Breve reflexión para celebrar juntos el mes misionero de Octubre y prepararse a la fiesta de San DANIEL COMBONI, el 10 de Octubre, 2005
Queridos Hermanos
“Nuestra identidad comboniana consiste en acoger la iniciativa de Dios como lo hizo Comboni; en dejarnos consagrar por el Padre y en el sabernos enviados por El para el servicio del Evangelio. Nuestra identidad comboniana nos pide poner la santidad como base de la vida y de la misión de cada uno de nosotros y de todo el Instituto” (cf. DC ’03, 53-54).
La misión nace de un encuentro
La experiencia de los misioneros en la historia bíblica, la experiencia de aquellas mujeres y hombres enviados por Dios, nos enseña que la misión llega siempre en un segundo momento, después de un encuentro fundamental: el encuentro con Dios.
Hace misión quién se ha encontrado con Dios y se ha apasionado por El. La misión, lo sabemos, es iniciativa de Dios. Es Dios mismo que da origen a la misión: es El que llama, es El quién suscita sus testigos, es El quién abre los ojos de sus invitados ante una historia humana por ordenar y sobre la cual apasionarse; una historia por ordenar según su proyecto, con los ojos y su corazón. La misión, entonces, es la consecuencia de un descubrimiento y de una sorpresa de Dios en la propia vida. La historia de cada misionero es, de alguna manera, la historia de un testimonio, de un encuentro vivido. La misión, entonces, es anunciar a Cristo encontrado, amado y vivido.
Entonces el mensaje de la misión empieza no cuando hemos aprendido que decir o que hacer, sino cuando conseguimos asegurar como creíble el Dios que hemos encontrado. Hasta que Dios no es un “Tu” que habla y entra en nuestra vida ocupando espacio, tiempo y prioridad, será difícil apasionarse por la verdadera misión.
La misión se construye sobre la Palabra
¿Quién es el verdadero misionero? Es uno que durante toda su vida dice aquello que Dios le ha comunicado. Es uno que explica el encuentro que ha tenido con Dios.
Es misionero quién está disponible a la iniciativa de Dios, que da tiempo y espacio a Dios para que hable. No es fácil dejar hablar a Dios y escucharlo. Cuando Dios habla, pide un largo silencio y también tiempo para ser comprendido. Porque cuando Dios habla, no continua nuestro discurso, sino que lo modifica en sus contenidos y en sus prioridades esenciales.
Escuchar a Aquel que habla: esta es la primera y profunda dificultad de una experiencia de Dios, hoy.
Son tantos los medios para sustituir su Palabra con nuestras palabras, que no perdemos tiempo a dejarlo hablar o a esperar que hable. No tenemos la humilde paciencia de esperar y escuchar aquello que quiere decirnos. Dios, entre otras cosas, no es lento para hablar. Somos nosotros los que somos lentos para comprender, y por lo tanto entrar en su lógica.
La misión evangélica empieza cuando Dios vuelve a hablar y nosotros nos disponemos a escuchar para comprender en la fe aquello que El quiere y entrar en su mentalidad. Nuestra Regla de Vida nos recuerda sabiamente que “El misionero lee la Palabra de Dios a la luz del Espíritu. La aplica a su vida en la meditación dejándose juzgar y convertir a la manera de pensar y obrar de Dios” (RV 47.1).
Cuando el hombre no escucha o hace callar a Dios, le sustrae la iniciativa y la misión llega a ser una aventura humana destinada a fracasar.
La misión se revela con el testimonio de vida
Dios no se demuestra, se muestra. Cada hombre y cada mujer sabe que Dios no necesita demostrar la existencia: éstos, más bien, tienen el deseo de sentir y ser ayudados a percibir la presencia. Se da testimonio de Dios con una vida de fe autentica y de entrega total. “Vosotros sois la luz del mundo. Empiece así a brillar vuestra luz ante los hombres; que vean el bien que hacéis y glorifiquen a vuestro Padre del cielo” (Mt 5,16).
Los Evangelios son muy sobrios al referir las cosas que los discípulos deben decir y hacer. En la escuela de misión de Jesús, se subraya con insistencia sobre el estilo de vida y de sus anunciadores.
La vida de los discípulos comporta algunas actitudes irrenunciables.
A los discípulos se les recomienda una atención preferencial, una ternura en acto para los enfermos, pobres, leprosos y los endemoniados. Deben apasionarse por el hombre y su liberación integral, como Cristo. Como el Maestro en el camino de Emaús, éstos son llamados a hacerse compañeros de camino, para ayudar a captar un sentido en los acontecimientos. Y, como Cristo, deben preferir los pobres y los que sufren. Amor y misión, en resumen, son un binomio inseparable.
El comportamiento de los discípulos debe inspirarse en la sobriedad, la esencialidad, pobreza en la comida, en el vestido, en las exigencias cotidianas y en las relaciones interpersonales. La misión, además, debe desarrollarse en un clima de gratuidad y disponibilidad. Los discípulos deben estar dispuestos a darlo todo, sin esperar nada a cambio; deben amar gratuitamente sin reservas y sin condiciones.
Todos los Evangelios, además, preanuncian posibles sufrimientos que los discípulos encontrarán.
Los discípulos deben esperarse dolores y persecuciones, siguiendo la misma suerte del Maestro; pero no tienen que tener miedo: el Padre los guardará. Ellos, sólo deben preocuparse de ser fieles a su vocación y a las exigencias radicales del Evangelio y de la Misión.
A propósito de esto, Comboni nos recuerda que “el misionero, desnudo por completo de sí mismo, y privado de todo humano consuelo, trabaja únicamente para su Dios (…) Con la mirada puesta tan sólo en su Dios, que le sirve de impulso, tiene en todas las circunstancias con qué sostenerse y nutrir abundantemente su corazón. Su espíritu no pregunta a Dios las razones de la Misión de Él recibida, sino que trabaja confiado en su palabra, como dócil instrumento de su adorable voluntad, y en todas las circunstancias repite profundamente convencido: Siervos inútiles somos; hemos hecho lo que debíamos hacer” (S. 2702).
Deseamos a todos un octubre misionero lleno de abundantes gracias y una profunda comunión con toda la Familia Comboniana en la fiesta de nuestro Santo Fundador.
Fiesta de San Daniel Comboni 2005
P. Teresino Serra y Consejo General
P. Teresino Serra