Jueves, 30 de abril 2020
El 19 de abril pasado, el P. Enrique Sánchez González, misionero comboniano mexicano, recordó su primera consagración religiosa, realizada hace 40 años (19 de abril de 1980), enviando una carta a sus cohermanos y amigos titulada “Ya no cuento los días”. “Ya no quisiera contar los días – escribe el misionero –, para que el tiempo que nos queda por delante se convierta en años en los que nos descubramos en las manos de Dios, llamados a vivir todo lo que nos va dando como una gracia de su bondad, libres de todas nuestras ataduras y destinados a vivir en una plenitud que se traduce en felicidad.”
Ya no cuento los días
Bastaron pocas semanas, menos aún, pocos días para que, casi sin darnos cuenta, el tiempo se nos viniera encima y las semanas parece que ya no son de siete días y los meses se alargan y se encogen según los datos que nos dan de una epidemia que parece habernos llegado para convertirse en contratiempo, cuando podría convertirse en la oportunidad de nuestras vidas.
Sin muchas planeaciones, todo parece haberse paralizado, en algunos casos de un golpe y en otros paulatinamente, y con placer o sin quererlo, nos sorprendimos capaces de cambiar de ritmos y de asumir tareas que poco habíamos considerado.
El tiempo nos dio la vuelta y de pronto caímos en la cuenta de que la vida está hecha de muchas pequeñas cosas que en realidad son esenciales y que lo mejor de nuestra existencia se entiende con el corazón. Y bastaron sólo unos días para que apreciáramos cuánto vale un abrazo y lo inapreciable de un beso.
Y nos dimos cuenta de que se puede vivir algunos días ayunando de comidas suculentas, pero no se puede prescindir de las presencias, incluso de aquellos que en su momento nos pueden causar enfado. De repente nos dimos cuenta de que las distancias, aunque sean sanas, se hacen tan pesadas como la cruz que cargó el Señor en el camino al calvario
Pero nos faltaba el tiempo para poder detenernos, para dejar que actuara ese sentido particular que llevamos dentro y que nos hace contemplativos y capaces de sorprendernos ante una realidad que siempre ha estado ahí, a dos segundos de nuestras prisas y a unos cuantos instantes de nuestras urgencias, de las carreras frenéticas que no nos han llevado a ninguna parte.
Y como por arte de magia nos hicimos sensibles y nos dimos cuenta de que no estábamos solos, que vivimos rodeados de personas de las cuales dependemos y sin las cuales no nos entendemos a nosotros mismos. Se despertó intensamente nuestra capacidad de amar y la importancia de decir “te quiero”, me haces falta, ¿cómo estás? y, sobre todo, cuídate mucho; pues nadie nos sobra en la vida y todos nos hacen faltan hasta el último momento en que estemos en este mundo.
Muchas veces nos habían dicho que vivimos de relaciones y sólo crecemos cuando nos abrimos a los demás; pero hasta ayer nos habíamos obstinado en demostrar que lo que cuenta es imponerse y demostrar que somos más fuertes, más ricos, más inteligentes, más poderosos… que los demás.
Tuvo que venir un virus microscópico para hacernos entender que nadie se salva solo, que todos estamos en la misma barca y que ante el dolor y la muerte nada valen los millones. Lo que cuenta, para sorpresa de todos, es la solidaridad, la capacidad de olvidarse de uno mismo, la prontitud con que nos pongamos al servicio de los demás.
Y no es para extrañarse que en medio del dolor caigan las barreras de la desconfianza y los desconocidos nos hagamos amigos y las oraciones de unos se conviertan en pilares de soporte para aquellos otros que jamás habíamos encontrado.
Al final nos rendimos a la evidencia de que todos somos iguales y que en el corazón humano resuenan los mismos sentimientos que nos hacen hermanos.
Volviendo al tiempo, yo ya no cuento los días porque no quisiera que acortando los momentos apareciera la tentación de volver a lo mismo y que, lo que ahora parece haberse desacelerado, repartiera con sus mismas exigencias que aturden y confunden para que no nos demos cuenta por dónde está pasando la vida.
Los días de repente nos parecen de cuarenta y ocho horas, cuando nos vemos obligados a recalcular nuestros horarios, cuando nos sentimos obligados a romper con las rutinas que nos han hecho creer que la vida se reduce a correr a un trabajo, a comer de pie porque el tiempo no alcanza y sería un lujo entender que comer no se limita a ingerir alimentos, y al final de una jornada exhaustos treparse en un vagón del metro para compartir el anhelo de llegar a casa para perderse en el sueño.
Las horas se nos hacen eternas cuando el policía que llevamos dentro nos reclama, exigiendo que no hay tiempo para perder y que detenerse es sinónimo de holgazanería y que darse tiempo para estar consigo mismo y para tomarse en serio es tiempo perdido que no reditúa intereses y que no hace incrementar las cuentas bancarias.
Y de qué sirve tener y especular en la bolsa de valores, cuando el minúsculo virus obliga a encerrarse y de pronto los aeropuertos se vacían, las playas parecen desiertos, las ciudades se paralizan y ya no se oye la algarabía de sus habitantes; las iglesias recobran sus espacios de silencio y el que reside en ellas se desvive en prodigar su consuelo, en mostrar su presencia y en asegurar su fidelidad y misericordia.
Qué poco hace falta para que nos demos cuenta de nuestra pequeñez y de nuestra debilidad que obligan, a quienes logran tragarse por un momento su arrogancia, a ponernos de rodillas para tomar conciencia de que en realidad toda nuestra existencia está en las manos de alguien que vela por nuestro futuro, que llora nuestros dolores, que sufre viendo tantas vidas irse, cuando todos pensábamos que aún no era el tiempo.
A muchos se nos antoja recordar aquellas palabras del evangelio con las que la hermana de Lázaro expresaba su profundo dolor ante la muerte: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no estaría muerto”. Y qué bello escuchar al Señor decir: no está muerto. Porque la fe que tantísima gente está manifestando en estos días nos lleva a decir, claro Señor, sabemos que tú eres la resurrección, que tú estás vivo y que tú has vencido a la muerte.
Por otra parte, nos encontramos hoy con momentos que, cuando menos lo pensamos, nos hacen caer en la cuenta de que una jornada más tardó en empezar que ya nos está cobijando con sus noches de lunas esplendidas en este abril del 2020 que llegó para enseñarnos que el tiempo, nuestro tiempo, ya no será el mismo, aunque nos afanemos porque ya termine la cuarentena para volver a lo mismo, para retomar las viejas costumbres, como si el tiempo se hubiese detenido sólo caprichosamente para tratar de enseñarnos cuántas son nuestras fragilidades.
Con el pasar de los días, un poco por monotonía y mucho por la sacudida interior que está significando esta cuarentena obligada, me ha venido el desinterés por contar los días y cada amanecer lo recibo como algo inmerecido cargado de una belleza y una promesa que con el trascurrir de las horas me van ayudando a gozar lo que se me ha dado y que ya no volverá.
Ya no quiero contar los días pues, a fin de cuentas, en la situación en que nos encontramos, poco importa que sea día primero, que sea miércoles o viernes, que sea la primera o la tercera semana de contingencia, con muchas personas me siento en la necesidad de decir “gracias” porque estoy vivo, porque estoy sano y porque no me siento indiferente al dolor que aflige a muchos de mis hermanos, incluso cercanos.
Qué importa que sea cuarentena de catorce días o “quédate en tu casa” de cuarenta días. Lo que importa es la sabiduría que brota de nuestros corazones, muy humanos, que nos dice que con la vida no se juega y que la vida es y será siempre el tesoro más bello que hemos recibido.
Y sin quererlo nos descubrimos necesarios los unos de los otros y responsables incluso de quienes nos son lejanos, al punto de sacrificar nuestra propia vida para salvar la de quien cayó entre nuestras manos.
En estos días he visto la cara llena de angustia y de dolor en el rostro de la doctora que me informaba sobre la salud de un hermano mío.
Los semblantes de los médicos y las enfermeras que han tenido que transmitirme las noticias que jamás hubiesen querido dar, no tenían nada de fingido. He leído en sus palabras el deseo de un consuelo que hubiesen querido darme y el dolor de no haber podido alargar la vida de alguien que para nosotros era sencillamente un hermano amado.
Y espontáneamente nos damos cuenta de que la vida es más preciosa de lo que nos imaginábamos y que es un patrimonio del que somos responsables todos; llamados instintivamente a olvidarnos por un instante, o habría que decir por siempre, de nuestras diferencias, de nuestros intereses, de nuestras convicciones, de nuestras creencias, de nuestras culturas, de nuestro ser pobres o ser ricos, de ser sabios o apenas capaces de leer o de escribir una frase en el libro de la vida.
Somos humanos y somos hermanos y eso nos lo ha venido a gritar un virus invisible del que seguramente nos recordaremos por el resto de nuestros años.
No, ya no quiero contar los días, pues me doy cuenta de que han sido suficientes muy pocos días para demostrarme cuánto valgo, cuánto puedo y cuánto quiero. Se necesitó de muy poco para que entendiera que la vida me exige mucho más y que seguramente, aun lidiando con mis debilidades y mis límites, tendré que seguir buscando esas pequeñas señales de las que el Señor se sirve para decirme que no se vale sentarse al bordo del camino, que no hay que temer a amar, aunque en el intento se salga herido y que no hay vida auténtica que sea entregada para que otros vivan.
Ojalá que los días no se alarguen en el poder del Covid-19 y que lo que nos ha permitido descubrir y aprender nos ayude a replantear nuestra vida, dándonos la oportunidad de no desperdiciar ni el mínimo instante de nuestra existencia.
Qué nos ayude a sentir con el corazón lo importante que son para nuestro propio futuro las personas que cada día se nos van regalando, como chispas que hacen resplandecer una bella luz en nuestro caminar, incluso en momentos de obscuridad y de dolor.
Ojalá no dejemos pasar la oportunidad de darle a nuestra vida un giro nuevo, que nos permita salir, sin miedos de nosotros mismos, para darnos cuenta de cuánto es bello vivir para los demás.
Ojalá que ya no dejemos para mañana aquel encuentro con los demás que pasado el tiempo ya nunca volverá. Qué no nos cansemos de decir, más con hechos que con palabras, a los demás cuánto los amamos.
Seguramente los días y los años que vienen ya no volverán a ser lo que fueron hasta antes del Covid-19, ojalá que sean tiempos nuevos en donde toda la humanidad se dé la oportunidad de repartir con una conciencia renovada por la esperanza, por la sencillez; por la caridad que mueva a cada uno de nosotros a interesarse por los demás, en particular por quienes parecen no tener hoy valor según los criterios de nuestra sociedad.
Ya no quisiera contar los días, para que el tiempo que nos queda por delante se convierta en años en los que nos descubramos en las manos de Dios, llamados a vivir todo lo que nos va dando como una gracia de su bondad, libres de todas nuestras ataduras y destinados a vivir en una plenitud que se traduce en felicidad.
Y cuando los días pasen y nos volvamos a encontrar, sólo te pido que me permitas darte un abrazo en silencio para decirte que eres lo más bello que se me pudo dar.
Enrique Sánchez G. Mccj
19 de abril de 2020
40 aniversario de mi primera profesión religiosa