Viernes 4 de febrero de 2022
Después de reflexionar sobre los cierres que caracterizan nuestro tiempo, el Papa Francisco nos invita a pensar y generar un mundo abierto. Es otra lógica, basada en la realidad del ser plenamente humano, que se realiza en el encuentro con los demás. La persona humana está abierta a los vínculos: en su raíz misma habita la llamada a trascenderse a sí misma en el encuentro con los demás. El amor nos hace empeñarnos por la comunión universal.

Las crecientes interconexiones y comunicaciones a nivel global nos hacen más conscientes de la unidad y el intercambio de un destino único de las naciones de la tierra. No hay progreso si dejas a alguno atrás, las exclusiones y las periferias no son solo geográficas sino también existenciales (por ejemplo, los ancianos, las personas con discapacidad, las víctimas del racismo). Todo ser humano tiene derecho a vivir con dignidad y a desarrollarse integralmente.

Esto implica, por un lado, una participación activa en la comunidad civil e internacional; por otro, una solidaridad que deriva de saber que somos responsables de la fragilidad de los demás y de la búsqueda de un destino común.

La solidaridad “es pensar y actuar en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. También es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de tierra y de vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del Imperio del dinero. […] La solidaridad, entendida en su sentido más hondo, es un modo de hacer historia y eso es lo que hacen los movimientos populares” (FT, 116).

Incluso el cuidado de la casa común que es el planeta es una expresión de servicio y corresponsabilidad para el desarrollo de todos. La paz real y duradera sólo es posible sobre la base de una ética mundial de solidaridad y cooperación al servicio de un futuro moldeado por la interdependencia y la corresponsabilidad en toda la familia humana.

Los derechos inalienables de la persona, los derechos sociales y los derechos de los pueblos son fundamentales para la subsistencia y el progreso, pero son muy diferentes de la reivindicación de los derechos individualistas, que oculta una concepción de la persona separada de cualquier contexto social y antropológico. Tal perspectiva conduce al individualismo radical, a las intimidades egoístas y a una organización social autodefensiva y autorreferencial. Si el derecho de cada uno no se ordena armoniosamente al bien mayor, termina concibiéndose sin limitaciones y convirtiéndose por lo tanto en fuente de conflicto y violencia.

El mundo existe para todos, todos nacemos con la misma dignidad y, en la tradición cristiana, vemos el destino común de los bienes creados, que es el primer principio de todo el orden ético-social. El derecho a la propiedad privada es un principio secundario y derivado del primero. Por lo tanto, nadie puede ser excluido debido a los privilegios de los demás.
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