Volveré a mi padre. En ninguna otra parábola ha querido Jesús hacernos penetrar tan profundamente en el misterio de Dios y en el misterio de la condición humana. Ninguna otra es tan actual para nosotros como ésta del “Padre bueno”. (...)
Volveré a mi padre.
En ninguna otra parábola ha querido Jesús hacernos penetrar tan profundamente en el misterio de Dios y en el misterio de la condición humana. Ninguna otra es tan actual para nosotros como ésta del “Padre bueno”.
El hijo menor dice a su padre: «dame la parte que me toca de la herencia». Al reclamarla, está pidiendo de alguna manera la muerte de su padre. Quiere ser libre, romper ataduras. No será feliz hasta que su padre desaparezca. El padre accede a su deseo sin decir palabra: el hijo ha de elegir libremente su camino.
¿No es ésta la situación actual? Muchos quieren hoy verse libres de Dios, ser felices sin la presencia de un Padre eterno en su horizonte. Dios ha de desaparecer de la sociedad y de las conciencias. Y, lo mismo que en la parábola, el Padre guarda silencio. Dios no coacciona a nadie.
El hijo se marcha a «un país lejano». Necesita vivir en otro país, lejos de su padre y de su familia. El padre lo ve partir, pero no lo abandona; su corazón de padre lo acompaña; cada mañana lo estará esperando. La sociedad moderna se aleja más y más de Dios, de su autoridad, de su recuerdo… ¿No está Dios acompañándonos mientras lo vamos perdiendo de vista?
Pronto se instala el hijo en una «vida desordenada». El término original no sugiere sólo un desorden moral sino una existencia insana, desquiciada, caótica. Al poco tiempo, su aventura empieza a convertirse en drama. Sobreviene un «hambre terrible» y sólo sobrevive cuidando cerdos como esclavo de un extraño. Sus palabras revelan su tragedia: «Yo aquí me muero de hambre».
El vacío interior y el hambre de amor pueden ser los primeros signos de nuestra lejanía de Dios. No es fácil el camino de la libertad. ¿Qué nos falta? ¿Qué podría llenar nuestro corazón? Lo tenemos casi todo, ¿por qué sentimos tanta hambre?
El joven «entró dentro de sí mismo» y, ahondando en su propio vacío, recordó el rostro de su padre asociado a la abundancia de pan: en casa de mi padre «tienen pan» y aquí «yo me muero de hambre». En su interior se despierta el deseo de una libertad nueva junto a su padre. Reconoce su error y toma una decisión: «Me pondré en camino y volveré a mi padre».
¿Nos pondremos en camino hacia Dios nuestro Padre? Muchos lo harían si conocieran a ese Dios que, según la parábola de Jesús, «sale corriendo al encuentro de su hijo, se le echa al cuello y se pone a besarlo efusivamente». Esos abrazos y besos hablan de su amor mejor que todos los libros de teología. Junto a él podríamos encontrar una libertad más digna y dichosa.
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Entramos en este domingo en el gran capítulo 15 del evangelio de Lucas -núcleo de la Buena Nueva de Jesús y de la revelación de los sorprendentes sentimientos de Dios – en el cual escuchamos al maestro pronunciar las tres parábolas de la misericordia:
Los primeros tres versículos del capítulo nos presentan el contexto como necesaria clave de lectura que lleva a Jesús a pronunciar estas bellas lecciones sobre la misericordia de Dios (15,1-3).
La finalidad del pasaje de hoy es profundizar en el tema del amor de Dios demostrado en el ministerio salvífico de Jesús con los excluidos y los pobres de la sociedad, particularmente con un grupo de excluidos que está en todos los estratos sociales: los “pecadores”. El capítulo anterior de Lucas (ver 14,15-24) ya nos había ambientado el tema en la parábola en la cual Jesús invitaba a los excluidos a la mesa del Reino.
Las tres parábolas de la misericordia se exponen ante la actitud cerrada y soberbia de los que rechazan al pecador. Dios siempre acoge. En las tres se destaca la alegría de Dios por volver a encontrar, por la reconciliación de los alejados; en contraste con el descontento de los fariseos. ¿Se consideraban “merecedores” exclusivos del amor de Dios? En la tercera parábola, el protagonista es el padre, no los hijos, pues el pródigo no es modelo ni de arrepentimiento (se arrepiente por pura hambre, no por amor al padre); y el hermano mayor no sirve al padre con corazón de hijo, sino de esclavo. Los dos se han “perdido” para el padre, que tiene que “salir” al encuentro de uno y otro. La preocupación primordial del Padre es conseguir el retorno del descarriado, y su alegría al recobrarlo es tanto mayor cuanto mayor fue su disgusto al perderlo.
La conducta de Jesús es desconcertante. Para la lógica de los fariseos –y quizás también para la nuestra–, los pecadores han de ser señalados con el dedo, han de ser puestos aparte y despreciados. Sin embargo, Él «acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús introduce en el mundo otra lógica. Jesús hace lo que hace el Padre, que actúa así con los pecadores arrepentidos: no aprueba el envilecimiento en que cae el pecador, pero sigue teniendo para ellos brazos abiertos, lo acepta y lo comprende más que el pecador a sí mismo. Él nunca considera bueno al pecador. Él no dice que la oveja descarriada no esté descarriada. Lo que hace es, en lugar de rechazarla, ir a buscarla, y cuando la encuentra se llena de alegría, la carga sobre sus hombros, le venda las heridas, la cuida, la alimenta…. Así es el corazón de Cristo. Su amor vence el mal con el bien. Para llegar hasta rehacer por completo al pecador, hasta sacarle de su fango y devolverle la dignidad de hijo de Dios.
Lo que ocurre es que en la categoría de pecadores estamos todos. Frente al orgullo altanero y despreciativo de los fariseos, san Pablo afirmaba categóricamente: «Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y yo soy el primero» (2ª lectura). Todos necesitamos ser salvados. Y si no hemos caído más bajo ha sido por pura gracia. Esto no puede ser motivo para el orgullo y el desprecio de los demás, sino para la humildad y el agradecimiento.
En la oración del Señor hay una petición sorprendente, que es el mejor comentario a estas Parábolas: pedimos el perdón de Dios, “como nosotros perdonamos”. Esto nos lleva a tres actitudes fundamentales: audacia en la petición; confianza en la misericordia divina; empeño muy serio de ser como el Padre misericordioso y no como los fariseos.
Y entonces surge el interrogante ¿Qué es el pecado? No se puede comprender lo que es el pecado sin reconocer en primer lugar que existe un vínculo profundo del hombre con Dios. El pecado «es rechazo y oposición a Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, 386), «es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente» (Catecismo de la Iglesia Católica, 387). Es un querer ser dios pero sin Dios, es querer vivir de espaldas a Él, desvinculado de los preceptos y caminos que en su amor Él señala al ser humano para su propia realización. El pecado es un acto de rebeldía, un “no” dado a Dios y al amor que Él le manifiesta. Todo esto queda retratado en la actitud del hijo que reclama su herencia: quiere liberarse del padre, salir de su casa para marcharse lejos y poder gozar de su herencia sin límites ni restricciones.
El pecado, que es ruptura con Dios, tiene graves repercusiones. Quien peca, aunque crea que está recorriendo un camino que lo conduce a su propia plenitud y felicidad, entra por una senda de autodestrucción: «el que peca, a sí mismo se hace daño» (Eclo 19, 4). Al romper con Dios, fuente de su vida y amor, todo ser humano sufre inmediatamente una profunda ruptura consigo mismo, con los demás seres humanos y con la creación toda.
¿Qué hace Dios ante el rechazo de su criatura humana? Dios, por su inmenso amor y misericordia, no abandona al ser humano, no quiere que se pierda, que se hunda en la miseria y en la muerte, sino que Él mismo sale en su busca: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores» (1 Tim 1, 15). Dios en su inmenso amor ofrece a su criatura humana el don de la Reconciliación por medio de su Hijo. Es el Señor Jesús quien en la Cruz nos reconcilia con el Padre (ver 2 Cor 5, 19), es Él quien desde la Cruz ofrece el abrazo reconciliador del Padre misericordioso a todo “hijo pródigo” que arrepentido anhela volver a la casa paterna.
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¡El ‘Dios de la fiesta’ quiere que ni una sola oveja se pierda!
Éxodo 32,7-11.13-14; Salmo 50; 1Timoteo 1,12-17; Lucas 15,1-32
Reflexiones
El capítulo 15 es el corazón del Evangelio de Lucas. Con las tres famosas parábolas -de la oveja descarriada, la moneda perdida, el padre de dos hijos desorientados- Jesús nos revela el rostro y el Corazón de Dios: es un Dios-pastor, un Dios-madre, un Dios-padre. Un Dios que se encuentra en la vida: en casa, en el trabajo, en los quehaceres de cada día. Un Dios que es Padre y Madre bueno, amigo, solidario, acogedor; Dios de ternura y misericordia, siempre dispuesto al perdón, al abrazo, al olvido, a hacer nuevo el corazón de cualquiera que se abandone a Él y en Él confíe. Para Él ninguna oveja es anónima o insignificante: todas son importantes, ni una sola se ha de descarriar, hace lo posible para que ni una sola se pierda y, si se diera el caso, hace todo lo posible para rescatarla. Entrega hasta la vida para reunir a los hijos dispersos (cfr Jn 11,52). El Padre pródigo de misericordia es el núcleo central del Evangelio - ¡un evangelio en el Evangelio! -, la primera noticia por excelencia, que abre el corazón a la esperanza, al gozo, a la vida.
La orientación fundamental de una persona y su solidez psíquico-emocional-espiritual dependen también, en buena medida, de la idea que tenga de Dios. A menudo, los condicionamientos familiares o los métodos educativos engendran en las personas la idea falsa de un dios juez severo, mezquino, controlador, castigador, lejano, distraído, cerrado en su mundo… ¡Nada hay más aberrante ni peligroso! Las tres parábolas del Evangelio de Lucas de hoy terminan con una fiesta. El Dios del Evangelio es Dios de la fiesta, de la vida, de la alegría; quiere que seamos felices. Ama la fiesta, se alegra, invita a hacer fiesta y la provoca… (v. 5.6.7.9.10); ama ser nuestro compañero de viaje en los momentos de gozo y en los momentos de dolor, siempre dispuesto a dar alas a la esperanza y valor ante las frustraciones.
El Dios cristiano ofrece a todos la posibilidad de la fiesta, con ese típico gozo que nace del misterio pascual. Pero siempre dentro del marco de la libertad. Dios es Padre, no un patrón: en su casa quiere hijos libres y gozosos, no siervos amargados; invita, pero no obliga. Por ejemplo, Jesús no dice que el pastor haya cerrado la puerta del redil para impedir que las ovejas se escapen; ni dice que el padre haya cerrado con llave la puerta de la casa para impedir que el hijo menor se volviera a marchar; tampoco dice si, al final, el hijo mayor participó en la fiesta, o bien si permaneció encerrado en su postura de rechazo a su padre y a su hermano… Dios se ofrece como centro y lugar de la fiesta, de la vida, pero no obliga a nadie. En su libertad el hombre puede llegar incluso a resistir a Dios y cerrarse al don que Él hace de sí mismo. Pero si uno le abre el corazón, Dios entra a hacer fiesta con Él (cfr Ap 3,20).
San Pablo (II lectura) se presenta como una persona radicalmente transformada por Dios, quien, pasando por encima de los graves errores del apóstol, lo hace capaz, se fía de él y le confía el ministerio tratándolo con misericordia (v. 12-13). En efecto, “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (v. 15), revelándonos así el verdadero corazón de Dios Padre, como aparece ya en el Primer Testamento (I lectura). Dios amenaza con castigar al pueblo que le ha dado la espalda haciéndose “un novillo de metal” (v. 8). De hecho, la amenaza es tan solo aparente, forma parte de una pedagogía salvífica más amplia, para mostrar la fuerza de la oración de intercesión. Moisés es un ejemplo luminoso de ello: él se pone en la brecha, como un puente entre el pueblo y Dios, suplicando a Dios en favor del pueblo. Como buen abogado, se atreve a sugerir a Dios las razones por las que Él no puede destruir a su pueblo (v. 11-13).
Moisés es un modelo de orante que cree en la fuerza misionera de la oración de intercesión; a esta se unen a menudo el ofrecimiento del sufrimiento y de la vida misma. «Entonces Moisés suplicó al Señor, su Dios» (v. 11). “En realidad, la expresión utilizada en el texto original hebraico debería traducirse así: ‘Entonces Moisés comenzó a acariciar el rostro del Señor, su Dios, diciendo…’ Moisés actúa como un niño que ve a su padre enfadado y se pone a mimarlo, hasta que logra arrancarle una sonrisa. La imagen de Moisés que acaricia el rostro de Dios es una de las más hermosas de la Biblia” (Fernando Armellini). La oración de intercesión tiene sólidas bases en la Biblia y en la historia de la espiritualidad encarnada en grandes orantes: Abrahán, Moisés, Samuel, David, Jeremías, Esther, Pablo, María, Cristo, el Espíritu Santo… Asimismo, San Benito, Teresa de Ávila, Juan M. Vianney, Teresa de Calcuta (*) y muchos otros grandes evangelizadores que imploraban de Dios la eficacia de su acción misionera y la conversión de la gente. Un ejemplo entre otros es San Daniel Comboni, un misionero que escribía desde África: “La omnipotencia de la oración es nuestra fuerza”.
Palabra del Papa
(*) “No hay alternativa a la caridad... Madre Teresa, a lo largo de toda su existencia, ha sido una generosa dispensadora de la misericordia divina, poniéndose a disposición de todos por medio de la acogida y la defensa de la vida humana, tanto la no nacida como la abandonada y descartada... Esta incansable trabajadora de la misericordia nos ayude a comprender cada vez más que nuestro único criterio de acción es el amor gratuito, libre de toda ideología y de todo vínculo y derramado sobre todos sin distinción de lengua, cultura, raza o religión. A la Madre Teresa le gustaba decir: «Tal vez no hablo su idioma, pero puedo sonreír». Llevemos en el corazón su sonrisa y entreguémosla a todos los que encontremos”.
Papa Francisco
Homilía en la canonización de la Beata Teresa de Calcuta, 4-9-2016
P. Romeo Ballan, MCCJ