¡Buena noticia! "La fiesta en la casa del Padre acaba de empezar... ¡Vengan todos!” Es esta la invitación de Jesús (Evangelio), para explicar el amor sin límites de Dios padre-madre, por medio del pasaje evangélico conocido como la “parábola del hijo pródigo”.

¡Hagamos fiesta!

"¡Es necesario hacer fiesta y alegrarse!"
Lucas 15,1-3, 11-32

El cuarto domingo de Cuaresma tiene un carácter especial en el camino cuaresmal, marcado por la alegría. Se le llama el domingo “Laetare” (“Alégrate”), por la primera palabra de la liturgia: “Alégrate, Jerusalén, y todos los que la amáis, reuníos. Regocijaos con ella, los que estuvisteis en duelo. Así os alegraréis y quedaréis satisfechos con los pechos de su consolación.” (Isaías 66,10-11)

El Evangelio nos ofrece la parábola más conocida y bella de Jesús: la parábola del hijo pródigo. En realidad, en el centro de la parábola está la figura del padre benevolente y misericordioso. Esta parábola se encuentra en el capítulo 15 del Evangelio de San Lucas, el “capítulo de los perdidos”: la oveja perdida en el desierto, la moneda perdida en casa, el hijo menor que se fue lejos y el hijo mayor “perdido” aunque permaneció en casa. Este capítulo está dedicado enteramente a la misericordia de Dios. Uno de los elementos distintivos del Evangelio de San Lucas es precisamente el énfasis que pone en la misericordia divina, y el capítulo 15 puede considerarse un “Evangelio dentro del Evangelio”, con la parábola del Padre misericordioso como su clímax.

El contexto de la parábola lo encontramos en los primeros versículos del capítulo (vv. 1-3):
“Se acercaban a él todos los publicanos y pecadores para escucharlo. Los fariseos y los maestros de la ley murmuraban diciendo: ‘Este acoge a los pecadores y come con ellos.’ Y les dijo esta parábola.”
Jesús se dirige entonces a los fariseos y a los maestros de la ley, aquellos que se creían justos y criticaban su apertura hacia los pecadores, considerándolo permisivo y laxo.

Para responder a esta mentalidad, Jesús cuenta tres parábolas. Las dos primeras, más breves, tienen como protagonistas a un hombre y a una mujer: un pastor que, habiendo perdido una de sus cien ovejas, va en su busca (vv. 4-7) y una mujer que, habiendo perdido una de sus diez monedas, la busca cuidadosamente en su casa hasta encontrarla (vv. 8-10). Ambos se alegran al encontrar lo perdido y llaman a sus amigos y vecinos para que se alegren con ellos. Jesús concluye ambas parábolas con una afirmación significativa: habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte.

La contraposición entre el hombre y la mujer, entre lo que está fuera y dentro de la casa, entre los pecadores y los justos… subraya la universalidad de la misericordia de Dios, que une en la alegría la tierra y el cielo.

La tercera parábola es la del Evangelio de hoy: la parábola del Padre misericordioso. Una lectura atenta de la parábola nos permite comprender mejor el corazón de Dios Padre y su amor incondicional por cada ser humano.

Una lectura de la parábola con la mirada puesta en el Padre

Cuando leemos o escuchamos la parábola, generalmente nuestra atención se centra en el comportamiento de los dos hijos: nos comparamos con ellos, tratando de entender con cuál de los dos nos identificamos más, si con el joven que se alejó de casa o con el mayor, “perdido” aunque se quedó en casa.

Hoy les invito a leer nuevamente la parábola con la mirada fija en el Padre. Los hijos siguen siendo hijos, pero están llamados a recibir la herencia del padre y de la madre, convirtiéndose en el alma de la casa y de la familia. De lo contrario, ¿quién acogerá al hijo o hija perdidos cuando regresen? Si encuentran una casa fría y vacía, se sentirán doblemente perdidos. Hoy, nuestra sociedad tiene una necesidad extrema de padres y madres capaces de “quedarse en casa” para acoger a los que regresan.
“Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio, se conmovió, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.” La parábola utiliza cinco verbos para describir la acogida del padre hacia el hijo menor que, “volviendo en sí”, decidió regresar a casa: ver, conmoverse, correr, abrazar y besar.

¿Está nuestra acogida caracterizada por estos cinco verbos? ¿Cuáles son nuestros sentimientos y nuestras acciones hacia aquellos que han fallado?

Luego el padre dijo a los sirvientes: “Rápido, traed la mejor túnica y ponedla sobre él, ponedle el anillo en el dedo y las sandalias en los pies. Matad el ternero engordado, comamos y hagamos fiesta.”
Así el padre rehabilita plenamente a su hijo: con la túnica le devuelve la dignidad; con el anillo —sello de la familia— lo hace copropietario de los bienes de la casa; con las sandalias en los pies, prerrogativa de las personas libres, reafirma su estatus de hijo libre. La fiesta es el signo supremo de la acogida.

La actitud del Padre es un gran desafío para nosotros, para nuestras familias, para las comunidades cristianas y para la Iglesia. A menudo somos reacios a volver a confiar en quienes han traicionado nuestra confianza. Antes de reconstruir una relación rota, imponemos pruebas, mantenemos el rostro duro, porque tememos ser engañados o heridos de nuevo. Pecamos de demasiada prudencia y nos falta la audacia del amor. ¡Qué difícil es ser verdaderamente hijos de este Padre con un corazón demasiado bueno, demasiado compasivo, demasiado… ingenuo!

En este punto llega el hijo mayor, que no comparte el comportamiento del padre y se niega a entrar en la fiesta. ¿Qué hace el padre? “Su padre salió entonces a suplicarle.” El padre suplica, no regaña, no manda, no se enoja, sino que intenta convencer al hijo mayor para que comparta sus sentimientos. El padre quiere reparar las relaciones porque no quiere perder a ninguno de sus hijos.

La reconciliación con el Padre no es suficiente. Es necesario que también los hermanos se reconcilien entre sí. Hoy, en la Iglesia, existen grandes tensiones, a menudo debido a la intolerancia y la falta de respeto hacia aquellos que piensan de manera diferente. En la segunda lectura de hoy (2 Corintios 5,17-21), San Pablo dice: “Dios nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo y nos dio el ministerio de la reconciliación.” En cierto modo, este ministerio de la reconciliación está confiado a cada uno de nosotros. El Papa Francisco sigue repitiendo que en la Iglesia hay espacio para todos. Sin embargo, hasta que nuestro corazón no se haga como el del Padre y la Iglesia no tenga un corazón de madre, esto no podrá realizarse.

Más allá de la parábola

Para concluir, me parece oportuno dirigir nuestra mirada hacia Cristo, que nos ha revelado el corazón del Padre. Él encarna el verdadero espíritu del hermano mayor. Partiendo de la Casa del Padre, se alejó llevándose las riquezas del Padre, que despilfarró con prostitutas, publicanos y pecadores, para luego regresar con una multitud de hermanos y hermanas que estaban perdidos y él había encontrado. De él dijo el Padre: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti he puesto todo mi complacencia.” (Lucas 3,22).

P. Manuel João Pereira Correia, MCCJ

El abrazo del Padre misericordioso regenera a personas y sociedades

Josué 5,9a.10-12; Salmo 33; 2Corintios 5,17-21; Lucas 15,1-3.11-32

Reflexiones
¡Buena noticia! "La fiesta en la casa del Padre acaba de empezar... ¡Vengan todos!” Es esta la invitación de Jesús (Evangelio), para explicar el amor sin límites de Dios padre-madre, por medio del pasaje evangélico conocido como la “parábola del hijo pródigo”. Un título parcial, en cuanto no menciona al padre, da cuenta solo del hijo menor e ignora al mayor, el cual merece de igual manera, y aún más, ser reprochado. El título más acertado es: ‘parábola del padre misericordioso’, ya que es él el protagonista: su amor está en el centro de toda la narración. El libro de Lucas ya es conocido como el ‘Evangelio de la misericordia’, pero el capítulo 15 (con las tres parábolas) es ‘un evangelio en el Evangelio’. ¡La noticia más bella! En sintonía también con este domingo en ‘Laetare-alégrate’.

De esta parábola, tan conocida y comentada, basta con resaltar algunos aspectos. Muy oportunamente, el pasaje evangélico escogido para la lectura litúrgica de hoy incluye los primeros versículos de Lucas 15, donde se ve el contexto de la parábola: Jesús acoge a publicanos y pecadores y come con ellos; aparecen también los destinatarios de la parábola: los fariseos y los escribas que murmuran (v. 1-3). Los mismos que aparecerán nuevamente al final en el personaje del hermano mayor.

Cabe subrayar los cinco verbos con los que Lucas describe el amor efusivo del padre a su hijo que regresa a casa: “lo vio (de lejos) y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo” (v. 20). Vienen después las cinco órdenes del padre para confirmar la plena rehabilitación del hijo: el mejor traje (signo de la dignidad recuperada dentro de la familia), el anillo en la mano (el poder), las sandalias (signo del hombre libre). Y a continuación, el ternero cebado (para las ocasiones solemnes) y la gran fiesta para todos (v. 22-23). La fiesta es lo que más molestó al hijo mayor que volvía del campo (v. 25.29.30). El padre sale para hacerle comprender el porqué de tanta alegría: ¡ha vuelto tu hermano! Debemos alegrarnos (v. 32).

En cada uno de nosotros conviven los dos hermanos, el menor y el mayor, ambos con actitudes reprochables e igualmente necesitados de conversión. Para Jesús, el ideal al que hay que convertirse es el Padre misericordioso: acoge a todos sin limitaciones, perdona con gratuidad, quiere que todos vivan en su casa. Acerca de este itinerario de conversión, Henri J. M. Nouwen ha escrito un estupendo libro de meditaciones - El regreso del hijo pródigo -  partiendo del famoso cuadro de Rembrandt. He aquí uno de sus mensajes más profundos: “Estoy destinado a entrar en el lugar del Padre y ofrecer a otros la misma compasión que Él me brinda. El regreso al Padre es el reto a convertirse en el Padre”.

La parábola de Jesús queda abierta: no sabemos si, al final, el hermano mayor participó en la fiesta, ni si el menor dejó de cometer despropósitos. Pero ahora sabemos con certeza que en esa casa hay lugar para todos y que existen aún muchos lugares por llenar. Ahora todos saben que en su casa el Padre quiere que haya hijos, no esclavos; personas que comparten su proyecto de amor, no solo fríos y ‘observantes’ ejecutores de los trabajos a realizar (v. 31). La parábola concluye sin el abrazo entre los dos hermanos; esto queda como tarea nuestra en la vida diaria: dar y recibir ese abrazo.

En la casa de ese buen padre se ha estrenado un nuevo modo de vivir: no ya como esclavos sino como hijos. Una experiencia semejante a la del pueblo de Israel (I lectura), el cual, tras 40 años de desierto, toma posesión de la tierra prometida, donde ya no comerá en la precariedad del extranjero, sino que se alimentará de los frutos de su tierra y de su cosecha (v. 12). S. Pablo enseña que toda buena experiencia es para compartirla con otros (II lectura). El que ha experimentado la bondad misericordiosa de Dios y ahora vive con Él una relación nueva como hijo y amigo (v. 17), descubre que los demás son sus hermanos-hermanas y siente el deseo de involucrarlos en la misma experiencia de vida y de reconciliación (v. 18-19).

En esto consiste la misión: ¡compartir dicha experiencia y ayudar a otros a acoger en su vida el amor misericordioso y regenerador de Dios, que es Padre y Madre! Misión es anunciar la misericordia del Padre y trabajar para que el «amor misericordioso» llegue a ser el tejido de relaciones nuevas entre las personas, entre los pueblos y con la creación, como afirman el Papa Francisco y Juan Pablo II: “El mundo de los hombres puede hacerse cada vez más humano, únicamente si introducimos en el ámbito pluriforme de las relaciones humanas y sociales, junto con la justicia, el «amor misericordioso» que constituye el mensaje mesiánico del Evangelio” (Dives in Misericordia, n. 14). Este es un servicio misionero de excelencia para el crecimiento de una humanidad nueva.

Palabra del Papa
«Pido a Dios que prepare nuestros corazones al encuentro con los hermanos más allá de las diferencias de ideas, lengua, cultura, religión; que unja todo nuestro ser con el aceite de la misericordia que cura las heridas de los errores, de las incomprensiones, de las controversias; la gracia de enviarnos, con humildad y mansedumbre, a los caminos, arriesgados pero fecundos, de la búsqueda de la paz».
Papa Francisco
Encíclica “Fratelli Tutti” (3-10-2020) n. 254

P. Romeo Ballan, mccj

Donde hay misericordida, ahí está Dios
Un comentario a Lc 15, 1-32

Leemos hoy el capítulo 15 de Lucas, que es el centro de este evangelio y una obra literaria majestuosa, con enseñanzas de gran valor para la convivencia humana. Con tres parábolas maravillosas (la moneda perdida, la oveja descarriada, el hijo pródigo) Jesús responde a los que le criticaban por comer con pecadores y publicanos, mostrando que el gran signo mesiánico (el signo de la presencia de Dios en el mundo) es la cercanía de los pecadores a Dios. Al leer estas parábolas surge espontánea la pregunta:

¿Dónde me coloco yo? ¿Entre los necesitados de misericordia o entre los que se sienten con derecho a juzgar y condenar?

Podemos decir que Jesús es la expresión histórica de la misericordia divina, porque, como dice San Pablo, “en él habita corporalmente la misericordia de Dios”. En efecto, donde hay misericordia, ahí está Dios. Esa es la demostración más clara de que en Jesús está Dios, porque en él está la misericordia, que se hace palabra acogedora, gesto de bendición y sanación, esperanza para la pecadora, amistad para Zaqueo…

La Iglesia es cuerpo de Cristo (presencia de Cristo en la historia humana) en la medida en la que vive y ejerce la misericordia para con los ancianos y los niños, los pobres y los indefensos, así como para con los pecadores que se sienten abrumados por el peso de sus pecados. En este sentido, somos cristianos y misioneros en la medida que experimentamos la misericordia y la testimoniamos hacia otros, de cerca y de lejos.

¿Cómo son nuestras relaciones familiares, por ejemplo? ¿Duras, condenadoras? ¿Sabemos mirar con ojos de misericordia a los que nos rodean? ¿Acepto la misericordia de otros hacia mí o me creo perfecto e intachable?

Pero, ¡atención!, misericordia no es indiferencia ante el mal, la injusticia, la mentira, el atropello, el abuso y el pecado en general. Misericordia es creer en la conversión del pecador. Misericordia no es irresponsabilidad, sino creer en la posibilidad de re-comenzar siempre de nuevo, creer que el amor puede vencer al odio, el perdón al rencor, la verdad a la mentira. La misericordia no juzga, no condena; perdona, da la posibilidad de comenzar de nuevo

Para ser misericordiosos se requiere un corazón que no se endurezca, un “yo” que no se hace “dios”, con derecho a juzgar y condenar. El juicio, la condena, la acumulación obsesiva de bienes, el resentimiento…  son armas de defensa del “yo”, ensoberbecido y auto-divinizado, que teme perder su falsa supremacía. Por eso sólo quien acepta a Dios como Señor de su vida es capaz de “desarmarse”, no necesita defensa y se vuelve generoso y misericordioso con los demás.

Para concluir, les dejo con una breve reflexión de Juan Pablo II sobre la parábola del Hijo pródigo:

“El Padre ama visceralmente a su hijo perdido, hasta el punto de sentir la pasión humana más profunda. Hemos encontrado el mismo verbo en el desarrollo de la parábola del buen samaritano: “Sintió compasión” (Lc 10, 33; 15, 20). La compasión del samaritano por el moribundo es la misma del padre por su hijo perdido. Sin compasión es imposible correr al encuentro del hijo, echarse a su cuello y reintegrarlo en la dignidad perdida (Cfr Dive sin misericordia, capitulo cuarto”.

P. Antonio Villarino, MCCJ

CON LOS BRAZOS SIEMPRE ABIERTOS
Lucas 15,11-32
José A. Pagola

Para no pocos, Dios es cualquier cosa menos alguien capaz de poner alegría en su vida. Pensar en él les trae malos recuerdos: en su interior se despierta la idea de un ser amenazador y exigente, que hace la vida más fastidiosa, incómoda y peligrosa. Poco a poco han prescindido de él. La fe ha quedado “reprimida” en su interior. Hoy no saben si creen o no creen. Se han quedado sin caminos hacia Dios. Algunos recuerdan todavía “la parábola del hijo pródigo”, pero nunca la han escuchado en su corazón.

El verdadero protagonista de esa parábola es el padre. Por dos veces repite el mismo grito de alegría: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Este grito revela lo que hay en su corazón de padre. A este padre no le preocupa su honor, sus intereses, ni el trato que le dan sus hijos. No emplea nunca un lenguaje moral. Solo piensa en la vida de su hijo: que no quede destruido, que no siga muerto, que no viva perdido sin conocer la alegría de la vida.

El relato describe con todo detalle el encuentro sorprendente del padre con el hijo que abandonó el hogar. Estando todavía lejos, el padre “lo vio” venir hambriento y humillado, y “se conmovió” hasta las entrañas. Esta mirada buena, llena de bondad y compasión es la que nos salva. Solo Dios nos mira así.

Enseguida “echa a correr”. No es el hijo quien vuelve a casa. Es el padre el que sale corriendo y busca el abrazo con más ardor que su mismo hijo. “Se le echó al cuello y se puso a besarlo”. Así está siempre Dios. Corriendo con los brazos abiertos hacia quienes vuelven a él. El hijo comienza su confesión: la ha preparado largamente en su interior. El padre le interrumpe para ahorrarle más humillaciones. No le impone castigo alguno, no le exige ningún rito de expiación; no le pone condición alguna para acogerlo en casa. Sólo Dios acoge y protege así a los pecadores.

El padre solo piensa en la dignidad de su hijo. Hay que actuar de prisa. Manda traer el mejor vestido, el anillo de hijo y las sandalias para entrar en casa. Así será recibido en un banquete que se celebra en su honor. El hijo ha de conocer junto a su padre la vida digna y dichosa que no ha podido disfrutar lejos de él.

Quien oiga esta parábola desde fuera, no entenderá nada. Seguirá caminando por la vida sin Dios. Quien la escuche en su corazón, tal vez llorará de alegría y agradecimiento. Sentirá por vez primera que el misterio último de la vida es Alguien que nos acoge y nos perdona porque solo quiere nuestra alegría.
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