“¡Dios es médico y también medicina!”, repetía con razón el santo capuchino P. Leopoldo Mandić (1866-1942) a sus penitentes en el confesionario de Santa Cruz en Padua. Palabras en plena sintonía con el pasaje evangélico de hoy: Mc 1,21-28. [...]
Misión:
Evangelio y liberación del mal
Dt 18,15-20; Sl 94; 1Cor 7,32-35; Mc 1,21-28
Reflexiones
“¡Dios es médico y también medicina!”, repetía con razón el santo capuchino P. Leopoldo Mandić (1866-1942) a sus penitentes en el confesionario de Santa Cruz en Padua. Palabras en plena sintonía con el pasaje evangélico de hoy. Desde el comienzo de su Evangelio, Marcos presenta a Jesús como un personaje extraordinario en palabras y gestos: un maestro que provoca estupor, porque enseña con autoridad moral (v. 22); un taumaturgo que, con un simple gesto y una orden (‘calla, sal’) es capaz de expulsar de un hombre a un espíritu impuro (v. 25-26). Temor, sorpresa, fama, admiración, y, a la vez, también tantas esperanzas, son los sentimientos que ese nuevo Rabí misterioso suscita en el corazón de todos “enseguida y en todo lugar” (v. 28). De esta manera, toma cuerpo en Jesús ese profeta ideal que Dios había prometido a su pueblo por medio de Moisés (I lectura). En pocas palabras, Marcos pone las bases para que el catecúmeno – y cada cristiano – pueda realizar un progresivo camino en el descubrimiento de Cristo, en un itinerario de escucha y de búsqueda, desde la oscuridad hacia la luz, hacia la Pascua y el anuncio misionero a todos los pueblos.
El episodio del hombre poseído por un espíritu inmundo que grita y se retuerce, nos invita a hacer algunas reflexiones sobre la existencia de los espíritus malignos que, a menudo y de forma dramática, atormentan a las personas en el cuerpo, en la psicología y en el espíritu. Es cosa sabida que algunas manifestaciones que se atribuyen al diablo eran - y son todavía hoy - verdaderas enfermedades, aunque poco conocidas y descifrables. Esto, sin embargo, no debe fomentar dudas sobre la existencia del espíritu maligno o sobre su influjo negativo en las personas. Negarlo sería una ingenuidad que favorecería tan solo la expansión del mal en el mundo. Los Evangelios nos dan cuenta de numerosos milagros de Jesús en favor de las víctimas de males extraños de tipo psicofísico. La acción sanadora de Jesús abarca la persona en su totalidad: Él sana, a la vez, el cuerpo, el espíritu, la psique y el alma.
En el intento de dominar el mal, el destino y las fuerzas negativas en general, todos los pueblos han recurrido al espiritismo, la adivinación, el ocultismo, poniendo su confianza en magos, brujos, hechiceros, astrólogos, videntes, adivinos, nigromantes, etc. Desde antiguo, Dios prohibió estas prácticas a su pueblo (Dt 18,10-11). Se trata de un oscuro mundo de engaños, que explota - a cambio de grandes sumas de dinero u otras ventajas - los miedos, la ingenuidad, la credulidad de la gente, la ignorancia sobre Dios, causando falsos consuelos, seguidos puntualmente de frustraciones y desesperación. Según la experiencia común de los misioneros que trabajan en varias partes del mundo, el miedo y los engaños son signos típicos del paganismo. Pero son hechos que siguen cundiendo también en los cristianos, cuando estos no están del todo convertidos interiormente, cuando no han aprendido, de un lado, a aceptar algunos límites naturales de la vida humana y, de otro, a confiar en la guía amorosa y providente del Padre de la Vida. A menudo, algunos residuos de paganismo siguen conviviendo en personas creyentes, e incluso en sacerdotes y otras personas de vida consagrada.
Un camino de conversión es necesario para cada uno y dura toda la vida, ya que cada persona nace pagana, es decir, no cristiana. Cristiano no se nace; se camina para llegar a serlo. En efecto, el bautismo no es sino el comienzo de un proceso de crecimiento espiritual, caminando con los ojos siempre puestos en Cristo. La conversión cristiana consiste en la progresiva liberación de los miedos, de los ídolos y de múltiples formas de falsedad. Al aceptar sin tapujos la verdad del Evangelio, cada persona experimenta y demuestra la libertad interior que brota de la adhesión a Cristo. Los santos son las personas que, con la ayuda divina, han alcanzado un mayor grado de liberación de las formas de paganismo. De hecho, la adhesión a Cristo genera libertad, porque Él es la verdad que nos hace libres (Jn 8,32; 14,6). Y nos hace serenos en las pruebas, porque Jesús sufriente da sentido a nuestro sufrimiento. (*)
La predicación evangelizadora, aunque siempre ha de ser comprensiva hacia las personas que se equivocan o están enfermas, debe ser enérgica e incisiva contra el mal. El hecho de que el endemoniado del Evangelio de hoy, en un primer momento se quede calladito en la sinagoga y, tras la enseñanza de Jesús, empiece a rebelarse y a gritar contra Él «¿has venido a destruirnos?» (v. 22-24), invita a reflexionar sobre la fuerza y autenticidad de nuestra predicación. Confrontarse con el Evangelio significa aceptar ‘destruir’ nuestros esquemas, revisar falsas seguridades. Bendita la venida de Jesús si aceptamos desemascarar nuestros proyestos poco evangélicos para correr el sano ‘peligro’ de abordar la ruta exigente y gozosa del Evangelio. Por tanto, la predicación no puede ser indulgente o tibia hacia el mal, por miedo a incomodar. Debe, al contrario, sacudir las conciencias, estimular las personas a un cambio de vida e indicar el camino que lleva al encuentro auténtico con Dios y los hermanos, en la comunidad de los creyentes en Cristo. Solamente así el anuncio claro del Evangelio de Jesús ejerce su fuerza liberadora y salvadora: expulsa a los demonios, sana las heridas, renueva y transforma a las personas desde lo íntimo de su ser.
Palabra del Papa
(*) «El sacerdote está llamado a aprender esto, a tener un corazón que se conmueve. Los sacerdotes - me permito la palabra - ‘fríos’, los ‘de laboratorio’, todo limpio, todo hermoso, no ayudan a la Iglesia. Hoy podemos pensar en la Iglesia como un ‘hospital de campo’. Esto lo repito, porque lo veo así, lo siento así: un ‘hospital de campo’. Se necesita curar las heridas, muchas heridas. Hay mucha gente herida, por los problemas materiales, por los escándalos, incluso en la Iglesia... Gente herida por las falacias del mundo... Nosotros, sacerdotes, debemos estar allí, cerca de esta gente. Misericordia significa ante todo curar las heridas».
Papa Francisco
Discurso a los sacerdotes de Roma, 6 de marzo de 2014
P. Romeo Ballan, MCCJ
Palabras de verdad, hechos de liberación
La tercera lectura del cuarto domingo del tiempo ordinario está tomada del primer capítulo de San Marcos y nos narra la primera parte de lo que se conoce como la “jornada de Cafarnaum”, donde aparece un día típico de Jesús y de la primera comunidad de amigos que le acompañaba, después del encarcelamiento del Bautista. Para profundizar un poco en esta lectura, me voy a detener en tres puntos de reflexión: el lugar en el que la acción se realiza, la calidad de la palabra de Jesús y la lucha entre los espíritus “inmundos “ y “el Santo de Dios”.
El lugar geográfico
Nos encontramos en Cafaranum, una ciudad del norte de Galilea, a orillas del lago de Genesaret, un cruce de caminos comercial y cultural entre Palestina, Líbano y Asiria. Podemos suponer que Cafarnaum, como otras ciudades de aquella época y de ahora, era un hervidero de vida, con sus elementos positivos y negativos. Seguramente contaba con sus riquezas; sus líderes políticos, militares y religiosos; sus lugares de diversión; sus vías “imperiales” que la ponían en contacto con la globalización de entonces; su apertura a la modernidad… Pero tenía también, con toda seguridad, bastante confusión, corrupción política y religiosa, injusticia, desprecio de los pobres, abandono de la fe y otras presencias del mal en las vidas privadas y en las estructuras públicas… Había también una sinagoga, a la que cada sábado acudían algunas buenas gentes, aunque quizá a veces lo hacían con un cierto sentido de cansancio y aburrimiento.
Cafarnaum puede ser la imagen de la ciudad y de la civilización en la que nosotros vivimos ahora. También en esta “civitas”, en esta cultura nuestra, hay tanta vida, buena y menos buena; hay tanta riqueza y tanta pobreza; hay liderazgo responsable y corrupto; hay generosidad y mezquino egoísmo; hay confusión y búsqueda de la verdad; hay descreimiento y también no poca fe… Y para nosotros, discípulos del Maestro de Cafarnaum, hay también presencia del Dios del Reino. Nosotros sabemos que Jesucristo sigue vivo entre nosotros y que nosotros estamos llamados a estar presentes en esta ciudad, en este mundo en cambio, no para ganar puntos o adeptos, sino para testimoniar que Dios sigue cercano a los suyos. Como comunidad de Jesús, vivimos en la ciudad, en ella crecemos como discípulos y en ella somos misioneros de su Reino entre tantas personas que buscan verdad y belleza, sentido, amor y liberación.
La palabra relevante de Jesús
Jesús hablaba en todas partes, también en la sinagoga, donde muchos habían acudido con fidelidad, aunque quizá con una cierta resignación, a escuchar las acostumbradas palabras del rabino de turno, que no tocarían su vida. Pero aquel día hubo una sorpresa grande. Aquel predicador era diferente; de su boca salía una palabra que tocaba la vita, que producía admiración, alabanza y deseo de cambiar.
Podemos preguntarnos de dónde procedía aquella autoridad de Jesús, aquella relevancia.
A mí me parece que la palabra, cualquier palabra, adquiere autoridad y relevancia, cuando es sincera y auténtica y expresa alguna dimensión de la vida concreta. Cuando es así, encuentra en el oyente un eco que sabe a verdad. Una vez tuve la oportunidad de escuchar a la Madre Teresa de Calcuta en directo, en un salón abarrotado de gente, admirada y contenta, como la que escuchaba a Jesús en Cafarnaum. ¿Qué tenían de especial sus palabras? Podemos decir que nada. Ella repetía, sin grandes recursos oratorios, la doctrina y los conceptos que todos conocemos. Y, sin embargo, al escucharla, todos estábamos emocionados, tocados por la sinceridad y autoridad de vida que emanaban aquellas palabras sencillas, pronunciadas in pretensiones. Aquellas palabras tenían el sello y la autoridad de lo auténtico, de su correspondencia con la vida.
Así –y mucho más– eran las palabras de Jesús. Así, pienso yo, serán nuestras palabras si transmiten algo de lo que Dios hace con nuestras vidas, algo de su luz poderosa, algo de su perdón indefectible, algo de su consuelo verdadero, algo del amor que se nos revela cada día en Jesucristo resucitado y vivo en nosotros, como le sucedió a Pablo.
Con Jesús, también nosotros estamos llamados a ser, en las Cafarnaum de hoy, portadores de palabras auténticas, palabras de verdad y de justicia, palabras de amor y de perdón, palabras de vida. Muchos de nosotros ejercemos, de hecho, de “palabreros”, si se me permite la expresión; en la vida nos toca comunicar, enseñar, cada uno desde su profesión o ministerio: maestros, padres, curas, tertulianos caseros… ¿Cómo hacer para que nuestras palabras no sean banales, para que sean relevantes? Me parece que la respuesta es una sola: verdad y autenticidad. Los hijos, por ejemplo, descubren enseguida cuando sus padres les cuentan la verdad o cuando les cuentas historias en las que ellos mismos no creen. Y así en todos los órdenes de la vida.
El discípulo misionero de Jesús se deja tocar por la palabra auténtica de Jesús y se convierte, a su vez, en un testigo de palabras verdaderas, que iluminan, curan y guían a otros: en casa, en el trabajo, en la iglesia, en todas partes.
La batalla entre los “espíritus inmundos” y el “Santo de Dios”
En la Biblia, también en los evangelios, se habla bastante de “espíritus inmundos” o de “espíritus impuros”. Es un lenguaje que ya no usamos en nuestro tiempo. Pero la realidad y la experiencia que tal lenguaje indicaba es hoy tan real como entonces. Podemos decir que con estas palabras nos estamos refiriendo a toda esa parte del mundo que se opone a Dios y a la verdadera felicidad de los seres humanos: esa parte que genera mentira, confusión, injusticia, desorden, caos, esclavitud, que nos impide crecer como hijos libres y liberadores.
Pensemos, por ejemplo, en la absurda violencia que nos golpea en los últimos tiempos, en la corrupción generalizada, en la brutal desigualdad entre ricos y pobres, en la arrogancia que humilla a los pobres y sencillos, en las muchas dependencias que nos acechan a todos: de la droga, del alcohol, del consumo desenfrenado, del sexo desordenado, del orgullo estúpido…
Este mundo corrupto, inmundo, impuro, injusto, que está en nosotros y alrededor de nosotros, se vuelve nervioso, violento, agresivo, cuando se encuentra con el “santo de Dios”, cuando se confronta con la palabra límpida y veraz de Jesús. Y se entabla una “guerra” a muerte.
Pero Jesús es capaz de hacer callar a este espíritu ruidoso, gritón, arrogante, destructivo. Lo hace a cuerpo limpio, con la limpieza de un poder que no procede de las armas, de la riqueza o de la arrogancia, sino de su anclaje en el amor del Padre, que le hace Hijo liberado y liberador.
Nosotros, en la medida que somos “cuerpo de Cristo”, comunidad de discípulos reunidos en torno a su nombre, también tenemos el poder de vencer el orgullo de un mundo corrupto. No con sus mismas armas, sino con las de Jesús: la coherencia de una palabra y de una vida, enraizadas en la verdad de Dios, que no es otra que su amor gratuito e incondicional. Esa es la mayor fuerza misionera de la Iglesia. Esa es nuestra arma para vencer el mal en el mundo.
P. Antonio Villarino, mccj