Viernes, 23 de junio 2023
Medellín es una ciudad industrial, la segunda en población de Colombia, habitada por los paisas, un pueblo emprendedor y luchador, fiel a sus tradiciones y patria de escritores importantes como Héctor Abad. Claro que en el exterior muchos la conocen por haber sido el lugar desde donde el narcotraficante Pablo Escobar montó un inmenso y cruel imperio de la droga.
Todavía sigue habiendo demasiada presencia de señores de la droga y en sus avenidas y parques abundan los mendigos y «habitantes de la calle», en gran parte deteriorados por el uso de estupefacientes y por los diversos avatares de una vida a veces complicada y difícil.
Con estos «habitantes de la calle» me encuentro dos o tres veces por semana en el comedor que la Comunidad Católica Emmanuel tiene en el centro de la ciudad. Unos 90 voluntarios estamos organizados para dar un plato de comida caliente a todo el que se acerca, sin preguntar procedencia, afiliación o historia de vida. Los voluntarios actuamos como una gran empresa de restauración, solo que sin recibir un céntimo y añadiendo una gran dosis de cariño, respeto y dignidad, en sencilla coherencia con una profunda experiencia espiritual de gozosa identificación con el Evangelio de Jesús, para quien el pobre es Él mismo.
Milagrosamente se sirve cada día una comida caliente a unas 800 personas, hombres y mujeres, niños y ancianos, en gran parte solitarios, aunque no faltan las familias, sobre todo de venezolanos que emigraron a Colombia escapando de la gran crisis de su país. Entre los ancianos hay algunos que viven solos, pero con dignidad, y vienen al comedor como quien va a un restaurante, pero sin pagar. En las caras y en el porte de los jóvenes se aprecia la degradación provocada por la droga y por otras adicciones.
Todo se hace en un ambiente de serenidad y dignidad. Los servimos con rapidez y respeto, y apenas terminan de comer, se retiran para que puedan entrar otros 100, que es la capacidad del comedor. Yo voy siempre que puedo para pelar patatas, repartir comida o limpiar durante dos horas más o menos.
Esta experiencia me está rejuveneciendo y fortaleciendo en mi vocación misionera. Como sacerdote se me ha pedido muchas veces ejercer el ministerio de la Palabra. En mi experiencia, he comprendido que las personas tienen necesidad de mucha escucha y de palabras sinceras y valiosas que iluminen, consuelen, perdonen y animen. Como dice la Biblia, «no solo de pan vive el hombre». Los mismos voluntarios piden con frecuencia un momento de escucha o una palabra que les ayude a aclarar su realidad personal.
Aquí tengo la oportunidad de acompañar la palabra con un hecho muy concreto: repartir un plato de comida caliente. Robinson, el coordinador de este grupo, me dice que a veces lo critican diciendo que eso no ayuda a que las personas se transformen. Y es verdad. Pero, por lo menos, esas 800 personas reciben, no solo un plato caliente, sino también un gesto de hermandad y respeto.
Mientras tanto, en mi casa convivo con un grupo de jóvenes colombianos que aspiran a ser misioneros. Son jóvenes conscientes, maduros, generosos, que estudian y se preparan para la misión con entusiasmo y fe.
Entre ellos, la Comunidad Emmanuel y los «habitantes de la calle» me hacen sentir de nuevo joven al servicio de una misión humilde, pequeña, pero hermosa. (En la imagen superior, varios de los miembros de la Comunidad Emmanuel que atienden un comedor social en el centro de Medellín)
P. Antonio Villarino, desde Medellín (Colombia)
[Revista Mundo Negro, Mayo 2023, comboni2000]