Pascua 2024
Deseamos expresar nuestra solidaridad con las poblaciones que viven situaciones de conflicto o son víctimas de tragedias humanitarias y ambientales, particularmente en los países donde estamos presentes. Debemos tener el coraje de desafiar a la muerte con el poder de Dios, proclamando con nuestra vida que Él está verdaderamente vivo en nosotros, ¡y es nuestra paz! ¡El Señor ha resucitado! ¡Aleluya, aleluya! (El Consejo General) [Credit Flickr]
¡Cristo vive! Él es nuestra paz
«Ellos, por su parte, contaron lo sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Mientras estaban hablando de todo esto, Jesús se presentó en medio de ellos
y les dijo: “Paz a ustedes”». (Lucas 24, 35-36)
Queridos hermanos:
¡El Señor ha resucitado, Aleluya, ¡Aleluya!
Que su paz y gozo sean con todos ustedes.
La resurrección de Jesús proclama de manera asombrosa que la vida es más fuerte que la muerte, que la luz ha vencido a las tinieblas, que el amor ha triunfado sobre el mal y que, incluso en medio del dolor y la tristeza, germinan las semillas de la esperanza y la paz en este mundo desgarrado por la guerra.
Atribulada pero también llena de paz y alegría fue la experiencia pascual de los discípulos de Jesús, y esa experiencia resuena también profundamente en nuestros corazones hoy como misioneros combonianos, en cualquier ambiente en que nos encontremos viviendo. Somos discípulos misioneros del Señor resucitado en medio de tantas situaciones en las que es necesario sembrar reconciliación y paz como único camino hacia la verdadera vida.
Veinte siglos después de la Resurrección de Jesús, creemos que es más urgente que nunca situar en el centro de nuestra misión el anuncio gozoso: “¡Cristo vive! Y en su luz hay paz para todos”. Este anuncio nace de una convicción profunda que encuentra su fuente en nuestra fe, pero es también fruto de una experiencia personal vivida en el encuentro con el Señor resucitado a lo largo de los caminos de la misión, donde Él nunca deja de visitarnos, incluso en situaciones en las que sentimos desánimo, miedo, incertidumbre e incluso impotencia.
Pero es en esas situaciones cuando Él sale a nuestro encuentro y nos dice: «¡La paz esté con vosotros!». Y su paz penetra y renueva nuestros corazones, reavivando nuestra fe en la certeza de que nunca estamos solos. Él nos ha prometido: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”» (Mateo 28,20b).
En este mundo nuestro desgarrado por guerras sin sentido, que causan un sufrimiento atroz, con la muerte de miles de víctimas inocentes y la supervivencia de muchas más en peligro, puede suceder que quienes están llamados a alzar la voz caigan en la apatía, o incluso acaben acostumbrándose a esa “vergonzosa normalidad” de violencia y muerte sin fin. Otros, de nuevo, pueden sentirse casi arrastrados aún más hacia la oscuridad de la “tumba”, donde perdura la muerte.
Pero debemos recordar que es precisamente en medio de la violencia, la muerte y la desesperación que, «el primer día de la semana» (Lucas 24, 1a), ha comenzado una nueva creación, una Pascua eterna de alegría y de paz. La piedra ha sido «removida» y la tumba está vacía, pues no hay nada que pueda impedir que el Amor brote como una fuente inagotable de vida para todos.
Sin embargo, la victoria de la mañana de Pascua aún no es completa. Muchos, demasiados, viven todavía como si no supieran que la muerte ha sido vencida por Cristo y, gracias a Él, se ha convertido en el paso de este mundo al Padre. Muchos, demasiados, esperan todavía la gracia de encontrar a Jesús resucitado como la brisa fresca de una creación reconciliada.
Como verdaderos anunciadores de Jesús vivo, estamos llamados a recordar la Pascua y experimentar el paso de la esclavitud, la injusticia y la muerte a la libertad de la vida nueva en Aquel que fue capaz de descubrir todas las tumbas.
La resurrección de Jesús es la victoria del designio salvífico del Padre, que envió a su Hijo al mundo para salvarnos de la esclavitud del pecado, de la muerte y de todas las fuerzas que aún destruyen la vida y borran la paz.
Junto al grito de la humanidad que sufre, no podemos dejar de escuchar también el grito de nuestro planeta Tierra, violado por la supremacía de los intereses económicos que se burlan de esa corresponsabilidad que es la única que puede garantizar la auténtica vida humana.
Al celebrar la próxima Pascua, hagamos nuestras las palabras de San Pablo: «Fuimos sepultados con él en la muerte para que, así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, también nosotros caminemos en una vida nueva” (Romanos 6,4).
La efusión de la “vida nueva” en nosotros se convierte en la fuerza para llevar adelante la misión que hemos recibido. Primero, esta “vida plena” se manifiesta en nuestros corazones, para que renovemos cada día nuestro compromiso de amor hacia todos. Luego llega a nuestros pies, para que nos pongamos en camino hacia los demás, recorriendo “senderos de solidaridad” al encuentro de los más necesitados, derribando los muros del odio y la indiferencia. Luego pasa a nuestras manos, para que aprendan la “verdadera caridad” y sepan abrazar y acoger al otro, para compartir con él lo que somos y lo que tenemos.
Esta misión ha de vivirse con la certeza de que Jesús quiere resucitar en cada situación de muerte que encontremos por los caminos de la vida, creyendo firmemente que sólo el amor «hasta el extremo» (Juan 13,1), entregado sin reservas como lo vivió Jesús, consigue renovar las relaciones entre las personas, abriendo horizontes de esperanza y de paz.
Decimos que creemos que nada puede detener la obra de Dios. Pero ¿lo creemos realmente? San Isaac de Nínive (o Isaac el Sirio), uno de los más grandes autores espirituales de todos los tiempos, escribió: «El mayor pecado es no creer en las energías de la Resurrección». Y el Papa Francisco se hace eco de él: «Hay cristianos que parecen tener un estilo de Cuaresma sin Pascua» (Evangelii gaudium, 6).
Y es verdad. Pero, por otra parte, debemos dejarnos asombrar por muchos de nuestros cohermanos, junto con otros muchos sacerdotes, religiosos y laicos, que viven verdaderamente con aquella confianza radical que tenía San Daniel Comboni, convencidos como nuestro Fundador que «Dios no abandona nunca a quienes en Él confían. Él es el protector de la inocencia y el vindicador de la justicia. Soy feliz en la cruz que, llevada de buena gana por amor de Dios, genera el triunfo y la vida eterna» (Escritos 7246).
Por eso, damos gracias al Señor por todos aquellos que se niegan a permanecer en la “tumba” del egoísmo, de la pasividad y de la indiferencia, y abrazan con decisión la urgente misión de ser testigos creíbles de la resurrección de Cristo, encarnando en cada situación el estilo de Dios, que es «cercanía, compasión, ternura» (Papa Francisco, 18 de junio de 2022, dirigiéndose a los miembros del Capítulo comboniano).
Deseamos expresar nuestra solidaridad con las poblaciones que viven situaciones de conflicto o son víctimas de tragedias humanitarias y ambientales, particularmente en los países donde estamos presentes.
Debemos tener el coraje de desafiar a la muerte con el poder de Dios, proclamando con nuestra vida que Él está verdaderamente vivo en nosotros, ¡y es nuestra paz!
¡El Señor ha resucitado! ¡Aleluya, aleluya!
El Consejo General