir: “Yo no puedo hacer nada por mí mismo, juzgo según lo que oigo” (Jn 5,30). Las palabras y las obras de Jesús, su ser y su misión, brotaban siempre de la palabra del Padre.

El segundo espacio de crecimiento que continuó nutriéndome y alentándome en la escucha de la Palabra es el Sacramento de la Reconciliación celebrado con regularidad. Creo que gracias a este sacramento el Señor nos ofrece el “oído de discípulo” del que habla el profeta Isaías. La paz que acompaña al perdón ofrecido por el Señor es la ocasión para escuchar en mayor profundidad la Palabra que susurra continuamente en nuestra vida y en la vida de las personas a las que encontramos mientras vivimos nuestra misión. He apreciado de modo especial a Lucas 5,1-11, donde Jesús responde a la confesión de Pedro: “No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres”. La misión renace de la palabra misericordiosa.

El tercer espacio que encontré cada vez más útil durante los últimos años fue la dirección espiritual hecha con regularidad. Estoy muy agradecido a las personas que con paciencia me han acompañado, desafiado y animado a discernir donde y como el Señor me está llevando como discípulo y misionero.

“Eh aquí que estoy a la puerta y llamo” (Ap 3,20)

Si en este momento de mi vida tuviese que buscar una sola palabra para expresar mi personal experiencia de cómo Dios cuidó de mí y se comunicó conmigo, esta palabra sería: delicadeza. Esta experiencia fue magníficamente expresada por el Papa Benedicto XVI en su segundo libro sobre Jesús. “Es propio del misterio de Dios el obrar de un modo silencioso. El construye poco a poco su historia en la grande historia de la humanidad. Se hace hombre de manera que pueda ser ignorado por los contemporáneos, por las fuerzas autorizadas de la historia. Padece y muere y, como Resucitado, quiere llegar a la humanidad solamente a través de la fe de los suyos a los que se manifiesta. En continuidad llama suavemente a las puertas de nuestros corazones y, si le abrimos, va haciéndonos capaces de ‘ver’”.

Suavemente, poquito a poco, sí, este es mi modo de leer a la obra de la Palabra de Dios en mi historia hasta el presente. Encuentro un reconocimiento gozoso de mi camino tortuoso en el relato de los discípulos de Emaús en su viaje. Jesús, la Palabra de Dios, camina con su desencanto, y fragilidad antes que nada en silencio. Cuantas veces su palabra ha sido para mí este silencio paciente, compasivo y misericordioso. Y después del silencio pasa a preguntarles los motivos de su preocupación. Cuantas veces la Palabra ha dejado espacio a mis palabras, a mis perplejidades, a mis miedos y de este modo me ha llevado a un conocimiento más profundo de lo que he vivido y estoy viviendo. Luego está la palabra de desafío y de explicación: cuantas veces la palabra fue la verdadera clave para comprender la vida y vivirla en plenitud.

Una vez Juliana de Norwich, una gran mística inglesa, pidió al Señor que le quería decir realmente. “Me fue dada por respuesta una comprensión espiritual”, escribió. “¿Quieres saber lo que pretende tu Señor? Sábelo bien: Amor es lo que pretende. ¿Quién te lo revela? El Amor. ¿Qué te revela? Amor. ¿Por qué te lo revela? Por amor. Permanece firme en el amor”.

Podremos decir que también en nosotros los misioneros, la Palabra de Dios suscita dos pequeñas pero poderosas palabras: gracias y sí, palabras que bastan para llenar una vida.

Un gracias en la comunión fraterna,

P. David Glenday