Especialmente en Occidente, la pérdida del sentido de trascendencia y el aplanamiento de la dimensión materialista van de la mano con la relegación de la religión a la esfera privada. Pero la iglesia no puede ni debe permanecer al margen de la construcción de un mundo mejor, ni descuidar el despertar las fuerzas espirituales. No puede renunciar a la dimensión política de la existencia que implica una atención constante al bien común y a la preocupación por el desarrollo humano integral: una Iglesia que sale, que sirve, acompaña la vida, sostiene la esperanza, construye puentes, derriba muros, siembra reconciliación y es signo de unidad.
Todo esto se basa en la plenitud de la dignidad humana y la fraternidad, que tiene una fuente trascendente. Para nosotros, los cristianos, esta fuente está en el Evangelio de Jesucristo. La objeción a todo esto se deriva de una experiencia histórica de una combinación de religión y violencia. Sin embargo, la violencia no se basa en las convicciones religiosas fundamentales, más bien en su forma deformada.
En cambio, los líderes religiosos están llamados a ser verdaderos dialogantes, a actuar en la construcción de la paz no como intermediarios, sino como auténticos mediadores. Todos están llamados a ser artesanos de la paz, uniendo y no dividiendo, extinguiendo el odio y no preservándolo, abriendo caminos de diálogo y no levantando nuevos muros. La unidad en la Iglesia y entre las Iglesias será una contribución profética y espiritual a la dinámica del encuentro en un mundo cada vez más globalizado.
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