“Como el Padre me amó, así os he amado. Permaneced en mi amor” (Jn. 15,9)

El icono del Corazón abierto de Cristo Buen Pastor, elemento esencial de nuestra espiritualidad misionera y comboniana, nos permite en estos días acercarnos a uno de los aspectos importantes y decisivos de nuestro ser misioneros en la Iglesia y en el mundo donde nos encontramos hoy viviendo nuestra consagración religiosa y misionera.

Aprovecho la ocasión de la celebración de la fiesta del Sagrado Corazón para compartir con vosotros algunos pensamientos, con el deseo de que nos ayuden a vivir esta fiesta como un momento de renovación y de apertura a la gracia del amor de Cristo que se nos ofrece para vivir en profundidad nuestra vocación misionera, como experiencia de un amor que nos hace ser felices y estar satisfechos de nuestro ser para los demás.

En la reflexión sobre nuestra espiritualidad, que este año estamos tratando de profundizar, me parece importante invitaros a pararnos un momento a contemplar el Corazón de Jesús para comprender mejor lo que somos y lo que  estamos llamados a hacer como misioneros, desde el momento que compartimos, con nuestros contemporáneos, un mundo que tiene dificultad a la hora de encontrar la dirección justa para vivir en plenitud el don de la vida que debe traducirse en auténtica felicidad.

Portadores de un gran amor

“He sido crucificado con Cristo, y ya no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mi. Y esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me ha amado y se ha entregado por mi” (Gal. 2,20).

Contemplando el Corazón de Jesús, la primera cosa que debería impactarnos es el que no nos encontramos ante una simple imagen que toca nuestra afectividad y nuestros sentimientos, sino en contacto con una propuesta simbolizada en el Corazón que nos impulsa a romper todos nuestros esquemas y todas nuestras seguridades para entrar en el mundo de la gratuidad. En el mundo del amor y de la fe, de lo imposible, según nuestros parámetros, pero del infinito, según los deseos del Señor. En el mundo del todo posible y nuevo, según el corazón de Dios.

El Corazón abierto de Cristo Buen Pastor nos hace comprender que, al principio de todo, de nuestro ser cristianos, consagrados, combonianos, misioneros, está la iniciativa de Dios que nos invita a entrar en el misterio de su amor y nos hace comprender que nuestro nombre y apellidos, a partir de este momento, no es otro que el que se expresa con dos palabras: soy amado.

Somos personas amadas profundamente por el Señor y llamadas a permanecer en este amor como exigencia y condición para encontrar el sentido de nuestra existencia, de nuestro estar en el mundo sin pertenecer al mundo.

Somos personas amadas, destinadas a ser presencia y testimonio del amor que Dios no se cansa de versar en nuestra humanidad; el amor siempre propuesto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo y de todos los tiempos como posibilidad única de vida plena.

Somos el objeto del amor que hace posible todo en este mundo. El amor creador y redentor, el amor que nos hace dignos y nos hace ser libres, el amor que ensancha nuestros horizontes y nos hace ser soñadores de un mundo distinto, de una humanidad más fraterna y más justa. El Corazón del Señor no es simplemente el lugar donde vamos a esconder o depositar nuestras necesidades cotidianas de afecto y de seguridad; no es el espacio donde nuestra imaginación puede descargar todas nuestras pretensiones de superficialidad y de placeres pasajeros.

No, el Corazón del Señor es el santuario donde somos retados a vivir la renuncia total a nosotros mismos, el vaciamiento que nos hace ser dependientes del Otro y de los otros; es el lugar preciso donde somos llamados a vivir del Amor (con la a mayúscula) para ser capaces de vivir amando.

¿Quiénes somos? La respuesta más sencilla es la que nos permite afirmar que somos solo lo que dejamos hacer al amor en nosotros. Somos lo que concedemos que el amor del Señor sea en nosotros.

Nuestra misión

“Yo soy el buen pastor, conozco mis ovejas y mis ovejas me conocen, como el Padre me conoce así yo conozco al Padre, y ofrezco la vida por las ovejas. Y tengo otras ovejas que no son de este redil: también  a esas tengo que guiar” (Jn. 10,14-16).

Tratando de dar una respuesta a la pregunta sobre nuestra misión, desde la perspectiva del Corazón del Señor, me parece necesario decir con toda sencillez que desde que Dios es Dios, la misión siempre ha sido algo de gran actualidad y ha sido así porque es la expresión de lo que es esencial a Dios, es decir, el amor.

Como Dios es amor, es necesariamente misionero, dado que la dinámica del amor es la de ir siempre al encuentro del otro, y lo que sabemos de Dios es precisamente eso, que se ha puesto en camino desde la eternidad para ir al encuentro de sus amados y responder así a su dimensión esencial, el amor.

Dios se ha hecho misionero por amor: esta es la noticia más bella que todavía hoy estamos llamados a llevar hasta los confines de nuestro mundo y a lo profundo de nuestra humanidad. La única verdadera tarea que tenemos es la de ser testigos de este amor, porque somos portadores de este misterio y Dios ha querido servirse de nuestra pobreza para manifestar su amor. No hay que decir nada más.

Hasta que no aprendamos que la misión es la expresión más fuerte del amor del Señor hacia nosotros, nuestro trabajo misionero no irá más allá del proyecto humano que necesariamente hace de nosotros protagonistas arrogantes de algo que está por encima de todas nuestras posibilidades de alcanzar. El misterio de la misión, de hecho, se manifiesta, se revela, se hace comprensible y razonable precisamente en la profundización del conocimiento y la experiencia del amor.

Hoy se recorren muchos caminos para vivir la misión, se busca tantísimo para hacerla comprensible, se dan tantísimas interpretaciones para explicarla y hacer ver su importancia y necesidad en la búsqueda del sentido de nuestra vida; pero la misión, al final, no se puede entender más que desde la lógica del amor.

Contemplando y rezando el misterio de Dios, se ve claramente cómo la misión es una realidad que se comprende no con la cabeza, ni con nuestros argumentos racionales, y tampoco con nuestra capacidad de programar, calcular, proyectar. No es con nuestros análisis estadísticos o con los datos sociológicos, económicos y políticos o con nuestras elucubraciones filosóficas y teológicas, como la misión se hace más comprensible.

Basta ver cuántas teorías, lenguajes, estudios siguen apareciendo para provocar nuestra reflexión. Se habla de misión ad intra, ad extra, ad gentes... Se discute sobre cuáles son las tierras de misión. Se habla de nuevos areópagos y de nuevas situaciones misioneras... Pero, en el fondo, la pregunta sobre cómo podemos entender lo que sea la misión hoy, para nosotros, en este preciso momento de nuestra historia y de la sensibilidad de nuestra humanidad, sigue ahí. Creo que una respuesta convincente pueda llegar tan solo si conseguimos desarrollar nuestra capacidad de ver, sentir y entender con el corazón.

Custodiar el don que hemos recibido

 “Por esto te recuerdo que avives el don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos” (2Tim. 1,6).

Como misioneros somos llamados a ser centinelas del amor y somos los depositarios del misterio de este amor que llevamos en nosotros, como dice san Pablo: “Nosotros llevamos este tesoro en vasos de barro, para que aparezca que esta potencia extraordinaria viene de Dios” (2Cor. 4,7).

Examinando nuestra vida y nuestra misión a través de la experiencia del Corazón de Jesús, como experiencia de un gran amor que habita en nosotros, tenemos el gran deber que puede parecer sencillo, pero que en este momento de nuestra historia como Instituto se ha transformado en un gran reto. Hablo del amor a nuestra vocación misionera vivida a  través de la consagración religiosa y del ministerio sacerdotal. Porque hemos sido amados profundamente, hemos sido llamados a compartir con el Señor su misión y por eso no tenemos derecho a perder el don recibido. La experiencia del amor que se nos revela en el Corazón de Jesús es y tiene que ser para nosotros un reclamo a vivir en profundidad este amor, poniendo en el centro de nuestra vida y de nuestros intereses la persona del Señor. Hoy, no podemos vivir un auténtico empeño misionero si no somos sabedores del amor que el Señor nos tiene y si no estamos dispuestos a organizar toda nuestra vida alrededor de este amor.

Ciertamente, podemos hacer tantísimas cosas en nuestras misiones, pero el verdadero empeño en favor de nuestros hermanos y hermanas, la verdadera ayuda que podemos ofrecerles, la auténtica solidaridad que podemos expresar a través de nuestro hacer causa común, el papel profético que debemos tener en el mundo donde somos llamados a desenvolver nuestro servicio, en una palabra, la verdadera misión, no puede nacer más que de la experiencia del amor que llevamos en nosotros como don del Señor.

Por eso pienso sea necesario aprender a custodiar nuestro corazón para no perder la pasión característica del amor.

Hoy es un gran sufrimiento ver como alguno de nosotros viva dentro de sí una superficialidad que puede vaciar la existencia y crea un malestar y una insatisfacción que se traduce en frustración. Para nosotros es una gran tristeza tener que acompañar a hermanos que han perdido la fascinación por la vocación porque han sido ingenuos y no han sabido custodiar su corazón, dejando que se infiltrasen otros amores que no tienen nada que ver con el Amor que un día nos pidió le consagrásemos todo nuestro ser, toda nuestra persona. Donde no hay amor, la misión se hace imposible.

Hoy, más que nunca, para vivir una auténtica experiencia del amor que nace del Corazón de Jesús, es indispensable aprender a custodiar nuestro yo más profundo de forma que el Amor ocupe todo el espacio de nuestro corazón y nos enseñe a pensar y actuar según ese Amor. Semejante disponibilidad se traducirá en amor-pasión hacia las personas que se nos confían en la misión.

De esa forma nos daremos cuenta de que el Corazón de Jesús Buen Pastor, en nuestra espiritualidad, no es tan solo una imagen que toca nuestros sentimientos, como ya se ha dicho, sino que se hace el icono que nos reta a crecer en el amor que solo el Señor puede darnos, garantía de nuestro ser auténticos misioneros.

Mirando con pasión a nuestro mundo, no podemos permanecer indiferentes ante tanto sufrimiento, que no es sino la negación y desprecio del amor que el Señor quiere sembrar en el corazón de todos nosotros.

Como misioneros y combonianos estamos llamados a vivir de manera que nuestros hermanos y hermanas puedan descubrir el Amor que nace en el corazón del Señor y esto solo será posible en la medida en que seamos capaces de testimoniar, con nuestra vida y nuestro empeño en favor de los más pobres, que somos misioneros porque llevamos en nosotros un amor que nos empuja a ir al encuentro de quienes son los destinatarios del Amor, de la pasión de Dios por sus hijos.

Que el Corazón de Jesús nos conceda la gracia de vivir siempre abiertos a su amor. Buena Fiesta.

P. Enrique Sánchez González, mccj

Superior General

P. Enrique Sánchez González, mccj