“El primer día de la semana” (Evangelio, v. 1) ¡Jesús ha resucitado! Explosiona la vida, comienza la historia nueva de la humanidad: nada es igual que antes, todo tiene un sentido nuevo, positivo, definitivo. El anuncio de este hecho histórico - que es el tesoro fundacional de la comunidad de los creyentes en Cristo - resuena de casa en casa, de iglesia en iglesia, en todas las latitudes, en todos los rincones del mundo; se hace ‘evangelio-buena noticia’ para todos los pueblos. “El sepulcro vacío se ha convertido en la cuna del cristianismo” (San Jerónimo).
Un comentario a Jn 20, 1-9
Estamos en el último capítulo de Juan -si tenemos en cuenta que el 21 es considerado un añadido. Aquí el evangelista nos transmite la experiencia de los primeros discípulos que pasaron de la decepción al compromiso, de la desunión a la comunión, del viejo Israel a la nueva comunidad de creyentes. Lo hace usando, como siempre, expresiones de gran resonancia simbólica, entre las que me permito resaltar algunas:
1. “El primer día de la semana”
Terminada la creación (“todo está cumplido”, dice Jesús en la cruz), comienza el nuevo ciclo de la historia, el de la nueva creación. Jesús vino para hacerlo todo nuevo, superando la experiencias negativas. Él es el testigo de que Dios es siempre nuevo, de que es posible comenzar en nuestra vida un camino nuevo. Claro que, para que se produzca una nueva creación, es necesario saber morir a la vieja creación; hay que saber afrontar la muerte de nosotros mismos, de nuestro egoísmo, de nuestro orgullo. Tenemos que dejar de ponernos a nosotros mismos en el centro de todo: “Si el grano de trigo no muere, se queda solo; pero si muere, da fruto en abundancia”.
2. “Por la mañana temprano, todavía en tinieblas”
La Magdalena va al sepulcro buscando a Jesús, no en la vida, sino en la muerte, sin darse cuenta de que el día ya clarea. María cree que la muerte ha triunfado; por eso su fe está todavía en la penumbra. Ya clarea, ya hay nueva esperanza, pero no se ha abierto camino en el corazón y en la conciencia de aquella mujer que nos representa a todos.
Cuántas veces nosotros vivimos en el claroscuro, sin saber reconocer los nuevos signos de esperanza que Dios nos regala en nuestra historia personal o comunitaria.
3. El sudario, los lienzos, la losa y el sepulcro
Se trata de cuatro objetos que, de por sí, nos hablan de un muerto y así lo entiende la Magdalena y los discípulos. El texto, sin embargo, nos habla de que la losa está removida, el sudario apartado, los lienzos ordenados y el sepulcro vacío. Ni la losa retiene al muerto, ni el sudario o los lienzos lo mantienen atado. La muerte ha perdido a su presa, aunque la Magdalena no acabe de verlo. A este respecto comenta Anselm Grün:
“La primera señal de la Resurrección es la piedra que ha sido retirada del sepulcro. La piedra que preserva del sepulcro es el símbolo de las muchas piedras que están sobre nosotros. Yace precisamente una piedra sobre nosotros allí donde algo quiere brotar en nuestra vida y nos estorba en la vida. E impide que nuestras nociones de la vida, que en cada momento emergen, lleguen a ser realidad. Nos bloquea, nos impide levantarnos, salir de nosotros, dirigirnos a los demás… Cuando una piedra yace sobre nuestra tumba, nos pudrimos y nos descomponemos dentro…”(p.98)
4. Los discípulos recuperan la unidad
Los dos discípulos corren separados, como nos pasa cuando perdemos la fe y la esperanza. Cuando las cosas no van bien, la gente se divide y se dispersa. El desánimo se acumula y reina el “sálvese quien pueda”. Pero después recuperan la unidad, una vez más atraídos por el recuerdo y la búsqueda de Jesús.
El discípulo amado (el que había estado con Jesús en la cruz) cede la primacía al que lo había traicionado). El discípulo fiel ayudará al compañero, pero sin recriminaciones, simplemente corriendo más que él. Buen ejemplo para nosotros: a los compañeros no se les recrimina ni se les pretende forzar a la fidelidad; simplemente hay que correr más y, al mismo tiempo, saber esperar.
La experiencia de los discípulos nos recuerda que Jesús vive, que su presencia se hace notar entre nosotros de muchas maneras y que, abiertos a esta presencia, también nosotros podemos salir de nuestros sepulcros, recuperar la esperanza, vivir el amor y triunfar sobre la muerte, la oscuridad y el caos. La muerte no tiene la última palabra. La vida, sí.
P. Antonio Villarino
Bogotá
Cristo Resucitado:
la buena noticia que cambia al hombre y la historia
Hechos 10,34.37-43; Salmo 117; Colosenses 3,1-4; Juan 20,1-9
Reflexiones
“El primer día de la semana” (Evangelio, v. 1) ¡Jesús ha resucitado! Explosiona la vida, comienza la historia nueva de la humanidad: nada es igual que antes, todo tiene un sentido nuevo, positivo, definitivo. El anuncio de este hecho histórico - que es el tesoro fundacional de la comunidad de los creyentes en Cristo - resuena de casa en casa, de iglesia en iglesia, en todas las latitudes, en todos los rincones del mundo; se hace ‘evangelio-buena noticia’ para todos los pueblos. “El sepulcro vacío se ha convertido en la cuna del cristianismo” (San Jerónimo). La tumba vacía ha marcado para Juan el paso decisivo de la fe: él corrió al sepulcro, y, “asomándose, vio las vendas en el suelo, pero no entró”; más tarde entró junto con Pedro, “vio y creyó” (v. 4.5.8). Era el comienzo de la fe en Jesús resucitado, que más tarde se fortaleció cuando lo vieron viviente.
La fe es gradual: María Magdalena, Pedro y Juan corrieron al sepulcro con la intención de rescatar un cadáver desaparecido; no estaban preparados para un acontecimiento que no entraba en sus cálculos; tan solo más adelante llegaron a creer en el Señor resucitado e incluso se convirtieron en sus testigos y pregoneros valientes (I lectura): “Nosotros somos testigos… los testigos que Dios había designado… Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio…” (v. 39.41.42). Desde entonces el camino ordinario de la transmisión de la fe cristiana es el testimonio de personas que creyeron antes que nosotros. Por eso, nosotros profesamos que la fe es apostólica: porque está arraigada en la de los Apóstoles y en su testimonio. “El hecho principal en la historia del cristianismo consiste en un cierto número de personas que afirman haber visto al Resucitado” (Sinclair Lewis).
Desde siempre, la Iglesia misionera da vida a nuevas comunidades de fieles anunciando que Jesucristo es el Hijo de Dios, crucificado y resucitado. Él es el motivo radical y el fundamento de la misión. El hecho histórico de la resurrección de Cristo, ocurrido en torno al año 30 de nuestra era, constituye el núcleo central y ‘explosivo’ del mensaje cristiano; la catequesis lo enriquece y lo acompaña con la metodología adecuada. La misión es portadora del mensaje de vida que es Jesús mismo: el Viviente por su resurrección, después de su pasión y muerte. Este es el kerigma, anuncio esencial para los que todavía no son cristianos; es anuncio fundamental también para despertar y purificar la fe de los que se detienen casi exclusivamente en la primera parte del misterio pascual. En efecto, hay cristianos que se concentran casi tan solo sobre el Cristo sufriente en la pasión, y casi no dan el salto de la fe en Cristo resucitado. Les parece más fácil y consolador identificarse con el Cristo muerto, sobre todo cuando se viven situaciones de sufrimiento, pobreza, depresión, humillación, luto... Sin embargo, ese consuelo sería tan solo aparente y pasajero sin la fe en el Señor Resucitado. En nuestros días, en plena crisis del Covid-19, resuena con fuerza la palabra del Papa Francisco, que nos confirma en la fe. (*)
El testimonio, que une a la vez anuncio y coherencia de vida, es la primera forma de misión (cfr. AG 11-12; EN 21; RMi 42-44). Los auténticos testigos del Resucitado son personas contagiosas. Las personas transformadas por el Evangelio de Jesús resucitado, que viven los valores superiores del espíritu (II lectura), son las únicas capaces de contagiar a otras personas y hacer que se interesen por los mismos valores, tales como: la aceptación y la serenidad en el sufrimiento, la esperanza incluso frente a la muerte, la oración como abandono en las manos del Padre, el gozo en el servicio a los demás, la honestidad a toda prueba, la humildad y el autocontrol, la promoción del bien de los demás, la atención a las necesidades de los últimos, el testimonio de lo Invisible… Así se extiende y se realiza capilarmente la misión, aun antes y mejor que a través de las palabras, de las meras estructuras y de las jerarquías. “Celebra la Pascua con Cristo tan solo el que sabe amar, sabe perdonar... con un corazón grande como el mundo, sin enemigos, sin resentimientos”, como lo enseñaba en una catequesis el obispo Mons. Óscar Arnulfo Romero, asesinado en San Salvador, el 24 de marzo de 1980.
La misión es un acontecimiento eminentemente pascual, porque ahonda sus raíces y contenidos en la Resurrección de Cristo. Esta es la mejor buena nueva que el mundo necesita: en Cristo crucificado, muerto y resucitado “Dios da la nueva vida, divina y eterna. Esta es la Buena Nueva que cambia al hombre y la historia de la humanidad, y que todos los pueblos tienen el derecho a conocer” (Juan Pablo II, en RMi, n. 44). “La evangelización, en nuestro tiempo, solo será posible por medio del contagio de la alegría” (Papa Francisco). Esta evangelización - gozosa, paciente y progresiva - es la primera actividad de la Iglesia misionera entre todos los pueblos.
Palabra del Papa
(*) “La resurrección de Jesús no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los brotes de la resurrección. Es una fuerza imparable... Cada día en el mundo renace la belleza, que resucita transformada a través de las tormentas de la historia. Los valores tienden siempre a reaparecer de nuevas maneras, y de hecho el ser humano ha renacido muchas veces de lo que parecía irreversible. Esa es la fuerza de la resurrección y cada evangelizador es un instrumento de ese dinamismo”.
Papa Francisco
Exhortación apostólica Evangelii Gaudium (2013), n. 276
P. Romeo Ballan, MCCJ
¡Felices Pascuas!