La Regla de Vida es ley humana en la que confluyen dos elementos inseparables; por un lado, es algo ordenado a un fin, y por otro, es precisamente eso, una regla, medida regulada y mensurada por una medida superior, que es, a su vez, doble: la ley divina y la ley natural. El fin de la ley humana es la utilidad de los hombres según estas tres cosas: que guarde armonía con la religión, puesto que ha de ajustarse a la ley divina; que ayude a la disciplina, puesto que ha de ser acorde, por principio, con la ley natural; y que promueva la salud pública, puesto que debe ser ordenada a la utilidad humana. (P. Erasmo Norberto Bautista Lucas, mccj)
DISPOSICIÓN DE LA PARTE AL TODO
COMO LO IMPERFECTO A LO PERFECTO[1]
Consideraciones sobre la Regla de Vida
Introducción
La Regla de Vida es ley humana en la que confluyen dos elementos inseparables; por un lado, es algo ordenado a un fin, y por otro, es precisamente eso, una regla, medida regulada y mensurada por una medida superior, que es, a su vez, doble: la ley divina y la ley natural. El fin de la ley humana es la utilidad de los hombres según estas tres cosas: que guarde armonía con la religión, puesto que ha de ajustarse a la ley divina; que ayude a la disciplina, puesto que ha de ser acorde, por principio, con la ley natural; y que promueva la salud pública, puesto que debe ser ordenada a la utilidad humana. De la armonía de la ley con la religión se sigue su honestidad; la ley debe ser honesta. De su relación a la disciplina se infiere su posibilidad; la ley debe ser posible según la naturaleza y las costumbres del país. La ley debe ser proporcionada a los lugares y a los tiempos; la ley ha de ser, pues, conveniente para la disciplina; esto significa que debe acomodarse a las debidas circunstancias. Y como la ley humana es un dictamen de la razón práctica, de acuerdo con el cual se dirigen los actos humanos, por eso para cambiarla y modificarla pueden darse dos motivos: uno por parte de la razón, y otro por parte de los hombres cuyos actos la ley regula. En nuestro caso la Regla de Vida rige nuestra labor misionera, norma nuestro modo de proceder, rige nuestra organización. Por parte de la razón, la Regla puede cambiarse o modificarse, porque es connatural a la razón humana avanzar gradualmente de lo imperfecto a lo perfecto; por eso vemos, en el progreso del saber humano, que los primeros investigadores sólo lograron hallazgos imperfectos que luego fueron perfeccionados por sus sucesores. Esto es lo que sucede también en el orden práctico, es decir, en el terreno de la actividad. Pues los primeros que intentaron descubrir algo útil para la construcción de la sociedad humana, no pudiendo por sí solos tenerlo todo en cuenta, establecieron normas imperfectas y llenas de lagunas, que luego fueron modificadas y sustituidas por otras con menos deficiencias en el servicio al bien común. Por parte de los hombres, es decir de nuestra parte en la actualidad, la Regla puede ser cambiada o modificada por el cambio de las condiciones humanas, que en sus diferencias requieren tratamientos diferentes[2] por cuanto que la parte se ordena al todo como lo imperfecto a lo perfecto, y el hombre individual es parte de la comunidad...[3] Guiado por estas orientaciones de fondo les propongo las consideraciones siguientes.
0. Nuestra organización
La parte cuarta de la Regla de Vida tiene este encabezado general: El servicio de la autoridad en el Instituto. Desde el ángulo formal, consta de seis secciones; la sección primera contiene la concepción de Gobierno y Autoridad; la sección segunda trata de la Comunidad Local; la sección tercera se ocupa de Las Provincias; la sección cuarta habla de la Dirección General; la sección quinta versa sobre el Capítulo General; la sección sexta establece el procedimiento concerniente a la Ausencia y Separación del Instituto. Y está distribuida, desde el punto de vista del contenido, en 59 numerales, a saber, del número 102 al 161. Esta parte cuarta puede interpretarse, entonces, como discurso corporativo, todavía hoy convincente, innovador y transformante, para la convivencia en camino, para la convivialidad como distintivo de sus integrantes, siempre perfectible ciertamente. De lo señalado se sigue, entonces, que la organización que adoptamos para cumplir la misión es cordial, pero compleja debido a sus presencias, obras y servicios. Las presencias son las comunidades, que están agrupadas en delegaciones o provincias. Las obras son las instituciones educativas, sanitarias, parroquiales, obras sociales, etc., que dirigen las comunidades, o delegaciones o provincias, y los servicios son las actividades que, dentro del Instituto, sean propias o ajenas, realizan las personas.
0.1 Por principio hermanados por Cristo para continuar su misión en la estela de San Daniel Comboni
Esta cuarta Parte se levanta sobre este cimiento: Los misioneros combonianos del Corazón de Jesús somos hombres comunes y corrientes hermanados por Cristo mediante la originaria inspiración de San Daniel Comboni en vista de continuar su misión; a través de nuestra organización nos esforzamos por fortalecer los lazos de comunión, fraternidad y amistad, en acción y participación. Entre nosotros la unión y la comunión son vitales, puesto que somos un cuerpo que se organiza en comunidades que quieren vivir el Evangelio y cumplir el envío. Y nada ayuda más a nuestra reunión que la obediencia al Superior General y a los superiores que lo secundan, lo que hemos de entender a la luz de la vida del Jesús obediente a su Padre hasta la cruz. Luego el ejercicio de la autoridad ayuda a vivir la comunión no como principio tejido de normas, sino como un estilo ético de existencia compartida y realizada, y necesita, por eso, hombres guía que, con paciencia, cordialidad y esperanza, recuerden que lo importante es la urgencia evangélica de conmover, despertar y evocar Reino en todas las sociedades, crear procesos de Reino también en lugares que parecen satisfechos, desorientados o desconectados de Dios; hombres con un liderazgo evangélico que persuade, motiva y empuja hacia una conversión identitaria del Instituto para este presente, y esto implica formarse en humanidad, cordialidad y gratuidad, que son valores que exigen una disposición antropológica que nace en la virtud y sobre todo al calor de la fe por la gracia sobrenatural, para abrir caminos a la presencia del Bien, de la Verdad, de la Justicia, abrazando con el amor de Jesucristo a todos los afligidos por la debilidad humana.[4]
0.2 Modos de aproximación
Un árbol se nutre de la tierra regada, a través de sus raíces, y recibe, por sus hojas, la luz y el intercambio con el ambiente. Desde la altura de su copa se divisa un horizonte amplio. Sus raíces profundas aseguran su vida. Respiración y arraigo, altura y profundidad, son esas dos perspectivas características de la lectura y relectura de un texto, en este caso del de la Regla de Vida. Desde este doble ángulo quien emprende su lectura y relectura ha de aspirar a evitar dos excesos: el primero, una lectura y relectura que parece piadosa y devota, pero hecha desde una actitud individualista, sentimental y endeblemente fundamentada; el segundo, una lectura de mucho estudio, que pretende ser muy objetiva, pero sin la compañía de una vivencia honda de espiritualidad, de humanidad, de misión. Son estos dos modos parciales de leer y releer. Para evitar ambos extremos, quien se acerca al texto habrá de intentar una lectura y relectura fiel y creativa, amplia y profunda. A estas dos orientaciones fundamentales, concernientes al autor y al lector, hay que agregar otras dos, a saber, la perspectiva del texto en su conjunto y en su profundidad. Estas cuatro orientaciones básicas se indican mediante estas cuatro palabras clave: delante del texto, es decir, la lectura actual; detrás del texto, o sea, el autor o autores; dentro del texto, y en el conjunto del texto, a saber, lo que el texto mismo dice; debajo del texto, en otras palabras, lo profundo de ese mensaje para la comunidad de los integrantes que se congregan para leerlo, releerlo y transmitirlo como un valioso álbum de familia, como sucede durante la fase del postulantado, del noviciado, del escolasticado y así sucesivamente.
0.3 El patrimonio espiritual perennemente válido de la humanidad
Téngase en cuenta que un pueblo consiste ante todo en un repertorio de secretos que reclaman algún esfuerzo para ser adivinados y comprendidos, decía Ortega a principio del siglo XX en su obra La rebelión de las masas.[5] Diversos pueblos componen actualmente el Instituto y, por ende, hay en éste diversos repertorios de secretos que intervienen en la lectura, comprensión, interpretación y ejecución de lo legislado en un texto constitucional por un pueblo, en una época, según una tradición, en este caso, la occidental predominantemente. Luego la revisión y la re-visitación, es decir, ese volver a visitar con espíritu crítico, de la Regla de Vida requieren la armoniosa conjugación del repertorio de secretos aportados por las personas provenientes de pueblos diversos, pero sostenidos por esa especie de principios generales e indemostrables, de suyo obvios y evidentes para cualquiera, y que constituyen el patrimonio espiritual de la humanidad: reconocer, a pesar del cambio de los tiempos y de los progresos del saber, un núcleo de conocimientos filosóficos cuya presencia es constante en la historia del pensamiento. Piénsese, por ejemplo, en los principios de no contradicción, de finalidad, de causalidad, como también en la concepción de la persona como sujeto libre e inteligente y en su capacidad de conocer a Dios, la verdad, el bien; piénsese, además, en algunas normas morales fundamentales que son comúnmente aceptadas. Estos y otros temas indican que, prescindiendo de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de conocimientos en los cuales es posible reconocer una especie de patrimonio espiritual de la humanidad.[6] Se trata, pues, de esa especie de gramática natural según Benedicto XVI, sobre la que descansan las disposiciones más particularizadas, que han de imponerse a la gente en consonancia con sus condiciones motivo por el cual, por parte de los hombres cuyos actos regula, la ley puede ser legítimamente modificada por el cambio de las condiciones humanas, que en sus diferencias requieren tratamientos diferentes.[7] Luego, en tanto es legítimo cambiar una ley en cuanto con su cambio se contribuye al bien común.[8]
1. Recuperar fraternidad
En la actualidad el derecho se interesa particularmente por definir los límites y las condiciones del ejercicio de la autoridad, pero no se produce por igual una reflexión en torno a su sentido y a sus fundamentos. Y, sin embargo, tal reflexión es necesaria, puesto que la autoridad ha entrado en crisis, tanto en la familia como en la escuela y, por ende, igualmente en más de alguna institución. Esta crisis se vislumbra de distintos modos: por un lado, se observa la transición de una idea de autoridad vinculada a lo sagrado, es decir, intocable, a una idea de autoridad que entra dentro del marco de la negociación; por otro lado, esta idea también ha sido transformada por la afirmación de la igualdad de todos los hombres, sea cual sea su condición, sexo, edad, y de la afirmación de la espontaneidad de las personas que deben pensar por sí mismas. Se ha denunciado, y con razón, el autoritarismo, vinculado a un tipo de manipulación y al ejercicio de una violencia real, pero, con esto, se abre la puerta al peligro y al riesgo de sucumbir a otro exceso, que es el del laxismo o libertinaje.
1.1 Modelo relacional y dialógico del ejercicio de la autoridad
En el documento de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica - CIVCSVA - “A vinos nuevos, odres nuevos”, encontramos esta propuesta que es radical y, a la vez, sencilla: recuperemos fraternidad: En la más amplia visión sobre la vida consagrada desde el Concilio, hemos pasado de la centralidad del rol de la autoridad a la centralidad de la dinámica de la fraternidad. Por esta razón, la autoridad no puede sino estar al servicio de la comunión: un verdadero ministerio para acompañar a hermanos [...] hacia una fidelidad consciente y responsable.[9] De aquí se sigue, por ello, que la confrontación entre hermanos [...] y la escucha de la persona llegan a ser un lugar imprescindible para un servicio de la autoridad que sea evangélico.[10] Sin embargo, en la vida consagrada ha perdurado demasiado, de alguna manera, una comprensión verticalista de la autoridad, caracterizada en estos términos: El recurso a técnicas de gestión o a la aplicación espiritualista y paternalista de modos y formas que son consideradas como la expresión de la ‘voluntad de Dios’ es reductivo respecto de un ministerio que está llamado a confrontarse con las expectativas de los demás, con la realidad de cada día y con los valores vividos y compartidos en comunidad.[11] Y de hecho preocupa, destaca el documento, la permanencia de estilos y praxis de gobierno que se alejan del espíritu de servicio, o lo contradicen, hasta degenerar en formas de autoritarismo.[12] A diferencia de esta comprensión, de hecho preocupante, las invitaciones del documento citado se alinean con ese deseo de mayor horizontalidad; animan a concienciarnos de que la misión de nuestro Instituto es un proyecto común, que precisa de colaboración: Hay que impulsar un servicio de autoridad que llame a la colaboración y a una visión común en el estilo de la fraternidad.[13]; a convencernos de que la autoridad es, de suyo, un servicio y no un medio para la autoafirmación de quien la recibe[14]; a resistirnos a que en el ejercicio de gobierno se recurra a soluciones autoritaristas[15]; a practicar más la rotación de los cargos[16]; y a promover las relaciones intergeneracionales dentro del Instituto.[17] Iluminado por estas orientaciones, enseguida hago algunas consideraciones acerca de cómo actualizar el servicio de la autoridad, sacadas de mi experiencia en la vida consagrada y en otros ámbitos de responsabilidad colegial, presentándolas desde ese horizonte de “fraternidad” por el cual aboga el mencionado documento.
1.2 La mentalidad de la época
La presentación de las consideraciones aquí propuestas presupone que las actuales interpretaciones de las estructuras organizativas tras las que está la vida consagrada están bajo la mentalidad de la época y sujetas, por ende, a las dudas que la cultura ambiental hodierna arroja sobre la autoridad. Una fuerte relativización de la autoridad convive paradójicamente con la reclamación a que se ejerza sin titubeos. Quien gobierna ha de lidiar, por un lado, con la añoranza palpable en el ambiente tras una autoridad paternalista, que vuelva a atender las necesidades individuales y contrarreste así el anonimato en que sumergen las reestructuraciones acometidas por el Instituto. Por otro lado, ha de escuchar la demanda insistente por potenciar estructuras de gobierno más participativas.
Entre el autoritarismo y el laxismo se debe buscar, sin lugar a duda, el término medio, o más concretamente, se debe precisar el sentido, la legitimidad y el fundamento de la autoridad, que es un aspecto de la educación, de la formación continua. Luego la lectura, comprensión y actualización del contenido de la cuarta parte de la Regla de Vida dedicado a la autoridad y su ejercicio pide hoy una reconsideración a la altura de los tiempos, pero, sobre todo, a la luz de la creciente multiculturalidad del Instituto por cuanto que un pueblo consiste ante todo en un repertorio de secretos que reclaman algún esfuerzo para ser adivinados y comprendidos.[18]
Y como las estructuras de la comunión - el servicio de la autoridad en el Instituto - pueden considerarse desde la perspectiva canónica y desde la perspectiva teológico-espiritual, dos posibles perspectivas igualmente importantes, es ineludible tomarlas en cuenta equilibradamente a la hora de la revisión y re-visitación de la Regla de Vida, aunque la perspectiva canónica es la más difícil por cuanto que exige mucha fatiga, pide horas de paciente trabajo y de diálogo para poder agregar en la tradición canónica las novedades que el Espíritu Santo suscita en el Instituto, y las estructuras de gobierno constituyen, dentro de la comunión o visión teológico-espiritual, una dimensión más directamente canónica. Ambas perspectivas constituyen el hilo conductor del tejido de nuestro texto constitucional actual. Al respecto son muy iluminadoras estas consideraciones: Tenemos que recomponer una espiritualidad del servicio de la autoridad que se pelee con el desprestigio que padece, la crítica a la que está sometida por defecto, las expectativas exageradas de competencias que se le exige, la inercia hacia el individualismo que mina la conciencia del bien común y la ingenuidad que muestran modelos excesivamente horizontalistas de la autoridad. Esa espiritualidad iría detrás de una gracia: la de reconocer el valor de misión que tiene dentro de sí el servicio de la autoridad y el potencial de vida para los demás que esa misión trae consigo.[19]
1.3 Gobierno y autoridad
El contenido de la cuarta parte de la Regla de Vida hunde su raíz en esta convicción fundamental, a saber, la acción nunca es posible en aislamiento, en el caso del Instituto, la acción misionera; estar aislado es lo mismo que carecer de la capacidad para actuar. La acción y el discurso necesitan la presencia de otros. Para ilustrar esto merece la pena recordar que el griego y el latín, a diferencia de las lenguas modernas, contienen dos palabras diferentes y sin embargo interrelacionadas para designar al verbo “actuar”. A los verbos griegos archein (“comenzar”, “guiar” y finalmente “gobernar”) y prattein (“atravesar”, “realizar”, “acabar”) corresponden los verbos latinos agere (“poner en movimiento”, “guiar”) y gerere (cuyo significado original es “llevar”). Parece como si cada acción estuviera dividida en dos partes, el comienzo, realizado por una sola persona, y el final, en el que se unen muchas para “llevar” y “acabar” la empresa aportando su ayuda. No sólo están las palabras interrelacionadas de manera similar, sino que también es muy similar la historia de su empleo. En ambos casos, la palabra que originalmente designaba sólo la segunda parte de la acción, conclusión - prattein y gerere -, pasó a ser la palabra aceptada para la acción en general, mientras que las que designaban el comienzo de la acción se especializaron en el significado, al menos en el lenguaje político. Archein pasó a querer decir principalmente gobernar y guiar cuando se usó de manera específica, y agere significó “guiar” en vez de “poner en movimiento”. Así, el papel de principiante y guía, que era primus inter pares, pasó a ser el del gobernante.
La autoridad se presenta bajo distintas formas. Primeramente, como un carisma o una ascendencia natural, del que sabe por naturaleza dirigir. En segundo lugar, como una competencia, por ejemplo, la del experto, la del especialista, la del sabio, tal y como representan las imágenes platónicas de la autoridad política. Y, en tercer lugar, como la dirección o el liderazgo vinculados a un estatuto. En los tres casos, el concepto de autoridad implica una relación vertical o como mínimo una cierta jerarquía. La primera forma de autoridad, el carisma, puede aparecer como ambigua en la medida en que ella se puede ejercer, tanto en educación, formación como en política, para lo mejor como para lo peor. La segunda, la competencia, sería fácilmente justificable, en la medida en que se controla el objeto y los otros admiten su ejercicio. La tercera, el estatuto, es, a menudo, criticada de arbitraria, artificial, en la medida en que no se justifica por una competencia real al servicio de los otros. Y, sin embargo, es precisamente en el terreno de la competencia donde se observa un deslizamiento del concepto de autoridad entre jóvenes y adultos, una diferencia de lugar, de posición en el tiempo.
Es en este ambiente donde estimamos que se hace imprescindible un liderazgo que nazca de la escucha del Espíritu Santo en comunidad. Que señale, desde la propia vida, un camino posible y real, sin perder la dependencia-trascendencia, que muestra de manera inconfundible el brillo de la cercanía de Dios. Se trata, en primer lugar, de un liderazgo que sabe a dónde va. Que tenga itinerario y lo sepa mostrar, comunicar y contagiar. Para eso tiene que estar embebido de las posibilidades reales del Instituto al que sirve. Tiene que saber simplificar; ser generador de cambios para poder devolver la vida a la comunidad; debe impulsar, sostener y vigilar los cambios para que no se despisten ni desvíen de la fuerza carismática; ha de ser líder y ha de conjugar un querer serlo que sea evangélico, pues carece de sentido serlo a la fuerza o porque no queda más remedio, o porque es el único; apto para construir la comunión plural que es la congregación en la que, gracias a la mediación de un liderazgo coral y profético, convivan las iniciativas y posibilidades, la complementariedad y la novedad. Sabiendo que la misión es el alma de la comunidad, la autoridad ha de ser ejercida por hombres que descubran la felicidad en ser guías de un pueblo que camina en el desierto con espejismos y promesas, con lamentos y recuerdos, con tendencias de eficacia y excelencia, incluso, con signos de muerte. Así, pues, las cuestiones en torno al gobierno y a la autoridad tocan de lleno el estilo del liderazgo desde el punto de vista de su asunción y ejecución: la autoridad se juega mucho de su propia justificación en el modo en que se asume y ejecuta. Hoy no vale cualquier estilo.[20]
A la hora de tratar del ejercicio del ministerio de la autoridad es necesario reflexionar en torno a la responsabilidad frente a un tercero, aunque sólo sea de un modo simbólico o en orden a una regulación. Los terceros pueden ser los hermanos. Tres elementos constitutivos confluyen aquí, a saber, el concepto de gobernar y ser gobernado, de gobierno y poder, y del regulado orden que lo acompaña, y aquí tienen su lugar la personalización y el discernimiento: Al Evangelio le son imprescindibles las personas. No avienta mandamientos abstractos, válidos en sí mismo, sin relación a quien los propone y a quien se les comunica. El Evangelio opera con llamamientos, con apelaciones a personas para que lleven adelante iniciativas de vida a favor de los demás. Porque es en las personas donde la misión encuentra fuentes sorprendentes de gratuidad, de heroicidad en la donación de sí, de creación de relaciones fraternas, de disposición para la solidaridad, de adaptabilidad en el servicio por encima y más allá de las tradiciones. [...] El liderazgo [...] debe estar persuadido de la prioridad que tiene la [...] cura personalis.[21] Y esto pide, entonces, ir más lejos, a la raíz, en la búsqueda de una instancia frente a la cual se puede dar cuentas del ejercicio de la autoridad, porque se trata de pensar lo único que verdaderamente puede fundamentar, en su radicalidad, el sentido de la vida humana como una vida personal; es decir, caracterizada a la vez por la singularidad y, lo que se deriva, por el valor incondicional. En cualquier caso, quien gobierna y ejerce la autoridad tendrá que ser rico en humanidad y en respetuosa sensibilidad en las relaciones interpersonales porque, por un lado, la voluntad y la razón del hombre, se expresan con palabras, y, por el otro, también con hechos, puesto que cada uno da a entender que prefiere como bueno lo que realiza con la acción.[22] Al respecto es sumamente ilustrador este texto de un hombre que vivió en tiempos muy difíciles, y que ofrece este consejo: Los buenos labradores [...] no sólo cultivan árboles derechos y altos, sino que también aplican arrimos que los enderecen a aquellos otros que por cualquiera causa se torcieron; a otros, los podan para que los ramos no estorben su crecimiento; a otros enfermos, por vicio del lugar, los abonan; a algunos a quien ahoga la sombra ajena, les abren el cielo.[23] De buenos labradores necesita hoy nuestro Instituto, es decir, de personas que cuiden los arboles derechos y lozanos; enderecen a los torcidos, poden a los frondosos, abonen a los enfermos, abran el cielo a los que se ven mermados en su crecimiento por la sombra ajena que les priva de la luz.
Conclusión
El ejercicio de la autoridad pide, de quien es llamado a este ministerio, ante todo, humanidad integral, salud espiritual e impronta emprendedora de modo que el Instituto sea hogar de misericordia, menos vertical y más sinodal; exige fidelidad y prudencia, porque la ira es el principio de ruina del buen gobierno. La organización que adoptamos para cumplir la misión, expuesta en la cuarta parte de la Regla de Vida es cordial, impregnada de fe, pero también compleja. Desde esta perspectiva, el contenido de la parte cuarta de la Regla de Vida puede interpretarse como la expresión de un Instituto siempre por construir sintiéndose uno acompañado del Espíritu Santo y en fraternidad. Quien ejerce el servicio de la autoridad pida al Señor que le conceda audacia de profeta, fortaleza de testigo, clarividencia de maestro, seguridad de guía, mansedumbre de padre y cercanía de hermano para encabezar, asentado él en el Espíritu Santo y conducido por los sabios consejos de los semejantes, en los encomendados a su cuidado, el cumplimiento del humilde deseo de participar en la obra redentora de Cristo.[24] Gobernar es, por principio y a fin de cuentas, un acto de amor, es dar vida. Y el amor es exigente, pide utilizar los mejores recursos, despertar la pasión y ponerse en camino con paciencia junto a los hermanos. En el Instituto quien ejerce el ministerio de la autoridad tendrá que ser competente, cualificado, ciertamente, pero, sobre todo y principalmente, rico en humanidad, evitando, en todo y con todos, ser maleducado tanto de palabra como de obra, cuidando la unidad en la diversidad, la identidad en la diferencia, y en todo la caridad, siendo unos para otros compañeros en el mandato de extender el “olor a Evangelio” (EG 39) y custodiando, con gozo y creatividad, lo que heredamos de San Daniel Comboni.
Ciudad de México a 28 de agosto de 2018
Fiesta de San Agustín
P. Erasmo Norberto Bautista Lucas, mccj
[1] Cf. Papa Francisco, Evangelii Gaudium, nn. 234-237; Laudato Si’, 141.
[2] Cf. Tomás de Aquino, Suma de teología I-II, qq. 90-97.
[3] Cf. Tomás de Aquino, Suma de teología I-II, q. 90, a. 2.
[4] Cf. Lumen Gentium, 8.
[5] José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, p. 247.
[6] Juan Pablo II, Fides et ratio, 4.
[7] Cf. Tomás de Aquino, Suma de teología, I-II, q. 97, a. 1, solución.
[8] Cf. Tomás de Aquino, Suma de teología, I-II, q. 97, a. 2, solución.
[9] CIVCSVA, “A vinos nuevos, odres nuevos”, 41.
[10] Ibidem.
[11] Cf. Ibidem.
[12] Cf. Ibi, 43.
[13] Cf. Ibi, 43.
[14] Cf. Ibi, 44.
[15] Cf. Ibi, 45.
[16] Cf. Ibi 46.
[17] Cf. Ibi. 47.
[18] José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, p. 247.
[19] Francisco José Ruiz, Odres nuevos para el gobierno, en Vida Religiosa. Monográfico. 122 (2017), 88 (536).
[20] Francisco José Ruiz, Odres nuevos para el gobierno, en Vida Religiosa. Monográfico. 122 (2017), 75 (523).
[21] Francisco José Ruiz, Odres Nuevos para el gobierno, en Vida Religiosa. Monográfico. 122 (2017), 75-76.
[22] Cf. Tomás de Aquino, Suma de teología, I-II, q. 97, a. 3, solución.
[23] Séneca, De la clemencia, Libro II, cap. VII.
[24] Cf. LG 45.